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CARTA DEL CARDENAL SECRETARIO DE ESTADO,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE JUAN XXIII,
A LA XXI SEMANA SOCIAL DE ESPAÑA

 

Del Vaticano, 9 de julio de 1962

Excmo. y Rvdmo.
Mons. Rafael González Moralejo, Obispo Auxiliar de Valencia,
Presidente de la Junta Nacional de las Semanas Sociales de España

Excelentísimo y Reverendísimo señor:

Tengo la satisfacción de comunicarle que el Santo Padre ha recibido y acogido con vivo agrado los sentimientos que Vuestra Excelencia Reverendísima le ha manifestado al hacerle llegar el programa de la próxima Semana Social Española, que sobre el tema “Una tarea común: la elevación del campo español”, va a tener lugar próximamente en la ciudad de Valencia. La hermosa labor de las sesiones de años anteriores, así como la preparación y competencia de las ilustres personalidades que en ésta van a tomar parte, hacen concebir las mejores esperanzas. Por su buen éxito, el Santo Padre formula fervientes votos, al mismo tiempo que me encarga transmitir a todos los asistentes Su palabra de exhortación y aliento.

Al hablarse en otros tiempos de la cuestión social, quedaban circunscritos en estos términos los problemas del trabajo en la industria, el cual, considerado muchas veces como una mercancía, era un valor subestimado, y cuantos de él vivían estaban como relegados en la escala social. Por eso el trabajador y el trabajo, tiranizados muchas veces por una organización social despiadada en su explotación, estaban en el centro del interés de todos cuantos sentían la preocupación de la justicia en las relaciones humanas.

Las exigencias anteriormente avanzadas por los sociólogos en el campo del trabajo han sido por ventura en gran parte superadas y satisfechas. No faltan, sin embargo, situaciones nuevas, creadas con el progreso técnico y con la expansión industrial, que deben ser examinadas a la luz de los viejos principios, y encontrar su aplicación adecuada en una nueva enunciación de derechos. Con todo, en el continuo fluir de lo social, se presenta hoy, con tensión aguda, por su estado de insuficiente desarrollo, el campo, a cuyos cultivadores, particularmente a los jornaleros, no han llegado las mejoras conseguidas ya, generalmente, por los trabajadores del sector industrial o de los servicios. El fenómeno es, en sí, complejo, y presenta carácter de mayor urgencia su solución en algunas zonas de España, en la cual el creciente desarrollo económico puede dejar más al descubierto la inferioridad en el sector agrícola, en cuanto a su eficiencia productiva y el tenor de vida de su población.

Hoy el problema agrario, como cualquier otro problema social, en virtud de la interdependencia que a todos relaciona, influencia o puede influenciar a toda la sociedad. Proyectan su influjo sobre él, en cambio, factores nuevos que actúan en un sentido depresivo o propulsivo sobre todo el ciclo económico y por ende en la organización social: la ampliación de mercados impuestos a naciones en grupo por exigencias productivas, la progresiva presencia del Estado en el sector social y económico y el pulular de entidades asociativas, retenidas en manos del mismo y administradas por él, son elementos que condicionan las actividades productivas de os hombres es esta época, de un modo desconocido en las décadas anteriores y que también producen un impacto particular sobre la agricultura.

La nobleza de la actividad agrícola, en cuanto ésta constituye una más estrecha colaboración del hombre con Dios, aparece en contraste evidente con el rédito más bajo que hoy día la agricultura está en grado de procurar a las categorías de trabajadores a ella vinculados, creándose así una amplia zona de inestabilidad social dentro del consorcio humano.

Todo esto, sin embargo, si es verdadero, no está en contraste con la sabiduría del Creador, en cuanto que el bajo nivel de la actividad agrícola es algo que puede ser corregido o, al menos, mejorado por el hombre en sus causas y en sus consecuencias, y el corregirlo o mejorarlo constituye una obligación suya, una responsabilidad. “El trabajador de los campos representa, sin duda, el orden natural querido por Dios: esto es, que el hombre debe con su trabajo dominar las cosas materiales y no las cosas materiales al hombre” (Pío XII, Disc. a los Cultivadores Directos de Italia, 15 de noviembre de1946).

La sabia organización de cada uno de los sectores productivos en el cuadro más general de la sociedad nacional e internacional, en su mayor parte es fruto de la sabiduría y voluntad de los hombres, no sólo de aquellos que operan en dichos sectores, sino también de todos cuantos a ello puedan ayudar, ya en el plano científico, mediante un adecuado estudio de los fenómenos económicos y de sus finalidades sociales, ya en el plano político, con oportunas providencias legislativas y de gobierno.

La ciencia económica va, afortunadamente, ocupándose desde hace algún decenio, con particular interés, del problema de los desequilibrios existentes en materia de productividad y de renta entre los sectores de la industria y de los servicios y el de la agricultura y aun también de los que se dan entre los países y regiones económicamente adelantados y los atrasados o subdesarrollados.

Son, además, relativamente recientes los planes de política económica concebidos de una manera orgánica y emprendidos de modo sistemático, tanto en el campo nacional como en el internacional, por los gobernantes, en favor de la agricultura y regiones económicamente atrasadas.

En la mente de los responsables de la cosa pública se puede decir que ha penetrado ya, o va penetrando, la idea de que la agricultura debe ser considerada como una parte integrante de la economía y como un factor esencial de la vida social.

La Encíclica Mater et Magistra, que sirve de guión. para las sesiones de estos días, ha proyectado nueva, luz, y en algunas partes ha tenido un influjo decisivo en tal actitud: ella ha querido subrayar la bondad y la urgencia de esta obra, recordando los motivos morales que la hacen doblemente obligada, hoy que especialmente, gracias a los modernos desarrollos de la ciencia y de la técnica, se puede actuar mejor que en otras épocas, y exhortando a intensificar el esfuerzo común, para acelerar el advenimiento de una sociedad económicamente más próspera y justa y, como tal, más conforme con la voluntad divina, en la que, desaparecida la depresión del sector agrícola, se elimine con ello un factor importante de inestabilidad social.

Hay que partir, sin embargo, de una base en la solución de los problemas del campo. Ante todo, hay que tener ideas claras y después voluntad decidida de resolver las dificultades. La promoción rural supone, ante todo, el conocimiento de la realidad agrícola sobre la que se quiere operar y el estudio de las leyes económicas que entran en juego con respecto a este sector, así como de los principios de justicia social que regulan la materia. La posible diversidad de opinión en cuanto a métodos o aspectos secundarios, no habrá de impedir el lanzarse con eficacia a la acción. Habrá que renunciar, tal vez, para ello, a posiciones de privilegio; seguramente se habrá de sacrificar la satisfacción de sueños acariciados largos años y que se suceden de generación en generación; acaso habrá que reducir el tren de vida de épocas pasadas; pero, por otra parle, quedará la satisfacción del deber cumplido, la realización de una obra de justicia y de caridad y la repercusión lógica que el perfeccionamiento de este sector ha de tener en el producto social a largo plazo. Puede ser que, en el fondo, el sacrificio actual signifique quemar el presente en beneficio de los que vendrán detrás.

Al hablar de la inferioridad de la agricultura respecto de otros sectores, no es difícil darse cuenta de los elementos en que se cifra esta condición de inferioridad. Basta, simplemente, para ello mirar los factores que intervienen en la producción agrícola, esto es, los recursos naturales, el capital, el trabajo y la empresa. Tomados en su conjunto estos cuatro factores, constituyen la hacienda agrícola que, desde el punto de vista de su estructura económica, no difiere sustancialmente de las demás, aunque en otras entren en medida diversa los mismos factores antes enumerados.

En la hacienda agrícola el medio natural lo constituyen el terreno y el clima que, como se dice, son lo que son, y no se pueden modificar, a efectos de la producción, sino con ciertas limitaciones. El suelo tiene de suyo cualidades naturales que lo hacen más o menos fértil y de más o menos fácil trabajo, según sea su configuración orográfica. El clima, con su perenne incertidumbre y variabilidad, tantas veces es contrario a los cultivos escogidos de antemano. Con todo, el terreno puede ser mejorado mediante abonos y en algunos casos con cultivos aptos. La creación de centros de análisis de tierras y de experimentación, la apertura de escuelas de formación profesional, ayudarán a ello. Los efectos del clima pueden ser también contrarrestados con ayuda de riegos en los períodos de sequía y con sistemas de protección en períodos invernales. Se trata, sin embargo, de medidas de no excesiva eficacia, si se mira al conjunto de la nación y que, en todo caso, comportan generalmente un coste mayor por el necesario empleo de otro factor, o sea del capital.

Dignas de elogio son, en este sentido, las realizaciones del Instituto Español de Colonización, con que se trata de corregir el medio natural, al haber convertido en regadío cerca de medio millón de hectáreas de terreno que antes era de secano, estando asimismo próxima a la realidad la conversión en regables de otros centenares de millares de hectáreas. Dígase otra tanto de los planes de conservación de suelos y de la campaña de repoblación forestal, llevados adelante con laudable tenacidad.

Al hablar del capital aplicado al campo en todas sus formas—ya sea éste fijo, ya circulante; sea dinero que fluye de las arcas del Estado o de las Bancas privadas: por medio del crédito; sea de los mismos propietarios a quienes la propia tierra llama a invertir el dinero ganado en el campo; sea de otros particulares, conscientes de la gravedad del momento actual de la agricultura—se ha de tener en cuenta que dicho capital en muchas partes no ofrece un rédito tan subido como, en el sector industrial, pero que siempre será bien empleado en procurar la propulsión que necesita el sector agrícola.

Es verdad que el capital tiene derecho también a una renta razonable con un tope mínimo por debajo del cual no existiría aliciente para las inversiones. Por eso se considera deber de una prudente política económica y agraria por parte del Estado el favorecer las inversiones en este sector no obstante su bajo nivel de renta, facilitando además con instituciones adecuadas el crédito con que se impulse la industrialización del agro.

Muy acertado será el que en la inversión de este dinero se mire con preferencia a la creación de industrias complementarias, principalmente de transformación o conservación de los productos, en las zonas agrícolas, a fin, además, de procurar trabajo en las épocas de paro y de contener el éxodo inconsiderado de los obreros del campo, creando puestos de trabajo en el mismo suelo donde han nacido los mozos que huyen a la ciudad.

La participación del capital en la producción total, por encima del tope mínimo para su subsistencia, será proporcionada al riesgo que corre y al servicio que rinde.

Al considerar el factor trabajo en el sector agrario, una observación salta a la vista desde el primer momento. Su productividad es menor en la agricultura que en la industria, ya porque es menor también el grado de especialización del trabajador agrícola en comparación con el obrero industrial, ya porque es un género de trabajo el del campesino que no puede ser utilizado de una manera igual y continua durante la campaña anual agrícola. Es contra la justicia el burlar la legislación social, poniendo rémora a la aplicación de la seguridad social o rehusando, por temor a las cargas sociales, el recibir como obreros fijos a los que, habiendo dado pruebas de honestidad y eficiencia en su trabajo, cooperan en la empresa agrícola. Los sistemas de seguros sociales “pueden contribuir eficazmente a una redistribución de la renta total de la comunidad política” (Mater et Magistra).

La doctrina pontificia en cuanto a la justa retribución del trabajo reconoce y considera como punto partida la constituida por un salario que sea suficiente para una vida digna de seres humanos y para cubrir convenientemente las cargas familiares.

Una legislación que merezca el título de justa en materia de salarios ha de partir del estudio de los datos concretos que determinan en cada época y lugar la cuantía que corresponda realmente a la sustentación exigida en justicia para quien pone su trabajo íntegramente en la empresa agrícola. La justicia y la caridad pueden exigir a veces más que la ley escrita, muy especialmente en materia social, ya que la legislación laboral no puede seguir la evolución de los acontecimientos económicos a la misma velocidad con que éstos se desarrollan. Habrá, sin embargo, que ponerla al día constantemente, en la medida de lo posible, y nunca ella habrá de sor obstáculo para que los patronos —pudiendo— hagan participantes a los obreros de salarios por encima de la medida estricta impuesta por la ley: “del mismo modo que la retribución del trabajo no se puede abandonar enteramente a la ley del mercado, así tampoco se puede fijar arbitrariamente, sino que ha de determinarse conforme a justicia y equidad” (Encíclica Mater et Magistra).

Es verdad que el capital también tiene derecho a una renta razonable; mas, en todo caso, un empresario cristiano debe sentirse gravemente obligado a poner en práctica todos los recursos —ya modificando sus métodos de trabajo, ya renovando el utillaje de la explotación— para hacer posible la justa retribución del trabajo de sus obreros.

El deseo y el mandato de la Iglesia van más allá en esta materia. Una vez salvados para el obrero el salario indispensable para su sustento, en el que se comprendan las cargas familiares y sociales, y para el capital la renta que le corresponde, se habrá de tener en cuenta para la retribución al obrero la proporción de su intervención en la producción total, lo que se deducirá principalmente de su categoría en el seno de la empresa, de su preparación profesional y de su rendimiento.

Satisfechos por la empresa los impuestos fiscales y atendidos debidamente las amortizaciones y gastos necesarios para su vida, los Papas reconocen como legítima la aspiración del obrero a participar en la medida que le corresponde en los beneficios de la empresa, y por consiguiente también de la hacienda agrícola. La manera concreta de tal participación será aquella cuya bondad la experiencia mayormente acredite, ya se haga con los frutos del campo, ya se incluya la parte correspondiente al trabajador en el salario a base de una cantidad media o a través de una remuneración variable. Para fijar esta participación en el producto social, la justicia exige —como señala la Encíclica Mater et Magistra —tener en cuenta los siguientes criterios: por una parte, la aportación de cada uno al proceso productivo, así como las condiciones económicas de cada empresa; y, por otra, el bien común de la nación, sobre todo en relación al empleo total de las fuerzas laborales de la nación, y el bien común universal, o sea de las comunidades internacionales de diversa naturaleza y amplitud. La cuantía concreta en cada caso, tiempo y lugar, sólo puede determinarse teniendo en cuenta la riqueza disponible, es decir, la clase de estructura y el nivel de desarrollo —vigilando siempre para que exista una justa correspondencia entre el desarrollo económico y el progreso social— y seguirá las variantes aquellas a que la mutación o diversidad de dichas riquezas en espacios y tiempos la sometan. No es contrario, sino que está muy de acuerdo con los principios de la doctrina social católica, el admitir o introducir el factor asociativo como elemento ulterior de juicio para la justa determinación de la participación del obrero en el producto social: no sólo al estudio de las realidades económicas, sino también a la negociación serena y libre, particular o colectiva, se ha de dejar decir su palabra en la materia.

Finalmente, si el obrero tiene derecho a participar en el producto social en la medida que la justicia dicta para él, no ha de olvidarse que en su deber está el cumplir las condiciones para hacer la hacienda próspera. A ello contribuirá, sin duda, la adquisición de una formación cultural, humana y profesional que por parte de los rectores de la cosa pública y de las empresas debe ser favorecida o urgida como elemento primordial en la promoción rural. El cuidado del utillaje de la misma, la observancia de la reglamentación interior de la empresa y, particularmente, el rendimiento normal en su trabajo, brotarán como deberes de una conciencia comunitaria en el proceso de la producción.

La actividad empresarial en agricultura es muchas veces fruto más de tradiciones familiares que de elección o de espíritu de iniciativa.

“La justicia ha de ser respetada —dice la Encíclica Mater et Magistra— no solamente en la distribución de la riqueza, sino, además, en cuanto a la estructura de las empresas en que se cumple la actividad productora, porque en la naturaleza de los hombres se halla involucrada la exigencia de empeñar la propia responsabilidad y perfeccionar el propio ser”.

Su Santidad Juan XXIII añade: “Por tanto, si las estructuras, el funcionamiento, los ambientes de un sistema económico son tales que comprometen la dignidad humana de cuantos allí despliegan las propias actividades o que les entorpecen sistemáticamente el sentido de responsabilidad o constituyen un impedimento para que pueda expresarse de cualquier modo su iniciativa personal, un tal sistema económico es injusto, aun en el caso de que, por hipótesis, la riqueza producida en él alcance altos niveles y sea distribuida según criterios de justicia y equidad”.

En el sector industrial se va abriendo paso, aunque más lentamente de lo que fuera de desear, la participación de los trabajadores en la gestión y aun en la propiedad de la empresa. El Estado da a veces ejemplo en esta línea, haciendo esto mismo en algunas de las empresas que controla y decretando facilidades de crédito para ayudar a los trabajadores en la adquisición de sus acciones. Pero los labradores, fuera de raras y honrosísimas excepciones, están aún lejos de dar curso a estas ideas. Con todo, la vida misma de la empresa, con auténtica comunidad de trabajo entre el elemento directivo y el ejecutivo, así como la creciente formación y competencia profesional, favorecen esta tendencia del trabajador hacia una participación más activa en la vida de la empresa.

El mismo Juan XXIII en la mencionada Encíclica, hablando de la necesidad de reformar las empresas, y refiriéndose directamente a las estructuras agrícolas, escribe: “No es posible establecer a priori cuál sea la estructura más conveniente a la empresa agrícola, dada la variedad que presentan los ambientes agrícolo-rurales en el interior de cada comunidad política y más aún entre los diversos países del mundo. Cuando se tiene una concepción humana y cristiana del hombre y de la familia, no se puede menos de considerar un ideal la empresa que está configurada y funciona como una comunidad de personas en las relaciones internas y en las estructuras correspondientes a los criterios de justicia y al espíritu ya indicados. Y más aún la empresa de dimensiones familiares. No es posible dejar de preocuparse porque la una o la otra lleguen a ser realidad de acuerdo con las condiciones ambientales”.

El ideal sería, con tal de que fuera vital, la empresa agrícola de dimensiones familiares: a los técnicos tocará concretar, en cada tierra, según cultivos e instrumentos de trabajo, cuál es esa dimensión familiar deseable. No lo constituye, sin embargo, el microfundio, pudiendo, en cambio, ser buena la empresa de dimensiones superfamiliares, y aun deseable en ocasiones por exigencias de la productividad y de otros factores. En todo caso, la empresa agrícola no puede merecer el sobrenombre de cristiana, si sus obreros son simples elementos de producción. Si la Iglesia exige que, incluso la gran empresa agrícola, sea una comunidad de personas, los técnicos deberán decir, en cada caso, si ello debe alcanzarse por la coordinación de varias propiedades privadas por medio de cooperativas, como el Papa señala para muchos casos, o con otros procedimientos estimados idóneos por los competentes.

Gracias a Dios en nuestro tiempo el campo se ha liberado de muchas retóricas para insertarse en una problemática vital, sentida ya por los responsables.

Los obstáculos que ha de vencer la agricultura en España son ciertamente considerables, mas no insuperables. Las dificultades de orden natural, económico o institucional, son tal vez las mismas con que, más o menos agravadas, se enfrentan tantos otros países del mundo. Factor esencial de la producción agrícola es la tierra, dada por Dios. El hombre no se ha de contentar con cosechar sus frutos. Dios le puso en el Paraíso terrenal “ut operaretur... illum” (Gén 2, 15); ha de trabajar, pues, y con más razón después de su caída en el pecado. Ni pesimismo ni excesivo optimismo. Lo realizado en colonización y regadíos, así como en concentración parcelaria y facilidades de crédito al campesino, sea un estimulo para ulteriores metas en materia de formación humana y profesional del agricultor, de una conveniente ordenación jurídica de la propiedad de la tierra en modo tal que sin atomizarla se favorezca su difusión, de la extensión de los llamados servicios esenciales a las zonas más atrasadas. Todo esto es de alabar, pero no es suficiente. El Estado ni puede ni debe hacerlo todo. La doctrina social católica, en esta como en las demás actividades humanas, le asigna una función subsidiaria y de propulsión en relación con la promoción rural: “La acción de los Poderes públicos se he de ejercer con criterios unitarios dentro del plan nacional... y con la preocupación de que los ciudadanos de las zonas menos desarrolladas se sientan y sean en el mayor grado posible responsables y protagonistas de su elevación económica” (Encíclica Mater et Magistra). Queda siempre en firme que los mayormente interesados en el desarrollo de una solidaridad eficiente y en dar vida a formas asociativas de carácter económico-social, son siempre los trabajadores mismos de la tierra.

Excelsa se ha de considerar la misión del sacerdote apóstol de los medios rurales cuando hace ver a sus feligreses el valor religioso y la nobleza de su profesión que con acierto se considera excelente vocación; cuando cuida de la preparación moral de quienes emigran a nuevos ambientes; cuando en el cultivo de su parcela espiritual, reserva de fe y de sanas costumbres tantas veces, ayuda a la conservación de los valores morales y se esfuerza en lo posible por la elevación de su grey aun en lo material.

A tan escogida Asamblea, Su Santidad se complace en expresar sus mejores votos, mientras, invocando las luces del Espíritu Santo a fin de que sus deliberaciones sean acertadas, les envía con toda benevolencia y con singular afecto de su corazón una particular Bendición Apostólica.

Aprovecho la oportunidad para reiterarle el testimonio de mi más distinguida consideración, con que soy de Vuestra Excelencia Reverendísima devotísimo en el Señor.

 

A. G. Card. Cicognani
Secretario de Estado

 

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