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VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A EXTREMO ORIENTE

DISCURSO DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
ANTE EL MONUMENTO CONMEMORATIVO
DE LA BOMBA ATÓMICA EN NAGASAKI


Jueves 26 de febrero de 1981

 

El Papa Juan Pablo II dirigió ayer un mensaje al mundo ante el monumento a la paz de Hiroshima. El lugar es todavía una advertencia para la humanidad y ningún otro lugar habría puesto mejor de relieve la fuerza dramática que merecía dicho mensaje. El Papa no lo mencionó explícitamente, en ningún otro lugar, excepto en Nagasaki, uniendo con un vínculo estrecho de fraternidad el sacrificio de las dos ciudades, y haciendo una solemne advertencia a los pueblos de todos los continentes contra los horrores de la guerra moderna y sobre la necesidad de buscar la paz con sinceridad y pasión.

1. He recibido el encargo de venir a este lugar en nombre del Santo Padre como representante suyo, para rendir homenaje a la memoria de los que murieron y al dolor de los que sobrevivieron a la destrucción nuclear de esta ciudad de Nagasaki. Creo que debo repetir solamente lo que el Papa dijo en su precedente peregrinación a Hiroshima: "Recordar el pasado significa comprometerse en el futuro".

2. "Recordar el pasado".

De repente, en la mañana del 9 de agosto de 1945, una muerte terrible, como nadie había visto o imaginado nunca hasta tres días antes, en Hiroshima, hincó sus fauces aquí, a lo largo de la magnífica bahía que durante siglos había abierto sus brazos para acoger a gentes venidas de lejos, cautivadas por la belleza del país y del sol naciente.

La noticia sacudió al mundo entero, que casi se resistía a creer en el terrible poder destructor logrado por el hombre, al robar a la naturaleza sus recónditos secretos.

3. Junto con el miedo, en algunas mentes nació una cierta esperanza: esperanza de que el horror de lo acaecido conseguiría por lo menos poner fin a la guerra para siempre.

Dicha esperanza quizá permanece viva aún en muchos hombres, para quienes el temor a los efectos de recurrir a una guerra nuclear, ahora que la posesión de las armas atómicas es monopolio de una sola parte, es un antídoto suficiente contra la tentación de emprender aventuras que se mostrarían demasiado peligrosas —incluso para los eventuales vencedores—.

4. Esta convicción ha guiado y sigue guiando la búsqueda angustiosa de lo que se ha dado en llamar equilibrio del terror entre las grandes potencias y sus bloques.

En las últimas décadas, empero, tal equilibrio ha conducido a una verdadera carrera de armamentos en el campo nuclear y en otros sectores. Pablo VI lo advirtió el 7 de junio de 1978 en su mensaje a la Asamblea General de la ONU en la sesión extraordinaria sobre el desarme: "La misma lógica que refuerza la búsqueda del equilibrio de poder, impele a cada una de las partes opuestas a intentar asegurarse un cierto margen de superioridad por temor a no quedar en desventaja".

De este modo, la creciente carrera de armamentos ha consumido —y continúa consumiendo— enormes recursos que podrían haber sido usados para fines más útiles y necesarios, para el bienestar y el desarrollo de la humanidad. Al mismo tiempo, existe una creciente fabricación de instrumentos de muerte cada vez más sofisticados, que incluyen —como afirmó el Santo Padre ante las Naciones Unidas con palabras que repitió ayer en Hiroshima— "el riesgo de que en cualquier momento, en cualquier parte, de cualquier modo, se puede poner en movimiento el terrible mecanismo de destrucción general". Y ello a pesar de que quienes poseen dichas armas declaren que su intención es la de disuadir a otros de usarlas.

Semejante peligro es con todo el más grande, puesto que el acuerdo tácito de renuncia al uso de armas nucleares, o por lo menos de las llamadas armas estratégicas, no significa la renuncia a la guerra. Para ésta existen todavía las llamadas armas convencionales y las tácticas, entre las que figuran los inventos homicidas que el progreso de la ciencia, en campos como la química y la biología, ha colocado en el ámbito del genio destructor del hombre. Por ello, el margen de seguridad —máxime si las grandes potencias entraran en conflicto— se vería peligrosamente reducido y se daría un temible incremento del alcance del peligro y de la tragedia.

5. ¿Acaso el futuro del hombre debe fundarse en el terror y el peligro, el derroche de energía y de preciosos recursos, la desconfianza y enemistad que, ocultas bajo las apariencias, envenenan —aunque el temor les impida llegar a la violencia— las relaciones entre las gentes y los pueblos, y desembocan casi inevitablemente en desastres que pueden acarrear la destrucción de la humanidad?

Nuestro recuerdo del pasado, aún largamente presente en las cicatrices visibles y en otras consecuencias que ellas dejaron, debe llevarnos a reflexionar seriamente, y también a actuar.

Aunque la suprema responsabilidad en esta materia compete a los hombres de Estado y a los líderes políticos, sin embargo, todo el mundo tiene su parte de responsabilidad: los pensadores y hombres de ciencia; los que controlan los medios sociales de comunicación; los educadores de la juventud para la vida: juventud que tiene derecho a vivir, no a morir; los líderes religiosos, por razones muy especiales; e incluso el ciudadano privado, con su propia parte —pequeña, pero real— de poder y responsabilidad, por el destino de su país, en una democracia.

Todos debemos ser conscientes de que la lógica de la guerra se identifica con la lógica de la muerte y de la destrucción.

No es suficiente —aunque sí útil y noble— oponer a semejante lógica el esfuerzo por limitar la ferocidad de los conflictos y la crueldad o loe efectos indiscriminados de los medios de ataque y contraataque. Tampoco lo es "humanizar la guerra", usando una expresión que es inconscientemente irónica.

Ante el panorama que ofrece d progreso de las armas, el mundo debe renunciar —si quiere defenderse del peligro de autodestrucción— no sólo a ciertas formas de guerra, sino a la guerra misma.

Como consecuencia de lo que claramente ha ocurrido, resulta algo paradójico que el temible aumento de poder, alcanzado por la humanidad en el sector militar, está ya obligando a los pueblos —o por lo menos habría de obligarles— a darse cuenta de una verdad que debía haberse impuesto por sí misma a la razón. Me refiero a la verdad de que no corresponde a la fuerza, sino a la ley y a la justicia —guiada por la inteligencia y la razón— regular las relaciones entre los individuos y entre los pueblos y Estados.

Verdad tan obvia se ha visto siempre atacada desde dos frentes. Por una parte, quienes poseían mayor potencia o arrogancia han querido usar su real o supuesta superioridad al servicio de sus intereses de dominación y opresión. Por otra parte, muy a menudo la experiencia ha demostrado que a veces es imposible obtener, si no es por la fuerza, el reconocimiento y el respeto de loa propios derechos y de la justicia cuando están en un contexto de opresión.

Por eso la humanidad ha tenido que resignarse, durante siglos, a la guerra como a un mal deplorable, pero con frecuencia ineludible.

La guerra moderna nos emplaza ante un reto brutal pero saludable, que nos obliga inevitablemente a aplicar todos los recursos del ingenio y de la voluntad humanos a la construcción de un sistema internacional que asegure lo mejor posible las exigencias de paz y de justicia, puesto que sin las primeras la existencia de la raza humana está realmente amenazada, y sin las segundas —cosa que no deberíamos cesar de repetir— la paz es imposible.

Pareja empresa topa con una dificultad tan notable que mucha gente la considera imposible, y no ve en ella más que un hermoso sueño: bondadoso sí, pero ingenuo. Y, sin embargo, se trata en realidad de un proyecto que no nos es permitido abandonar.

Hoy ya no es posible escoger entre los beneficios de la paz y los sufrimientos de la guerra, sino entre la supervivencia y la destrucción total.

Es éste un dilema que el recuerdo repetido de Hiroshima y Nagasaki ha puesto dramáticamente ante nosotros. Precisamente ante nosotros, que hemos escapado a dicha destrucción, pero que estaremos continuamente bajo su amenaza, a menos que con decisión, coraje y sabiduría no logremos adentrarnos en el camino indicado por la conciencia moral y el interés de la humanidad.

Reunidos hoy aquí y recordando emocionados a nuestros hermanos y hermanas que cayeron víctimas del holocausto nuclear, gritemos fuerte al mundo la advertencia que desde esta colina, como desde un pulpito y altar, se eleva silenciosa e incesante.

A través de mares y océanos dirijamos a las gentes de todos los países, de todas las razas, de todas las religiones e ideologías, el llamamiento a la paz y a la fraternidad humana que se desprende de las sepulturas de los muertos, de los cuerpos atormentados de los supervivientes, de los corazones de las madres y los padres que han perdido a sus hijos, de los huérfanos, y de todos aquellos que han sido profundamente heridos con penas y dolores. Es la súplica que entonan los hombres de todo el mundo.

Sólo si esta llamada es escuchada y acogida, no habrá sido vano el sacrificio de esos hermanos y hermanas. Les tributaremos así no sólo compasión reverente, sino también gratitud imperecedera: de nuestras generaciones y de las futuras.

¡Quiera Dios atender la invocación con la que el Papa concluía ayer su mensaje desde Hiroshima y que nosotros hacemos nuestra aquí! ¡Que El conceda a la humanidad suficiente sabiduría y buena voluntad para eliminar del poder la muerte que el mismo hombre le ha sobreañadido y encaminar tal poder al servicio de la vida!

 

 

 

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