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DISCURSO DEL SR. D. CARLOS ANDRÉS PÉREZ,
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE VENEZUELA
AL SANTO PADRE PABLO VI*

20 de noviembre de 1976

 

Santidad,

Con emoción de fe común, llego a Vuestra sacra presencia. Traigo el testimonio de admiración, respecto y afecto de Venezuela, Nación de mayoría católica.

La Santa Sede y nuestra República viven una etapa espléndida – quizás la mejor – de sus relaciones en todo el curso de la historia. Mi gobierno, que es expresión directa y genuina de la voluntad de mis conciudadanos, no ha escatimado nada para que los vínculos de consideración y de colaboración con la Iglesia católica sean realmente positivos, tanto al orden democrático que conforma nuestra vida política, como a la institución eclesiástica que atiende a la formación espiritual de nuestro pueblo.

Celebro como Presidente de Venezuela que la Iglesia se encuentre en el disfrute del reciente convenio qui ha plasmado aspiraciones comunes. Me satisface recordar que algo hice, como miembro del Gobierno en aquel entonces y en el Congreso Nacional, en favor de la concertación del acuerdo que hoy nos rige. En ese mismo ambiente promisorio de amistad sincera se inspira esta visita, para mí inolvidable. Agradezco a Dios el honor de que sea yo el primer Jefe de Estado de Venezuela que visita oficialmente a Vuestra Santidad en esta sede apostólica.

Somos una nación que se identifica plenamente con el espíritu de Vuestra incesante campaña en pro de la paz mundial y el bienestar entre los hombres. Creemos, con Vuestra Santidad, que las armas morales deben prevalecer sobre las armas de la guerra y que la civilización ha de ser conducida con mano maestra y firme por los caminos adecuados para el bienestar material y espiritual del hombre. Conscientes de las dificultades y de la honda crisis que conmueve al mundo, proclamamos la primacía del espíritu sobre los materialismos y ratificamos, especialmente desde aquí, nuestra adhesión a la esperanza.

En alguno de Vuestros mensajes para la Jornada de la Paz, que conmemoráis anualmente, se lee esta sentencia que llama a profundas reflexiones: «Si quieres la paz, trabaja para la justicia».

Sin justicia internacional no habrá paz sobre la tierra. La Iglesia ha proclamado por vuestros labios que « la cuestión social reviste hoy carácter mundial ».

Interpreto a mis compatriotas de América Latina, al decirle a Vuestra Santidad que compartimos sin reservas su idea de que el desarrollo es «el nuevo nombre de la paz», cuando es «la economía al servicio del hombre, en el pan de cada día distribuido a todos, como fuente de fraternidad y signo de la providencia. El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Por ser auténtico debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre ». Esta es la idea que inspira nuestras luchas por el establecimiento de un nuevo orden económico internacional basado en la equidad, la igualdad soberana, la interdependencia, el interés común y la cooperación de los Estados, cualesquiera sean sus sistemas económicos y sociales, que permita corregir las desigualdades y reparar las injusticias actuales, eliminar las disparidades crecientes entre los países desarrollados y los países en desarrollo y garantizar a las generaciones presentes y futuras un desarrollo económico y social que vaya acelerándose, « en la paz y en la justicia », según reza la resolución adoptada por las Naciones Unidas, el 9 de mayo de 1974.

Identificados en los conceptos de vuestra encíclica «Populorum Progressio», entendemos la paz y la justicia dentro de un auténtico concepto de la solidaridad internacional, para compartir dentro de la comunidad latinoamericana parte sustancial de nuestro esfuerzo en planes de cooperación que no se parecen a los que hasta ahora han ofrecido las grandes naciones, condicionando su otorgamiento a segundas intenciones.

Sabemos en Venezuela de Vuestra generosa y oportuna intervención en foros internacionales, tale como la Tercera Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) y la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente Humano. Vuestra Santidad supo señalar que « la voz de los pueblos, la voz de la humanidad », debe ser oída, e hizo un llamamiento al hombre moderno para « generar la energía moral » que va a establecer un mundo mejor.

Ese mundo mejor debe tener una conciencia conservacionista que evite la devastación, la contaminación y el mal uso que se viene haciendo de los recursos naturales, para que podamos asegurar la continuidad de la vida en el planeta.

Y sabemos también de otra grave preocupación, que ha signado con caracteres indelebles el espíritu y la acción de Vuestro Pontificado. Me refiero al terrible flagelo del hambre que azota a las tres cuartas partes de la humanidad. En reiteradas oportunidades Venezuela ha planteado en los foros internacionales que este bochornoso azote de la humanidad requiere soluciones definitivas e inmediatas.

En 1974 dirigí una comunicación al Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica y expresé: « La crisis de alimentos en el mundo es entre otras razones producto de los altos precios a que las naciones desarrolladas nos venden las maquinarias agrícolas, industriales y demás insumos indispensables para la agricultura y el crecimiento de nuestra economía ».

« La Conferencia sobre alimentos que prepara la FAO para el mes de noviembre, no podrá alcanzar sus altos fines si los países en desarrollo no logramos garantizar precios remunerativos para las materias primas que producimos, en equilibrio necesario y condicionante con los precios de las manufacturas que importamos ».

Esas palabras mías fueron acogidas por la reunión preparatoria de la Conferencia Mundial de la Alimentación, en Roma. Los países integrantes de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) propusimos la creación de un Fondo Mundial de Alimentos. Hemos ofrecido una cooperación sustancial para este Fondo. Hasta ahora las Naciones industrializadas no han respondido a este clamor universal, como Vuestra Santidad lo ha expresado, de que « cada pueblo debe producir más y mejor, a la vez para dar a sus súbditos un nivel de vida verdaderamente humano y para contribuir también al desarrollo solidario de la humanidad ».

Santidad,

Estos son los dos problemas que a escala planetaria embargan la tranquilidad de los espíritus y agobian a la humanidad. La paz universal, y ese flagelo indignante del hambre, que no podrá ser dominado mientras el egoísmo de las grandes naciones, cualquiera que sea su signo ideológico, anteponga sus intereses excluyentes.

Para todos los pueblos del mundo la hora actual es de pruebas y de singulares sufrimientos. De pruebas, porque los dirigentes de las sociedades deben admitir que sus estructuras han dejado de corresponder a las necesidades actuales; de sufrimientos, porque ningún cambio, ningún desarrollo, ningún progreso son ni serán gratuitos.

Pienso que más allá de las reformas de orden material que propiciamos, es indispensable un cambio esencial en el pensamiento que guíe a las acciones del hombre contemporáneo, amenazado por malsanas corrientes del pensamiento que han engendrado en vastos sectores del conglomerado juvenil mundial, visiones de pesimismo y desesperanza y normas de vida que conducen a la autodestrucción.

Me honra evocar aquí, en este instante auspicioso y feliz, el recuerdo inmortal del Papa que se llamara Juan, como el hombre típico, humilde y corriente de mi tierra, a la cual él distinguió con su buena justicia exaltando un vástago suyo, modesta y grande cifra de nuestro pueblo, a la dignidad cardenalicia. La herencia de Juan XXIII ciertamente « no puede quedar encerrada en una tumba ». De su luminosa «Mater et Magistra» debemos aprender que hay que esforzarse para que el desarrollo económico y el progreso social avancen simultáneamente, y para que ese progreso se efectúe de similar manera en los sectores de la agricultura, la industria y los servicios de todas clases. El nos enseñó que « al derecho del hombre a la existencia corresponde el deber de conservarla; al derecho de un decoroso nivel de vida, el deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud ».

Venezuela, acogedora y abierta por mandato de la naturaleza que en su sangre congregó la representación de todos los continentes en uno de los más cabales procesos de mestizaje, constituye raro caso de nación que jamás tuvo guerra con sus vecinos. Venezuela, fervorosa de la libertad, la justicia, la igualdad y la independencia, valores a los que ha consagrado lo mejor de sí misma, aprecia y aplaude la excelente proyección de una Iglesia Católica, Apostólica y Romana, renovada, audaz y en armonía perfecta con la hora presente.

En nombre de Venezuela, en el mío propio, en el de mi esposa e hijos que me acompañan, y en el de mi Comitiva Oficial, agradezco Vuestra cordial hospitalidad.

Os saludo con filial y respetuoso afecto y formulo los mejores votos para que vuestro mensaje de luz, oportuno y reiterado, llegue al corazón de los hombres con las palabras de Vuestra Santidad: « La Paz no es sueño, sino un deber; un deber universal y perpetuo; la paz hay que quererla; la paz hay que amarla; la paz hay que conseguirla ».


*Insegnamenti di Paolo VI, vol. XIV, p.958-961.

L’Attività della Santa Sede 1976, p.320-323.

L’Osservatore Romano, 21.11.1976, p.1.

 

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