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HOMILÍA DEL CARDENAL AGOSTINO CASAROLI,
SECRETARIO DE ESTADO,
DURANTE LA MISA CON LOS OBISPOS ITALIANOS

Basílica de San Pedro
Miércoles 20 de mayo de 1981

 

Queridísimos hermanos del Episcopado italiano:

1. Claro está que no era yo quien iba a presidir esta concelebración que os reúne junto a la tumba del Apóstol Pedro y constituye uno de los momentos cumbre de vuestra asamblea general anual. Como ha ocurrido en circunstancias análogas del último bienio, hubiera sido el Santo Padre en persona quien se hubiera encontrado entre vosotros uno de estos días, para infundiros valentía y ánimo con la autoridad de su magisterio y con su inconfundible calor humano de hermano que habla a los hermanos, obispo como vosotros, obispo de una diócesis de Italia.

Pero el Señor ha dispuesto las cosas de otro modo y lo que ahora os diré se sitúa, como es natural, a un nivel diferente y más modesto. Y sin embargo, si es verdad que estoy aquí por encargo de Su Santidad, acceded a considerar mi presencia entre vosotros y las palabras que me permito dirigiros, no sólo como cumplimiento formal de esta función de representante, sino también o más aún, como testimonio de participación amiga en las esperanzas y preocupaciones de vuestro ministerio pastoral y como manifestación de la comunión que ya existe entre nosotros por el vínculo de la ordenación episcopal y que llegará al culmen dentro de poco en la celebración eucarística.

Unidos entre nosotros, queremos considerarnos unidos por la oración y el afecto al Sumo Pontífice que está presente aquí espiritualmente.

2. Oratio autem fiebat sine intermissione ab Ecclesia ad Deum pro eo.

La plegaria por Pedro, preso en la cárcel, constituye un punto preciso de referencia para los cristianos de hoy, que están llamados a orar por el Santo Padre enfermo. Mas yo me pregunto, ¿a quién se pueden aplicar mejor que a nosotros estas palabras de los Hechos (12, 5)? Como obispos todos de la Iglesia católica, de la Iglesia que está en Italia, tenemos, dentro de la comunidad eclesial. el deber de ejemplaridad y de prioridad a la hora de elevar una súplica ferviente, confiada y unísona a Cristo Nuestro Señor para que devuelva lo más pronto posible a su Vicario en la tierra al pleno ejercicio del mandato apostólico con la integridad de sus fuerzas físicas. Quien como yo puede darse cuenta de la "mole" —es la palabra exacta— de cartas y mensajes de buenos deseos que han llegado desde la primera noticia del grave atentado, y siguen llegando de todas las partes del mundo, sabe bien que tales testimonios con diversidad de acentos son expresión de una misma ola de afecto vastísima y siempre creciente, a los que va unida casi connaturalmente la promesa de oraciones, incluso de quien no comparte nuestra fe.

Pero es obvio que somos nosotros los primeros en sentirnos impulsados a orar "pro Pontífice nostro Ioanne Paulo". Lo hemos hecho ya los días pasados y queremos seguir haciéndolo en esta liturgia aprovechando la sugerencia de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar, con el gozo de que al tono de súplica ansiosa se una hoy más que en las últimas jornadas, el del agradecimiento por parecer que se aleja cada vez más la amenaza, dejando su puesto a la esperanza fundada.

3. Como nos ha sugerido San Pablo en la primera lectura, nos dirigimos al Padre del Señor Nuestro Jesucristo "del que recibe el nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra", para ser fortalecidos por su Espíritu en el hombre interior, para ser enraizados y fundados en la caridad, de modo que comprendamos en todas sus dimensiones lo que es "la caridad de Cristo, que supera toda ciencia" (cf. Ef 3, 14-19). Reunidos en Roma para tratar juntos los problemas concernientes a las líneas directrices de la acción pastoral programada en Italia para los años 80, parece particularmente oportuno a tal fin pedir al Espíritu que refuerce en nosotros, con su acción profunda, ese "hombre interior" que representa como lo más sagrado e íntimo de nuestro ser, enraizándolo firmemente en la caridad.

Es ésta una materia, amados hermanos, sobre la que es necesario reflexionar siempre, pues no hay acción externa adecuada y eficaz si no existe o es pobre el manantial vital que hace brotar en el corazón del hombre la gracia que es fe, que es amor. Y si es un tema en cuyo misterio ningún esfuerzo de pensamiento logrará penetrar jamás, porque la caridad de Cristo trasciende todo conocimiento humano, será ésta una razón más para insistir en la oración doblando las rodillas ante el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. ¡Fortalecerse en el hombre interior, enraizarse en la caridad! ¿No está aquí, hermanos míos, el secreto, premisa y condición previa de cada una de nuestras empresas pastorales? ¿Qué sería nuestra actuación, por multiforme e infatigable que resultase, si le faltara este fundamento, es decir, la caridad, virtud distintiva del cristiano? Si linguis hominum loquar et angelorum..., et si habuero prophetiam..., et si tradidero corpus meum ita ut ardeam, caritatem autem non habeam, nihil sum..., nihil mihi prodest (cf. 1 Cor 13, 1-3).

4. Como siempre, la palabra del Apóstol recibe luz y fuerza de la misma palabra de Cristo Maestro. La lectura evangélica de esta tarde (Jn 15, 9-17), centrada asimismo en la caridad, ilumina con nueva luz las palabras de Pablo ahora consideradas, que son en realidad como eco y reflejo de aquellas. Jesús dice a sus Apóstoles y, en ellos, a nosotros que somos sus sucesores y perpetuamos en esta época no fácil por cierto, la misión de permanecer en su amor; permanecer, es decir, mantenernos en él con la estabilidad que dice San Pablo cuando habla de estar radicados en la caridad.

Permanecer en el amor de Cristo, o sea, permanecer en El, "permaneced en Mi" (Jn 15, 4). Así debe estar unido el sarmiento a la vid (es la imagen con que Cristo introduce estas palabras en el capítulo de San Juan de donde está sacado este pasaje que hemos proclamado ahora); es la condición para que fructifique y para su misma existencia; en caso contrario será arrojado a secarse por estéril e inútil, capaz sólo quizá de alimentar una llama efímera.

"Sin Mí no podéis hacer nada" (ib., 5). Es una advertencia que jamás estará bastante presente en nuestra meditación. "El que permanece en Mí y yo en él, ése da mucho fruto"', promesa confortante para el operario que, cansado y humillado con frecuencia, puede verse tentado a dudar de la validez de su afán apostólico, rechazado abiertamente unas veces, otras ignorado amable pero obstinadamente, y no pocas veces ridiculizado y atacado, hoy, cómo tantas otras veces en la larga historia de la Iglesia.

Para quien está "radicado" en Cristo y en su amor, no es admisible el desaliento.

Y ciertamente no lo hay en vosotros. Es obvio que a vosotros no tiene que dirigir el Maestro la reprensión dulce y severa de "Hombres de poca fe, ¿por qué dudáis?" (cf. Mt 14, 31).

Es claro para vosotros. Pastores experimentados y celosos, dónde está el secreto de la fecundidad de un trabajo que a veces requiere largo tiempo (y quizá recogerá con gozo quien no tuvo qué sembrar entre lágrimas, cf. Sal 125, 5), pero que contiene también grandes promesas. Y está claro asimismo cuál es la condición necesaria para que se haga realidad ese "permanecer en Cristo y en su amor", que es garantía de abundante mies apostólica: "Si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor" (ib., 10). Del mismo modo está claro cuál es el mandato del Señor, el mandamiento nuevo que El llama suyo: no para desautorizar o quitar valor a los otros, sino porque es fundamento de los otros y a los otros confiere significado, fuerza y dulzura. "Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado" (ib., 12).

El amor fraterno, que no está en contradicción con el amor filial a Dios o separado de él, sino que por el contrario es su condición necesaria y en él se manifiesta. Amor que es característica distintiva del cristiano: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis caridad unos para con otros" (Jn 13, 35. 34).

5. ¿Qué mejor alimento espiritual que la meditación de esta luminosa página evangélica, podría encontrar el estudio del tema sobre el que estáis deliberando en las laboriosas jornadas de vuestra asamblea?

He procurado leer el rico material preparatorio propuesto a vuestra consideración, y también seguir los esclarecimientos que se han hecho con competencia de ciencia y experiencia pastoral, en la apertura de vuestro encuentro colegial.

No me corresponde, ni tendría capacidad para ello, formular observaciones o líneas de orientación.

Séame permitido, sin embargo, subrayar la importancia teórica y práctica de vuestro estudio conjunto, encaminado a profundizar e iluminar, ante la conciencia de la gran familia católica italiana, los vínculos y dependencias mutuas que enlazan vitalmente la realidad comunitaria qué es la Iglesia —sociedad de hombres, Pueblo de Dios— con ese hondo factor de cohesión o, por decir mejor, de unidad que es la comunión, comunión de hermanos que no queda alterada por la multiplicidad de ministerios ordenadamente jerárquicos; comunión de todos y cada uno "con el Padre y con su, Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3), en la "comunión del Espíritu Santo" (2 Cor 13, 13).

6. ¡El Espíritu de Diosl

Esta realidad, que según la fe está presente en la Iglesia y de la que incluso el no creyente puede percibir el fragor potente en la vida de esta sociedad tan débil y, a la vez, tan fuerte; tan sujeta a las limitaciones y miserias de los hombres que la forman, e invadida al mismo tiempo de oleadas de heroísmo y santidad, aun en las épocas más negras de la historia; tan frágil que se ha profetizado repetidamente su fin, pero resurge continuamente.

Aquel —o mejor, El— es Espíritu de sabiduría, Espíritu de fortaleza; pero es sobre todo Espíritu de amor, de caridad. Por su acción se derrama en nuestros corazones la caridad de Dios.

Y esto nos lleva de nuevo al hilo conductor de las dos lecturas de esta liturgia: la caridad.

Si me es lícito acercarme al final de mis palabras con una consideración y una exhortación de carácter muy personal (¿acaso no es ésta una oración fraterna?), quisiera recordar que existe algo que sin duda está muy presente en vuestras preocupaciones pastorales. Lo que más falta hoy en el mundo y en esta parte del mundo tan querida para vosotros —y para mí— que es Italia, lo que más precisa el mundo de hoy es amor.

No necesito trazar un cuadro que os es bien conocido y que con sus tintas negrísimas podría alterar casi la serenidad de este momento de fraternidad eclesial.

Egoísmo, insensibilidad a las necesidades y miseria de los demás; intolerancia, odio, violencia. Ciertamente no olvido, y de ello se alegra el alma, tantas zonas de luz ampliamente difundidas, donde brillan soberanas la caridad cristiana y la solidaridad humana. Pero no podemos cerrar los ojos ante un fenómeno que cada vez es más grave y se extiende demasiado.

De vez en cuando, pero con frecuencia y ¡en Italia precisamente!, explosiones repentinas de violencia hacen aflorar a la superficie un mal que ha entrado incluso en el ánimo de no pocos jóvenes.

A veces la mano que ataca no se detiene ni siquiera ante la inocencia de los niños ni tampoco ante la angustia de una madre.

Hermanos míos: Yo creo que la misión principal de la Iglesia hoy en día es la de ser en el mundo agente y heraldo de amor. Hoy como ayer y como siempre, pero hoy con urgencia singular.

No quiero decir con esto que no deba atender con la fidelidad de siempre a todas las otras tareas.

En particular no puede renunciar a ser hoy como siempre y quizá hoy con mayor empeño, maestra de verdad. La Iglesia no puede faltar a su deber y si lo hiciera, no prestaría, por cierto, buen servicio ni a sí misma ni a la humanidad.

Pero no hemos de olvidar nunca el áureo principio que nos viene del Apóstol Pablo: "Veritatem facientes in caritatem''.

Sea hoy la Iglesia, la Iglesia que está en Italia, de verdad "sacramento, signo e instrumento... de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1). La comunión que la une interiormente, haciendo de sus fieles "una cosa sola" como lo son el Padre y el Hijo (cf. Jn 17, 11), sea ejemplo y fermento de comprensión y fraternidad entre todos los ciudadanos.

Sientan todos, incluso los menos cercanos, que la Iglesia es Madre; y cada uno de sus Pastores, un padre; y todos sus hijos, hermanos.

Me viene aquí una palabra del Papa Juan XXIII, insinuada más que expresada, como a veces le ocurría en la conversación: "La Iglesia tiene muchos enemigos, pero ella no es enemiga de nadie".

Sientan todos que la Iglesia es amiga. Y aprendan de ella y de sus hijos, más del ejemplo que de la palabra, la lección del amor.

Desde el lecho del hospital, convertido en cátedra y altar, el Papa hizo oír de nuevo el domingo pasado la eterna palabra del amor evangélico: "Rezo por el hermano que me ha herido, al cual he perdonado sinceramente".

De estas palabras, de estos ejemplos que nosotros tenemos el dulce deber, nada fácil, de repetir cada día dirigiéndonos a todos, también a los que se han separado de nosotros; de estas palabras, de estos ejemplos, ¡el mundo está necesitado!

 

 

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