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VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A EXTREMO ORIENTE

SANTA MISA DEL SECRETARIO DE ESTADO
EN LA CÁRCEL DE MANILA

HOMILÍA DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI

Miércoles 18 de febrero de 1981


 

 

Queridos amigos:

Pienso que os habrá defraudado de verdad el que el Papa no haya podido venir a vosotros. El Santo Padre deseaba ardientemente dedicaros una parte del tiempo que la Providencia le concede pasar en Filipinas. Pero es demasiado breve para todas las obligaciones que lo reclaman tanto en Manila como en otras partes de vuestro hermoso país con sus miles de islas. Por ello se ha visto obligado a cancelar algunos compromisos de su programa extraordinariamente apretado, por ejemplo éste, a pesar de su gran deseo de cumplirlo.

Espero no os importe demasiado que haya venido yo en su lugar para representarle y traeros su saludo y bendición.

Por mi parte, soy feliz de celebrar esta Eucaristía para vosotros y con vosotros, y tratar de expresar con mis pobres palabras lo que el Santo Padre piensa y lo que ciertamente desearía que hicierais.

Mis palabras no serán muchas, pero nacen de lo profundo del corazón. Quieren traeros un mensaje de amistad, comprensión, estima y aliento.

1. Amistad

Comienzo llamándoos queridos amigos. No es simplemente un modo de decir; quiere significar algo. Lo que significa lo sugiere sobre todo el pasaje evangélico qué acabamos de escuchar.

Al final del tiempo, cuando Cristo venga a establecer su Reino, llamará a los millones, los billones de personas que vivieron en la tierra, y los agrupará en dos clases que indican realmente lo que una persona es. No los clasificará en sabios e ignorantes, fuertes y débiles, ricos y pobres, afortunados y desgraciados. Por el contrario, los separará en rectos e inicuos.

Los rectos oirán estas palabras misteriosas: Venid, benditos de mi Padre. Tenía hambre y sed y carecía de vestido para cubrirme, era extranjero lejos de mi casa y de mi país, y me ayudasteis. Estaba enfermo y me atendisteis. Estaba en la cárcel y me visitasteis.

¿Habéis notado que Cristo no dice: estaba injustamente preso por culpa de la equivocación o de la hostilidad de los jueces humanos? No, cuanto dice es esto: Estaba en la cárcel. Culpable o inocente, era semejante a quienes carecen de alimento, vestido o casa; pues carecía de lo que quizá —o sin duda alguna— es lo más preciado que puede tener un ser humano: su libertad. Y vinisteis a aliviar mi sufrimiento. No podíais liberarme. Esto no estaba en vuestro poder. Acaso no merecía ser liberado, pues estaba sufriendo un castigo que me había merecido. Pero vinisteis a mí lo mismo y en plan de amigos, para consolarme como sólo un amigo puede hacerlo.

¿Cómo podemos dejar de ser amigos vuestros, de sentirnos amigos vuestros, de actuar como amigos vuestros, si Cristo desea que en cada uno de vosotros le veamos a El? Estaba en la cárcel, dice El; lo dice quien es nuestro hermano, nuestro redentor, nuestro amigo, nuestro Dios.

Claro está que Jesús no limita su amistad a ciertas categorías de personas; se manifiesta a Sí mismo en todos y cada uno de nosotros, y debemos verle en cada uno, y tratarlo como amigo en cada persona, sea cual fuere su situación. Pero algunos de nuestros hermanos y hermanas están en especiales situaciones de sufrimiento y necesidad; y Cristo desea que se le vea y se le trate como amigo, sobre todo en estas personas.

2. Con la amistad, la comprensión.

¡Cuántas veces os habréis sentido incomprendidos también vosotros! Esta es una de las mayores causas de sufrimiento.

Una persona es incomprendida cuando la opinión de los otros e incluso la justicia humana, hasta sin quererlo, lo juzgan culpable y lo tratan como tal a pesar de su inocencia.

Una persona es incomprendida cuando cumple sanciones de la justicia por algo que él no considera falta sino mérito casi, por el hecho de haber actuado no por motivos egoístas personales, sino por lo que él juzga un ideal.

E incluso cuando reconocemos que somos culpables realmente, cuántas veces encontramos que el juicio de los otros es demasiado severo, pues desconoce muchísimos elementos que lo debieran hacer más indulgente, más comprensivo. No me estoy refiriendo simplemente a las circunstancias atenuantes admitidas por la ley y que deben ser tenidas en cuenta en el juicio. Estoy pensando en todos los antecedentes a partir de la infancia, siguiendo por las circunstancias familiares. Estoy pensando en la pobreza y falta de afecto y educación, y en la exasperación consiguiente que da la sensación de ser un extraño rodeado de enemigos, en una vida sin satisfacciones y sin el horizonte de un futuro digno de vivirse, sin esperanza.

Me gustaría convenceros, queridos amigos, de que tengo en la mente todas estas reflexiones y muchas otras del mismo tipo. Cada uno de vosotros puede tener la seguridad de que no es incomprendido por el Papa ni por la persona que os habla en su nombre ni por la Iglesia.

3. Podéis estar seguros de su estima.

Su estima hacia vosotros es sincera. Es la estima debida al ser humano, esta obra maestra de la acción de Dios, hecha por Dios a su imagen y semejanza con un destino eterno ante él. En el caso de los que están bautizados, es la estima debida al cristiano. Es la estima debida a personas que, si bien están presas, conservan su dignidad de seres humanos con libertad interior; personas que, si algunas acaso han hecho mal uso de su libertad realizando acciones dignas del castigo de la ley, siguen conservando la capacidad de volver a utilizarla bien y, por tanto, no pueden quedar marginadas espiritualmente, en la realidad o en el pensamiento, de la sociedad a la que continúan perteneciendo aun en este aislamiento, y a la que cada uno de nosotros está obligado a prestar la aportación grande o pequeña que esté en su poder; sociedad que necesita siempre la colaboración de todas y cada una de las personas si ha de ser, como debe serlo, una sociedad digna de los seres humanos.

4. Pero este conjunto de razones que justifican y hasta exigen la estima hacia vosotros, sobre todo de parte del Papa, coloca sobre vuestros hombros un conjunto de responsabilidades. Tenéis la responsabilidad de pensar por vosotros mismos y actuar como seres humanos siempre, con estima y respeto por parte vuestra, primeramente y sobre todo de vuestra inalienable dignidad de seres humanos. Tenéis la responsabilidad de no olvidar nunca —también aquí dentro— y de no ser infieles a vuestra grandeza de cristianos y vuestros deberes para con Dios. Tenéis responsabilidades con la sociedad a la que pertenecéis.

Con demasiada frecuencia, quizá, os parecerán excesivamente gravosas estas responsabilidades y os veréis tentados a preguntaros si vale la pena asumirlas en las actuales circunstancias de vuestra vida.

Por esta razón quisiera añadir una palabra de aliento en nombre del Santo Padre.

Animo, amigos míos. No os entreguéis al dolor o al desaliento. Fijad los ojos en lo que la vida puede y debe daros todavía, y en lo que podéis y debéis dar a la vida aún, en primer lugar a vuestras familias.

El pensamiento de la familia es ciertamente algo que os produce dulzura y amargura. Deseo vivamente que siempre encontréis consuelo en el afecto de vuestros seres queridos y que os sostenga y urja la voluntad de ser también vosotros un día consuelo y ayuda para vuestras familias y vuestros hijos, y para la sociedad.

Confío este deseo mío al Señor. Lo confío a la Virgen María, Madre de Dios y Madre vuestra

Y a Ellos elevo mis oraciones por vosotros. Dirijo a Ellos mis oraciones por todos los que viven con vosotros en esta institución y en otras semejantes de Filipinas. A Ellos dirijo mis oraciones por todos los que os atienden; a éstos exhorto a procurar ser para vosotros ayuda verdadera tanto ahora como cuando volváis a la vida normal en la sociedad. A Ellos dirijo mis oraciones por vuestras familias, especialmente por vuestros hijos.

Y en nombre del Santo Padre os bendigo de corazón.

 

 

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