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VISITA OFICIAL DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO A PERÚ

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA ROSA DE LIMA

HOMILÍA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE

Santuario de Santa Rosa de Lima
Jueves 30 de agosto de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

"El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza... Es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es más alta que las hortalizas" (Mt 13, 31-32). En la página evangélica que la liturgia nos propone en la fiesta de santa Rosa de Lima, Jesús compara el reino de los cielos con un grano de mostaza, una de las semillas más pequeñas que, en cambio, cuando crece, se convierte en un lozano arbusto de hasta tres metros de altura. No existe proporción entre la pequeñez de la semilla y el desarrollo posterior de la planta, con las flores y los frutos que produce. No resulta muy difícil entender la enseñanza que el Señor quiere darnos a través de esta metáfora. En efecto, de la misma manera que se aprecia una clara desproporción entre un arbusto alto que crece de una semilla muy pequeña, tampoco hay una proporción lógica entre las limitaciones del hombre y los prodigios de santidad que la gracia divina obra en él. ¿Acaso la vida de los santos y el camino de la Iglesia a lo largo de los siglos no son un testimonio constante de esta acción misteriosa del Señor? Todos nosotros somos como pequeñas semillas, pero de nuestra limitación Dios puede hacer surgir maravillosos portentos de bondad y amor. A este respecto, resulta muy elocuente la historia humana y espiritual de santa Rosa. He aquí lo que es la santidad: una obra gratuita del Creador todopoderoso, cuando encuentra en la criatura humana una correspondencia fiel y humilde.

Pero podemos añadir una consideración más. En la actualidad, estamos preocupados, con razón, porque algunos cristianos abandonan la Iglesia atraídos por el señuelo de las sectas o seducidos por el espejismo del hedonismo moderno y por una cultura que, acentuando la autonomía del hombre, acaba por proponer un humanismo sin Dios o incluso contra Dios. ¿Qué podemos hacer? El texto evangélico nos indica una vía que hemos de seguir: toda acción pastoral y misionera es útil para una acción apostólica más incisiva, pero lo que más cuenta es que cada uno de nosotros sea la buena semilla que, gracias a la ayuda divina, es capaz de producir frutos abundantes. Los cristianos, por tanto, están llamados a testimoniar con su ejemplo su pertenencia convencida a Cristo y a su Iglesia. Así se convierten en fermento de santidad. Jesús lo afirma claramente cuando, en el mismo pasaje del evangelio de san Mateo, identifica el reino de los cielos no sólo con una pequeña semilla sino con la levadura que hace fermentar la masa. "El reino de los cielos —nos dice— se parece a la levadura... que se amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente" (Mt 13, 33). Para tener buen pan no basta simplemente otra masa aunque sea fresca; es necesaria la levadura que, cuando se pone en la harina, da lugar a un fenómeno casi mágico: la masa crece hasta desbordar el recipiente. En efecto, se trata de la fuerza de la vida que la levadura lleva en sí misma. Un autor cristiano de los primeros siglos llamado Orígenes ofrece un comentario interesante de esta breve parábola. Identifica las "tres medidas de harina", de las que habla el Evangelio, con los elementos de la persona humana: cuerpo, alma y espíritu, que para fermentar, es decir, para elevarse, necesitan el Espíritu Santo. También aquí podemos hacer una aplicación muy actual. Hoy es frecuente la tentación de un moderno gnosticismo que concibe la religión casi como una opción individual y privada que se ha de vivir de modo intimista. Pero aunque es verdad que la fe es ante todo amistad íntima con Cristo, cuando esta fe es auténtica no puede dejar de ser "contagiosa" hasta llegar a renovar la sociedad e incluso la creación, puesto que toda la creación forma parte del plan de salvación. El cristiano no debe conformarse con ser sólo "buen pan", sino que necesita ser levadura de santidad.

Esta ha sido la experiencia de Isabel Flores y de Oliva, llamada Rosa por el frescor de su rostro. Aunque provenía de una noble familia de inmigrantes españoles que se establecieron en el Perú, no dudó en afrontar la situación cuando sus parientes se encontraron con estrecheces económicas debido a una serie de desgracias. Desde la adolescencia optó por seguir a Jesús con pasión ardiente, entrando a formar parte de la Tercera Orden dominicana y teniendo como modelo y guía espiritual a santa Catalina de Siena. Entregada al cuidado de los pobres y a los trabajos ordinarios que una chica desempeña cotidianamente en la casa, se impuso un régimen de vida austero marcado por una extraordinaria penitencia. A los veintitrés años se encerró en una celda de apenas dos metros cuadrados, que mandó a su hermano construir en el jardín de su casa y de la que sólo salía para ir a las funciones religiosas. Y es precisamente en esta estrecha prisión voluntaria donde transcurrió la mayor parte de sus días en contemplación, en intimidad con su Señor. Como a santa Catalina de Siena, también a ella se le concedió la gracia mística de participar físicamente en la pasión de Jesús, al que eligió como su Esposo, y durante 15 años tuvo que atravesar la dura experiencia interior de la ausencia de Dios, ese sufrimiento del espíritu que san Juan de la Cruz, el reformador del Carmelo, llama la "noche oscura".

La de Rosa fue, pues, una vida escondida y atormentada que, dócil al Espíritu Santo, alcanzó las más altas cumbres de la santidad. El mensaje que sigue comunicando a los devotos que la invocan como protectora, no sólo en el Perú y en el continente latinoamericano, sino en todo el mundo, está bien expresado en uno de los misteriosos mensajes que recibió del Señor. "Que sepan todos —le confió Jesús— que la gracia sigue a la tribulación; entiendan que sin el peso de las aflicciones no se llega a la cumbre de la gracia; comprendan que en la medida en que crece la intensidad de los dolores, aumenta la de los carismas. Ninguno se equivoque ni se engañe; esta es la única y verdadera escalera hacia el paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al cielo". Son palabras que hacen pensar enseguida en las condiciones exigentes que Jesús mismo pone a sus discípulos: "El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga... ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?" (Mt 16, 24.26). Aquí está precisamente la paradoja evangélica, la verdadera sabiduría de la cruz, el escándalo de la cruz. "El mensaje de la cruz, en efecto —escribe san Pablo a los Corintios— es necedad para los que están en vías de perdición, pero para los que están en vías de salvación, para nosotros, es fuerza de Dios" (1 Co 1, 18). Que santa Rosa nos ayude a abrazar la cruz con confianza como lo hizo ella, incluso cuando esto comporte sufrimientos y fracasos aparentes. En uno de sus escritos leemos: "Nadie se quejaría de la cruz y de los dolores que le tocan en suerte si conociera con qué balanzas son pesados al distribuirse entre los hombres".
Su breve existencia —murió con sólo 32 años— estuvo marcada por innumerables pruebas y sufrimientos, pero al mismo tiempo estuvo totalmente impregnada por el amor a Cristo y por una gran serenidad. Se puede decir perfectamente que en santa Rosa se manifestó la potencia de la gracia divina: cuanto más débil es el hombre y confía en Dios, tanto más encuentra en él su consuelo y experimenta la fuerza renovadora de su Espíritu. La primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico, nos exhorta a vivir en el abandono humilde y confiado en el Señor. "En tus asuntos —escribe el autor sagrado— procede con humildad, y te querrán más que al hombre generoso", y añade: "Grande es la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes" (Si 3, 17-20). "En el día de la tribulación Dios se acordará de ti" (Si 3, 15). En el día de su fiesta, santa Rosa nos recuerda que Dios es bueno y misericordioso, nunca abandona a sus hijos en la hora de la prueba y de la necesidad; nos invita a tener siempre confianza en él y a ser sencillos y humildes. La sencillez y la humildad son virtudes que hemos de aprender a practicar si queremos seguir a Jesús. Él repite a sus amigos: "Vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados, y yo les aliviaré. Carguen con mi yugo, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 28-29).

Santa Rosa respondió a esta invitación con conciencia plena y disponible; se dejó abrazar por Dios, segura de estar en las manos de un Padre, sostenida por una intensa piedad eucarística y mariana. En una ocasión, el amor a la Eucaristía la impulsó a abrazarse al tabernáculo para defenderlo de las invasiones de los calvinistas holandeses que asediaron la ciudad de Lima. También acudía constantemente a María santísima, invocándola sobre todo bajo el título de "Reina del Rosario". Incluso, como ustedes saben, fue precisamente la Virgen del Rosario la que le indicó la forma de vida con la que se debía consagrar para siempre a Jesús en la Tercera Orden dominicana. En efecto, sucedió que, cuando la familia se resignó a su negativa a casarse, Rosa entró en el monasterio de santa Clara. Sin embargo, no estaba completamente segura de que fuese esa la elección justa, por lo que cuando, acompañada por su hermano, dejó la casa para ir definitivamente al monasterio, se detuvo delante de "su" Virgen. Rezó con tal intensidad que se sintió tan pesada como el plomo: ni su hermano, ni el sacristán lograron levantarla. Y sólo cuando prometió a la Virgen que volvería a casa, la Virgen le sonrió y Rosa pudo levantarse fácilmente. Se convenció entonces de que podía llegar a Jesús a través del amor materno de la Virgen María. Así vivió consagrándose totalmente a Jesús y a María; cuando murió, tenía en sus labios como últimas palabras: "Jesús, Jesús, Jesús, que esté siempre conmigo".

Queridos hermanos y hermanas, doy gracias al Señor que me ofrece la posibilidad de terminar mi estancia en el Perú con esta peregrinación a los pies de santa Rosa, excelsa hija de su nación, en esta hermosa iglesia en la que se conservan sus reliquias. Después de haber tenido el honor de inaugurar el sábado pasado, 25 de agosto, el Congreso eucarístico nacional, esta mañana he podido presidir la solemne celebración de clausura. El Congreso eucarístico ha sido un acontecimiento muy significativo e importante, un tiempo de gracia y bendición para todos. Por esto quiero dar, una vez más, gracias al Señor. Siento, además, el vivo deseo de agradecer a Dios el que durante esta visita haya podido conocer mejor la profundidad de la fe de las comunidades cristianas y la cordial acogida del pueblo peruano. En el momento en que me despido de su bello país con esta celebración eucarística, invoco sobre todos y cada uno la protección de santa Rosa y la ayuda materna de María, tan venerada en cada rincón de esta nación. A ustedes les pido un recuerdo en la oración por mí, pero sobre todo por el Santo Padre Benedicto XVI, que sigue con paternal atención y afecto la vida y el camino de la Iglesia y de la nación peruana. Ojalá que el Perú pueda perseverar y crecer en una fe firme y llena de alegría, en la concordia y en la paz, bajo la mirada benevolente del Señor de los Milagros, de la santísima Virgen y de santa Rosa.

Que el Señor de los Milagros, la Virgen santa y santa Rosa estén particularmente cercanos a cuantos sufren por el terremoto ocurrido recientemente y cuyas consecuencias todavía están muy presentes. Yo conservaré en el corazón las emociones y los sentimientos experimentados en estos días y seguiré recordándoles a todos ante el Señor. Al final de mi visita, queridos hermanos y hermanas, recemos por los difuntos, por los heridos, por las familias que han quedado sin casa; roguemos por todo el pueblo peruano, para que unido sepa superar también esta prueba y construir con confianza su propio futuro, confiando siempre en la ayuda divina. La palabra del Señor lo ha repetido hace poco: "En el día de la tribulación Dios se acordará de ti" (Sr 3, 15). Con esta segura esperanza celebramos el sacrificio divino, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia y del mundo redimidos por la cruz de Cristo. ¡Amén!

 

 

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