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INTERVENCIÓN DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
SECRETARIO DE ESTADO DE LA SANTA SEDE,
EN LA REUNIÓN DE LA “COMISIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS”
DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS,
CELEBRADA EN GINEBRA


Señor Presidente,
excelentísimos señores,
señoras y señores:

1. Es para mí un gran honor tomar la palabra ante la “Comisión de los Derechos Humanos” de la Organización de las Naciones Unidas, y así responder a la amable invitación que se me ha cursado.

Más aún: me alegro de poder hacerlo después de la reciente celebración del XL aniversario de la proclamación de la “Declaración universal de los Derechos del Hombre” y cuando su XLV sesión se dedica a cuestiones centrales, que ponen en juego toda la concepción de la persona, de la sociedad, del Estado y de la cooperación internacional, en las que la Santa Sede encuentra muchos ecos a sus mismas preocupaciones.

2. El día 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas realizó sin duda un acto histórico de importancia capital. La humanidad al salir de uno de los períodos más terribles de su historia, y después de los acontecimientos dramáticos de la segunda guerra mundial, en la que se había profanado de forma aberrante al hombre y su dignidad, manifestó haber tomado conciencia de la imposibilidad de volver a caer en esos abismos: el olvido, el desprecio o el avasallamiento del hombre, poniendo en peligro la supervivencia misma de la sociedad.

Su Comisión es de alguna forma la depositaria y la tutora de esa “Declaración” solemne. Es también como un laboratorio en el que se han preparado otros textos internacionales, como los Pactos de 1966 concernientes a los derechos económicos, sociales y culturales, y a los derechos civiles y políticos del hombre, así como la Declaración de 1981 sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y de discriminación basadas en la religión o en las convicciones.

Es interesante constatar cómo, a partir de ese momento, se pasa progresivamente de las libertades individuales, tan estimadas por los pensadores de los siglos XVII y XVIII, a la afirmación de los derechos colectivos del hombre, hacia los que nuestros contemporáneos son especialmente sensibles —pienso en los derechos al desarrollo, a compartir la riqueza, a la paz, al medio ambiente, por no citar más que algunos de ellos— y que, en realidad, condicionan la promoción de los derechos individuales y son como su consecuencia obligatoria.

3. En este “avance”, su Comisión ha jugado un papel ejemplar. Asumiendo la variedad de las corrientes filosóficas que en ella están representadas, y superando las diferencias ideológicas o las opciones políticas de los participantes, ustedes han sabido reunirse en torno a convicciones fundamentales: la primacía del hombre, el carácter absoluto de su dignidad, el sentido del diálogo. A partir de ahí, y animados también por la encomiable actividad de tantas organizaciones no gubernamentales (ONG), no han dejado de comprometerse en concreto y pacientemente para que se ponga remedio a las carencias existentes y para que los hechos correspondan cada vez más a los nobles principios solemnemente adoptados. A este respecto, la lectura del habitual orden del día de sus trabajos es revelador de ese carácter concreto de su reflexión:

— los derechos del hombre en distintos territorios ocupados;

— los derechos de los pueblos a disponer de sí mismos;

— los problemas del racismo (al que la Santa Sede acaba de dedicar recientemente un importante documento);

— el respeto a la integridad física y síquica de la persona;

— la elaboración de una Convención sobre los derechos del niño;

— los problemas de los trabajadores emigrantes, de las minorías y de las poblaciones autóctonas;

— el respeto efectivo de los derechos civiles y políticos, o también económicos, sociales y culturales;

— la aplicación de la mencionada “Declaración” sobre la eliminación de las formas de tolerancia y de discriminación fundadas en la religión o las convicciones.

4. Por desgracia, sus debates reflejan muy a menudo el carácter dramático de la vida de millones de mujeres y de hombres que se sienten todavía hoy frustrados en sus aspiraciones más fundamentales. El hombre, que ha sido capaz de dominar la naturaleza y de perfeccionar la tecnología en unas cotas impensables hace tan solo unos años, sin embargo no ha conseguido del todo librarse de los excesivos abusos que le infligen sus semejantes en nombre del poder que ejercen.

Si pensamos bien en ello, vemos que las “fuentes” de la opresión del hombre por el hombre o de un pueblo por otro hay que situarlas históricamente —y están todavía— o bien en el orgullo que tiende a afirmar su propia superioridad y su dominio sobre los demás, o bien en el egoísmo que busca servirse del prójimo para satisfacer sus necesidades o sus deseos, o también en el odio que lleva a unos contra otros, tanto si es por venganza o por rechazo de las diferencias —raciales, nacionales, de clase social, de creencia, de ideología o de cualquier otro género—, como por miedo del que, para no ser aplastado, prefiere convertirse en el agresor.

Naturalmente, muy a menudo las aguas de estas “fuentes” se mezclan y se enriquecen —por así decir— mutuamente. Fenómenos como la fundación y el mantenimiento de imperios (que Agustín de Hipona llegó a denominar “magna latrocinia”), cuyo nombre y fama llenan todavía las páginas de la historia, la esclavitud en sus diferentes formas y bajo diferentes máscaras, la explotación de personas y grupos más débiles, el colonialismo, la segregación y la opresión raciales, la búsqueda de un “Lebensraum” (espacio vital) en detrimento de los demás, las llamadas guerras de religión, así como las violencias perpetradas en nombre de un credo o de una ideología (y esta enumeración ciertamente no es completa), encuentran sus raíces en las causas que acabo de mencionar.

Permitidme evocar en particular, debido a la memoria que aún hoy tenemos de ello (pero que, por desgracia, no se trata solamente de recuerdos del pasado), ciertos intentos de “reeducación” que —alternando con la eliminación física, o el alejamiento por prisión o exilio— tienden a someter no sólo los cuerpos o las actitudes exteriores de los adversarios, sino incluso su espíritu, comenzando naturalmente por los más jóvenes, pero sin excluir a los menos jóvenes ni a los adultos. Y como, especialmente en estos últimos, la “materia humana” es a veces resistente y difícil de formar o reformar, los sistemas de reeducación pueden fácilmente pasar de la violencia psicológica a la violencia física, llegando hasta sus manifestaciones más graves.

Por eso, es importante combatir los rebrotes de esos fenómenos u otros parecidos, y recordar sin cesar, como lo hacen ustedes oportunamente, que los derechos del hombre tienen su fuente no precisamente en una concesión de la autoridad civil, sino en la misma dignidad de la persona, irreductible a los condicionamientos de la historia, en esa conciencia que vive en ella, siempre capaz de abrirse a la trascendencia y libre de elegir las grandes opciones que guíen su existencia.

5. La Santa Sede se reconoce en esa orientación de los trabajos de ustedes y desea que sus debates contribuyan cada vez mejor a la elaboración de remedios apropiados para las faltas que descubra el atento examen de conciencia que ustedes realizan.

En efecto, es primordial que tenga lugar un debate permanente sobre estas cuestiones fundamentales que se refieren a todo hombre, esté donde esté y sea quien sea. Pues los derechos del hombre se respetarán y aplicarán en la medida en que sean objeto de decisiones tomadas por la Comunidad internacional y sean el fruto de libres discusiones por parte de todos los componentes de la sociedad, empezando por los responsables de las naciones. Debemos alegrarnos de que sus intercambios, sus resoluciones, e incluso sus eventuales condenas lleguen a constituir una especie de jurisprudencia aplicable a todos los casos en que estos derechos estén amenazados o sean violados. Pero, lo que se ha realizado en el plano moral, ¿no se debería establecer también en el plano jurídico con medidas apropiadas, y no para juzgar a los Estados, sino para ayudarles a aproximar su práctica al orden ideal de los principios?

Es un estímulo el constatar que, estos últimos años, el carácter imperativo de los principios relativos a los derechos del hombre se ha impuesto cada vez más en las relaciones internacionales. Algunos ya no dudan en mantener incluso que estos derechos, de ahora en adelante, forman parte del “ius cogens” de la humanidad.

¡Deseamos, pues, que los hechos se correspondan cada vez mejor con los principios tantas veces proclamados y con los numerosos textos solemnemente adoptados!

6. Al responder con mucho gusto a la invitación que se me hizo de venir hasta ustedes y al traerles el aliento de la Santa Sede, quiero también detenerme un poco —y todos lo comprenderán— en un aspecto específico de la libertad fundamental de pensar y obrar según la propia conciencia: la libertad religiosa.

Desde hace muchos años, su Comisión ha prestado un interés creciente a este tema. Y hace tres años que estudian ustedes con detalle el concepto y las manifestaciones de la intolerancia en materia de religión y de convicciones. Como cada año, dedican muchas jornadas de su sesión a escuchar a oradores que, hablando en nombre de los Estados o de diferentes organizaciones, se hacen eco en esta sede de los sentimientos y las expectativas de numerosas personas y numerosos grupos, sensibles a las cuestiones relativas a la posibilidad de manifestar libremente la fe en Dios y de vivir de acuerdo con esa misma fe. Por tercera vez consecutiva, las conclusiones de su “Informe especial” al respecto se someten a la consideración de ustedes. Las informaciones recogidas y los contactos establecidos con las personalidades y los representantes de los medios religiosos, de los medios gubernamentales y otros, les permiten reflexionar a partir de materiales de gran valor. De ese modo, tres informes, particularmente sugestivos, han visto la luz.

Además, muchos textos recientes de alcance internacional —aunque no universal— han venido a enriquecer los instrumentos a su disposición. Pienso en el Acta final de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación de Europa (CSCE), firmada en Helsinski en 1975, así como en el Documento final de las Reuniones que siguieron a esta misma Conferencia y que se celebraron en Madrid (1980-1983) y en Viena (1986-1989). Este conjunto de textos ha permitido consolidar al menos en Europa, una concepción de la libertad religiosa considerada como una verdadera libertad civil y social que puede y debe ejercerse en cualquier sistema político. Se trata, en efecto, de un aspecto específico de la libertad fundamental que tiene todo hombre de pensar y de obrar sinceramente según su conciencia. Por eso el Papa Juan Pablo II no dudaba en afirmar el año pasado, en su Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, que la libertad religiosa constituye como “una piedra angular en el edificio de los derechos del hombre”.

7. Puesto que se constatan siempre fallos múltiples y graves en este campo, es necesario “proteger” esta libertad fundamental. Algunos de ustedes se han visto llevados a pensar en la oportunidad de elaborar una “Convención” internacional, con la finalidad de conjurar con más eficacia todo acto de intolerancia en materia de religión o de convicciones.

A decir verdad, los instrumentos internacionales con este fin ciertamente no faltan, tal como lo recordaba hace unos instantes; pero lo que es muchas veces deficiente es el respeto efectivo de los principios que ellos establecen. El texto más reciente sobre el tema de la libertad religiosa —me refiero al Documento final de la Reunión de la CSCE que se terminó en Viena el pasado 19 de enero— compromete, por ejemplo, a los treinta y cinco países participantes a tomar medidas concretas para permitir a los creyentes y a sus comunidades que se afirmen como tales, individual y comunitariamente, en el seno de la sociedad. También está previsto —y esto es una novedad— una serie de “mecanismos” de verificación para garantizar que los países que se han manifestado de acuerdo con las disposiciones del Documento final en el campo de los derechos del hombre —y, por lo tanto, también en materia de libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de convicciones— cumplan totalmente sus obligaciones.

Permítanme hacerles notar los compromisos más significativos que los negociadores de Viena han adoptado y que vinculan a treinta y cinco países europeos, por lo demás igualmente representados aquí:

— el libre acceso a los lugares de culto;

— el derecho de las comunidades a organizarse y administrarse de acuerdo con su estructura jerárquica e institucional;

— el derecho a adquirir, poseer y utilizar el material religioso necesario para la práctica de la religión;

— el derecho a dar y recibir una educación religiosa;

— el acceso de las comunidades de creyentes a los medios de comunicación;

— la posibilidad de mantener contactos directos entre fieles y comunidades, tanto en el territorio nacional como en el extranjero.

En efecto, es esencial que todo hombre pueda llevar a cabo libremente su búsqueda la verdad, que pueda seguir la voz de su conciencia, adherirse a la religión que elija, profesar públicamente su fe con la pertenencia libre a una comunidad religiosa organizada, de modo que pueda sentirse plenamente realizado como hombre, tener confianza en la sociedad a la que pertenece, colaborar sin miedo al bien común, bebiendo en las fuentes de sus convicciones más profundas.

Dicho esto, pienso que, en caso de que se llegara a considerar que es deseable una Convención internacional, será más oportuno hacerla apoyar no exclusivamente en la erradicación de las manifestaciones de intolerancia, sino —de una forma más positiva— en reconocimiento y el respeto de la libertad de religión, así como en sus exigencias concretas.

Es importante que los Estados, más allá de la denuncia de los casos todavía frecuentes de intolerancia, acepten el compromiso de una imparcialidad respetuosa en materia de religión o de ideología, y no por indiferencia u hostilidad, sino como protectores de los derechos de todos los ciudadanos, sin distinción alguna.

8. Señor Presidente, señoras y señores: La ventaja de una reflexión como la de ustedes es mostrar que los derechos del hombre hacen realmente a la humanidad más solidaria y más unida, pues éstos conciernen a las aspiraciones de todo hombre a ver respetada su persona en su dignidad natural, anterior a todo poder humano.

En su exigente tarea, ustedes saben que pueden contar con el apoyo de la Santa Sede, cuya Delegación no ha cesado de aportar a sus trabajos el más vivo interés. La Iglesia católica y su Pastor Supremo, que ha hecho de los derechos del hombre uno de los grandes temas de su predicación, nunca ha dejado de recordar que, en un mundo hecho por el hombre y para el hombre, toda la organización de la sociedad no tiene sentido sino en la medida que ella hace de la dimensión humana una preocupaci6n central. En efecto, el Papa Juan Pablo II, en su discurso de 1979 en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, declaraba: “El conjunto de los derechos del hombre corresponde a la sustancia de la dignidad del ser humano, entendido integralmente. y no reducido a una sola dimensión, se refieren a la satisfacción de las necesidades esenciales del hombre”. (n. 13).

Todo hombre y todo el hombre: ésta es la preocupación de la Santa Sede. Y, sin duda alguna, es también la de ustedes.

Señoras y señores: Felicidades y gracias por la tenacidad y la competencia con que se esfuerzan por definir cada vez mejor, por defender y promover los derechos del hombre. De ese modo ponen los fundamentos de una humanidad mejor, a la cual aspiran las jóvenes generaciones. ¡Actuemos de forma que éstas no queden decepcionadas en su expectativa tan legítima!

Ginebra, 20 de febrero de 1989

Cardenal Agostino CASAROLI
Secretario de Estado

 

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