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DISCURSO DEL DECANO
DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ANTE LA SANTA SEDE,
SR.
LUIS AMADO BLANCO, EMBAJADOR DE CUBA*

Sabado 9 de enero de 1970

 

Permítanos Su Santidad que, antes de dar comienzo a este solemne acto de hoy, el Cuerpo Diplomático le exprese con viva emoción su más sentido pésame por el inesperado fallecimiento de su querido hermano, doctor Francesco Montini, que en paz descanse, acaecido en la noche pasada. La vida es así y así debemos aceptarla. Así la acepta Su Santidad con su presencia entre nosotros sobreponiéndose al hondo pesar de su corazón hermano que tal vez aquí, al unísono de nuestros apesadumbrados corazones, se sienta fortalecido y consolado. Quiera Dios que así sea.

Santidad:

Todo el Cosmos es movimiento y rotación, traslación de los astros, de los sistemas y aun de las partículas que los componen. Cambio de posición en una trayectoria planificada. Y así nosotros, hoy de nuevo aquí, traídos por ese girar maravilloso de la rueda del tiempo, en el solemne punto y hora de rendirle al Pontífice Máximo de la Cristiandad, el cálido y ferviente homenaje tradicional del Cuerpo Diplomático que ante Vuestra Santidad, representa un dignísimo collar de Naciones. ¿Somos los mismos del año pasado, los mismos de hace centenares de años? Quizás otros rostros, otros ojos, otras manos, otro metal de voz; quizás ataviados de otra manera, rodeados por una pompa mínima, en comparación de la de antes, pero en realidad el mismo rebaño ante el Pastor de Hombres y de Pueblos que esperan el divino don de una ocasión de Paz y de Justicia Social para la Humanidad entera y verdadera. Esa misma ocasión de Paz que Su Santidad ha ido a proclamar desde el comienzo de su Pontificado hasta los más lejanos confines de la tierra, poniendo de relieve infatigablemente los principios y exigencias que individuos, comunidades y naciones han de seguir y practicar para el logro dichoso de una armonía y de un progreso integrales, pacíficos, estables y fructuosos. Porque lo extraño es esto: colectivamente hablando, todos los seres humanos invocan y quieren la paz y la justicia, claman por ellas ardientemente, pero luego, en lo detalle, esos ideales se ven, a veces, comprometidos por herméticos puntos de vista, por intereses excesivamente personalistas. Esto dice y requiere que aún ha de profundizarse y aplicarse, cada día con más coherencia, con más tesón, con más valentía, ese tratado del difícil tránsito del «Yo al Nosotros», tan fundamental en las nociones de real y verdadera convivencia cristiana.

Férrea, constante, amorosa lucha la de Vuestra Santidad por mejorar el rostro de nuestra historia. Ni siquiera en aquel afectivo momento en que tuvimos el alto honor de ofrecerle nuestro filial testimonio, por el cincuentenario de su ordenación sacerdotal, Su Santidad dejó de recordarnos todo esto en su dulce tono « familiar » que jamás olvidaremos. Ni siquiera entonces, como tampoco ahora, hace unos días en vuestra ya famosa Homilía en la Misa dedicada a la juventud de Sydney, juventud del mundo en que vivimos, y en la que proclamabais la falta de complejo alguno para ir hacia ellos como la gran esperanza del mundo: « por los valores que poseéis, la fuerza de vuestro número, vuestro entusiasmo por el porvenir, vuestra sed de justicia y de verdad, vuestra aversión por el odio y por la guerra, que es su peor expresión, y el de rechazar también los elementos caducos de la civilización actual».

Santo Padre, con el dulce eco de los días Pascuales aún en los oídos, con una renovada esperanza en los corazones, que nuestra presencia hoy aquí sirva de estimulo a vuestro infatigable, terco, permanente batallar por un banquete de concordia. Repitamos como una oración aquel párrafo de veras emocionante de vuestro Mensaje para la celebración de la Jornada de la Paz, que hemos podido escuchar en la tarde del Primero de Año: «El que trabaja por educar a las nuevas generaciones en la convicción de que cada hombre es nuestro hermano, construye el edificio de la Paz desde sus cimientos. El que introduce en la opinión pública el sentimiento de la hermandad humana sin límites, prepara el mundo para tiempos mejores. El que concibe la tutela de los intereses políticos, como necesidad dialéctica, y orgánica del vivir social, sin el estimulo del odio y de la guerra, abre a la convivencia humana el progreso siempre activo del bien común. El que ayuda a descubrir en cada hombre, por encima de los caracteres somáticos, étnicos y raciales, la existencia de un ser igual al suyo, transforma la tierra de un epicentro de divisiones, de antagonismos, de insidias y de venganzas, en un campo de trabajo orgánico de colaboración civil. Porque la Paz está radicalmente arruinada donde se ignora radicalmente la hermandad entre los hombres. En cambio la Paz es el espejo de la humanidad verdadera, moderna, victoriosa de toda autodeterminación anacrónica. Es la Paz la gran idea que celebra el amor entre los hombres, que se descubren hermanos y deciden vivir como tales ». Así sea.


*L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°3 p.2.

 

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