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MENSAJE DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

 

Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Convocados por el Santo Padre Juan Pablo II en el umbral del tercer milenio, para participar en la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos, los padres sinodales, junto con los delegados fraternos y otros invitados, nos reunimos en Roma del 19 de abril al 14 de mayo de 1998. En unión con vosotros, nuestros corazones se hallan colmados de profunda gratitud a Dios Padre porque amó tanto al mundo que le envió a su Hijo Jesús, nuestro Salvador, para que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10, 10).

Un tiempo de gracia

2. El hecho de que, por primera vez, se hayan reunido participantes procedentes de todas las regiones de Asia ha convertido este Sínodo en una experiencia única y en un acontecimiento fundamental, sobre el cual nuestras Iglesias particulares pueden construir. Desde el primer momento, nos congregamos en torno al Santo Padre para ofrecer el sacrificio eucarístico junto a la tumba de san Pedro. Oramos y cantamos en las diversas lenguas de Asia. Invocamos a los mártires y a los santos de nuestros pueblos, y adoramos al Señor con gestos propios de nuestras culturas. Escuchamos al apóstol Juan que nos hizo partícipes de la revelación que recibió: Escuchad «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 3, 6) de Asia. «Lo que ves escríbelo en un libro y envíalo a las siete Iglesias» (Ap 1, 11).

Este Sínodo ha reunido a participantes procedentes de toda Asia y a representantes de todos los demás continentes. Damos gracias a Dios por el profundo sentido de comunión en Cristo que hemos experimentado, por la posibilidad que hemos tenido de compartir con sinceridad nuestras preocupaciones pastorales y por la profunda solidaridad que hemos vivido. La presencia de los delegados procedentes de países como Myanmar, Vietnam, Laos y Camboya, así como de Asia central, de Mongolia y de Siberia, ha sido un motivo particular de acción de gracias a Dios. En el pasado, los que vivían en esos países encontraban grandes dificultades para participar en estas asambleas. Nos ha entristecido el hecho de que dos obispos, que podían haber hecho oír la voz de la Iglesia que está en China continental, no hayan podido venir, pero hemos orado por ellos y nos hemos beneficiado de su oración.

Todos los testimonios que hemos escuchado sobre las grandes hazañas realizadas por miles de misioneros en Asia desde los tiempos de los Apóstoles hasta nuestros días han suscitado en nosotros un profundo sentido de gratitud con respecto a ellos. Agradecemos todo el apoyo que hemos recibido de los diversos servicios misioneros, sobre todo de las Obras misionales pontificias, así como de otros organismos eclesiales, que ayudan generosamente a la Iglesia que está en Asia.

Damos gracias a Dios por la inspiración y el heroico ejemplo que han dado tantos misioneros y mártires asiáticos. También damos gracias al Señor por nuestros hermanos que hoy, en los diversos países, prosiguen la misión de la Iglesia en circunstancias particularmente difíciles, como se nos ha explicado, en repetidas ocasiones, durante el Sínodo.

Saludos a los pueblos de Asia

3. Saludamos respetuosamente a todos nuestros hermanos de Asia que han puesto su confianza en otras tradiciones religiosas. Nos complace reconocer los valores espirituales de las grandes religiones asiáticas, como el hinduismo, el budismo, el judaísmo, el islam... Apreciamos también los valores éticos de las tradiciones y costumbres fundadas en las enseñanzas de los grandes filósofos de Asia, que promueven las virtudes naturales y la piadosa veneración de los antepasados. Asimismo, respetamos las creencias y prácticas religiosas de las poblaciones indígenas, cuya reverencia por todo lo creado manifiesta su cercanía al Creador.

Juntamente con todos los pueblos de Asia, deseamos incrementar el intercambio de nuestras riquezas, dentro del respeto recíproco de nuestras diferencias. Queremos trabajar juntos para mejorar la calidad de vida de nuestros pueblos. Consideramos que nuestra fe es nuestro mayor tesoro y quisiéramos compartirlo con todos, respetando plenamente las convicciones religiosas y la libertad de cada uno. Escuchar al Espíritu

4. Todos los días hemos orado juntos y escuchado a los que fueron elegidos, por turno, para comentar la palabra de Dios. Las intervenciones en las asambleas plenarias, los debates por grupos, y el dinamismo del Sínodo caracterizado por la serenidad, el orden y la eficacia, nos han permitido experimentar la presencia del Espíritu entre nosotros. Él nos ha ayudado a cobrar conciencia de nuestras faltas y errores, que debilitan nuestro testimonio del amor salvífico de Cristo. Nosotros somos los primeros que necesitamos ser evangelizados, mientras nos esforzamos por evangelizar a los demás. Desearíamos que los demás, al contemplar nuestra vida, percibieran las maravillosas riquezas que Dios nos ha regalado en la persona de su Hijo Jesús.

Es el Espíritu Santo quien nos ayuda a comprender cómo debería ser nuestra visión de la Iglesia en Asia, en el umbral del tercer milenio. La presencia entre nosotros de representantes de Iglesias que en el pasado fueron perseguidas y de las que actualmente afrontan una creciente intolerancia, nos ha permitido comprender mejor la situación de los cristianos que viven en condiciones particularmente difíciles.

Los delegados fraternos de las demás Iglesias cristianas han reavivado en nosotros un deseo profundo de la unidad de todos los cristianos que nuestro Señor Jesucristo deseó y por la que oró. Esto nos ha recordado la urgente necesidad de promover el ecumenismo. La contribución de los enviados especiales y de los representantes de los laicos, de los religiosos y de las asociaciones apostólicas, han afinado nuestro conocimiento del ministerio pastoral más allá de nuestras preocupaciones habituales e institucionales.

Misión de la Iglesia

5. El Señor resucitado encomendó a su Iglesia la tarea de proclamar la buena nueva del reino de Dios con la fuerza del Espíritu Santo. La Iglesia toma como modelo a los primeros cristianos, que «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42).

Nuestro modo de entender la misión tiene como punto de referencia el deseo del Señor de que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10, 10). Esa vida, que tiene su origen en la santísima Trinidad, nos fue comunicada por Jesús, el Hijo de Dios, enviado a salvar a toda la humanidad del pecado, del mal y de la muerte, y a darnos la libertad y dignidad que Dios desea para todos.

La palabra de Dios debe ocupar un lugar central en nuestra vida y alimentarnos espiritualmente. La Biblia no es un libro común, sino la auténtica voz del Dios vivo, que nos impulsa cada día a realizar su plan para nuestra vida y para el mundo. Nos alegra constatar que, gracias a buenas traducciones de la Biblia a las diversas lenguas locales, los fieles han podido acercarse a las «palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Todos tenemos el deber de anunciar a Cristo. Este impulso interior nace de la alegría de haber encontrado un tesoro y del deseo de compartirlo. En Jesucristo el Dios desconocido e inaccesible se nos revela plenamente y se comunica a sí mismo. El Padre, que vive, envió a Jesús, que recibió de él la vida (cf. Jn 6, 57). Esa es la vida que Jesús vino a compartir con nosotros. Es la fuente de toda vida y dura para siempre.

Se han sugerido maneras nuevas de presentar a Jesús a nuestros hermanos, muy adecuadas a las culturas asiáticas. Reconocemos el espléndido servicio que dan los que llevan la buena nueva a las poblaciones asiáticas que aún no han oído hablar de Jesucristo. Estamos convencidos de que lo que Asia necesita es presentar a Jesús como la personificación del amor y de la misericordia de Dios.

Somos muy conscientes de que la liturgia desempeña un papel clave en la evangelización. A través de ella las personas pueden llegar a Dios y experimentar su presencia. Es él quien toma la iniciativa de salir a nuestro encuentro, quien invita a una respuesta en la adoración, en la contemplación y en el silencio. Pero todo ello exige una participación real en la liturgia. Los gestos deben mostrar que se está realizando algo solemne y sagrado. Hemos constatado con alegría que casi en toda Asia se usa durante las celebraciones la lengua del pueblo, pero sentimos la necesidad urgente de tener cada vez más en cuenta las culturas locales en las celebraciones litúrgicas.

Ante todo, el anuncio de Cristo exige una profunda espiritualidad misionera, arraigada en Cristo, con énfasis particular en la compasión, la armonía, el desapego, la renuncia, la solidaridad con los pobres y con los que sufren, así como el respeto a la integridad de la creación. El testimonio de las comunidades monásticas y contemplativas es particularmente necesario para manifestar el auténtico rostro de Jesús. Lo mismo vale para la vida y la obra de los consagrados, tanto hombres como mujeres.

Necesitamos programas de formación que permitan preparar sacerdotes y religiosos, hombres y mujeres de Dios dedicados a la oración, que tengan una profunda vida espiritual y sean capaces de guiar y acompañar a los demás por el camino que lleva a Dios. Los cristianos en Asia necesitan pastores celosos y guías espirituales, y no sólo administradores eficientes. El ejemplo personal de los formadores desempeña un papel decisivo en el proceso de formación.

Hemos puesto de relieve la importancia de la inculturación, para que «la Iglesia se haga signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión» (Redemptoris missio, 52).

En el contexto asiático de una sociedad multiétnica, multirreligiosa y multicultural, el diálogo interreligioso resulta cada vez más necesario. Actualmente, la Iglesia está realizando grandes esfuerzos para entablar un verdadero diálogo con las religiones milenarias. El diálogo interreligioso debe ser un encuentro respetuoso y sincero, en el que los interlocutores desean conocerse, aprender los unos de los otros, enriquecerse y amarse, como cristianos y musulmanes están tratando de hacer en el Líbano, donde su convivencia es particularmente prometedora. Para el fiel cristiano, todo ello implica también el deseo de compartir el mensaje salvífico de Cristo. La Iglesia en Asia está llamada a entablar un triple diálogo: con las culturas asiáticas, con las religiones asiáticas y con los habitantes del continente, sobre todo con los pobres. Para realizar ese diálogo, resulta fundamental una formación, sobre todo en nuestros centros formativos.

Reconocemos el magnífico servicio que prestan los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los laicos en el campo de la educación en Asia. Nos comprometemos a promover los valores evangélicos y los valores y tradiciones culturales asiáticos, como la hospitalidad, la sencillez y el respeto a las personas, los lugares y los objetos sagrados. El programa debe estimular el pensamiento crítico, confiriendo a nuestros estudiantes la capacidad de analizar las diversas fuerzas que actúan en la sociedad y descubrir las situaciones de explotación de las personas. Debemos prestar mayor atención a la educación informal. Periódicamente conviene revisar nuestro sistema educativo, su contenido, su metodología, los beneficios que produce a los que lo reciben, las relaciones que genera, los valores que inculca y su influjo en la sociedad.

Hace falta elaborar en todas las diócesis un plan pastoral de comunicaciones sociales, que prevea también una oficina de relaciones públicas. Es importante prestar la debida atención a la formación para los medios de comunicación social, y al uso constructivo de medios como prensa, publicaciones, televisión, radio e Internet. Los medios de comunicación social se suelen llamar, con razón, el areópago moderno; y aquí, como en otros campos, la Iglesia puede desempeñar un papel profético y, cuando sea necesario, convertirse en portavoz de quienes no tienen voz.

Al haber recibido de Dios Creador la misión de administrar su creación, debemos respetar la madre tierra y los ecosistemas que nos alimentan. Debemos hacer todo lo posible para evitar la degradación del ambiente, que, por lo demás, es consecuencia de una avaricia desenfrenada, que conlleva la contaminación de la tierra, del mar, de los ríos y del aire, y la tala de los bosques. Debemos comprometernos en favor de un desarrollo ecológicamente sostenible, sobre todo en el sector agrícola.

Los laicos desempeñan un papel importante en la misión de la Iglesia. Son muchos los signos que ponen de manifiesto que el Espíritu los está preparando para el papel cada vez más importante que deben desempeñar en el próximo milenio, que podríamos llamar la era de los laicos. Algunos de estos signos son el compromiso en la evangelización, la participación en la vida eclesial, y la participación activa y entusiasta en las pequeñas comunidades cristianas. Los programas de renovación, la catequesis y las instituciones educativas católicas están llamados a desempeñar un papel decisivo para preparar a los laicos con vistas a la misión. Para que puedan trabajar en la transformación de las estructuras socioculturales, políticas y económicas de la sociedad, debemos ayudarles a adquirir un profundo conocimiento de la doctrina social de la Iglesia y de su enseñanza sobre los problemas de ética.

La familia representa la institución más amenazada. La política de control demográfico en algunos países tiende a discriminar a las niñas y afecta a los pobres del tercer mundo. Se destruyen los valores familiares tradicionales, tomando su lugar el egoísmo, el hedonismo, el materialismo y la avaricia. La anticoncepción, la esterilización y el aborto son ataques directos contra la vida. Debemos salvar a la familia, pues, por acoger y proteger a los seres humanos, es la célula fundamental de la sociedad y de la Iglesia. Si se destruye la familia, se destruye la sociedad. La familia es la iglesia doméstica, y ocupa el centro de la comunidad cristiana. El hogar es la primera escuela; y los padres, los primeros maestros. El primer libro de texto del niño son las relaciones que existen dentro de la familia entre los padres, entre éstos y los hijos, y entre las familias.

Uno de los signos más importantes de los tiempos es el hecho de que la mujer está tomando cada vez mayor conciencia de su dignidad y de su igualdad con respecto al hombre. Para ser un signo creíble del respeto y de la libertad de la mujer, la Iglesia en Asia debe dar testimonio de Cristo como promotor de su auténtica dignidad. Lo podemos realizar impulsándola a participar en la misión de amor y servicio de Cristo, con igual responsabilidad que el hombre. Los jóvenes son la esperanza de Asia y de la Iglesia. Hoy más que nunca es preciso que la Iglesia les dé la formación que necesitan para afrontar los desafíos de nuestra sociedad, que cambia tan rápidamente, y de un futuro incierto. Al ocuparnos oportunamente de los millones de jóvenes de Asia, colmaremos su corazón de esperanza y los convertiremos en evangelizadores. Reconocemos con gratitud y deseamos estimular las fuerzas evangelizadoras de los jóvenes que ya actúan con el fin de crear un futuro mejor para la Iglesia y para la sociedad.

Es preciso prestar atención particular a los millones de trabajadores inmigrantes, que se alejan de su familia para ir a ganarse el pan en otros países. El acompañamiento pastoral de estas personas, según su tradición eclesial, es particularmente necesario. Si son cristianos, una formación adecuada les permitirá ser evangelizadores en los países que los acogen. Otro grupo de personas que han de ser objeto de nuestra solicitud son los refugiados. En Asia son millones los que han abandonado su país y necesitan todo tipo de asistencia.

Llamamiento a la justicia y a la paz

6. No podemos menos de sentir viva preocupación al tener noticia de los sufrimientos de las poblaciones en muchos países asiáticos a causa de la violencia periódica, de las luchas intestinas y de las tensiones y guerras entre naciones.

Existe, además, el problema de Jerusalén, corazón de la cristiandad y ciudad santa para las tres religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Dirigimos un llamamiento a todas las partes implicadas para que hagan todo lo posible a fin de conservar el carácter único y sagrado de esta ciudad santa.

A la luz de los sufrimientos de la población iraquí, sobre todo de las mujeres y los niños, pedimos encarecidamente que se adopten medidas para levantar el embargo impuesto a ese país.

En otros lugares de Asia las poblaciones sufren a causa de regímenes políticos que no tienen en cuenta sus legítimas reivindicaciones para obtener mayor libertad y mayor respeto a sus derechos fundamentales. Otros luchan para recuperar su soberanía o una mayor autonomía.

Es preciso suscitar mayor conciencia de los peligros que implican el desarrollo y la expansión de la industria bélica. Tales políticas contribuyen a desoír las demandas de justicia y democracia de la gente.

Aun reconociendo los aspectos positivos de la globalización, nos preocupan sus efectos negativos. Exhortamos a las Iglesias particulares del primer mundo a ser solidarias con los pobres de Asia y a defender su causa ante los Gobiernos y las instituciones económicas mundiales, como la Banca mundial, el Fondo monetario internacional y la Organización mundial del comercio, a fin de obtener lo que el Papa Juan Pablo II, en su Mensaje de este año para la Jornada mundial de la paz, ha definido: «Globalización sin marginación. Globalización en la solidaridad».

Recomendamos encarecidamente que durante el Año jubilar del 2000, se vuelva a negociar la deuda del tercer mundo, y que se reduzca esta enorme carga.

Motivos de esperanza

7. Nuestro principal motivo de esperanza es Jesucristo, que dijo: «¡Ánimo!, soy yo, no temáis» (Mt 14, 27) y también: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

Otro motivo de esperanza es el sentimiento religioso de nuestros pueblos, que tienen una gran capacidad de recuperación aun en las situaciones más difíciles.

La Iglesia ya está presente en todos nuestros pueblos, llamados a desempeñar un papel cada vez más relevante en el desarrollo de la humanidad. Con la excepción de la situación particular de Filipinas, los cristianos constituyen en todas partes una minoría, y en algunos casos una minoría muy escasa. Sin embargo, las Iglesias particulares en Asia son vivas y algunas manifiestan un dinamismo extraordinario.

Casi en todas partes de Asia es relativamente elevado el número de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, y también nos alegra observar que en numerosos países asiáticos hay muchos laicos que son plenamente conscientes de su responsabilidad cristiana. Participan de múltiples maneras en la vida de la Iglesia. Muchos laicos son, además, profundamente conscientes de su deber de ser testigos auténticos de Cristo y de contribuir al progreso del reino de Dios.

Por todas partes la Iglesia está bien arraigada y presta a la gente servicios muy apreciados. A veces, algunas instituciones no están realmente al servicio de los más pobres. Sin embargo, nos complace constatar que se están realizando esfuerzos cada vez mayores para lograr que las instituciones de la Iglesia ayuden verdaderamente a los más necesitados. Al mismo tiempo, notamos con alegría que algunos no dudan en salir de grandes instituciones para compartir la vida de los más desvalidos y luchar junto con ellos en la defensa de sus derechos.

Así pues, debemos tener confianza. El Espíritu del Señor está actuando de una forma muy evidente en Asia, y la Iglesia es muy activa en este continente. Con Cristo ya hemos vencido a la muerte. Con él ya hemos resucitado.

Sin complacernos en los logros conseguidos en el pasado, deberíamos conservar el fervor del espíritu, como afirmó el Papa Pablo VI: «Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo (...) con un ímpetu que nadie ni nada sea capaz de extinguir. (...) Y ojalá que el mundo actual .que busca a veces con angustia, a veces con esperanza. pueda así recibir la buena nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo» (Evangelii nuntiandi, 80).

Este mensaje sólo se refiere a algunas de las cuestiones tratadas en el Sí- nodo. Se debatieron muchos otros temas, que han sido recogidos en las diversas proposiciones presentadas al Santo Padre y que, posiblemente, serán incorporadas a la exhortación apostólica postsinodal que esperamos.

Oración conclusiva

8. Hemos concluido el Sínodo como lo comenzamos, con el sacrificio eucarístico, en el que, a través de las palabras de consagración, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y la Asamblea se transforma en «un solo cuerpo y un solo espíritu» en Cristo. De ahora en adelante este encuentro con Jesús debe continuar en todo el continente asiático. Esta labor corresponde al Espíritu Santo, que siempre está a nuestro lado para ayudarnos. Nos dirigimos a María, en cuyo seno Cristo fue formado por el Espíritu Santo. Oramos para que ella interceda por nosotros, a fin de que, como Jesús, su Hijo divino, la Iglesia se convierta cada vez más en una Iglesia servidora, que prosiga su misión de amor y servicio a los pueblos de Asia, «para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

 

 
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