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FIRMA DEL ACUERDO ENTRE LA SANTA SEDE
Y LA REPÚBLICA FEDERATIVA DE BRASIL

DISCURSO DE MONS. DOMINIQUE MAMBERTI,
SECRETARIO PARA LAS RELACIONES CON LOS ESTA
DOS

Jueves 13 de noviembre de 2008

 

Señor presidente de la República federativa de Brasil;
cardenal secretario de Estado;
señor ministro de Asuntos exteriores;
señora embajadora ante la Santa Sede;
distinguidos miembros de la delegación brasileña;
excelencias reverendísimas; reverendos monseñores;
señoras y señores; queridos amigos:

Me alegra dirigirle mi más cordial saludo a usted, señor presidente de la República federativa de Brasil, con ocasión de su visita al Vaticano, que, después de la audiencia con el Santo Padre Benedicto XVI y el encuentro con el cardenal secretario de Estado, se concluye con esta ceremonia, solemne y familiar al mismo tiempo, de la firma del Acuerdo entre la Santa Sede y la República federativa de Brasil. Saludo asimismo al señor ministro de Asuntos exteriores, embajador Celso Amorim, a los demás ilustres representantes del Gobierno brasileño, a la embajadora de Brasil ante la Santa Sede, señora Vera Barrouin Machado, al nuncio apostólico en Brasil, monseñor Lorenzo Baldisseri, y a todos los presentes.

Dos acontecimientos de particularísima relevancia marcan, en los dos últimos años, la vida de Brasil y de la Iglesia católica que allí vive y trabaja. Me refiero, ante todo, a la visita apostólica de Su Santidad Benedicto XVI con ocasión de la V Conferencia general del Celam en Aparecida. En el momento mismo de su llegada, dijo: "Brasil ocupa una lugar muy especial en el corazón del Papa no solamente porque nació cristiano y posee hoy el mayor número de católicos, sino sobre todo porque es una nación rica en potencialidades, con una presencia eclesial que es motivo de alegría y esperanza para toda la Iglesia" (Discurso en la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de São Paulo, 9 de mayo de 2007, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 5). Y la mirada del Santo Padre se extendía desde Brasil a toda la América Latina, un continente —afirma el documento conclusivo de Aparecida— que es él mismo un don concedido benévolamente por Dios, gracias a la belleza y fecundidad de sus tierras, y la riqueza de humanidad que se expresa en las personas, familias, pueblos y culturas (cf. n. 6).

Nosotros hoy somos los protagonistas del segundo acontecimiento: la firma del Acuerdo entre la Santa Sede y la República federativa de Brasil. Este importante acto se sitúa en la línea de los vínculos de amistad y colaboración que existen desde hace casi dos siglos entre ambas partes y que hoy se consolidan y refuerzan ulteriormente. Por eso expreso mi más viva satisfacción.

Si la Constitución de 1824 imprimió al Imperio brasileño una característica netamente confesional, las sucesivas Cartas fundamentales, a partir de la republicana de 1891, modificaron progresivamente dicha peculiaridad, hasta la vigente Constitución de 1988. Así se garantiza, por una parte, la sana laicidad del Estado, y, por otra, el libre ejercicio de las actividades de la Iglesia en todos los ámbitos de su misión. Vale la pena recordar aquí la enseñanza del concilio ecuménico Vaticano II, en la que se inspira constantemente la acción de la Santa Sede: "La comunidad política y la Iglesia —afirma la Gaudium et spes— son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo. Pues el hombre no está limitado al mero orden temporal, sino que, viviendo en la historia humana, conserva íntegra su vocación eterna" (n. 76).

Hoy este cuadro recibe una confirmación ulterior, de carácter jurídico e internacional, a través de la firma del Acuerdo, cuyos elementos principales son, por citar algunos, el reconocimiento de la personalidad jurídica de las instituciones previstas por el ordenamiento canónico, la enseñanza de la religión católica en las escuelas juntamente con la de otras confesiones religiosas, el examen de las sentencias eclesiásticas en materia matrimonial, la inserción de espacios para la construcción de edificios religiosos en los planes urbanísticos y el reconocimiento de los títulos académicos eclesiásticos.

A este respecto, deseo subrayar que estaría fuera de lugar hablar de "privilegio", porque no puede considerarse privilegio el reconocimiento de una realidad social de tan gran relieve, no sólo histórico, sino también actual, como es la Iglesia católica en Brasil, sin quitar con esto nada de cuanto, en una sociedad pluralista, corresponde a los ciudadanos de otra fe religiosa o de diversa convicción ideológica (cf. Discurso del cardenal Agostino Casaroli con ocasión de la firma del Acuerdo que introduce modificaciones al Concordato lateranense, 18 de febrero de 1984).

Quiero destacar, además, con sentido de gratitud, el papel que ha desempeñado la Conferencia episcopal brasileña en la génesis del Acuerdo. En efecto, fue precisamente el Episcopado brasileño el que sugirió, en 1991, la conveniencia de estipular un Acuerdo internacional entre la Iglesia y el Estado. Ese impulso inicial llevó, en 2006, a comenzar oficialmente las negociaciones, que han tenido este feliz epílogo.

Sólo me queda expresar mi deseo de que el Acuerdo firmado hoy entre en vigor cuanto antes y contribuya, de acuerdo con su finalidad, no sólo a consolidar los vínculos entre la Santa Sede y Brasil y a favorecer cada vez más el cumplimiento ordenado de la misión de la Iglesia católica, sino también a promover el progreso espiritual y material de todos los habitantes del país y a ayudar, en la medida de lo posible, a la solución de los grandes problemas que hoy afligen a la humanidad.

Muchas gracias.

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