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CONFERENCIA DEL CARDENAL ANGELO SODANO
EN UN CONGRESO CELEBRADO EN BEDONIA (ITALIA)
CON OCASI
ÓN DEL V ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DEL CARDENAL CASAROLI*

Jueves 26 de junio de 2003

 

"Se va el tiempo, y el hombre no se da cuenta", cantaba Dante en la Divina Comedia (Purgatorio IV, 9).

En realidad, han pasado apenas cinco años desde la muerte del querido y venerado cardenal Agostino Casaroli, pero tenemos la impresión de que fue sólo ayer, pues sigue muy vivo su recuerdo en todos los que tuvimos la suerte de conocerlo, estimarlo y amarlo.

Sin embargo, con respecto a las nuevas generaciones tenemos el deber de recordar la obra de quienes nos han precedido trabajando por la extensión del reino de Dios y el progreso de la humanidad. En efecto, cada uno debe saber que es hijo de alguien. Lo mismo que sucede en las familias, sucede en la vida de la Iglesia y de la sociedad humana.

En los ámbitos culturales de lengua española se cita a menudo la frase lapidaria de Miguel de Cervantes en su libro Don Quijote:  "La ingratitud es hija de la soberbia". Al contrario, un hombre honrado y recto debe reconocer humildemente todo el patrimonio de bien que ha recibido y hacer que dé fruto para el futuro.

Es lo que hoy queremos hacer, recordando la vida y la obra de un gran hijo de esta tierra, un auténtico apóstol de los tiempos modernos.

Al trazar el perfil del cardenal Agostino Casaroli, quisiera aludir en primer lugar a su rica personalidad humana, tal como lo conocí. En octubre de 1959 yo había comenzado a seguir los cursos de la Academia eclesiástica pontificia, en la plaza de la Minerva, en Roma, y cada semana nos daba clases de estilo diplomático un simpático monseñor, que inmediatamente nos había impresionado por su gran cortesía y exquisita amabilidad. En realidad, nos enseñaba el estilo diplomático más con su buen trato y con su delicadeza al hablar que con documentos escritos. A algunos de nosotros nos venía a la memoria la figura de san Francisco de Sales. Otros aludían a la amable personalidad de san Pío X o de su secretario de Estado, el cardenal Merry del Val. De hecho, con su carácter afable conquistaba a sus alumnos, que entonces manteníamos nuestros primeros contactos con los hombres de la Curia romana.

Ciertamente, su carácter tan alegre y sereno era fruto de dotes naturales fuera de lo común, pero luego las incrementó con la educación recibida en esta tierra emiliana, al igual que en este seminario y en el colegio Alberioni, tan queridos para él.

En efecto, en este seminario ingresó el mes de octubre de 1929 para realizar sus estudios de bachillerato, y luego los de teología, hasta su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar el 27 de mayo de 1937, fiesta del Corpus Christi, en la iglesia parroquial de Castel San Giovanni, donde había recibido los sacramentos del bautismo y la confirmación. En el 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, recordando el colegio Alberioni, el cardenal Casaroli dijo:  "Ese fue el punto de partida de un servicio estupendo a la Iglesia y a la humanidad".

Al hablar de la rica personalidad humana de nuestro cardenal, no quisiera olvidar su amor al estudio, especialmente de la historia, el empeño en aprender las principales lenguas modernas, así como su fino gusto musical, cultivado desde su adolescencia.

Pasando a considerar la personalidad sacerdotal de don Agostino -así lo llamaban los muchachos a quienes dirigía con gran amor-, nos encontramos ante una existencia sacerdotal vivida con pasión en los sesenta y un años de ministerio que la Providencia le concedió. Pasó treinta años en el primer grado del sacerdocio, el presbiterado; y treinta y uno, desde 1967, en el grado más alto, el episcopado.

Desde luego, desempeñó su misión sacerdotal principalmente trabajando en el silencio de una oficina.

El párroco que trabaja entre sus fieles, el profesor que educa a los jóvenes en un colegio, el predicador que anuncia el Evangelio de Cristo desde los púlpitos de nuestras iglesias, ciertamente realizan un apostolado más directo, con frutos más visibles a los ojos de la mayoría. Pero hay también un apostolado indirecto, a veces menos visible y menos gratificante, que contribuye en gran medida a la extensión del reino de Dios.

A este respecto, podríamos aplicar las palabras de Jesús:  "In domo Patris mei mansiones multae sunt", "En la casa de mi Padre hay muchas mansiones" (Jn 14, 2).

Don Agostino aceptó desde su juventud vivir su sacerdocio entre los muros austeros del Vaticano, considerando siempre su trabajo diario como un servicio a la santa Iglesia de Cristo y al ministerio del Sucesor de Pedro, Pastor de la Iglesia universal.

Desde 1937, en silencio, comenzó a trabajar en la Secretaría de Estado, a las órdenes de un prelado que dejaría huellas muy profundas en su vida, monseñor Doménico Tardini. Incluso en los últimos años de su vida, nuestro añorado cardenal nos recordaba a menudo a todos lo mucho que había aprendido en aquellos primeros años de oficina. Al lado de monseñor Tardini trabajaba por entonces otra persona que sería mucho más famosa aún en la historia de la Iglesia:  monseñor Giovanni Battista Montini. Todavía era Sumo Pontífice el Papa Pío XI, hasta aquel 10 de febrero de 1939, cuando  el Señor quiso llamarlo a sí.

Luego llegaron los duros tiempos de la segunda guerra mundial, con todos los problemas trágicos de esa época, y don Agostino prestó con alegría su contribución, aunque fuera silenciosa e indirecta, a la gran obra de paz desarrollada por el gran Pontífice Pío XII, de venerada memoria.

Con todo, fue después de la segunda guerra mundial cuando los superiores comenzaron a encomendar al joven prelado responsabilidades cada vez más directas, con la misión de seguir de cerca la obra de la Iglesia en América Latina. Ya en 1955 lo encontramos en Río de Janeiro (Brasil) con el cardenal Piazza y monseñor Samorè (otro hijo ilustre de esta querida diócesis) para participar en la primera Conferencia episcopal latinoamericana y para la creación del Celam (Consejo episcopal latinoamericano).

Con el paso de los años, fueron recayendo sobre sus hombros encargos cada vez más importantes, sobre todo después del 24 de febrero de 1961, cuando el Papa Juan XXIII lo nombró subsecretario de la Congregación para los Asuntos eclesiásticos extraordinarios y lo envió a Viena como jefe de la delegación de la Santa Sede en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre las relaciones diplomáticas. Así se abría para él el vasto campo de la actividad diplomática internacional, que lo haría mundialmente famoso por su gran acierto y por la paciente labor de mediador. El fuego interior que lo animaba era, ciertamente, su gran espiritualidad sacerdotal. Con razón hubiera podido decir como el apóstol san Pablo:  "Caritas Christi urget nos" (2 Co 5, 14), es la caridad de Cristo la que nos impulsa a trabajar por él y por la extensión de su reino en el mundo.
 
Al dar gracias al Señor por el don del sacerdocio, el 27 de mayo de 1987, el cardenal Casaroli decía en una homilía que lo había impulsado al sacerdocio precisamente el deseo de consagrarse al Señor y a sus hermanos, sobre todo a los más necesitados. Hablando de su respuesta a la llamada de Cristo, dijo entonces:  "Era la llamada a una misión de amor en el inmenso archipiélago de la pobreza:  pobreza material, sin duda:  la miseria de los desheredados y los marginados; pero a la vez, y no menos grave, si no más, la pobreza moral, la falta de afecto, la tragedia de la enfermedad y de la soledad, la pérdida de las personas amadas; la falta de motivaciones válidas para vivir y actuar; la falta de esperanza. Y, la suprema pobreza:  la falta de Dios".

Así, el ideal sacerdotal de don Agostino, sin apartarse de Cristo, también se centraba profundamente en el prójimo. Con esa profunda visión de fe, buscaba contribuir a edificar la ciudad de Dios, la ciudad de la justicia y del amor, la ciudad de la fraternidad y de la paz.

La obra del cardenal Casaroli no fue, ciertamente, la de un "llanero solitario". Siempre se sintió llamado a ser un fiel ejecutor de las directrices de los Sumos Pontífices, que le habían hecho el honor de llamarlo a su servicio.

El cardenal Jacques Martin, gran amigo de nuestro purpurado, en los últimos años de su vida escribió un libro de memorias sobre los seis Papas con los que había colaborado (Mes six Papes, ed. Mame, París 1993).

El cardenal Casaroli hubiera podido escribir, con mayor razón, un libro semejante, recordando a los seis Pontífices a cuya dependencia tuvo el honor de trabajar:  Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II.

A todos ellos nuestro cardenal se sentía unido con vínculos profundos de devoción y con propósitos diarios de gran fidelidad.

Él mismo lo quiso destacar en la homilía que pronunció en la capilla Sixtina el 30 de mayo de 1987, durante la celebración de la santa misa de acción de gracias por su 50° aniversario de sacerdocio:  "Fidelidad absoluta. Yo creo que esta debe ser la característica primera de toda la Curia romana, la característica primerísima, diría, de los que más de cerca o más directamente están llamados a servir al Santo Padre" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de junio de 1987, p. 8).

En el largo arco de tiempo que pasó al servicio de los Romanos Pontífices, conviene recordar particularmente el que prestó durante dos pontificados, los de Pablo VI y de Juan Pablo II. Bajo el pontificado del Papa Montini, durante quince años, monseñor Casaroli fue el hombre del diálogo con Gobiernos y organismos internacionales, para promover la libertad religiosa y, en definitiva, la libertad de los pueblos, así como para contribuir a la paz y a la reconciliación internacional.

Bajo el pontificado de Juan Pablo II, el cardenal Casaroli fue, durante doce años, fiel secretario de Estado, dedicándose con esa mayor autoridad al progreso de la Iglesia y a la paz en el mundo.

En el futuro no se podrá escribir de modo exhaustivo la historia de estos dos pontificados sin citar la labor discreta, paciente y tenaz de este hombre de Iglesia.

Con todo, conviene destacar inmediatamente que a veces, en la presentación de la actividad de mi predecesor, se suele insistir especialmente en el diálogo que supo iniciar y proseguir con los regímenes comunistas de Europa del este. Ciertamente, esta fue una página brillante de su vida.
Sin embargo, no se debe olvidar el gran empeño que puso en seguir los demás grandes problemas internacionales. Baste recordar su labor incansable para sentar las bases de un acuerdo de paz en Oriente Próximo, siguiendo las líneas programáticas que la Santa Sede había trazado desde los tiempos de Pío XII:  la existencia de dos pueblos, el israelí y el palestino, con derecho a vivir dentro de fronteras seguras, en respeto recíproco.

Asimismo, se dedicó con ahínco a la superación de la guerra fría, dedicando mucho tiempo a estudiar el tema del desarme.

Ya en 1971 había acudido a Moscú para depositar  el  instrumento oficial de adhesión  de  la  Santa Sede al Tratado de no proliferación de armas nucleares.

Además, a fin de garantizar la paz en Europa, se preparó con entusiasmo, desde julio de 1973, con vistas a los trabajos de la Conferencia de Helsinki, para la seguridad y la cooperación en nuestro continente, hasta firmar el Acta final, el 1 de agosto de 1975, en la misma capital de Finlandia.
La misión universal de la Santa Sede llevó luego a nuestro recordado cardenal a seguir de cerca los problemas más difíciles de su tiempo, desde las relaciones con China y con los países emergentes de Asia hasta las relaciones con los jóvenes Estados africanos, que habían llegado a ser 54 después del período de la descolonización.

Yo personalmente, como nuncio apostólico en Chile, fui testigo de su gran empeño en favor de la solución del conflicto existente entre ese país y Argentina sobre la soberanía de algunas islas en el canal de Beagle, en el extremo sur del continente americano. Los dos países ya habían acudido a un arbitraje, pedido y obtenido por el Gobierno inglés. Pero sucedió que, inexplicablemente, Argentina, en 1977, se negó a aceptar dicho arbitraje, que por lo demás había solicitado, llegando a declararlo "insanablemente nulo" a causa -se decía- de una sentencia basada en mapas equivocados.

El peligro de guerra era grande. Desde Buenos Aires el nuncio, monseñor Pio Laghi, y yo desde Santiago, en diciembre de 1978, señalamos a la Secretaría de Estado la triste situación. Fue entonces cuando monseñor Casaroli, de acuerdo con el Papa Juan Pablo II, recién elegido al Supremo Pontificado, tomó inmediatamente la iniciativa de enviar a esas dos capitales al cardenal Samorè, que logró obtener una tregua e iniciar la labor de mediación, que debía llevar a la firma de un Tratado de paz entre los dos países.

Ese documento solemne, denominado precisamente "Tratado de paz y amistad" fue firmado solemnemente en el Vaticano el 29 de noviembre de 1984 y, después de la firma de los dos ministros de Asuntos exteriores, Dante Mario Caputo por parte de Argentina, y Jaime del Valle Alliende, por parte de Chile, lleva bien visible la del cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado.

Ahora bien, dicho eso, no se puede negar que el trabajo que más caracterizó al cardenal que hoy conmemoramos fue el del diálogo paciente y tenaz con los Gobiernos de Europa del este y de los Balcanes, para tratar de asegurar a aquellas comunidades católicas un espacio de libertad religiosa y para favorecer así la llegada de regímenes democráticos en aquellas naciones profundamente heridas por la experiencia comunista.

El cardenal Casaroli describió muy bien esos años difíciles en su conocido libro "El martirio de la paciencia:  la Santa Sede y los países comunistas, 1963-1989", con la hermosa introducción del cardenal Achille Silvestrini, que fue fiel colaborador del autor (ed. Einaudi, Turín 2000).

El trabajo que realizó monseñor Casaroli ha sido objeto de muchos estudios. Yo, en este momento, sólo deseo subrayar el espíritu que siempre lo animó, ya desde su primer viaje a Budapest, en marzo de 1963, para encontrarse con el cardenal Mindszenty, refugiado en la embajada de Estados Unidos. Solo, vestido de civil, con corbata -para mantener en secreto la delicada misión y no herir la sensibilidad de aquel régimen-, nuestro eminente hombre de Iglesia comenzó a tejer una red de relaciones que lo llevaría luego a obtener algunos logros en favor de los católicos del Este, probados por una dura persecución.

Conocía muy bien las críticas que en ocasiones se hacían contra él, pero estaba convencido de que la línea del diálogo era la única "política" eclesial entonces posible. La Iglesia debía proveer, como madre amorosa, a las necesidades espirituales de aquellos fieles. Era la opción pastoral que ya había trazado el Papa Juan XXIII en la Pascua de 1963, argumentando así en la encíclica Pacem in terris:  "Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa. Porque el hombre que yerra sigue siendo un ser humano, y no pierde jamás su dignidad de persona" (n. 7). "Puede a veces suceder que ciertos contactos de orden práctico, que antes parecían totalmente inútiles, hoy, por el contrario, sean realmente provechosos o se prevea que pueden llegar a serlo en el futuro" (ib.).

En los años en que yo, siendo joven monseñor, trabajé con el entonces arzobispo Casaroli, de 1968 a 1978, fui testigo ocular de su clarividente visión y de su proverbial paciencia, especialmente en las conversaciones con las delegaciones de Checoslovaquia y Hungría.

En junio de 1975, me tocó acompañar a mi superior a Berlín oriental, por invitación del Gobierno de la entonces República Democrática Alemana. Fue un viaje difícil, en parte, por la hostilidad del Gobierno de Alemania Federal contra cualquier contacto oficial con aquellas autoridades comunistas, y, en parte, por la desconfianza del mismo cardenal Alfred Bengsch, arzobispo-obispo de Berlín, que temía se cediera ante un Gobierno arrogante y despótico como era el de la República Democrática Alemana.
Éramos huéspedes de ese cardenal y pude notar que poco a poco sus temores iban desapareciendo, al comprobar  que el ilustre huésped que había ido de Roma  era  un auténtico hombre de Dios, afable y bueno, y que únicamente deseaba prestar ayuda a esas comunidades tan profundamente probadas.

Así pues, era justo que, al cumplirse el primer lustro desde la dolorosa desaparición de este insigne hombre de Iglesia, lo recordáramos, dando gracias al Señor por habérnoslo dado.
Ojalá que su visión de fe nos sostenga también a nosotros en nuestro trabajo diario. Su confianza en la obra de la Providencia, que dirige los destinos de los hombres y de las naciones, nos inspire pensamientos de esperanza para el futuro.

Un conocido hombre de Iglesia, que pasó trece años en la cárcel a causa de la fe, el cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, arzobispo emérito de Saigón, escribió un hermoso libro titulado:  "El camino de la esperanza" (ed. Città Nuova, Roma 1992).

Es un libro que le gustó mucho al cardenal Casaroli, porque veía allí reflejado el espíritu con que él había tratado de trabajar:  infundir signos de esperanza en los que sufrían a causa del Evangelio, dar motivos de confianza a las generaciones jóvenes, asegurándoles  que  al  final el bien triunfaría, sobre todo por la intervención misteriosa de Aquel  que siempre actúa en la historia humana  y  que siempre nos repite:  "¡Ánimo! Yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).

Ojalá que desde este hermoso rincón de la tierra emiliana, tan amada por el cardenal Casaroli, se siga difundiendo entre las generaciones jóvenes su invitación a ser alegres artífices de paz y sembradores incansables de esperanza para los hombres del tercer milenio cristiano.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°29 p.6, 7.

 

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