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HOMILÍA DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE
DURANTE EL FUNERAL DE LAS VÍCTIMAS DEL TERREMOTO
EN LOS ABRUZOS

 

"Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena". Estas palabras del evangelista san Juan, testigo dolorido de la crucifixión de Cristo, parecen reflejar el estado de ánimo que vivimos también nosotros esta mañana. Con inmensa piedad nos hemos congregado idealmente en torno a las numerosas víctimas no sólo de la ciudad y de la provincia, sino también de otras muchas partes, incluso de otras naciones, víctimas arrebatadas prematuramente a sus familiares por una muerte cruel.

Y nos hemos congregado en torno a las numerosas familias que se han quedado sin hogar, privadas de sus cosas más queridas. Nos encontramos aquí para un acto de homenaje y de exequias, pero, sobre todo, para una celebración de oración. El misterio de la muerte nos reúne, nos impulsa a arrodillarnos ante Dios, nos hace adorar su voluntad, una voluntad que nos sumerge en su amor eterno, en la perspectiva de la inmortalidad. Estamos aquí para rogar al Autor de la vida, sostenidos por la certeza, como afirma la Palabra de Dios, de que las almas de los justos están en las manos de Dios bueno y misericordioso.

"Junto a la cruz de Jesús estaban...". Junto a estos féretros, como junto a la cruz de Jesús, están afligidos y conmovidos los parientes, los amigos, los conocidos. Para testimoniar la presencia solidaria de todo el pueblo italiano hay muchas autoridades civiles y militares, comenzando por el señor presidente de la República, los presidentes de las Cámaras y las demás autoridades institucionales, con el jefe de Gobierno. Quiero destacar que están los responsables de esta región, provincia y ciudad, algunos de los cuales lloran a sus parientes y familiares en estos féretros; están los voluntarios de numerosas asociaciones que han venido de todas las partes de Italia, hombres y mujeres del Ejército, de la Protección civil, de la Cruz roja y del Cuerpo de bomberos. ¡Cómo no recordar a uno de ellos, Marco Cavagna, el bombero-papá de Treviolo, que vino de Bérgamo y aquí sufrió un infarto mientras trataba de salvar muchas vidas! Está el pastor de esta Iglesia y sus sacerdotes, que comparten con vosotros la experiencia de haber sido despojados de todo. Y hay también muchos pastores de las Iglesias cercanas.

En vuestra ciudad y en las aldeas que han atravesado momentos difíciles a lo largo de su historia, se reúne hoy idealmente toda Italia, que también en esta difícil prueba ha demostrado cuán firmes son los valores de solidaridad y fraternidad que caracterizan a nuestra Italia. Junto a vosotros, queridos hermanos  y hermanas, está el Santo Padre Benedicto XVI, que desde los primeros momentos no ha dejado de orar por vosotros y que hoy ha querido estar particularmente cerca de vosotros, no sólo a través de mi presencia y la de su secretario particular, sino también con el mensaje que hemos escuchado.

Nos inclinamos ante el enigma indescifrable de la muerte que, sin embargo, es también una ocasión valiosa para comprender cuál es el valor y el sentido verdadero de la vida. La muerte nos permite palpar que en un instante todo —cosas, proyectos— puede acabar. Todo termina; sólo permanece el amor, como me decía una anciana profesora esta mañana en el hospital de campo. Sólo permanece el amor, y el amor lo supera todo. Sólo queda Dios, que es amor. En esta hora de dolor y desconcierto, la Palabra de Dios nos sostiene y conforta, asegurándonos que nada puede cancelar la fuerza del amor. Nada puede contra el amor.

En nuestro camino hacia la eternidad nos mantiene unidos el consuelo que nos viene de la fe, el dulce alivio que nos puede procurar el encuentro con el Hombre de la cruz, la cercanía amorosa con todos los crucificados de la historia que están esperando la inauguración de la Jerusalén celestial, donde todas las cosas recuperarán su belleza originaria, las lágrimas serán enjugadas y "no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21, 4).

Al pensar en todo esto siento que renace la esperanza en el corazón, porque ya se percibe que, bajo los escombros, existe la voluntad de recomenzar, reconstruir, volver a proyectar y soñar. El  profeta  Isaías escribió:  "Reconstruirán  las  ruinas seculares, levantarán  los  lugares de antiguo desolados, y restaurarán las ciudades en ruinas" (Is 61, 4), la ciudad de L'Aquila, como la ciudad de Avezzano y las demás aldeas. Y se volverá a dar vida a estos lugares con más fuerza, con más valentía; con la fuerza de espíritu y la dignidad que os caracterizan.

Hoy, Viernes santo, toda la Iglesia llora a su Rey crucificado. Después del grito de la cruz —"¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34)—, quedó sólo el silencio. Un silencio largo y doloroso, lleno de dudas y angustia. El silencio del hombre embargado por el dolor ante el silencio de Dios. Dios puede parecer ausente y el dolor puede presentarse como una fuerza bruta y sin sentido, las tinieblas de los ojos llenos de lágrimas pueden oscurecer también los rayos más tímidos del sol y de la primavera. Sin embargo, precisamente mientras suena como una provocación la pregunta:  "¿En dónde está tu Dios?" (Sal 42, 4), emerge de lo más profundo la certeza de la intervención amorosa de Dios que se hace corazón, manos, ayuda. Ayuda constante, ayuda presente. Nuestro Dios es un Dios que tiene pasión por el hombre; un Dios que sufre con nosotros y por nosotros; un Dios que elige el silencio para abandonarse entre los brazos de quien, sufriendo, se esfuerza por mantener encendida la antorcha de la esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, después del silencio de este Triduo que encierra tantos interrogantes, pasado mañana celebraremos la Pascua. Será vuestra Pascua, una Pascua inolvidable, pero una Pascua que renacerá una vez más de los escombros de un pueblo tantas veces probado a lo largo de su historia. Y será como nacer una segunda vez, al escuchar las palabras del ángel pascual:  "No temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho" (Mt 28, 5).

Por tanto, reanudemos el camino, hermanos y hermanas, juntamente con María, llevando juntos el dolor de la insoportable ausencia de los muertos, con una presencia más asidua, fraterna y amistosa en sus familias, que se han convertido de una forma aún más auténtica en nuestras familias, en la gran familia de los hijos de Dios. Gracias a la ayuda materna de la Virgen trataremos de sacar de la muerte una lección de vida auténticamente cristiana.

Y sostenidos por su intercesión, no temeremos las dificultades que nos toque afrontar. Que ella, la Estrella de la esperanza, nos ayude a mantener firme la confianza en Dios y en nosotros mismos, con la seguridad de que un día volveremos a ver también a nuestros queridos difuntos que nos han precedido en el camino al cielo. Repitamos por ellos la oración que tantas veces hemos rezado:  "Dales, Señor, el descanso eterno y brille sobre ellos la luz perpetua. Descansen en paz. Amén".

 

 

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