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CARTA DEL CARDENAL CICOGNANI, SECRETARIO DE ESTADO,
Con el tema general "Solidaridad entre los pueblos y Estados de reciente constitución" la XXXIV Semana Social de los católicos de Italia, que se celebrará próximamente en Como, se propone abordar un problema que sin duda se relaciona íntimamente con la paz social internacional y que el Sumo Pontífice en la reciente encíclica Mater et Magistra no ha vacilado en definir "tal vez el problema mayor de la época moderna". Por ello, Su Santidad aprovecha gustoso la ocasión para alegrarse de la acertada elección de este tema y para expresar una vez más a todos los miembros del Comité permanente, que vuestra Eminencia Reverendísima preside, los sentimientos de su confianza y estima. No hay duda de que bajo la luminosa égida de vuestra Eminencia la próxima reunión constituirá una ulterior y valiosa contribución a aquel trabajo de penetración y desentrañamiento de la doctrina social de la Iglesia que Su Santidad, en la citada encíclica, ha deseado y solicitado tan vivamente. No es la primera vez que las Semanas Sociales de Italia, extendiendo el examen de las cuestiones del plano nacional al internacional dirigen su atención a los arduos problemas de la convivencia entre los pueblos. Ya la Semana de Milán, hace trece años, examinó los caracteres de la Comunidad internacional. A la Semana de Como corresponderá indagar sobre todo en el urgente esclarecimiento de los deberes de las naciones prósperas hacia los Estados de constitución reciente con relación a su desarrollo y su positiva y digna inserción en la comunidad de los pueblos. Así se ofrecerá a los católicos italianos la posibilidad de desarrollar la conciencia de las propias responsabilidades sociales en una visión más amplia y por tanto más auténticamente cristiana de los postulados de justicia que se fundan en el destino universal de los bienes de la creación y que exigen atención a la función social de toda riqueza material y espiritual para el bien común, incluso en las relaciones entre países diversamente dotados. Por lo demás, lo impone el actual momento histórico en que los pueblos, incluso los que están muy distanciados geográficamente unos de otros, viven unos juntos a otros con tal interdependencia de intereses, que compromete totalmente su vida y hace cada vez más responsables a unos del destino de los otros. El tema de los trabajos de la Semana de Como representa el aspecto más grave y urgente de esta obligación. Puesto que, si ofrece motivos de esperanza el hecho de que junto a los Estados de constitución antigua, han surgido otros y otros van surgiendo, orgullosos de haber alcanzado la autonomía política y de sus juveniles energías, no hay que olvidar las enormes dificultades que acompañan la evolución de estas nuevas naciones atormentadas con los graves problemas de un adecuado desarrollo y con frecuencia por las angustias de la miseria y del hambre. Problemas cuya solución no puede relegarse al futuro sin poner en peligro el porvenir de las nuevas naciones y al mismo tiempo la seguridad de todos. A este respecto son una exhortación las palabras del Pontífice reinante: "La solidaridad que une a todos los seres humanos y los constituye miembros de una única familia, impone a las comunidades políticas, que disponen de superabundantes medios de subsistencia, el deber de no permanecer indiferentes ante las comunidades políticas que se debaten entre las dificultades de la indigencia, de la miseria y del hambre y no gozan de los derechos elementales de la persona. Tanto más cuanto que, dada la interdependencia cada vez mayor entre los pueblos, es imposible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda, cuando se acentúa el desequilibrio en sus condiciones económico-sociales". (Enc. Mater et Magistra). De aquí la necesidad de ofrecer a esas naciones una colaboración técnico-financiera, incluso a costa de sacrificios, ya para reducir el desequilibrio entre la población y medios de subsistencia, ya para promover el desarrollo económico gradual, simultáneo y proporcionado de todos los sectores de la producción. Pero será todavía más urgente dirigir la atención a las exigencias de desarrollo cultural y a la tutela de los valores morales y espirituales para que la inquieta búsqueda de los bienes materiales y del éxito técnico no haga que prevalezcan concesiones de vida materialista o laicista sobre las tradiciones que constituyen una riqueza inestimable de los pueblos del Asia y África. No hay duda de que esta exigencia de colaboración posee hoy instrumentos suficientemente adecuados para las aplicaciones concretas de los deberes de la solidaridad entre los pueblos; tales son los principios de la vida social inculcados, defendidos e ilustrados por el magisterio eclesiástico con visión tan humana y universal, las experiencias de las naciones que lograron un desarrollo económico mayor, los progresos de la técnica, así como la vasta red de organizaciones internacionales que actualmente crean vínculos entre los pueblos y medios de cooperación mutua en los más diversos campos. Si todo esto constituye un servicio ciertamente insustituible, con todo no es más que una parte de los esfuerzos que deben hacerse para llegar a una solidaridad plena y operante. Esta es un hecho económico y de organización, y para realizarla es necesario vencer no pocos obstáculos psicológicos y morales y crear una atmósfera serena y cordial en las mutuas relaciones inspiradas en un elevado sentido de justicia social. Las nuevas naciones buscan la colaboración en el terreno de la economía y de la técnica, pero buscan un sentido más vivo de las exigencias de la justicia, comprensión, lealtad, respeto y, especialmente, amor fraterno, para no indicar más que los principales factores que intervienen en la creación de esta atmósfera. Ante todo la justicia. Lo cual significa reconocer a los hermanos de los países menos favorecidos como iguales en derechos y dignidad con todas las consecuencias prácticas y gravosas que comporta, superando la tentación de aprovecharse de los beneficios de las relaciones con pueblos de diverso grado y clase de desarrollo sin tomar sobre sí los riesgos de la solidaridad. La justicia debe ir acompañada de la comprensión, que dispone el ánimo a la equidad, a la benevolencia y a la superación de las deficiencias que podrían surgir de los prejuicios y envenenar así no sólo las relaciones internacionales, sino también las nuevas y difíciles relaciones internas de las comunidades políticas de constitución reciente. A esto debe añadirse la lealtad, que se manifiesta en la fidelidad a la palabra dada y en el desinterés de los servicios prestados, libres de sentimientos egoístas o de fines inconfesables de predominio; esto favorecerá la mutua confianza y alentará fecundos entendimientos. También debe guardarse el respeto a las peculiaridades culturales de cada pueblo. Esto comporta no sólo saber "dar", sino también saber "recibir", porque toda cultura aporta valores originales que enriquecen el patrimonio común de la humanidad; cada una se manifiesta como complemento de las otras, y todas, para expansionarse, necesitan recibirse en un circuito vital de intercambio. Pero sobre todo es necesario el amor, que es la necesaria integración de la justicia no sólo porque extirpa los motivos de hostilidad entre los pueblos y colma las inevitables insuficiencias de la justicia humana, sino porque hace operante la misma justicia: "Si a la estricta y fría justicia —observaba sabiamente Pío XII— no va unida en armonía fraterna la caridad, muy fácilmente el ojo se hace ciego para no ver los derechos ajenos, el oído sordo a las voces de aquella equidad de la que puede originarse santas y generosas aplicaciones incluso en las más ásperas controversias y soluciones razonables y vitales." (Homilía Pascual de 1939). Ni se debe olvidar que con este espíritu de paz y de mutua comprensión será más fácil a las nuevas naciones cumplir el deber de gratitud a que se refería Pío XII en el "Radiomensaje de Navidad" de 1955, en el cual, después de haber dicho a las naciones de Europa que no se niegue ni impida "una justa y progresiva política" a los pueblos que aspiran a ella, exhortaba a éstos a "reconocer a Europa el mérito de su progreso". Ante la amplitud y gravedad de estas obligaciones a nadie escapa el valor inestimable de la contribución que la Iglesia está en condiciones de ofrecer a la causa de la solidaridad. En efecto, como sociedad universal, que no conoce límites ni espaciales ni temporales, la Iglesia no se identifica con ninguna cultura, sino que eleva, salvo los valores de todo poder, así como la gracia completa, y perfecciona la naturaleza. Con su doctrina educa desde la niñez a sus hijos a considerar a todos los otros hombres, de cualquier zona, nación y color, como a criaturas e imágenes de Dios, como a redimidos por Cristo y llamados a los destinos eternos, a rogar por ellos y a amarlos. Con su acción santificante realiza la más perfecta expresión de la solidaridad espiritual entre los hombres en la unidad del Cuerpo Místico. Con su historia confirma como jamás ninguna institución humana, igual a ella, ha sido factor de unidad entre los más diversos pueblos. Consciente de todo esto la Iglesia católica ve que el desarrollo de los pueblos, hoy más que nunca, es un problema estrechamente ligado con la defensa y afirmación de los valores espirituales y religiosos y, por consiguiente, con el apostolado y la evangelización. Por eso, ella siente el deber de concentrar todas sus energías para poner al servicio de esta gigantesca empresa las fuerzas de la unidad católica. Con ello crece también, naturalmente, en amplitud el deber confiado a los católicos en el mundo moderno. Cuanto más activo sea su desinteresado y humilde servicio para la realización de una activa colaboración, fruto de una concepción unitaria de la familia humana, ya como expertos en las diferentes organizaciones nacionales e internacionales, ya como militantes en las diversas formas de apostolado que se desarrolla en los países de África y Asia, tanto más darán a la Iglesia la posibilidad de transformar con el fermento evangélico la civilización en que viven y actúan. Estos son los frutos que desea el Sumo Pontífice de la Semana Social de Como; frutos que responden en sumo grado a las esperanzas de la humanidad y situarán los trabajos de la Semana sobre el plano de esa contribución desinteresada que la Iglesia ofrece para bien de todos; por tanto, también en el plano de las esperanzas del próximo Concilio Ecuménico a cuyo feliz éxito no podrá por menos de contribuir cualquier seria aportación a la unidad de los pueblos y al desarrollo de la civilización en sentido humano y cristiano. Con este deseo Su Santidad imparte de corazón a vuestra Eminencia, al celoso organizador de la Semana y a todos los profesores y participantes, el consuelo de la Bendición Apostólica. Aprovecho gustoso la ocasión para besar humildemente su mano y reiterarle mi más profunda veneración. Del Vaticano, 16 de septiembre de 1961. Amleto Giovanni Card. CICOGNANI
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