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 DISCURSO DEL EMBAJADOR DE FRANCIA,
 S.E. REN
É BROUILLET, EN NOMBRE DEL DECANO
DEL CUERPO DIPLOMÁTICO ANTE LA SANTA SEDE,
SR.
LUIS AMADO BLANCO, EMBAJADOR DE CUBA*

   Jueves 11 de enero de 1973

 

Santísimo Padre:

Una urgente preocupación familiar obligó ayer a ausentarse de Roma a nuestro querido Decano, a quien dirigimos nuestra afectuosa y viva simpatía.

En su lugar dígnese Su Santidad aceptar que yo sea, en el umbral de este año, el intérprete de los votos de los 80 Jefes de Estado o Gobiernos en relación diplomática con la Santa Sede que nos han constituido aquí como mandatarios: votos en los que se expresan los sentimientos de ferviente y profunda deferencia del conjunto de las naciones, de todas las razas y de todas las confesiones, de las que formamos parte. Esta misión de Representantes de nuestros países ante la más alta autoridad moral existente sobre la tierra hace de nosotros los testigos inmediatos de vuestra actividad al frente de la Iglesia de Cristo, al servicio de la comunidad de los hombres.

Durante el año que acaba de terminar, en la feliz celebración del 75 aniversario de Su Santidad, tuvimos el placer de unir nuestros mensajes a los que en esa ocasión le fueron dirigidos desde todos los continentes. El año 1973, que hemos iniciado, nos ofrecerá la dicha de celebrar, con el conjunto de la catolicidad, el X aniversario de vuestro Pontificado.

Así se van sucediendo los días, pero cada uno de ellos presenta a nuestros ojos el mismo ejemplo de inmenso, ardiente e infatigable trabajo. Ante Su Santidad vemos sucederse, sin pausa, ni descanso, a los responsables de los dicasterios, obispos en visita ad limina, clérigos de todos los niveles, autoridades o representantes de las familias religiosas, Jefes de Estado o de Gobierno, ministros, altos magistrados, personalidades de todos los campos de la actividad humana: representación de las ciencias, la técnica, las letras y las artes, delegaciones de grupos y organismos de todas clases. Y a todos sabemos que se reserva la misma acogida, sonriente o seria, pero siempre abierta, paciente, bondadosa, atenta, de la que cada uno conserva el recuerdo como del más generoso beneficio.

Nosotros seguimos, con los peregrinos que semanalmente afluyen a Roma, la predicación que ellos tienen el privilegio de escuchar cada miércoles en la audiencia general; igualmente, la predicación que cada domingo dirigís a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro. Nuestro pensamiento os ha acompañado en las iglesias de las barriadas, en el Congreso Eucarístico de Udine en septiembre y, más recientemente, en la noche de navidad, entre los obreros de Sant'Oreste y Ponzano Romano.

No pasa día sin que se nos ofrezca una sucesión de actos del Magisterio: el envío de un mensaje, una Carta, una Encíclica, la promulgación de un documento importante para la vida de la Iglesia.

Mas, puesto que cada uno de nosotros, Santísimo Padre, estamos aquí, ante la autoridad espiritual que Su Santidad encarna, en calidad de Representante de los Estados, servidores de la ciudad temporal, séame permitido más particularmente evocar esta actividad que todos sabemos cuán profunda y constantemente os preocupa, y que os habéis propuesto corno objetivo prioritario para hacerlo prevalecer: vuestra acción, vuestro compromiso al servicio de la paz. «Extended, decíais, en todas las instituciones y en todos los espíritus, el sentido, el gusto, el deber de la paz». Tal era la máxima que hace nueve años nos proponíais en vuestra primera e inolvidable Encíclica Ecclesiam suam.

Es la misma consigna, la misma enseñanza que habéis querido solemnizar con la instauración de la Jornada de la Paz, desde el 1 de enero de 1968. Y hace apenas unos días, celebrando la VI de estas Jornadas de la Paz, vuestra palabra ha vuelto a extenderse sobre las naciones. La voz que habéis querido hacer presente, cuyo eco habéis deseado que resuene, – permítame Su Santidad citar sus propias palabras – «es la voz misteriosa y tremenda de los caídos y de las víctimas de los conflictos pasados; es el gemido lastimoso de las innumerables tumbas de los cementerios militares y de los monumentos sagrados a los soldados desconocidos». El grito, la súplica que eleváis y que habéis renovado – como lo hemos escuchado de Su Santidad el pasado domingo y el anterior – es también el grito, la súplica de todas las víctimas de los conflictos presentes, de todos los actos de violencia: esta violencia que, como habéis denunciado, «tiende a convertirse en moda y pretende revestirse de la coraza de la justicia».

Sí, unos y otros, mis colegas y yo, queremos proclamar con Su Santidad, como en el mensaje del 8 de diciembre: «La paz es posible, si verdaderamente se la quiere; y si la paz es posible, es un deber».

La paz es para todos nosotros nuestro deber, con toda la decisión y el firme propósito que por nuestra parte esta conciencia implica.

Ojalá que la voz elocuente de Su Santidad encuentre por doquier y ampliamente el camino de la comprensión y de la aceptación. Ojalá pueda llegar y ser escuchada en todas las mesas de negociaciones, en todos los lugares donde los responsables deliberan o se interrogan. Ojalá pueda inspirar, enderezar, orientar la acción de todos los hombres, aún divididos por la incomprensión, el resentimiento, la rivalidad y el odio.

Tal es, entre todos, el primero y más ferviente de los votos que, como portavoz de la asamblea aquí reunida, os ruego, Santísimo Padre, aceptéis como homenaje.

En este campo, como en todos los demás, objeto de vuestra paternal y vigilante solicitud, quiera la Divina Providencia ampliar las mieses y multiplicar los frutos de vuestro pontificado para el bien del mundo y de la Iglesia.

Recordando que Su Santidad, durante una vigilia de Navidad dijo al Cuerpo Diplomático que nos consideraba como « su propia familia », me permito añadir, Santísimo Padre, en nombre de todos, los votos de carácter personal – expresión de nuestra admiración, agradecimiento y filial respeto – que de todo corazón sentimos la alegría de formularle por la salud y dicha de Su Santidad.


*L' Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°3 p.2.

 

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