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INTERVENCIÓN DEL REPRESENTANTE DE LA SANTA SEDE,
MONS ACHILLE SILVESTRINI,
EN LA REUNIÓN CONMEMORATIVA DEL X ANIVERSARIO
DE LA FIRMA DEL ACTA FINAL DE HELSINKI


31 de julio de 1985

Señor Presidente:

Deseo dirigir un respetuoso y grato saludo al Gobierno y al pueblo de Finlandia que nos ha acogido, como ya hizo hace ahora diez años, con grandísima cordialidad y con mucha confianza en la idea de la seguridad y de la cooperación como medio para construir y reforzar la paz entre los países de Europa y en el mundo.

1. El vértice de Helsinki se reunió a los treinta años de la terminación de la segunda guerra mundial. Han pasado otros diez años y la generación que no conoció los horrores del gran conflicto ha tomado ya papeles importantes en las diversas sociedades, con propuestas creativas propias, sin los dolorosos fantasmas del pasado.

Durante cuarenta años Europa, de cuyo seno se extendió al mundo el horrendo cataclismo, ha estado preservada de la guerra, hecho casi insólito en la historia secular de luchas continuas entre sus pueblos. Cuarenta años que han sido ciertamente propicios para la reconstrucción y el desarrollo material, con el acceso —si bien entre crisis y contradicciones— a un bienestar que antes de ahora algunos pueblos no habían conocido.

Y, sin embargo, la paz, invocada sobre la tierra cuando cesó el fragor de las armas y se reunieron por primera vez las Naciones Unidas, no se ha logrado verdaderamente nunca, como si fuera una esperanza que se persigue, pero que siempre escapa de las manos. En efecto, decenas y decenas de otras guerras, de mayor o menor extensión, han seguido desencadenándose en varias regiones del mundo, y alguna haciéndose crónica como las llagas que no curan: y ni siquiera en Europa ha habido nunca una verdadera paz, a causa de la carrera progresiva a los armamentos, de la superposición de nuevos obstáculos a las tentativas de negociación, de los antagonismos ideológicas de la guerra fría, y ahora de la agudización de temores que renacen y de desconfianzas mutuas.

Es un hecho innegable que por los países de Europa —si bien no ha habido guerras— pasa una profunda división y pesa una herencia, consecuencia de la guerra, de problemas no resueltos, algunos de los cuales repercuten con dolorosa frustración sobre la conciencia de sus pueblos.

2. La Conferencia de Helsinki nació al comienzo de los años 70 del sentimiento de que la contraposición rígida e inmovilista en el fondo, no era útil y de que, si las situaciones de las que se alimentaban muchas tensiones no podían cancelarse, se podía sin embargo introducir un correctivo humano que disminuyese las restricciones y las dificultades que los pueblos soportaban ya con demasiados sufrimientos.

Muchas veces, todavía hoy, se oye hablar de Helsinki como sinónimo de détente, como si la distensión hubiera nacido principalmente del Acta Final.

En realidad, parece más exacto decir que el proceso de Helsinki es ciertamente un instrumento de medida de la distensión y sólo en parte una causa de ella. Porque los problemas más graves (por ejemplo, las negociaciones sobre los armamentos nucleares, tanto estratégicos como de radio intermedio o sobre la reducción equilibrada de las fuerzas) no se inscribieron nunca en el orden del día de esta Conferencia y han seguido gravitando sobre nuestras cabezas. Esto no significa que los diez principios, sancionados solemnemente en el Acta Final para regular las relaciones entre los Estados, deban considerarse una declaración retórica, y que no hayan contribuido eficazmente a reforzar la seguridad y las posibilidades de diálogo; o bien que las medidas de confianza en el plano militar, que con meritoria fatiga se esfuerza en ampliar y perfeccionar la Conferencia de Estocolmo, sean una ejercitación de galantería abstracta entre las fuerzas armadas. Pero es honesto tener en cuenta el límite del “proceso de Helsinki” frente a esperanzas o desilusiones que alternativamente hacen subir o devalúan la bolsa de valores de la vida internacional, las acciones de la CSCE

Una novedad del Acta Final

3. Efectivamente, la novedad que la opinión pública ha descubierto gradualmente en el Acta Final firmada en esta sala el 1 de agosto de 1975, ha sido que el documento solemne, aun teniendo como contrayentes a los Estados, en sus disposiciones más dinámicas se dirige a los pueblos.

Intuición feliz, porque en toda época son los pueblos los artífices de la novedad y del cambio con su memoria histórica que no se ofusca ni siquiera en las circunstancias más adversas, con el apego profundo a los propios valores, con la vitalidad que se transmite de una generación a otra, de forma que cada vez la juventud avanza en búsqueda de algo más nuevo y más verdadero.

En un mundo que se ha hecho más pequeño y más cercano, mientras que en otros continentes emergen naciones llenas de vitalidad, en los pueblos de Europa se han hecho más vivos el deseo de encontrarse y el descubrimiento de ciertos valores, al emerger la conciencia de un patrimonio ideal común, aun dentro de las diversidades ricas y multiformes de cada uno.

En relación con este fermento de aspiraciones se mide el significado del proceso de Helsinki. Si existen desilusiones, es porque los pueblos esperaban más; si hay esperanzas, es porque lo que suscribieron los 35 Altos Firmantes se considera, a pesar de todo, todavía como posible.

Ya una confrontación entre las disposiciones escritas en el Acta Final del 1 de agosto de 1975 y las del Documento conclusivo de Madrid del 9 de septiembre de 1983 ofrece elementos para reconocer que algún progreso ha habido. Pero para no abandonarnos a ilusiones debemos hacer referencia constante a la condición de los pueblos.

Ante todo la tranquilidad para la vida de los individuos y los grupos sociales. Como es importante que los Estados comparen para prevenir los crímenes, las violencias, el terrorismo, así no lo es menos que trabajen por sanar las dificultades en las relaciones interpersonales más estrechas: la reunificación de las familias, los matrimonios entre ciudadanos de Estados diversos, los encuentros entre personas. ¿Cuántos casos se han resuelto, de qué modo, en cuánto tiempo, con relación a las necesidades y peticiones?

De igual modo se podría razonar en lo que se refiere a la información: ¿Qué nivel han alcanzado no sólo respecto de los datos estadísticos iniciales, sino sobre todo de las necesidades reales de la circulación libre de las ideas y opiniones, la difusión de la prensa, el acceso a los periodistas, los intercambios de noticias? Existe una sed de conocimientos que los pueblos piden se satisfaga por todos los medios de comunicación, oficiales o privados, y que corresponde a una calidad de vida superior que se sitúa en la relación entre el hombre y la verdad.

Los derechos del hombre

4. Punto importante del Acta Final en su destinación a los pueblos son los derechos del hombre. No como una doctrina abstracta, sino como concepción de vida del hombre europeo, así como de los hombres y de los pueblos del mundo, de acuerdo con las Declaraciones de la ONU y con los otros Documentos de valor internacional.

Toda violación de los derechos de los hombres y de las naciones turba la paz en el interior y en el exterior. Por el contrario, su respeto universalmente vivido haría cesar la desconfianza, el miedo, la hostilidad que empujan a la carrera de armamentos y por tanto hacia la guerra.

¿Utopía? En la reciente Conferencia de expertos, celebrada en Ottawa, todos los participantes han reconocido, aunque entre divergencias ideológicas, el vínculo vital que existe entre la paz y los derechos humanos y por tanto la responsabilidad colectiva de los Estados de combatir sus violaciones y de promover su respeto. Quien ha seguido de cerca los debates ha sacado la impresión de que bastaría un compromiso de todos a garantizar un cierto nivel, elemental y suficiente, de derechos fundamentales —civiles y políticos, económicos, sociales y culturales— para hacer desaparecer las torturas, los campos de trabajo forzado, los exilios (en la patria o fuera de ella) por disensiones ideológicas, y para elevar las condiciones de vida, de trabajo, de educación y de salud. Incluso las contraposiciones entre sistemas diversos, que han alimentado las tensiones de estos cuarenta años, perderían mucho de aspereza si se produjese un acuerdo para una colaboración sincera encaminada a asegurar “un progreso constante y tangible” del ejercicio efectivo de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, “que derivan todos de la dignidad inherente a la persona humana y son esenciales a su libre y pleno desarrollo” (Documento conclusivo de Madrid). Ottawa ha confirmado que el hombre, en cuanto ser único, es verdaderamente la medida, “el criterio esencial” —como ha dicho Juan Pablo II en su Encíclica Redemptor hominis— con el cual es posible juzgar los programas, los sistemas, los regímenes y las políticas de los Estados.

La libertad religiosa

5. La Santa Sede, en nombre de la Iglesia católica, ha dedicado su intervención particularmente a la libertad de religión. No por una reivindicación exclusiva, en cuanto que la libertad religiosa está vinculada, en su existencia, con las otras libertades, sino por la misión y la experiencia que la Santa Sede tiene en este campo. Además, está convencida de que un respeto efectivo de la libertad de conciencia, y por ende de la fe religiosa, asegura a las personas un espacio moral de responsabilidad y de actividad que es ventajoso para el ejercicio de todos los demás derechos y deberes. El hombre vive a un nivel superior en virtud de su conciencia, y la libertad reconocida a la conciencia es una garantía para los individuos en sus relaciones y, por tanto, es un factor de libertad para los pueblos.

El esfuerzo de la Santa Sede, sostenido por el consentimiento de muchas partes autorizadas, incluso no gubernativas, se dirigió desde las negociaciones que prepararon el Acta Final hacia dos objetivos: 1) obtener una definición exacta de la libertad de pensamiento, de conciencia de religión o credo (inserta en el VII principio) y, 2) por otra parte, confrontar los compromisos firmados en Helsinki, en Madrid, en las Naciones Unidas, con la condición real y concreta de los creyentes, individuos o comunidades, en los diversos países.

Particularmente significativa a este doble fin ha sido la contribución que ha pretendido dar el Sumo Pontífice Juan Pablo II con su carta personal del 1 de septiembre de 1980 a los Jefes de Estado y de Gobierno de los países firmantes del Acta Final.

Paralelamente no menos significativo ha sido el camino que han recorrido parte de las Delegaciones de muchos Estados participantes profundizando en los contenidos de la libertad religiosa, como ha demostrado la misma Reunión de Ottawa. Si la Reunión no ha llegado a formular un documento común —y ésta es una deficiencia que también nuestra Delegación ha lamentado—, sin embargo ha registrado propuestas particularmente adherentes a las necesidades de la vida actual, como aquella sobre el derecho de impartir y recibir la enseñanza religiosa, individual o colectivamente o a través de organizaciones confesionales, comenzando por el derecho de los padres a transmitir su fe a los propios hijos; o bien, sobre la libertad de los creyentes y de sus comunidades de tener contactos y asambleas comunes con los correligionarios incluso de otros países; o también sobre la libertad de recibir y usar publicaciones y materiales religiosos, y de acceder a las fuentes de información religiosa.

Por su parte la Delegación de la Santa Sede llamó la atención sobre algunas situaciones más graves: diócesis que esperan un obispo propio y comunidades de creyentes a las que no se autoriza a tener un ministro de culto; dificultades puestas a los aspirantes al sacerdocio o a la vida religiosa; discriminaciones respecto de los creyentes en los estudios, en los empleos estatales en las carreras profesionales.

Al mismo tiempo encontramos en el Documento de Madrid algunas novedades significativas:

— el compromiso, por parte de las autoridades estatales, de consultar, cuando sea necesario, los cultos, las instituciones y las organizaciones religiosas, a fin de “emprender las acciones necesarias para garantizar la libertad religiosa”;

— el compromiso de considerar favorablemente las peticiones de comunidades religiosas o de creyentes que, practicando el propio culto en el ámbito constitucional de los respectivos Estados, no han logrado todavía obtener el “status” que la legislación de los mismos países concede a otros cultos, instituciones y organizaciones religiosas;

— el compromiso de aplicar, en la forma más concreta, las disposiciones pertinentes del Acta Final, de modo que los cultos, las instituciones y las organizaciones religiosas y sus representantes puedan desarrollar, en el campo de la actividad propia, contactos y encuentros entre sí e intercambiar informaciones.

Una vez más es un deber confrontar estas disposiciones con la situación real. Es leal constatar que a algunas situaciones más graves se ha puesto un remedio parcial, que —especialmente en el primer período después del 1975 — se registraron facilitaciones para las visitas, los encuentros, las participaciones en congresos o reuniones, los intercambios de personas y de informaciones con finalidades religiosas, y particularmente el envío de publicaciones litúrgicas o religiosas ¿Pero podemos silenciar que existen regiones en las que las comunidades católicas no han tenido, desde 1945 hasta hoy, la posibilidad de entrar en contacto con la Santa Sede, para satisfacer exigencias elementales, como la de tener un obispo propio, enviar los propios representantes a Roma, igual como lo hacían normalmente en los años anteriores a la guerra? ¿Y que la Santa Sede no tiene posibilidad de tener contacto con esos creyentes, estén reunidos o dispersos en vastas extensiones de territorios?

Yo mismo tuve ya el honor de recordar en Belgrado “la grave herida abierta” a causa de las Comunidades católicas de rito oriental que han perdido la legitimidad civil a existir, después de haber tenido una floreciente vida religiosa con tradiciones pluriseculares.

¿Es posible que el compromiso ahora inserto en el Documento de Madrid abra una ventana de esperanza a centenares de miles de creyentes, que con sus obispos y sacerdotes están impedidos por las leyes civiles de pertenecer a la Iglesia a la que se sienten vinculados por una profunda convicción de la propia conciencia? ¡Doloroso y desconocido es el calvario de estos hermanos nuestros! Un hecho increíble en una época como la nuestra, en la que a todo grupo étnico o cultural se tiende a facilitar el reconocimiento de los propios derechos; sin ocultar que el desarrollo prometedor de las relaciones interconfesionales o ecuménicas permitiría sin dificultad disipar también los temores que quedan de rivalidad o intolerancia entre los cultos, que se toman a veces como pretexto para la prohibición injusta.

Señor Presidente:

Hace diez años, cuando se firmó el Acta Final, el Papa Pablo VI, dirigiendo un mensaje a las Altas Personalidades de los países participantes, saludaba a los pueblos de Europa como “realidad viva de los Estados, razón de su existencia y motivo de su acción”. Pueblos de lenguas y tradiciones diversas —decía el Papa— que miraban con ansiosa atención a las solemnes afirmaciones que se firmaban en Helsinki.

Esta atención, Señor Presidente, no ha disminuido, esta esperanza no se ha perdido. Corresponde a cada uno de los Gobiernos vinculados por el compromiso de Helsinki confirmarlas y, con un proceso eficaz y continuo, darles un fundamento y un alcance más amplios.

 

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