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VIAJE A CHILE DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
(5 – 15 ABRIL 2010)

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN EL SANTUARIO DE SAN ALBERTO HURTADO

HOMILÍA DEL CARD. TARCISIO BERTONE

Santiago, sábado 10 de abril de 2010

 

Queridos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
Estimado Padre Rector del Santuario,
Queridos Religiosos y Religiosas,
Queridos hermanos y hermanas que llenan este hermoso templo.

Cuando se sigue cantando todavía el Aleluya que proclama la Resurrección del Señor, nos reunimos en el Santuario de San Alberto Hurtado, rememorando en la celebración eucarística la vida de este santo jesuita y la actualidad de su ejemplo, especialmente en este Año Sacerdotal convocado por el Papa Benedicto XVI, que desea reiterar también aquí su cercanía y afecto al pueblo chileno, conmovido aún por las consecuencias del seísmo sufrido hace unas semanas.

Las lecturas que hemos escuchado presentan la sorprendente transformación de los primeros discípulos del Señor. El evangelista Marcos nos relata la incredulidad de los apóstoles ante los primeros testimonios que les llegan de la resurrección del Señor. No podían dar crédito a sus palabras, pues el Maestro había muerto. Sin embargo, poco después, estos mismos «incrédulos» encuentran la firmeza y la valentía de resistirse al mandato de las autoridades de su tiempo, que les querían hacer callar sobre Cristo, porque tienen que obedecer a Dios antes que a los hombres, y porque no pueden dejar de contar lo que han visto y oído. Gracias a la fuerza de este testimonio, dos mil años después, nos encontramos celebrando al que está Vivo, dispuestos a transformarnos en sus discípulos y misioneros, para que nuestros pueblos en Él tengan Vida, y vivan en plenitud.

En efecto, desde aquellos primeros momentos de la comunidad cristiana, se ha ido creando una cadena de fe, sumando nuevos eslabones a través de los tiempos, gracias al testimonio vital de incontables creyentes, que no han podido tener sólo para sí lo que han experimentado en su encuentro personal y eclesial con el Señor. Gente sencilla, de todos los días, nuestros padres según la carne y nuestros padres y hermanos en la fe. ¡Tanta gente! ¡Cuánta gratitud! Si nos pusiéramos a contarlos, nos faltaría tiempo para completar esta memoria agradecida. Pero Dios lo sabe y nuestro corazón lo reconoce.

Ahora bien, en esta catena fidei, destacan algunos nombres en quienes la Iglesia ha reconocido un testimonio sobresaliente y heroico del Evangelio. Ellos lo han hecho presente en su tiempo, obedeciendo a Dios antes que a los hombres. Ellos nos recuerdan y nos llaman a vivir nuestra propia vocación a la santidad y, por otra parte, van marcando cada época con la claridad de sus carismas, que lleva a tantos otros a descubrir la belleza y la fuerza del Señor resucitado. Sí, hermanos, ellos son los santos y santas de Dios, que no dejan de conmovernos con la fidelidad de sus vidas, su testimonio creyente y el ardor de su entrega a la misión evangelizadora.

En verdad, mirando la historia de la fe que se refleja en la vida de estos santos hermanos y hermanas, uno puede ver cómo el Señor ha continuado escribiendo y realizando su proyecto salvador. Es una historia digna de contemplarse y de contarse, pues sus vidas fueron un destello de luz en los tiempos en que les tocó vivir, y siguen iluminando el camino a la posteridad. Pienso en San Pedro y San Pablo, pienso en San Francisco de Asís y San Ignacio de Loyola, en Santa Rosa de Lima, Santa Teresa de los Andes o San Martín Porres, por citar sólo algunos ejemplos. Y pienso también en quienes han hecho como profesión de vida el seguir a Jesús con todo el corazón y con toda el alma, sin límites ni restricciones. Son las personas especialmente dedicadas a Dios en los diversos Institutos de Vida Consagrada, hoy representados aquí por muchos de sus miembros y por los responsables de la Conferencia de Superiores y Superioras Mayores de Chile. Estos discípulos cercanos del Señor son los misioneros llamados a dar testimonio de la belleza de Dios ante sus hermanos, a seguir dando vida a las bienaventuranzas, a realzar en la práctica las obras de misericordia y a dejar constancia de que el Reino de Dios está ya dando sus frutos, en espera de su plenitud al fin de los tiempos. Ellos, por decirlo así, reflejan la multiplicidad inacabable con la que el Espíritu Santo actúa en la Iglesia y con la que se manifiesta el amor y la misericordia divina.

Esto ocurre también en la vida admirable del Padre Alberto Hurtado, cuyo sacerdocio se transforma en un modelo para vivir la fe en estos tiempos de la historia en que Chile celebra su bicentenario. Como ha dicho el Señor Cardenal Arzobispo de Santiago en el último Te Deum, el mejor regalo que la Iglesia puede hacer al pueblo de Chile es mostrarle a Jesucristo y favorecer su encuentro con Él. Y podemos añadir espontáneamente..., tal como lo hizo San Alberto Hurtado.

Este santo chileno tuvo un encuentro personal con el Señor a través de una vida que no siempre fue fácil para él, desde la pérdida prematura de su padre, pasando por las estrecheces económicas de su familia y sufriendo la incomprensión de su ministerio por muchos coetáneos suyos, que no supieron valorar el ardor que su vida despertaba en los jóvenes. No obstante, él siguió orando, predicando, sonriendo y dando concreción a la enorme creatividad que Dios despertaba en su corazón creyente.

El Padre Alberto Hurtado es ciertamente un modelo para todos, pero de una manera muy especial para quienes han sido llamados al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. Para servir mejor al Evangelio y a la Iglesia, cultivó mucho su propia formación permanente. Por ello, llegó a ser muy competente en las actividades de apostolado que emprendió, porque el buen servidor del Evangelio aspira a servir bien, del mejor modo posible, empleando sabiamente los talentos que le han confiado (cf. Mt 25,14-30). Destacó especialmente en el campo docente, de modo que los educadores pueden encontrar en él un modelo luminoso.

San Alberto Hurtado puso en marcha numerosas iniciativas y obras eclesiales y sociales, que siguen dando testimonio de su intensa labor evangelizadora. Alguno podría incluso considerarle un activista, a la luz de la magnitud de la obra realizada en sólo dieciséis años de ministerio sacerdotal. Pero se debería calificar más bien como un contemplativo en acción, si escuchan sus propias palabras: «¡Oh bendita vida activa, toda ella consagrada a mi Señor, toda entregada a los hombres y cuyo exceso mismo me conduce, para encontrarme y dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible. En mis preocupaciones, mi único refugio». Por eso, sus obras estaban bien arraigadas en una fe recia, alimentada continuamente por la oración y una intensa vida espiritual.

En efecto, este sacerdote tan activo, fue un hombre de profunda oración que, muy temprano en la mañana, celebraba la Eucaristía con una devoción que conmovía a los que participaban en ella, y que despedía muy tarde la jornada con el Santo Rosario y la Liturgia de las Horas. Quienes estuvieron cerca de él recuerdan que, antes de acoger sus preocupaciones o de escucharlos en confesión, les recomendaba un tiempo en la capilla para que hablaran directamente con el Señor antes de hablar con su ministro. ¿Acaso no es éste el sentido más profundo de una vida consagrada, el poner directamente al hombre en contacto con Dios?

Como el amor a Dios y a los hermanos son inseparables, el Padre Hurtado se mostró como un adelantado en la atención a los pobres. Como solía decir, «el pobre es Cristo». Ésa fue su convicción, su enseñanza, su urgencia y su testamento. Un testamento hecho no sólo de palabras, sino encarnado en el Hogar de Cristo, en la Asociación de Sindicalistas Cristianos (ASICH), y en tantas obras de bien que, como a veces sucede, fueron motivo de incomprensión. Es lo propio de un profeta, cuyos escritos y retiros tuvieron siempre esa exigencia cristiana que supera la estrechez de miras de quienes no tienen ojos para ver, ni oídos para escuchar el dolor de la injusticia, ni el apremio de la caridad. Con esa misma preocupación, los pastores de la Iglesia en Chile han propuesto este año intensificar la atención a los jóvenes en riesgo social,... a esos mismos a quienes atendió el «Patroncito», en otra época y con otras problemáticas, pero que siguen llamando a la puerta de la caridad personal y social del Pueblo de Dios y de todos los chilenos.

Podríamos continuar mucho más aún, pero lo importante es preguntarse, ¿acaso no son éstos los rasgos que deben caracterizar a un buen sacerdote en el momento actual? Ciertamente, son rasgos que quisiéramos subrayar en un buen pastor en este Año Sacerdotal. Pero también cualidades propias de todo discípulo y misionero de Cristo, que la figura del Padre Hurtado propone a todos con vigor, para que vivan con entusiasmo su compromiso cristiano. Es una propuesta de vigente actualidad, en una época en que algunos creen que la fe no produce respuestas vitales, o que no logran ver qué tiene que ver el Señor Dios en la vida pública de un pueblo. Que el ejemplo del Padre Hurtado, con aquella fe tan firme que le llevó a emprender sin desmayo tantas iniciativas, sin miedo a las dificultades, ilumine también hoy a los chilenos en las tareas de reconstrucción, tras la grave situación creada por el terrible movimiento sísmico que recientemente ha afectado a esta querida tierra.

Hemos de dar gracias a Dios por el tesoro de tener un santuario en la ciudad, donde en medio del ruido y el ajetreo de la vida, puede brotar la oración, invocando la presencia viva del Señor para cada uno de sus habitantes, para cada uno de sus hogares. Un lugar donde quienes buscan a Dios pueden encontrar un momento de solaz, y que se ha convertido en un centro emblemático de solidaridad para el País. En él, todos pueden reconocer que San Alberto Hurtado es un Padre para Chile, un Padre para los fieles y para los ciudadanos. Así lo vemos en este bicentenario de Chile.

Con los ojos puestos en la Virgen María, por quien San Alberto Hurtado sentía una fervorosa devoción, podemos decir: «María míranos, María míranos; si tú nos miras, el Señor nos mirará. Madre mía, míranos, de tu mano llévanos muy cerca de Él, que ahí queremos morar».

Amén.

 

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