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VIAJE A CHILE DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
(5 – 15 ABRIL 2010)

PALABRAS DEL CARD. TARCISIO BERTONE
EN LA SESIÓN INAUGURAL DE LA 99 ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE CHILE


Santiago
Lunes 12 de abril de 2010

 

Señor Cardenal Arzobispo de Santiago,
Señor Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile,
Señor Nuncio Apostólico,
Queridos hermanos en el Episcopado:

Antes que nada deseo agradecer las cariñosas palabras que me ha dirigido Mons. Alejandro Goic, Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, y con las que ha querido hacerse intérprete de los sentimientos de bienvenida y fraterna acogida de todos Ustedes.

Les traigo el saludo afectuoso del Papa Benedicto XVI, que desde el primer momento que tuvo noticia del devastador terremoto del pasado veintisiete de febrero, con sus graves consecuencias, ha seguido con especial preocupación e interés la situación que se vive en gran parte de este amado País. Antes de emprender este viaje, Su Santidad me ha encargado de transmitir a cada uno de Ustedes, a sus sacerdotes, seminaristas, religiosos y fieles laicos, el testimonio de su paterna cercanía espiritual, así como la alegría del recuerdo todavía vivo en su corazón de los encuentros llenos de espíritu de comunión y de solicitud pastoral tenidos con Ustedes durante su última visita ad limina. Al mismo tiempo, confía a la Divina Misericordia que sostenga y aliente los esfuerzos para la progresiva reconstrucción material y espiritual de los lugares siniestrados, teniendo en cuenta lo que Ustedes mismos han señalado en su reciente Mensaje a las comunidades católicas: «Un país no se reconstruye con la pura suma de voluntades humanas. Un país necesita de lo mejor de su gente. Para quienes creemos en Cristo, fuente de vida, Él es el mejor tesoro que podemos ofrecer».

En estos días, visitando distintas comunidades en Chile, y en las que he sido recibido con efusivas muestras de afecto, he visto con admiración la fe y el amor con el que los chilenos saben dirigir su mirada hacia el Señor, aun en medio de dolorosas y siempre difíciles circunstancias, como las que se han vivido recientemente. Aquí se puede ver cuán profunda ha quedado grabada en el alma de las gentes de esta Nación la invitación que el Venerable siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, hace veintitrés años, dirigió a los jóvenes de Chile, en el Estadio Nacional de Santiago: «¡No tengáis miedo de mirarlo a Él! Mirad al Señor (…) Mirad al Señor con ojos atentos y descubriréis en Él el rostro mismo de Dios» (Discurso a los jóvenes, 2 abril 1987, n. 5).

Con gozo en el Señor, he podido comprobar también la fuerza que está cobrando entre los pastores y fieles chilenos el dinamismo misionero centrado en Jesucristo, que la Iglesia latinoamericana y del Caribe se ha propuesto como objetivo en la V Conferencia General del Episcopado, celebrada en Aparecida, y que ha sido recogido en las Orientaciones Pastorales y en la Misión Continental que el Episcopado en Chile está impulsando. Ciertamente, el encuentro con Cristo vivo y resucitado está en el origen de nuestro ser discípulos del Señor (cf. Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 1), y es la fuente de donde nace todo afán misionero y apostólico. A este respecto, me congratulo de los numerosos esfuerzos e iniciativas que los Obispos chilenos, reunidos en espíritu de fraterna comunión, llevan a cabo para responder con generosidad a las necesidades espirituales del pueblo fiel, animándolo en el cumplimiento ilusionado de su vocación bautismal de ser testigos de Cristo en medio del mundo, contribuyendo desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mismo (cf. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 31).

En estos momentos tan cruciales por los importantes cambios sociales y culturales, y con vistas a un anuncio del evangelio más eficaz e incisivo, resulta de la máxima importancia el testimonio de comunión afectiva y efectiva por parte de los Obispos entre sí y con el Sucesor de Pedro, con los sacerdotes y religiosos, y entre todos los miembros del Pueblo de Dios.

En el marco del presente Año Sacerdotal, quisiera hacer hincapié también en la necesidad de acompañar de un modo muy cercano a los presbíteros, en su vivencia auténtica y llena de alegría del ministerio ordenado, para que, reavivando el fuego de su celo pastoral, se entreguen con generosidad al servicio de las comunidades que se les han encomendado. La figura de san Juan María Vianney, y de san Alberto Hurtado, serán sin duda una valiosa guía en el propósito de acrecentar la fidelidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Ciertamente, la santidad de vida y la solicitud pastoral de los sacerdotes fructificarán en una renovación misionera de la Iglesia, así como en un aumento significativo de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Por otra parte, la inapreciable riqueza de la vida consagrada y de los movimientos eclesiales exige un esfuerzo generoso para intensificar y fortalecer su inserción y colaboración fecunda en la vida pastoral de las comunidades diocesanas y parroquiales.

Queridos hermanos, como se ha demostrado durante la terrible experiencia del terremoto y sus trágicas consecuencias, qué importante es la presencia materna de la Iglesia en medio de la sociedad chilena. Cuánto bien se produce a todos mediante el desempeño fiel y solícito de su misión espiritual y sacramental, su acompañamiento pastoral y su acción caritativa y solidaria. Que el Espíritu de Dios les ayude, como en otras épocas significativas de la historia de Chile, a saber ofrecer a los fieles, y a todo el pueblo chileno en general, una palabra de fe y esperanza, de consuelo y fortaleza. En medio de un ambiente a menudo impregnado de un relativismo y un materialismo asfixiante, los católicos chilenos han de mantener siempre su centro en Cristo y su evangelio, ofreciendo el testimonio fecundo de una Iglesia convencida de su vocación evangelizadora, de una Iglesia samaritana y sencilla, atenta a las necesidades más profundas de los hermanos, sobre todo de los más postergados.

Que la Virgen Santísima, en cuya advocación del Monte Carmelo Chile ha encontrado siempre una maternal protección, les acompañe y proteja en su quehacer apostólico. Su imagen, bendecida en Roma por el Santo Padre la víspera de la solemnidad litúrgica de la Encarnación, sea portadora, para todos los hijos de esta hermosa tierra, de una invitación constante a ser oyentes asiduos y humildes del Evangelio, para luego poder anunciarlo con valentía y testimoniarlo con constancia.

Muchas gracias.

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