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 Pontifical Council for the Pastoral Care of Migrants and Itinerant People

People on the Move

N° 110, August 2009

 

 

 

Acogida de públicos diferenciados

en lugares sagrados  

 

Misión de la Iglesia: Evangelizar

Se nos cuestiona en esta tarde sobre cómo acoger a públicos diferenciados en lugares sagrados. Y mi primera pregunta, que enmarca el resto de la propuesta, es: acogerlos... ¿para qué?, ¿con qué finalidad? Pudiendo parecer obvia, la contestación marcará el estilo, contenido y propuestas que podamos realizar. La respuesta es una: acogerlos para evangelizar. La evangelización es lo que define la misión total de la Iglesia, “su identidad más profunda”.[1] La Iglesia “existe para evangelizar”.[2]

Pero no podemos entender la evangelización en un sentido reductivo, identificándola con una mera transmisión de conceptos, una enseñanza memorística de verdades, insistiendo de modo parcial en su aspecto cognoscitivo. “Toda la acción evangelizadora busca favorecer la comunión con Jesucristo”,[3] es decir, que no sólo “conozcan” sino que también “vivan” la fe, tengan una experiencia del Misterio que es Dios. En referencia a la evangelización podríamos usar las palabras que emplea Santa Teresa de Jesús hablando de la oración, donde subraya que “no está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho”.[4]

Esto me permite tomar la libertad para redefinir la pregunta que nos reúne: ¿Cómo acoger a las personas en los lugares sagrados de modo que esto les ayude a conocer y amar más al Señor? Dicho de otro modo, ¿cómo facilitar un encuentro entre Dios y cada una de las personas que allí acuden, de modo que el santuario aparezca realmente como “la tienda del encuentro personal con Dios y consigo mismo”?[5] O parafraseando las palabras del entonces cardenal Ratzinger, ¿cómo enseñar, cómo mostrar el arte de vivir?[6] 

Destinatario de la Evangelización: la persona concreta

La segunda pregunta que deseo plantear se refiere al destinatario de nuestra atención. ¿Quién es el “público” que acogemos? Es decir, ¿a quién se dirige nuestra atención? El destinatario del Evangelio no es nunca el colectivo, el grupo, sino que es “el hombre concreto, histórico”.[7] Y a ese hombre concreto, a sus interrogantes, sus anhelos, sus ansias de felicidad, sus fracasos y sus éxitos…, a ese hombre concreto es al que se dirige nuestra evangelización. Por ello, deberemos tener en cuenta todo este conjunto de factores si queremos que nuestra acción evangelizadora encuentre resonancia en el destinatario.

Convivimos diferentes sensibilidades culturales, sociales y religiosas, con realidades cada vez más distintas. Esta diversificación se traduce en una importante pluralidad de destinatarios de nuestra acción evangelizadora, que nos exige adaptar y diversificar nuestras propuestas, rompiendo con la idea del modelo único que se ajuste a todas las realidades y al que se debe adaptar toda persona que a nosotros acuda.

Algo importante a tener en cuenta es la motivación diversa que está en el origen de la visita. Podemos recurrir a la distinción clásica entre peregrino, visitante o turista, matizada por los conceptos de “peregrino turista” y de “turista peregrino”.[8] Conceptos que nos ayudan a conocer la realidad pero que en el fondo no alcanzan a aprehenderla en su complejidad.

¿Cómo acoger a las personas que visitan un lugar religioso? Por lo dicho, se desprende claramente que frente a la diversidad de visitantes debe corresponder una diversidad de propuestas. A ello invita el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, del que formo parte, cuando en su documento El Santuario, memoria, presencia y profecía del Dios vivo indica: “Esta experiencia de Iglesia debe estar apoyada especialmente por una acogida adecuada a los peregrinos en el santuario, que tenga en cuenta lo específico de cada grupo y de cada persona, las expectativas de los corazones y sus auténticas necesidades espirituales”.[9]

Ciertamente no podemos ofrecer una respuesta personalizada, pero sí que debemos tender a ampliar la propuesta, siendo sensibles a esta diversidad constatada, huyendo del riesgo de la uniformidad. El objetivo no es, pues, brindar ofertas únicas que pretendan ser válidas para todos, sino el facilitar que cada uno encuentre lo que ha venido a buscar, y que incluso trascienda esa demanda inicial, que vaya más allá. 

Una propuesta/acogida significativa

Si lo que pretendemos es favorecer un encuentro entre Dios y la persona concreta que tenemos delante, deberemos preguntarnos por su realidad, su situación, sus interrogantes, de modo que nuestra propuesta aparezca como respuesta a los mismos.

Entre el conjunto de necesidades que experimenta el ser humano, destacan por su importancia y significatividad las “necesidades de sentido”. La persona necesita explicarse la realidad, dar sentido a lo que le ocurre, dotar de significado a la vida cotidiana y sus elecciones personales. Necesita marcos de sentido que expliquen todo aquello que vive y le proporcionen seguridad, saber el porqué de la vida, de su existencia, del sufrimiento, de las relaciones personales... Muchas de estas experiencias son una puerta abierta para plantearse la pregunta del “por qué”. Estas experiencias, cuando son profundizadas, le ponen al descubierto los interrogantes más acuciantes de su existencia. Por su naturaleza, tienen un valor especial, y dejan huella en lo profundo de la persona.

Somos conscientes que muchos de los que acuden a un santuario lo hacen en unas circunstancias vitales singularmente particulares: de dolor, de sufrimiento profundo, de gozo, de fracaso, de agradecimiento, de fragilidad, de preocupación, de incerteza, de duda... Otros, aun sin saberlo, pueden ir buscando un sentido a sus vidas. Hay en ellos ciertamente un interrogante en su corazón, una insatisfacción con las respuestas encontradas.

Si la visita al santuario está precedida por una peregrinación, el corazón está mucho más dispuesto. La peregrinación supone una salida de sí mismo, un encuentro con el otro, un ganar el tiempo, una conversión de vida y de motivaciones profundas, una experiencia de renuncia, de lucha... Es una parábola de la vida.

Y la respuesta que queremos ofrecer, para que sea significativa, debe estar en línea de la pregunta del corazón. Frente a los interrogantes que nacen de estas experiencias “de sentido”, la fe se presenta como respuesta que los ilumina. Estas experiencias concretas, y la realidad humana en su conjunto, pueden ser interpretadas, iluminadas y vividas desde la perspectiva religiosa. La fe puede ofrecer un sentido a cosas inimaginables (dolor, muerte, fiesta, etc.). El ser humano necesita un marco referencial de sentido, algo que el mundo, la cultura, las ideologías... no pueden ofrecerle en plenitud. La fe aparece así como respuesta a los interrogantes más profundos del ser humano. Entre el Evangelio y la experiencia humana hay un lazo indisoluble, ya que aquél se refiere al sentido último de la existencia para iluminarla, juzgarla y transfigurarla.[10]

Por todo ello, debemos hacer una apuesta preferente por una acción misionera, caracterizada por un primer anuncio de la fe, centrado en lo fundamental, que responda a las inquietudes humanas de aquellos que escuchan, sin suponer que los rastros de una posible fe heredada tienen la fuerza suficiente para provocar la experiencia de encuentro con el Resucitado.

En esta línea aparece como fundamental la acogida al visitante, la cual se manifiesta en diversidad de elementos: desde los sencillos detalles hasta la disponibilidad personal a la escucha, pasando por el acompañamiento durante el tiempo que dure la presencia. Una acogida realizada por sacerdotes, religiosos o laicos, caracterizada por la calidad humana, por el respeto a los procesos personales, ayudando a desentrañar los interrogantes (o incluso a provocarlos, educando en la demanda), posibilitando leer el propio corazón, vislumbrando el “Misterio” sin pretender desvelarlo. Esta concepción supone una actitud acogedora y comprensiva que aproveche cada ocasión como un verdadero kairós para anunciar el Evangelio y una oportunidad para facilitar el encuentro, abriendo a la propuesta respetuosa de cauces posteriores que permitan crecer en la fe de la Iglesia. Es decir, un primer anuncio con perspectivas de futuro. 

Algunas matizaciones

Nuestras propuestas se verán limitadas por ciertas características inherentes al santuario en sí. La primera es la limitación temporal de la visita al lugar religioso. La presencia del visitante en el interior del templo quizá no sobrepase los 30 minutos. Una hora en el mejor de los casos. Esto implica que cualquier acción evangelizadora deberá circunscribirse a ese período, sin suponer un tiempo añadido.

A esto se le suma, como segunda limitación, y en conexión con la primera, que en general el santuario no es el lugar ordinario donde el visitante creyente va a vivir la fe. Por ello, la propuesta evangelizadora difícilmente puede presuponer una continuidad en sí misma. Es verdad que un oportuno acompañamiento y una catequesis desarrollada y adecuada a los destinatarios puede ciertamente realizarse antes o después de la peregrinación, en las respectivas e hipotéticas comunidades cristianas de origen, pero difícilmente durante el desarrollo de la misma. Y esta acción preparatoria o continuadora tendrá como destinatario real a un minoritario grupo de personas.

Como consecuencia lógica de lo afirmado, y en contra de lo ideal, nuestras propuestas deben poder gozar pues de brevedad en su ejecución, al tiempo que poder desarrollarse incluso, o al menos algunas de ellas, sin la presencia de la persona que acoja (la cual no siempre estará o no podrá realizar su función de forma adecuada con todos los visitantes). 

La belleza como propuesta evangelizadora

Con todo esto, ¿dónde encontrar una propuesta que pueda ser válida para públicos diferenciados, encuentre eco en las inquietudes del corazón, sea un primer anuncio evangélico, y goce de cierta autonomía en su proceso?

En este momento me atrevo a apuntar como sugerencia la profundización en el tema de la belleza como camino de encuentro con Dios.

El santuario debe favorecer el encuentro con Dios. Se debe pasar del sacro al Santo.[11] Y en este proceso la belleza es buen vehículo. Sugiero tres concreciones:

- Belleza del espacio

- Belleza de la liturgia

- Belleza de la caridad y de las relaciones humanas

La belleza nos ayuda a percibirnos, a sentirnos sor-prendidos por la vida (“presi-da-sopra”, tomados de arriba), superados, transcendidos, por lo que puede abrir caminos de búsqueda que nos conduzcan al encuentro con Dios. La experiencia de la belleza, que se relaciona con la sensibilidad, fomenta la contemplación y se dirige a la intuición, también forma parte de lo sagrado, ya que el hombre necesita de las formas externas para expresar el sacro, y esas formas estéticas, en cuanto que referidas a Dios, no pueden ser de otro modo sino bellas. Deben ser bellas en cuanto reflejan la belleza del Dios Creador, fuente de toda belleza creada.[12] Pero esa belleza es también vía de conocimiento de Dios, pues evoca «el Misterio trascendente de Dios, Belleza sobreeminente e invisible de Verdad y de Amor» (CEC, n. 2502). De la belleza de las cosas «se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sb 13,5).

El Evangelio es propuesta de belleza. Cristo no solamente es el “Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), no sólo es el Bien, la bondad: Cristo, el “Pastor bello” (Jn 10,11), es la revelación de la belleza que nos salva, es el “más hermoso de los hombres” (Sal 45,3). “Bello es conocerlo; bello es amarlo; bello es para nosotros -según las palabras de Pedro- ‘estar sobre el monte’ con Él (cfr. Mt 17,4). En este sentido, la vía de la belleza se presenta como pastoralmente fecunda para acercar a los hombres al Dios de Jesús y sostener el empeño de la Iglesia al servicio de la verdad”.[13] Con palabras del cardenal Ratzinger, “el ser golpeados y conquistados a través de la belleza de Cristo es un conocimiento más real y más profundo que la simple deducción racional”.[14]

En este proceso ejercen un papel importante los sentimientos, que cumplen una función singular en el itinerario personal de fe, ya que alientan a alcanzar el bien deseado.[15] El deseo de Dios es sin duda un momento fundamental en el camino de búsqueda que debe culminar en el “hallazgo” de Éste.[16] Pero el sentimiento no sólo mueve a la búsqueda de Dios, sino que también puede ser un indicio del encuentro con el Creador. El sentimiento de lo sagrado puede ser fruto del convencimiento de la presencia de Dios.[17] Asimismo, la imaginación, la emoción y el deseo, junto con el pensamiento, también intervienen en la meditación.[18] Su contribución «es necesaria para profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo» (CEC, n. 2708).

Hay que advertir que si bien el sentimiento es valioso en el camino de fe, éste no puede fundamentarla.[19] Tampoco podemos confundir el sentimiento con el sentimentalismo ni con la emoción pasajera.

Es importante la belleza del espacio y de lo que contiene, de modo singular las imágenes religiosas. La imagen no pretende sólo informar, trasmitir unas verdades. Busca también herir, incidir en nuestra sensibilidad, hacer sentir la verdad en lo profundo de nuestro ser, pretende conmovernos, remover nuestras convicciones, desinstalarlas y abrirlas a una nueva Palabra. El arte crea en quien lo contempla una profunda experiencia emotiva y afectiva de alegría, piedad, tristeza, dolor, amor, gozo, esperanza, angustia o sobrecogimiento. Por su condición simbólica, la representación iconográfica facilita el acceso a la esfera de lo sagrado, que no siempre “puede reducirse a fórmulas apodícticas, sino que sólo puede ser propuesto: es el aspecto de su gloria, de su belleza y de su esplendor”,[20] al tiempo que puede ser un estímulo para que en el hombre se acreciente la piedad. Pero es más, por su carácter teofánico, la iconografía cristiana puede desempeñar una función mediadora y comunicativa del misterio, “presencializando” la divinidad, haciéndola cercana. ¿Cómo cuidamos la belleza de nuestros lugares sacros? (sombras y luces, calidad de las obras artísticas, orden del espacio, su armonía...). Y en este momento considero necesario una referencia a la belleza de la nueva Iglesia de la Santísima Trinidad, aquí en Fátima, en cuya construcción se ha querido contar con los mejores arquitectos y artistas contemporáneos, desarrollando ese diálogo necesario entre belleza y fe, fe y cultura. En ella, tantos artistas han dejado su huella... a modo de camino, de peregrinación.

Esta belleza se traslada también a la liturgia, en la que “pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8). Cuidar su dignidad, sus palabras y sus silencios, dejar traslucir el Misterio... favorece que el santuario se trasforme en una verdadera “Tienda del Encuentro”.

No podemos identificar la belleza con unos simples parámetros estéticos. Cristo es también, como anunció Isaías, quien aparece “sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros” (Is 53,2-3). Pero es precisamente ahí donde se manifiesta la verdadera belleza. “Sus heridas nos curaron” (Is 53,5). Es la belleza del amor, que alcanza su plenitud en el Crucificado. “Precisamente en este Rostro tan desfigurado aparece la auténtica, extrema belleza: la belleza del amor que llega ‘hasta el final’ y que, precisamente por esto, se manifiesta más fuerte que la mentira y la violencia”.[21] Es ese amor el que transforma las apariencias y pone de manifiesto su verdadero rostro. Es la belleza de la caridad, la belleza de la entrega, que en nuestro caso se traducirá en la belleza de la acogida, de la escucha, del dar valor a quien a nuestra casa llega. 

 

Rev. José Jaime Brosel Gavilá

Oficial del Pontificio Consejo

para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes 


 

* Participación en la mesa redonda en el II Congreso Ibero-Americano de destinos religiosos y V Congreso Internacional de Ciudades-Santuario, Ourém-Fátima (Portugal), 4 junio 2009.

[1] Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi sobre la evangelización en el mundo contemporáneo (1975), n. 14.

[2] Ibidem.

[3] Congregación para el Clero, Directorio General para la Catequesis (1997), n. 80.

[4] Santa Teresa de Jesús, Libro de las Fundaciones, 5, 2.

[5] Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, La Peregrinación en el Gran Jubileo del Año 2000 (1998), n. 40.

[6] Cfr. Joseph Ratzinger, La Nuova Evangelizzazione (10 diciembre 2000), Intervención en el Jubileo de los catequistas y de los profesores de religión, s.p.

[7] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio sobre la permanente validez del mandato misionero (1990), n. 13.

[8] Cfr. Varico da Costa Pereira, Turismo cultural e religioso em Braga e Santiago de Compostela: Proposta de criação de um produco conjunto, Xunta de Galicia (España) 2008, pp. 48-51.

[9] Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes, El Santuario, memoria, presencia y profecía del Dios vivo (1999), n. 12.

[10] Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Catechesi tradendae sobre la catequesis en nuestro tiempo (1979), n. 22.

[11] Cfr. Franco Giulio Brambilla, Spiritualità del Pellegrinaggio. Dal Sacro al Santo, s.p.

[12] Cfr. Sb 13, 3; SC, n. 122; CEC, n. 341.

[13] Bruno Forte, La “Via Pulchritudinis”. Il fondamento teologico di una pastorale della bellezza, s.p.

[14] Joseph Ratzinger, Il sentimento delle cose, la contemplazione della bellezza, Messaggio per il Meeting per l’amicizia fra i popoli, Rimini 2002, s.p.

[15] Cfr. CEC, n. 1765.

[16] Cfr. Sal 27, 8-9; Mt 7, 8; Hch 17, 27.

[17] «Estos sentimientos de temor y de “lo sagrado” ¿son sentimientos cristianos o no? [...]. Creo que nadie puede dudar razonablemente de ello. Son los sentimientos que tendríamos - y en un grado intenso - si tuviésemos la visión del Dios soberano; son los sentimientos que tendríamos si nos diéramos cuenta de Su presencia. En la medida en que creemos que Él está presente, debemos tenerlos; y no tenerlos es no darse cuenta, no creer que Él está presente» (John Henry Newman, Sermon 2. Reverence, a Belief in God’s Presence, en Idem, Parochial and Plain Sermons. V, Christian Classics Inc., Westminster 1967, pp. 21-22).

[18] Cfr. CEC, nn. 2708 y 2723.

[19] «La gracia, siendo de orden sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y sólo puede ser conocida por la fe. Por tanto, no podemos fundarnos en nuestros sentimientos o nuestras obras para deducir de ellos que estamos justificados y salvados» (CEC, n. 2005).

[20] Angelo Amato, Jesús es el Señor, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1998, p. 329.

[21] Joseph Ratzinger, Il sentimento delle cose, la contemplazione della bellezza, Messaggio per il Meeting per l’amicizia fra i popoli, Rimini 2002, s.p.

 

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