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VIAJE A CHILE DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
(5 – 15 ABRIL 2010)

SANTA MISA EN EL ATRIO DE LA CATEDRAL DE CONCEPCIÓN

HOMILÍA DEL CARD. TARCISIO BERTONE,
SECRETARIO DE ESTADO DE SU SANTIDAD


Concepción
Viernes 9 de abril de 2010

 

Querido Señor Arzobispo,
Querido Señor Nuncio Apostólico,
Venerados Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
Distinguidas Autoridades,
Queridos hermanos y hermanas en el Señor

“¡La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular!” (Sal 117,22). Con este versículo del Salmo, los apóstoles anunciaron la resurrección de Jesús. Manifestaron su convicción de que el que había sido crucificado como un malhechor ha sido constituido Señor de vivos y muertos. También nosotros, edificados sobre el cimiento de los apóstoles (cf. Ef 2,20), damos gracias a Dios por el triunfo de Cristo sobre la muerte y proclamamos gozosos: “¡Aleluya! ¡Éste es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en Él!” (Antífona al Evangelio).

Ante todo, quiero transmitirles el saludo del Papa Benedicto XVI, que desea expresarles su cercanía en estos momentos de especial dificultad para Ustedes. Desde el primer instante que Su Santidad tuvo noticia del devastador seísmo que ha golpeado gran parte del territorio chileno, y de modo especial esta ilustre ciudad de Concepción, quiso estar permanente informado de lo que sucedía, mientras su corazón de Padre, afligido por la suerte de sus hijos, no dejaba de rezar por las víctimas, sus familiares y todos los damnificados en esta catástrofe natural. Antes de salir de Roma, me pidió que les hiciera llegar sus palabras de aliento y esperanza, al mismo tiempo que su exhortación a emprender los trabajos de reconstrucción, estando todos muy unidos y llenos de confianza en la presencia de Cristo resucitado.

Con las lecturas que hemos escuchado, la Palabra de Dios nos ilumina e interpela. En la primera, las autoridades judías quieren impedir a los apóstoles que anuncien la resurrección de los muertos, como había ocurrido con Jesús. Este mensaje, sin embargo, es recibido por los hombres, por el pueblo, que tiene verdadera hambre de verdad y de aliento. Fueron miles los que abrazaron la fe tras la primera predicación de los apóstoles (cf. Hch 4,4).

También, hoy, a muchos les gustaría impedir que el mensaje de la resurrección, de la esperanza en la vida después de la muerte, llegara a todos los ámbitos de la sociedad. Quizás, los mismos que se cierran en su egoísmo autosuficiente y quieren arrastrar a los demás a su desesperación. Pero la Iglesia no puede callar esta buena noticia de la victoria del Señor. Ella es depositaria de un mensaje que no es suyo, y que la convierte en discípula y misionera de Jesús. Si dejase de anunciar la Palabra de Cristo, estaría obedeciendo a los hombres antes que a Dios. Privaría al hombre de nuestros días del alimento de vida eterna, el único capaz de saciar el hambre y la sed que saltan para la vida eterna, y que Dios puso en su interior (cf. Jn 4,13-15). Porque, como hemos escuchado, “en ningún otro existe la salvación” (Hch 4,12).

En efecto, Jesús es la piedra angular, la que no sólo sustenta el edificio, sino también la que lo ciñe y corona. Él es la piedra que desecharon los arquitectos, llevándolo a una pasión y muerte ignominiosa, la muerte en la cruz. Pero éste no fue su destino final. Él ha subido a los cielos y ha recibido el “Nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10s). Por eso, ahora nosotros nos arrodillamos ante la cruz de Jesús, y podemos también inclinarnos ante el enigma indescifrable de la muerte y la destrucción que, sin embargo, es también una ocasión valiosa para percibir el valor perenne del amor, del amor que lo supera todo. Y es que el amor es la base para creer en la vida después de la muerte; es el cimiento para reconstruir lo que está caído, pues, como afirma el Papa, “no es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor... El ser humano necesita un amor incondicionado” (Enc. Spe salvi, 26). Incluso en la noche más oscura, en medio de la angustia y la adversidad, esta certeza es la que no lo hace dudar de la intervención amorosa de Dios, que sufre con nosotros y por nosotros, manteniendo así encendida la antorcha de la esperanza.

El evangelio proclamado nos sitúa en las orillas del mar de Tiberíades, con los apóstoles dedicados a su oficio de pescadores. Este escenario remite a la vocación de los primeros discípulos. Fue precisamente allí, en este lago de Galilea, donde el Señor los había llamado a ser discípulos y misioneros. Sin embargo, después de la gran conmoción que supuso la muerte de Jesús, los apóstoles pensaron que ya no había nada que hacer. Tras los primeros instantes de consternación, volvieron a su tierra y a su trabajo de pescadores, es decir, a las actividades que realizaban antes de encontrarse con Jesús. Habían vuelto a su vida anterior y esto da a entender el clima de dispersión y de extravío que reinaba entre ellos (cf. Mc 14, 27; Mt 26, 31). Intentaron reconstruir sus vidas como si nada hubiera pasado. Como si “lo de Jesús Nazareno” (Lc 24, 19) hubiera sido solamente un sueño pasajero.

Pero ya nada podía ser igual. ¡Jesús ha resucitado! Y ahora restaura la fe de los suyos, renueva su vocación para que no sean solamente discípulos del Crucificado, sino seguidores, apóstoles y misioneros del Resucitado. Él los encuentra al amanecer. Después de una pesca estéril, que había durado toda la noche, su red estaba vacía. Y ahora, al alba, Jesús sale a su encuentro. Los pescadores saben bien que los peces caen en la red durante la noche, cuando todo está oscuro, y menos de día, cuando el agua ya tiene claridad. Con todo, los discípulos se fiaron de Jesús. Y tuvieron la indecible sorpresa de la pesca milagrosa. Ciento cincuenta y tres peces, que son la imagen de esa multitud de hombres que la Iglesia rescata de las aguas inestables de la muerte y lleva a la tierra firme, cuya roca es Cristo.

Entonces, el discípulo amado hace una espontánea confesión de fe: “Es el Señor”; y Pedro, con la audacia de la fe, se lanza sin titubear al agua, sin miedo a hundirse (cf. Jn 21,7; Mt 14, 29). Y Jesús, como en la multiplicación de los panes y los peces, como en la última cena, como en el encuentro con los discípulos de Emaús, “tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado”. Entonces se les abrieron los ojos para comprender las Escrituras (cf. Lc 24,29-31).

La Iglesia misionera sigue distribuyendo el pan y los peces que recibe de manos de Jesús, creando lazos de solidaridad y fraternidad entre los hombres y, sobre todo, ofreciendo el Pan de vida eterna y el Cáliz de eterna salvación, que une a los hombres en la misma esperanza. Para ello se vale principalmente de los sacerdotes.

Queridos hermanos, oremos insistentemente por nuestros sacerdotes y agradezcamos a Dios por el don que recibieron en beneficio de todo el pueblo cristiano y de toda la humanidad. Ayudémosles con nuestras plegarias a pasar de la mera administración de las tareas pastorales a una decidida acción misionera, que abra puertas y ventanas para que muchos, hoy alejados, puedan volver con amor a la grey de Cristo. Ayudémosles a pasar del afán por la propia comunidad a la comunión real con todos los miembros, grupos y comunidades eclesiales, incluso más allá de los confines diocesanos. Ayudémosles a pasar de la sola preocupación por las actividades al acompañamiento sereno de las personas que Dios les ha puesto en el camino de la vida. Ayudémosles para que a la obediencia sumen la confianza filial en el propio Obispo. Así podrán ejercer ellos mismos una autoridad ejemplar sobre el Pueblo de Dios, una autoridad colmada de los sentimientos de Cristo, el Buen Pastor.

Si la Iglesia pierde este entusiasmo misionero, si deja de predicar a Jesucristo resucitado y de ofrecer su Cuerpo y su Sangre, incluso a aquellos que lo rechazan, no tiene razón de ser. El mejor tesoro que la Iglesia puede ofrecer a Chile en este año del bicentenario de su independencia es Jesucristo. El mejor servicio que puede prestarle es llevarle la luz de su Palabra, la gracia de sus sacramentos y la fuerza de su caridad. Lo mejor que puede hacer la Iglesia por los chilenos es sembrar en sus corazones el amor por Él. Con Jesús recibimos todo bien y toda esperanza.

Con esta fe y esta esperanza, el cristiano no puede volver a la vida de antes, como pretendían los apóstoles. Construir sobre la roca viva que es Cristo y su Palabra, sobre la piedra angular que es su resurrección, sobre la esperanza firme de su amor por todos los hombres, significa levantarse como un pueblo más fraterno y reconciliado, más creyente, más justo y solidario. Con la certeza de que Él nos construye una morada eterna, y un día nos abrirá las puertas de la casa del Padre. Son las puertas cuya apertura imploramos ahora para tantos hermanos difuntos.

Con el recuerdo dirigido una vez más a los fallecidos por el terremoto, una catástrofe que nos ha impactado como hombres y como creyentes, nos arrodillamos ante Dios para adorar su voluntad, una voluntad que nos sumerge en su amor eterno, en la perspectiva de la inmortalidad. En los acontecimientos adversos de la vida, podemos aprender a descubrir una invitación particular a poner nuestra fortaleza en Jesucristo. Él compartió nuestra debilidad hasta la muerte, para darnos la esperanza cierta de la inmortalidad, de la vida nueva que surge de su resurrección.

Recordamos también en nuestra oración a los que sufren las consecuencias del terremoto, los que han perdido algún ser querido, los que han resultado heridos, los que viven sin hogar, sin escuela, sin trabajo y sin bienestar; y no olvidamos a todos los que se esfuerzan por prestar su ayuda a los demás.

La madre de Jesús, que pasó horas amargas junto a su Hijo en la cruz, donde le fueron entregados los discípulos como hijos, y que luego perseveró con los apóstoles en espera del Espíritu Santo, les acompañe y les proteja siempre. Compartamos el gozo de María Santísima por la resurrección del Hijo que llevó en sus entrañas, y comuniquemos al mundo desde lo profundo de nuestro ser la alegría de la salvación. Cristo cuenta con nosotros para ser en medio de nuestros hermanos discípulos y misioneros del Evangelio, mensajeros de reconciliación, artífices de paz y testigos de la caridad. Con estos sentimientos, pongo en las manos maternas de la Virgen todos los anhelos, las penas y las esperanzas de los chilenos. Amén.

 

 

 

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