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VIAJE A CHILE DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO
(5 – 15 ABRIL 2010)

SANTA MISA POR EL CENTENARIO DEL OBISPADO CASTRENSE DE CHILE

HOMILÍA DEL CARD. TARCISIO BERTONEI

Templo votivo nacional de Maipú
Miércoles 14 de abril de 2010

 

Excelentísimo Señor Presidente de la República,
Querido Señor Nuncio Apostólico,
Querido Monseñor Juan de la Cruz Barros, Obispo Castrense de Chile,
Queridos Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Señor Ministro de Defensa,
Señores Comandantes en Jefe del Ejército, de la Armada, de la Fuerza Aérea,
Señor General Director de los Carabineros de Chile,
Distinguidas Autoridades Civiles y Militares que nos acompañan,
Hermanas y hermanos todos en el Señor:

La Lectura del Evangelio que acabamos de proclamar nos ha hecho revivir el momento en que Cristo, ofreciendo su vida por nosotros en la cruz, nos entrega como madre nuestra a María, su Madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo” (Jn 19,26). Al escuchar estas palabras en este Santuario Nacional de Maipú, renovamos nuestro propósito filial de recibir y acoger a la Virgen en nuestra casa, es decir, en nuestro corazón y en nuestra vida, para que, con su presencia materna, llene nuestra alma de luz y despierte en ella sentimientos de fe, esperanza y caridad. Al mismo tiempo, la contemplación del sacrificio redentor de Jesús, la donación de su amor, de la que María participa con su corazón traspasado de dolor, nos sirve de inspiración única para comprender el servicio y la entrega de los miembros de las Fuerzas Armadas y Policiales hacia los demás, en este año, además, en el que celebramos el centenario de esta Iglesia particular castrense de Chile.

Pero la cruz no fue el destino final de Cristo. Con su resurrección, Él venció el poder de la muerte, del odio y del pecado, y se convirtió para todo el mundo en fuente de salvación y de paz. Por eso, el mismo día de Pascua, al aparecerse glorioso a sus apóstoles, les dice: “Paz a Ustedes” (Lc 24,36).

Me valgo de estas palabras de Jesucristo Resucitado para saludar a cada uno de los presentes en este hermoso templo de Maipú, cuyo nombre recuerda los orígenes de esta Nación. ¡Paz a Ustedes!

Bajo la mirada materna de María Santísima, en este día gozoso de Pascua, estamos congregados para dejar que nuestro corazón se llene de la paz de Cristo. Su Espíritu nos alienta a evocar el pasado con gratitud, a vivir la hora presente sin temores y a mirar el futuro con esperanza, sabiendo que el mejor servicio que Ustedes pueden prestar a la sociedad es ser discípulos y testigos de Cristo como guardianes de la paz, agentes de reconciliación y constructores de un mundo cada vez más humano y fraterno.

La República de Chile, como varios Países latinoamericanos, celebra en este año el bicentenario de su independencia. Fue éste el comienzo de una nueva etapa en la historia de este pueblo, que fue trazando con audacia un camino propio y no exento de complejas vicisitudes internas. Muchos de los que se implicaron en esa aventura sacaron fuerzas de su fe católica y de su entrañable devoción a María Santísima, para poner los cimientos de esta Patria chilena. Desde los primeros días de aquellas heroicas gestas, Nuestra Señora del Carmen fue invocada como Madre y Protectora de este pueblo. En este lugar de Maipú, se libró la batalla que selló la libertad de estas tierras y, fieles a la promesa que hicieron, los hijos de esta Patria levantaron este Santuario Nacional en honor de la Madre del cielo, cumpliendo así la palabra empeñada. Desde entonces, y con gran fervor, los chilenos vienen a este templo a venerar a la Virgen del Carmen, Reina de Chile y Generala de sus Fuerzas Armadas.

No podíamos celebrar de mejor forma los cien años de la constitución jurídica del servicio pastoral de la Iglesia Católica a las Fuerzas Armadas y Policiales de Chile que de la mano amorosa de María Santísima. Con gratitud a Dios, recordamos que el Papa San Pío X, en mil novecientos diez, estableció en esta Nación el primer Vicariato Castrense de América Latina, que después, y gracias a la constitución apostólica “Spirituali Militum Curae”, del Papa Juan Pablo II, sería elevado a la condición de Ordinariato Militar, para atender espiritualmente a las personas pertenecientes a las Fuerzas de Seguridad y Defensa del País. Se pone así de manifiesto cómo la Iglesia, preocupada por cumplir su labor de anunciar a todos los hombres el Reino de Dios, ha cuidado siempre a quienes conforman las Fuerzas Armadas y de Seguridad, sabiendo que por su misión tienen que vivir en circunstancias a veces nada fáciles.

Hoy es justo que hagamos mención de cómo, a la luz de la fe, la carrera militar y policial no es solamente una profesión de hondo sentido social, sino una verdadera vocación de servicio a la paz, la vida, la libertad y la sana convivencia de todos los ciudadanos. A nadie se le escapa que la civilización humana, a medida que ha avanzado en la comprensión de la dignidad de toda persona y en la tutela de sus derechos, ha crecido también en la conciencia de considerar a los militares y carabineros como verdaderos centinelas de una sociedad en paz. Ya el Concilio Vaticano II insistió en esta idea al afirmar que los que se encuentran en el ejército al servicio de la Patria, han de ser considerados como “instrumentos de la seguridad y de la libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente al establecimiento de la paz” (Gaudium et Spes, 79).

Todo esto se ha podido constatar particularmente hace poco, a causa de la tragedia provocada por el devastador terremoto que golpeó tan duramente a este País. Ha sido notorio percibir cómo, en medio de la adversidad vivida en esos días aciagos, los miembros de las Fuerzas Militares y de los Carabineros, unidos al Gobierno Nacional, se entregaron con ejemplar dedicación a prestar la ayuda necesaria a sus compatriotas, a mantener el orden y a alentar a los más desolados.

Con motivo del seísmo, Su Santidad Benedicto XVI, que desde el primer momento tuvo muy presentes a todos los queridos hijos de esta Patria en su corazón de Pastor de la Iglesia universal, me encargó encarecidamente que les transmitiera a todos Ustedes su cercanía, a la que se suma su plegaria incesante por este amado pueblo, de tan hondas raíces católicas. Cuenten Ustedes con la oración del Papa para superar esta prueba, que, sin duda, será ocasión para que resplandezca la magnanimidad y el ímpetu de las gentes de esta tierra, su fe y solidaridad en los momentos de sufrimiento, y el abnegado espíritu que los anima para hacer frente al futuro con serenidad.

Asimismo, esta efeméride del Obispado castrense me permite hacer mención de cómo, en el corazón de quienes se consagran a velar por la soberanía y seguridad de las naciones, hay una sensibilidad especial hacia la presencia de Dios. Su vida está en continuo riesgo, su quehacer requiere de nobles valores, su espíritu debe estar revestido de fortaleza moral para resistir múltiples tentaciones y encarar variados peligros. Se puede decir que muchos soldados y policías pueden verse reflejados en aquel centurión romano que dialogó con Jesús, con su mentalidad castrense, y que mereció la alabanza del Maestro: “no he encontrado una fe tan grande en Israel” (Mt 8,10). Fue también un soldado quien, en medio del drama del Gólgota, después de ver la actitud del Crucificado y ser testigo de cómo hacía entrega de su Madre santísima al discípulo amado, exclamó: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mt 27,54). Curiosamente, otro centurión romano de nombre Cornelio, fue el elegido para que, por medio del Apóstol Pedro, el evangelio se comenzara a anunciar a los gentiles (Cf. Hch 10, 24 ss.). Éstas son figuras para Ustedes familiares, y que les animan a vivir y confesar la propia fe, y a dar testimonio de ella allí donde se hallen.

Que estos personajes evangélicos sirvan de renovado estímulo, sobre todo a los Capellanes castrenses, que dentro de breves momentos renovarán sus promesas sacerdotales y su voluntad de continuar sirviendo solícitamente a los fieles de este Ordinariato Militar. Por medio de ellos, muchos militares y carabineros han encontrado en Jesús y en el evangelio el camino que conduce a la vida verdadera y a superarse diariamente en el ejercicio de la caridad y las demás virtudes. Yo fui testigo de esto cuando, durante un tiempo y apenas recién ordenado sacerdote, ejercí el ministerio de Capellán castrense en medio de muchos jóvenes.

A la luz de todo esto, en este Año Sacerdotal, reconocemos el sacerdocio como un gran regalo de Dios para la familia castrense de Chile y para toda la humanidad, y le damos gracias por los Obispos y Capellanes que, en este Ordinariato Militar, han sido testigos y ministros de Jesús, el Buen Pastor. La vocación del capellán es ser el “hombre de Dios” (1 Tm 6,11) en medio de los cuarteles. Ha de ser, ante todo, de palabra y con el propio ejemplo, signo de la persona y la presencia de Jesús, Príncipe de la Paz, predicando su Evangelio, dispensado su misericordia y compartiendo con los soldados y policías la caridad que nace de su divino Corazón.

Queridos amigos, permítanme que hoy me una a la invitación de los Obispos Castrenses de América Latina que, de acuerdo con el espíritu de la Constitución Apostólica “Spirituali Militum Curae”, desean que las capellanías sean verdaderas parroquias y que los Capellanes sean auténticos párrocos que cuiden su feligresía como un verdadero rebaño confiado a ellos por el Buen Pastor. En esta perspectiva, el Capellán castrense no puede contentarse con prestar simplemente servicios religiosos o cultuales en la Unidad en la que está presente. No es un funcionario más. Ha de ser un auténtico evangelizador y un testigo de la Iglesia, experta en humanidad; un instrumento de la divina gracia en la celebración de los sacramentos y un guía de comunidades formadas por discípulos y misioneros del Señor Jesús.

Queridos Capellanes castrenses, acompañen siempre a aquellos que tienen encomendados y a sus familias, con la certeza de que la familia es célula básica de la sociedad. La construcción de la paz y la estabilidad social comienza en el propio hogar. Vale la pena, pues, trabajar por la familia y ayudarla siempre. La Iglesia cree de modo especial en la familia como don maravilloso de Dios, y subraya el valor inmenso de esta institución, fundada en el amor de un hombre y una mujer abiertos a la vida, y que buscan transmitir a sus hijos los valores humanos y espirituales que los hagan personas de bien. Por ello, la Iglesia no se cansa de invitar a los responsables de los pueblos y la sociedad a que salvaguarden y promuevan el matrimonio y la familia, velando siempre para que en los hogares nunca falten los recursos que les permitan vivir dignamente (Cf. Caritas in veritate, n. 50).

Chile se halla en una encrucijada delicada y, al mismo tiempo, llena de esperanza. Es un momento de su historia en el cual tiene toda su vigencia el mensaje salvador de Jesús. Animo a todos los presentes a sembrar copiosamente la semilla evangélica de la fe, la caridad, la paz y la reconciliación, y a dar copiosos frutos de vida cristiana. Háganlo avivando el espíritu misionero, llamando a todos los hombres y mujeres, cercanos a la Iglesia o alejados de ella, a que se dejen interpelar por la Palabra de Cristo, sin prejuicios ni reticencias; a que permitan que Cristo entre en sus corazones. Él colmará sus más nobles anhelos, les dará razones para esperar y fuerzas para vivir con autenticidad (cf. Jn 10,10).

Tras las huellas de todos los que en estos cien años han destacado en este Obispado castrense por sus virtudes humanas, cristianas y cívicas, afronten Ustedes el mañana con decisión y aspirando siempre a la santidad. Esta noble Nación necesita de hombres y mujeres capaces de forjar su vida sobre la roca que es Cristo, a ejemplo de María, la Virgen del Monte Carmelo; a ejemplo de San Alberto Hurtado o Santa Teresa de los Andes. Hoy hacen falta discípulos y misioneros de Cristo, que continúen la historia de fe de los grandes creyentes de la historia.

En Maipú, “tierra de encuentro”, encomiendo a la Virgen del Carmen a todos los fieles de esta Iglesia castrense. Aquí invoco al Dios de las Misericordias, para que por su Hijo Jesús, bendiga a Chile y haga grande esta tierra por el compromiso de todos sus hijos con la paz, la concordia, la justicia y el bienestar de todos. Aquí en Maipú, pido al Señor por los militares y carabineros de Chile, para que ennoblezcan cada día a esta Patria con su servicio generoso y esmerado, lleno de virtud, valentía y amor. Amén.

 

 

 

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