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INTERVENCIÓN DE MONS. ACHILLE SILVESTRINI
EN LA CONFERENCIA SOBRE LA SEGURIDAD
Y LA COOPERACIÓN EN EUROPA*


Belgrado, 7 de octubre de 1977

 

Señor Presidente:

Al tomar la palabra deseo ante todo asociarme a los sentimientos de felicitación y gratitud manifestados anteriormente por otros delegados al Gobierno yugoslavo por la hospitalidad cordial, y enviar un saludo deferente y lleno de buenos deseos al pueblo de Yugoslavia, cuyas aspiraciones de paz han sido tan noblemente manifestadas por su Presidente en el mensaje que nos ha dirigido.

Ya desde el principio la Santa Sede vio la CSCE como un instrumento de paz nuevo y original, capaz de reforzar la confianza entre los Estados y dar una respuesta cada vez más adecuada a las crecientes aspiraciones de los pueblos. En efecto, la CSCE en su nacimiento fue como un reto contra la desconfianza, ya que sin un mínimo de confianza recíproca es imposible que se reúnan representantes de tantos y tan diversos países en condiciones de igualdad alrededor de la misma mesa para deliberar conjuntamente sobre temas comunes que afectan a la seguridad y cooperación. Las esperanzas han ido creciendo en el corazón de las gentes de Europa cuando han visto en los grandes principios proclamados en el documento final —igualdad soberana, abstención del uso de la fuerza, solución pacífica de las controversias, respeto de los derechos humanos y colaboración entre los Estados— la posibilidad para todos de una futura condición de vida más segura y tranquila, más rica de relaciones humanas, más respetada y más libre.

Porque la CSCE era un instrumento de paz, la Santa Sede decidió tomarse la responsabilidad directa en orden a ofrecer una propia aportación concreta al servicio de la paz. En conformidad con su naturaleza dedicó el mayor interés a los grandes temas de la seguridad y de la paz (los diez principios que deben regir la relación entre los Estados, las medidas en orden a acrecentar la confianza, el proyecto de un sistema para resolver las controversias, la seguridad y la cooperación en el Mediterráneo), y a los problemas que tocan más directamente a las personas y a los grupos sociales (los emigrantes, las minorías, la cooperación en el sector humanitario, en la cultura y en la educación).

Hoy, después de dos años, la Santa Sede manifiesta de nuevo el interés de que los compromisos previstos en el documento final, encuentren todos ellos aplicación cada vez más plena, así como posibles y ulteriores aplicaciones.

Nuestra Delegación no dejará de apoyar particularmente todo lo que pueda intensificar las relaciones de conocimiento, diálogo, comprensión y acuerdo, tanto unilateral como multilateral entre los países participantes, incluida la propuesta de que después de esta reunión de Belgrado, se celebren en el futuro encuentros periódicos para evaluar y desarrollar el proceso dinámico y creativo iniciado por la CSCE en beneficio de la paz y de la cooperación. Sobre todo quisiéramos que se promovieran medidas nuevas y más eficaces que acrecienten la confianza. A este propósito deseo manifestar la viva preocupación de la Santa Sede porque no se ha llegado todavía a acuerdos sobre la reducción de armamentos, sin la que no se puede hablar de seguridad efectiva. Aunque este sector trasciende los compromisos incluidos en el documento final, es necesario no obstante que nuestra reunión manifieste la voluntad de los pueblos de Europa de que se tomen medidas concretas de reducción de los armamentos convencionales y los estratégicos. Nuestra Delegación desea que se lleve adelante el proyecto suizo de un sistema para la solución pacífica de las controversias y que se impulsen de modo más estable las soluciones de los problemas humanitarios.

A la vez que confirma la importancia del documento final en su conjunto, la Santa Sede considera propio de su misión centrar la atención en el bien de las personas, en la satisfacción de sus condiciones esenciales de existencia (como la reunificación de la familia) y de las exigencias fundamentales necesarias para la vida y desarrollo de la personalidad (derechos humanos).

Es natural, pues, que la Santa Sede dirija una atención especial a la tutela de la libertad religiosa, aunque no deja de tener menor interés por el respeto de las demás libertades fundamentales y por los derechos del hombre —civiles, políticos, económicos, sociales y culturales— en cuanto que como se dice en el VII principio, "todos se derivan de la dignidad inherente a la persona humana y son esenciales para su desarrollo libre y pleno". Tanto más que la fe religiosa, al implicar a todo el hombre, no puede manifestarse plenamente sino en el contexto de las demás libertades.

Nuestra Delegación, al mismo tiempo que afirma de nuevo su apoyo a la solución de los problemas referentes al conjunto de los derechos del hombre, piensa que debe ofrecer en esta sede una aportación propia y específica sobre el tema de la libertad religiosa, poniendo en evidencia todo lo que el documento final de Helsinki ha permitido realizar en dos años y para proyectar todo lo que se podría y debería confirmar y promover en el futuro.

Señor Presidente, ya durante las consultas preparatorias de Helsinki en marzo de 1973, la Santa Sede sintió el deber de tomar la iniciativa en pro del respeto a la libertad religiosa. Sus propuestas fueron acogidas favorablemente por muchas delegaciones, y con consideración y respeto por parte de todas; y fuera de la Conferencia contaron con el apoyo de los mayores grupos religiosos de Europa y sobre todo de la Conferencia de las Iglesias cristianas europeas.

De todas estas propuestas, el documento final recogió una parte muy importante en formulaciones bien elaboradas en el contexto del VII principio sobre los derechos humanos y las libertades fundamentales, y de la cooperación en el sector humanitario. Y a estas fórmulas es a las que se hace referencia constante, alguna vez incluso con llamadas urgentes y apasionadas, des e varias partes de Europa e incluso desde el resto del mundo.

El VII principio que compromete a cada uno de los países al respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, ha suscitado en la opinión pública un eco que ha superado toda previsión. A nuestro entender esto se deriva del hecho de que en el mismo principio se reconoce el "significado universal" de los derechos humanos, advirtiendo que el respeto de estos derechos suscita ecos de solidaridad en el corazón de los hombres de todos los países, ya que es aspiración común verlos confirmados y practicados.

Aún más, dicho respeto es reconocido como "factor esencial de la paz, de la justicia y del bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de relaciones amistosas y la cooperación entre los Estados participantes" Así, pues, el interés que nace espontáneo en un país en favor de la tutela de los mismos derechos en otro, no se puede considerar como una postura pretenciosa y hostil, sino más bien como testimonio de comunión humana que refuerza la paz al hacer que los pueblos se sientan amigos y hermanos entre sí.

"En este contexto —dice el principio VII—, los Estados participantes reconocen y respetan la libertad del individuo de profesar y practicar solo o con otros una religión o un credo de acuerdo con los dictados de la propia conciencia". Es una fórmula sencilla, descarnada, casi burocrática, que contiene no obstante algo verdaderamente importante y esencial. Prueba de ello es el interés que despertó, cuando se difundió el texto del documento final, en millones de creyentes —católicos, ortodoxos, cristianos evangélicos, hebreos, musulmanes y pertenecientes a otras confesiones, tanto a nivel individual como a nivel de grupos y comunidades esparcidas en cada región de Europa—; todos se han sentido comprendidos e interpretados por la Declaración de Helsinki, viéndose así implicados en un gran acontecimiento histórico que nacía de una común aspiración de libertad.

Es natural, pues, que la Santa Serle considere con atención especial las consecuencias prácticas del documento final en este sector. Es más, a la Santa Sede se la insta desde distintas partes para que se pronuncie y formule un juicio, y ella quiere hacerlo con sentido de responsabilidad, es decir, con fidelidad a la verdad y con intención de ofrecer una aportación constructiva.

Sin duda que quienes participaron en la formulación laboriosa del documento no pensaron nunca que la firma —aunque fuese un acto tan solemne e importante— habría conducido a cambios inmediatos e integrales, y en cierto sentido casi espectaculares.

Mas enseguida fue claro que el "espíritu de Helsinki" no podía dejar de proponer en primer lugar la exigencia de que en todo espacio de libertad reconocida, aunque en la medida circunscrita por las leyes de los diversos países, fuesen preservados y tutelados los derechos de las personas y de los grupos sociales, y no limitados o sofocados por prácticas y decisiones administrativas.

En efecto, el aspecto verdaderamente importante del documento final, por encima de las mismas aplicaciones inmediatas registradas hasta ahora en cada país, es precisamente el impulso dado para un avance progresivo —aunque sea difícil y demasiado lento aquí y allá para las esperanzas de los pueblos— hacia un desarrollo irreversible de libertad cada vez más amplia.

En materia de libertad religiosa es un hecho innegable que el documento final ha dado curso a un proceso positivo, aunque esté todavía en sus comienzos.

Esto es evidente en cuanto se refiere a los movimientos y contactos de personas y a la comunicación entre países. Por lo que sabemos, se han realizado en este sector algunas iniciativas muy alentadoras.

Particularmente en lo que se refiere a la Iglesia católica es un motivo de honda satisfacción manifestar que indudablemente se han registrado algunos hechos positivos. Ante todo se han dado una serie de facilidades más amplias y continuas para viajes por motivos religiosos: viajes a Roma de obispos para la visita ad Limina (visita que cada 5 años deben hacer los obispos al Papa, y que este año toca precisamente a los obispos de Europa), e igualmente para intervenir en reuniones importantes de la Santa Sede; para la participación de religiosos y religiosas en sus capítulos generales o en otros congresos en Roma o en diversas partes de Europa y América; para la participación de obispos, sacerdotes y grupos de fieles en grandes manifestaciones de carácter religioso —cómo el Año Santo de 1975, en Roma, y el Congreso Eucarístico Internacional de Filadelfia, en 1976—, o para peregrinaciones a santuarios europeos.

Además se señalan contactos más frecuentes e intercambio de visitas entre representantes de los Episcopados de distintos países, así como concesiones más amplias a sacerdotes emigrantes para visitar a sus familias en la propia patria, y envío de un cierto número de jóvenes eclesiásticos a realizar estudios en institutos culturales y de formación teológica en Roma o en otros lugares.

Igualmente en el sector de los medios de comunicación e información se deben recordar las concesiones a comunidades religiosas para poder imprimir localmente un cierto número de libros de oración y catecismo; la aprobación del envío de millares de publicaciones religiosas (Evangelios, Biblias, catecismos), o litúrgicas (misales, rituales para los sacramentos, breviarios para sacerdotes y religiosos), o de oración para comunidades católicas que hasta ahora no podían ni editarlos ni importarlos; además, la posibilidad de escuchar determinados programas religiosos radiofónicos, como las transmisiones de Radio Vaticano.

Estas medidas corresponden a acuerdos del documento final y han comenzarlo ya a modificar —aunque todavía muy parcialmente y no en igual medida en cada lugar— la situación precedente que a nivel de comunicaciones y relaciones entre un país y otro era de una cerrazón rigidísima y descorazonadora.

Señor Presidente, mucho más arduo, delicado y complejo resulta hablar sobre la libertad religiosa en los Estados. Aquí, las llamadas urgentes, los testimonios, las peticiones se multiplican, incluso angustiosamente, ya que la situación en varias regiones está todavía muy lejos de una vida normal de suficiente libertad.

Son de lamentar, en especial, las trabas que obstaculizan la práctica religiosa de determinadas categorías de personas, así como la educación religiosa de la juventud; limitaciones en la formación de los que aspiran a la vida eclesiástica o religiosa; restricciones de libertad de la acción pastoral de los obispos y da los sacerdotes.

Hay también algunas llagas graves que, llenos de esperanza, quisiéramos ver remediadas y curadas.

Es el caso, en la Iglesia católica, de determinadas comunidades de fieles de rito oriental que en el pasado tuvieron una floreciente vida religiosa de tradición multisecular y que ahora, en el nuevo orden jurídico-político vigente después de la guerra, han perdido su legitimidad y el derecho civil a existir. Esto es tanto más doloroso en cuanto que afecta precisamente a un punto central de la libertad religiosa, profesar una fe "de acuerdo con los dictados de la propia conciencia".              

La Santa Sede naturalmente juzga justo y conveniente que el estudio de los problemas concretos referentes a la Iglesia católica queden reservados a un diálogo bilateral, diálogo que en estos últimos años se ha intensificado gracias también al clima de contactos más amplios y de cooperación favorable e intensa, promovidos por la CSCE.

Sin embargo, es lícito desear que "el espíritu de Helsinki" lleve progresivamente a madurar las convicciones acerca de la urgencia de nuevos espacios de libertad, concedidos sobre todo para garantizar las condiciones esenciales para la vida espiritual de millones de creyentes y de sus comunidades.

Lejos de pretender hacer del documento final de Helsinki un tema polémico que conduzca de nuevo a tensiones de guerra fría, nuestra Delegación quiere renovar aquí un acto de confianza en la obra de interpretación y mediación que las autoridades del Gobierno están llamadas a desarrollar en cada país, a fin de traducir en hechos concretos los grandes principios proclamados y firmados en Helsinki; y en que se lleguen a acoger estas aspiraciones tan importantes y prioritarias con clarividencia iluminada.

Señor Presidente, no creemos que un voto formulado así esté fuera de lugar o que sea utópico. Este voto nace de la confianza en una verdad que siempre ha estado en el corazón del hombre y que se difunde primero imperceptiblemente y luego cada vez con más fuerza y vigor: Verdad que mueve el mundo y la historia hacia el futuro en una dirección de libertad y esperanza como los pueblos desean y presienten.

Señor Presidente, precisamente por considerar nosotros a la CSCE en un proceso dinámico y creativo orientado a consolidar y construir la paz, quisiéramos que todos los aquí presentes, durante estos trabajos de Belgrado, supiéramos acoger y satisfacer en alguna medida con valor y previsión algunas de esas aspiraciones de libertad y esperanza.

Gracias, señor Presidente.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española 1978 n.2 p.9, 11.

 

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