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HOMILÍA DEL CARDENAL SECRETARIO PAPAL
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO


Basílica Vaticana
Lunes 29 de junio de 1981

 

Esta solemne celebración nos reúne hoy llenos de alegría dentro de la majestad sin igual del prodigio arquitectónico que la piedad de los Pontífices y el genio de los artistas han erigido para guardar el sepulcro del primer Papa, Obispo de Roma y mártir de Aquel por quien había sido elegido como Vicario. Pero esta alegría no puede menos de velarse por la tristeza que, aun sostenida con la luz de la fe y consolada ahora con una nueva esperanza, ha invadido a toda la Iglesia después del increíble atentado que dejó atónita y consternada a la humanidad, escribiendo en la historia bimilenaria del cristianismo una página que, ciertamente, no podrá ser olvidada: página manchada de sangre y, al mismo tiempo, iluminada por todo lo que el espíritu del Evangelio, el amor de hermanos y de hijos, la nobleza do los sentimientos de hombres lejanos y diversos han sabido expresar de más bello y más alto.

1. Hoy se repite con intensidad totalmente particular la respuesta que la piedad filial ha dado a la prueba que sufrió el primer Papa: "Oratio fiebat sitie intermissione ab Ecclesia ad Deum pro eo: La Iglesia oraba insistentemente a Dios por el, Pedro" (Act 12, 5).

Aquel, a quien Cristo, la tarde de la víspera de su propia muerte, había anunciado, como para confortarlo frente a la debilidad de que, por desgracia, daría prueba bien pronto: "Simón, Simón,... yo he rogado por ti' (Lc 22, 31-32); este Simón hijo de Juan, este Pedro, que vive en sus sucesores, fue rodeado, y está rodeado también hoy, por la plegaria de la Iglesia que reconoce en él su Cabeza visible.

Cristo le había asegurado, y continúa asegurándole, su oración "ne deficiat fides tua": para que no desfalleciese, para que no desfallezca su fe.

De esta seguridad ha sacado la Iglesia, durante los siglos, la confianza que la sostiene en la solidez de la piedra que Cristo ha puesto como fundamento de su edificio de salvación.

Pero ella, a su vez, siente el deber de orar por el que, constituido roca y fundamento visible de su unidad, en la santidad, en la universalidad y en la fidelidad a la tradición apostólica, sigue siendo, sin embargo, un hombre frágil, expuesto a los peligros de su condición humana, contra los cuales ni la majestad de su misión, ni el sólido baluarte del amor de sus hijos y hermanos bastan para custodiarlo plenamente: "Dominus conservet eum. et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animan inimicorum eius: Que el Señor lo conserve, le dé vida y felicidad, y no lo abandone a la violencia de sus enemigos".

Lo que, por tanto tiempo, nos ha parecido solamente el eco de una invocación contra pasiones antiguas ahora ya adormecidas y superadas, se nos ha revelado de improviso como una actualidad sacrílega: un corazón (¿o se trata de corazones?), un corazón hostil —y nosotros lo compadecemos más que condenarlo, al verlo así cerrado a la luz de un amor que ha iluminado y caldeado el mundo— ha armado una mano enemiga para herir al Papa (¡a este Papa!), al corazón mismo de la Iglesia; para hacer callar una voz que sólo se ha elevado para proclamar con valentía, fruto de amor, la verdad, para predicar la caridad y la justicia, para anunciar la paz.

Por esto nuestra oración, hoy, mientras se eleva en toda la Iglesia fundada sobre la roca que es Pedro, e iluminada por la llama abrasadora de la vida y de las enseñanzas del Apóstol Pablo, no puede menos de expresar con particular insistencia e intensidad el deseo de que, sin interrupción, el afecto, el ansia de cristianos y no cristianos elevan estos días a Dios "pro Pontífice nostro Iohanne Paulo", alejado de nosotros y, sin embargo, en estos momentos, tan cercano: Dominus conservet eum! ¡Que Dios lo conserve todavía largo tiempo, al servicio de los pueblos que le aman y le necesitan; y le restituya, lo más pronto posible, esa plenitud de vida que le ha hecho, igual que a Pablo, incansable peregrino, anunciador de la Buena Nueva, pregonero de la dignidad del hombre y de la paz entre los pueblos!

Se une fraternalmente a nuestra oración la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, aquí presente por medio de una Delegación enviada por el Patriarca Ecuménico Dimitrios I y por su Sínodo patriarcal, presidida por el Metropolita de Calcedonia Melitón, que ya ha venido otras veces con esta misión de caridad y fraternidad.

Este gesto, que se inserta en una ya consolidada tradición de intercambios de presencia en las fiestas patronales de la Iglesia de Roma y de la de Constantinopla, adquiere este año un significado especial y exige de nosotros un aprecio particular, por haberse realizado a pesar de la ausencia del Santo Padre.

Al agradecimiento que el Papa ha podido y querido expresar personalmente, recibiendo, aunque sea breves momentos, al Metropolita Melitón en su habitación del hospital, queremos añadir el nuestro, con el deseo de que esta recíproca cercanía en la alegría y en el dolor, y esta comunión en la oración aceleren el día de la plena unidad, incluso con la posibilidad de participar en el mismo pan y en el mismo cáliz.

2. Pero, de nuestra oración por el Papa, retornemos brevemente a la oración que le ha asegurado el Fundador de la Iglesia, Cristo Señor.

Volvamos de nuevo a la tarde que precedió a los días de la pasión y de la victoria; una tarde de ardiente amor y ansiosa espera, cuya importancia no fue plenamente advertida por los discípulos reunidos en torno al Maestro: los Apóstoles, personas tan buenas y fieles pero, sin embargo, tan débiles y tan poco maduradas aún por la gracia del Espíritu Santo, que llegaban incluso en aquella circunstancia a disputar sobre "quién de ellos había de ser tenido por mayor" (Lc 22, 24).

Y a Simón, elegido por El para ser la piedra de su Iglesia, y para tener, por tanto, un primado de servicio y de responsabilidad entre los propios hermanos, se dirige Jesús: "Simón, Simón, Satanás os busca para ahecharos como trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una voz convertido, confirma a tus hermanos" (ib., 31-32).

¡Debilidad del hombre, fuerza de Dios! La tormenta infernal que, dentro de poco, se desencadenaría contra Cristo y los suyos, parecería haber destruido en su ruina incluso la roca, objeto de la elección y de la promesa: ¡Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella! (cf. Mt 16, 18). ¡Pero nada prevalecerá contra aquel por el cual ha orado el Señor! Y él tendrá, con la misión, la capacidad de comunicar a sus hermanos la firmeza que a él le consiguió la oración de Cristo.

"Ne deficiat fides tua!".

Esta fe es ciertamente, ante todo, reconocimiento y confesión de la verdad: de esa verdad que no consiguen alcanzar la carne y la sangre, sino solamente puede revelar a nuestros ojos el Padre que está en los cielos.

Pero, al mismo tiempo, ¿no puede perder muy fácilmente el hombre, con sólo sus propias fuerzas, incluso la confianza, frente a la prepotencia de acontecimientos y de fuerzas mayores que él?

También hoy la Iglesia, como de formas diversas en los siglos pasados, vive problemas y tensiones capaces de engendrar en muchos un sentido, más que de temor, de desaliento. La misma poderosa sacudida que el Espíritu, como en un nuevo Pentecostés, ha dado al antiguo y siempre en renovación Cuerpo místico de Cristo, en el Concilio Ecuménico Vaticano II ha puesto de relieve realidades no sospechadas quizá, y ha suscitado fermentos de profunda renovación benéfica, pero que, a veces, parecen negar o poner en discusión valores y seguridades que parecían intangibles. Pastores y fieles comprometidos activamente en la vida de la Iglesia, en número y con interés felizmente multiplicados, se interrogan: y frecuentemente en sus respuestas afloran la duda y la preocupación. Mientras los hijos vacilan, los extraños creen poder sacar presagios negativos para apoyo de su actitud, a veces hostil.

¡La Iglesia necesita confianza! Y ella, aun con la conciencia de que ha aumentado la madurez de los propios miembros y con el sentimiento de una corresponsabilidad general, que impulsa a nuevas formas de participación, se dirige instintivamente a aquel por quien el Señor ha orado, para que nunca desfallezca su fe y su confianza: a aquel a quien corresponde, por mandato divino, confirmar en la fe y en la esperanza a sus hermanos esparcidos por el mundo, hallándose frecuentemente en apuros y en problemas capaces de quitarles el ánimo para afrontarlos y la confianza para poderlos superar.

¡Quiera el Señor que el Papa Juan Pablo II pueda volver lo antes posible a su tarea de infundir en la Iglesia la confianza nutrida por su optimismo cristiano, por esa vitalidad que parece no conocer o temer obstáculos, pero sobre todo con la confianza en Aquel que es la seguridad de nuestra victoria sobre las fuerzas del mal, sobre nuestra fragilidad!

 

 

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