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 SYNODUS EPISCOPORUM
X COETUS GENERALIS ORDINARIUS

 

EL OBISPO
SERVIDOR DEL
EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA
ESPERANZA DEL MUNDO

 

Instrumentum laboris

Ciudad del Vaticano

2001

 

© Copyright 2001
Secretería General del Sínodo de los Obispos y Libreria Editrice Vaticana.

 

Este texto puede ser reproducido por las Conferencias Episcopales o bajo su autorización siempre que su contenido no sea alterado de ningún modo y que dos copias del mismo sean enviadas a la Secretaría General del Sínodo de los Obispos, 00120 Ciudad del Vaticano.


INTRODUCCIÓN

 

 

En la perspectiva de un nuevo milenio

 

1.      Cristo Jesús nuestra esperanza (1 Tim 1,1), el mismo ayer hoy y siempre (Hb 13,8), Pastor supremo (1 P 5,4), guía su Iglesia a la plenitud de la verdad y de la vida, hasta el día de su venida gloriosa en la cual se cumplirán todas las promesas e serán colmadas las esperanzas de la humanidad.

         Al inicio del tercer milenio cristiano, la humanidad y la Iglesia se encaminan hacia un futuro que trae consigo la herencia de un siglo, ya pasado, lleno de sombras y de luces.

         Nos encontramos en un momento nuevo de la historia humana. Muchos se interrogan sobre las metas futuras de la humanidad y se preguntan cuál será el futuro del mundo, que aparece por una parte inmerso en un dinamismo de progreso, con una creciente interdependencia en la economía, en la cultura y en las comunicaciones, y por otra parte todavía lleno de conflictos sociales, con amplias zonas donde crecen el hambre, las enfermedades y la pobreza.

         El inicio de un nuevo milenio pone en el centro de la conciencia mundial un futuro por construir y con ello el tema de la esperanza, condición esencial del homo viator y del cristiano, orientado hacia el cumplimiento de las promesas de Dios. Una esperanza entendida también como llama de la fe y estímulo de la caridad, hacia un futuro de resultados imprevisibles.

 

2.      En este nuevo inicio se coloca la Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, prevista inicialmente en el Año Jubilar y ahora programada para el mes de octubre del 2001.

         Con intuición profética Juan Pablo II ha querido asignar a tal Asamblea un tema de gran importancia: Episcopus minister Evangelii Iesu Christi propter spem mundi.

         Son diversas y sugestivas las razones que hacen de éste un tema particularmente apropiado al actual momento de la vida de la Iglesia y de la humanidad. Ellas son ante todo de carácter teológico y eclesiológico, pero también de orden antropológico y social.

  

 

En la huella de las precedentes asambleas sinodales 

3.      En primer lugar están las razones de carácter teológico. La Iglesia entera ha celebrado con alegría el Gran Jubileo del 2000 para honrar la memoria del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo hace ya dos mil años; no sólo para recordar con gratitud su venida en medio de nosotros, sino también para celebrar su presencia viva en la Iglesia, en estos veinte siglos de su historia, su obra como único Salvador del mundo, centro del cosmos y de la historia.

         En la indivisible unidad entre Cristo y su Evangelio, el tema del Sínodo tiende a  subrayar que es Él, Jesucristo, Hijo de Dios, enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo (cf. Jn 10,36), la esperanza del mundo y del hombre, de cada hombre y para todo el hombre.[1]

         En efecto, es Cristo la Palabra definitiva y el don total del Padre, el verdadero Evangelio de Dios, en el cual se realizan todas las promesas y en el cual está el Amén de Dios (cf. 2 Co1,20), el cumplimiento de la esperanza del mundo. Su Evangelio es la noticia siempre nueva y buena, potencia de vida que continúa a iluminar los caminos del mundo hacia el futuro, como lo ha hecho durante veinte siglos. En efecto, son inseparables su doctrina y su persona, su obra y sus enseñanzas, su mensaje y su Iglesia, donde él continúa a estar presente. La Iglesia, al inicio del tercer milenio, propone todavía con alegría su mensaje de vida y de esperanza a toda la humanidad.[2]

 

4.      Hay luego razones de orden eclesiológico. Algunas son de carácter permanente, otras de orden coyuntural.

         El Señor Jesús, al final de su permanencia entre nosotros, ha enviado a los apóstoles como sus testigos y mensajeros hasta los confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos. También sobre esta palabra se apoya el arduo deber de proponer al mundo su persona y su doctrina como suprema esperanza: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Los obispos, en comunión con el Papa, están llamados hoy, a cumplir esta misión junto con todos los miembros de la Iglesia, siendo los testigos del Evangelio de Cristo en el mundo, aunque a ellos, como sucesores de los apóstoles, les “incumbe la noble tarea de ser los primeros en proclamar las ‘razones de la esperanzaÂÂ’ (1 P 3,15); esperanza que se apoya en las promesas de Dios, en la fidelidad a su palabra y que tiene como certeza inquebrantable la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el mal y el pecado”.[3]

         La importancia de la celebración de la Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, centrada en modo particular en el ministerio del obispo como servidor del Evangelio para la esperanza del mundo, emerge con claridad se si considera que las últimas Asambleas ordinarias han tratado respectivamente la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo (1987), la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales (1990) y la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo (1994). Fruto de las reuniones sinodales fueron las respectivas Exhortaciones apostólicas post-sinodales de Juan Pablo II: Christifideles laici, Pastores dabo vobis  y Vita consecrata.

         Parecía entonces oportuno afrontar el tema del ministerio del obispo bajo el perfil de la proclamación del Evangelio y de la esperanza, casi como vértice y síntesis. En efecto, las varias asambleas sinodales ordinarias han dado un nuevo impulso de renovación a las diversas vocaciones en el pueblo de Dios, para una mayor complementariedad, en una eclesiología de comunión y de misión, atenta a la naturaleza jerárquica y carismática de la Iglesia. Ahora la disertación específica del tema de esta asamblea indica la necesidad de orientar hacia el futuro la misión del entero pueblo de Dios, en comunión con sus pastores.

 

5.      Más aún, en la última década del siglo XX, hacia el final del segundo milenio de la era cristiana, los obispos de los diversos continentes fueron convocados por el Romano Pontífice en diversas Asambleas sinodales especiales, para tratar acerca de la Iglesia en Europa (1991 y 1999), en África (1994), en América (1997), en Asia (1998) y en Oceanía (1998). Fruto de estos encuentros son los respectivos documentos post-sinodales publicados o de próxima publicación.

         La próxima Asamblea ordinaria, con su característico tema, podrá beneficiarse con la experiencia de un período particularmente intenso de comunión sinodal, como jamás había sucedido antes.

         En realidad, todos los Sínodos de las últimas décadas han tocado el tema del ministerio episcopal, no sólo porque se trató de Sínodos de Obispos, sino porque de algún modo han ayudado a configurar la ministerialidad episcopal en las últimas décadas en relación a la Evangelización (1974), a la Catequesis (1977), a la Familia (1981), a la Reconciliación y la Penitencia (1983), a los Fieles laicos (1987), a los Presbíteros (1990), a la Vida Consagrada (1994) y a la actuación del Concilio Vaticano II, en el Sínodo extraordinario de 1985.

 

6.      El aspecto doctrinal y pastoral específico del tema del Sínodo se concreta entonces en el anuncio del Evangelio de Cristo para la esperanza del mundo. Es en esta perspectiva que la temática de la próxima Asamblea ordinaria tendrá máxima importancia también a nivel antropológico y social. La Iglesia, que quiere compartir “las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy”, [4] deberá preguntarse por qué senderos se encamina la humanidad de nuestro tiempo, en la cual ella misma está inmersa como sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14). Ella  deberá preguntarse también cómo anunciar hoy la verdadera esperanza del mundo que es Cristo y su Evangelio.

         Estamos en el inicio de un nuevo milenio de la era cristiana, caracterizado por particulares situaciones sociales y culturales, casi una “aetas nova”, una época nueva, a veces definida como post-modernismo o post-modernidad. Es necesario que con un nuevo impulso resuene en el mundo el anuncio de la salvación, en modo de suscitar aquel dinamismo teologal que es propio del Evangelio, para que la humanidad entera lo “escuche y crea, creyendo espere, esperando ame”.[5]

         En efecto, la esperanza cristiana está íntimamente unida al anuncio audaz e integral del Evangelio, que sobresale entre las funciones principales del ministerio episcopal. Por esto, entre los múltiples deberes y tareas del obispo, “sobre todas las preocupaciones y dificultades, que están inevitablemente ligadas al fiel trabajo cotidiano en la viña del Señor, debe estar primero de todo la esperanza”.[6]

 

 

Continuidad y novedad 

7.      En este camino de gracia se coloca la preparación y la próxima celebración de la Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.

         El texto de los Lineamenta publicado en 1998, ha suscitado intereses y consensos, y ha ofrecido la ocasión para una profundización de las temáticas inherentes al ministerio del obispo. Fruto de las respuestas de las Conferencias Episcopales y de otros organismos, sin dejar de lado a muchos obispos y otros miembros del Pueblo de Dios, es el presente Instrumentum laboris, que intenta proponer e ilustrar el tema elegido por el Papa, incorporando cuestiones y propuestas, en continuidad con los Lineamenta, en modo que ofrezca un plan para un ordenado y abierto desenvolvimiento del trabajo sinodal.

         El proceso preparatorio de la asamblea, de la consultación promovida con los Lineamenta ha pasado a través de las respuestas y ha llegado hasta el Instrumentum laboris, delineando así la típica actividad sinodal como un flujo ininterrumpido de meditación sobre el tema dado por el Santo Padre. Esta operación, que del texto inicial ha confluido en el presente documento de trabajo, tiene en este caso un carácter especial. En efecto, el alto consenso obtenido por los Lineamenta ha producido primero un desarrollo muy homogéneo de las ideas y después una singular correspondencia entre los dos textos.  

         La rica experiencia que los obispos del mundo han vivido en las últimas asambleas ordinarias y especiales de los Sínodos y el precioso patrimonio de doctrina que de allí emergió, están en la base de una preparación provechosa de la próxima asamblea. Por esto el Instrumentum laoris no pretende alargarse en una amplia descripción de la situación mundial, ni menos aún atraer la atención sobre cuestiones de carácter particular o regional, ya examinadas en las precedentes Asambleas continentales.

 

8.      La disertación específica del ministerio del obispo como servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo se coloca en el interior de una continuidad magisterial, que evoca los documentos del Concilio Vaticano II; en modo especial, desde el punto de vista doctrinal, la Constitución Dogmática Lumen gentium y el Decreto conciliar Christus Dominus.

         Por su modo completo y concreto en la ilustración de la figura y del ministerio del obispo en su iglesia particular, el Directorio Pastoral de la Congregación para los Obispos, Ecclesiae Imago del 22 de febrero de 1973, conserva una validez esencial todavía hoy.[7] Desde el punto de vista teológico-canónico hay que referirse al Codex iuris canonici (CIC) de 1983 y al Codex canonum Ecclesiarum Orientalium (CCEO) de 1990, para las necesarias actualizaciones.

         Muchos son además los documentos del Magisterio postconciliar que en modo específico se refieren al ministerio pastoral de los obispos, entre ellos de manera especial las alocuciones de los Romanos Pontífices a las diversas Conferencias episcopales con ocasión de las visitas “ad limina" o de los viajes apostólicos de las últimas décadas.

         Entre otros documentos más recientes, que se refieren a problemas específicos del ministerio pastoral de los obispos en la Iglesia universal y en las iglesias particulares, se debe recordar, desde el punto de vista eclesiológico, la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe Communionis notio del 22 de mayo de 1992, sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión,[8] y finalmente, la Carta apostólica en forma de Motu propio de Juan Pablo II Apostolos suos, del 21 de mayo de 1998, sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias Episcopales.[9]

 

9.      La referencia al obispo en el tema asignado por el Santo Padre Juan Pablo II para la próxima asamblea sinodal merece una aclaración. Se trata del ministerio episcopal, como fue ilustrado por la Costitución dogmática Lumen gentium y por el Decreto conciliar Chrsitus Dominus, en toda su rica gama de temas y deberes pastorales. Todos los obispos, de hecho, tienen en común la gracia de la ordenación episcopal, son sucesores de los apóstoles y en comunión con el Romano Pontífice forman parte del Colegio episcopal.

         El Concilio Vaticano II ha puesto nuevamente en un lugar de honor la realidad del Colegio episcopal, que sucede al Colegio de los Apóstoles y es expresión privilegiada del servicio pastoral desarrollado por los obispos en comunión entre ellos y con el Sucesor de Pedro. En cuanto miembros de este colegio todos los obispos “han sido consagrados no solo para una diócesis determinada, sino para la salvación de todo el mundo”[10] . Por institución y voluntad de Cristo ellos “están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal”.[11]

         En efecto, cada obispo, legítimamente consagrado en la Iglesia católica, participa de la plenitud del sacramento del orden. Como ministro del Señor y sucesor de los apóstoles, con la gracia del Paráclito, debe obrar para que toda la Iglesia crezca como familia del Padre, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu, en la triple función que está llamado a desarrollar, o sea la de enseñar, la de santificar y la de gobernar.

         En modo particular, sin embargo, el Sínodo mira más concretamente al obispo diocesano en la plenitud de su ministerio en la iglesia particular. Él es presencia viva y actual de Cristo “pastor y obispo” de nuestras almas (1 P 2,25); es su vicario en la iglesia particular a él confiada, no sólo de su palabra sino también de su misma persona.[12]

         Por otra parte, la importancia del tema del Sínodo aparece claramente cuando se considera cómo en las últimas décadas ha cambiado la imagen del obispo; él aparece en la experiencia de los fieles, más cerca y presente en medio de su pueblo, como padre, hermano y amigo; más simple y accesible. Y sin embargo, han aumentado sus responsabilidades pastorales y se han alargado sus deberes ministeriales, en una Iglesia siempre más atenta a las necesidades del mundo, a tal punto que el obispo aparece hoy empeñado en varias tareas ministeriales y muchas veces es signo de contradicción a causa de la defensa de la verdad. Por lo tanto, él está abierto a una constante renovación de su oficio pastoral, en una cada vez más profunda dimensión de comunión y de colaboración con los presbíteros, las personas consagradas y los laicos.

         La Xª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos será sin duda la ocasión para verificar que cuanto más sólida es la unidad de los obispos con el Papa, entre ellos y con el pueblo de Dios, tanto más resulta enriquecida la comunión y la misión de la Iglesia, y al mismo tiempo, tanto más reforzado y confortado será su mismo ministerio.

 

 

Un renovado anuncio del Evangelio de la esperanza 

10.    Muchos son los motivos de esperanza con los que la Iglesia mira a la celebración del próximo sínodo. El tiempo oportuno del Gran Jubileo del 2000, preparado por el camino trinitario cumplido en los años precedentes, ha ofrecido a todo el pueblo de Dios la gracia de vivir un Año santo en la conversión, en la reconciliación y en la renovación espiritual.

         En Roma y en Tierra Santa, al lado del sucesor de Pedro, en las iglesias particulares en torno a los propios pastores, los fieles han tenido la gozosa experiencia de un año de misericordia y de santidad. Tanto es así que muchos se han preguntado cómo dar continuidad, en el comienzo del nuevo siglo y milenio, a la gracia y a las experiencias positivas del Gran Jubileo.

         La Iglesia se ha puesto nuevamente delante del mundo como signo de esperanza, especialmente por el testimonio de muchas categorías del pueblo de Dios, como los jóvenes y las familias; pero también por los gestos fuertes de carácter ecuménico, de purificación de la memoria y de pedido de perdón, por la audaz evocación de los testigos de la fe del siglo XX.

         Fueron fuertes y significativas las solicitudes de clemencia para los encarcelados y de reducción o total condonación de la deuda internacional, que pesa sobre el destino de muchas naciones.

         También los obispos han tenido la posibilidad de vivir momentos de intensa comunión y renovación espiritual en su Jubileo específico, junto al Papa y unidos a la Virgen María, como en el Cenáculo de Pentecostés.

         El Evangelio de Cristo se demuestra todavía potencia de vida, palabra que humaniza y une a los pueblos en una sola familia y promueve el bien de todos más allá de las diferencias de lengua, raza o religión.

 

11.    Sobre el fundamento de la esperanza cristiana que no falla (cf. Rm 5,5), la Iglesia orienta sus pasos hacia el futuro, con un renovado impulso para una nueva evangelización.

         El mundo que ha superado el umbral del nuevo milenio espera una palabra de esperanza, una luz que lo guíe en el futuro. El Evangelio, en la historia temporal de los hombres, fue, es y será un fermento de libertad y de progreso, de fraternidad, de unidad y de paz.[13]

         El próximo Sínodo de los Obispos, espera ofrecer a la Iglesia y al mundo el anuncio audaz y confiado del Evangelio de Cristo, que abre los corazones a la esperanza terrena y eterna. Pretende hacerlo con el testimonio de unidad, de gozo y de solicitud por la humanidad de nuestro tiempo de parte de los sucesores de los apóstoles en comunión con el Papa, a los cuales el Señor mismo ha asegurado su asistencia hasta la consumación de los siglos (cf. Mt 28,20). 

 

 

CAPÍTULO I 

UN MINISTERIO DE ESPERANZA

 

Una mirada sobre el mundo con los sentimientos del Buen Pastor 

12.    ¿Qué actitud asume hoy el obispo para ser servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo?

         Antes que nada, el obispo se ubica frente al mundo con una mirada contemplativa, ante la realidad de nuestro mundo, en lo concreto del propio ministerio y en comunión con la Iglesia universal y particular, a cuyo cuidado él está destinado. Luego, lo hace con un corazón compasivo, capaz de entrar en comunión con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para los cuales debe ser testigo y servidor de la esperanza.

         Una imagen evangélica da vida a la actitud que se le exige. Al comienzo de su ministerio Jesús se presenta como el heraldo de la Buena noticia del Padre y lo confirma saliendo al encuentro de las necesidades de la gente: “y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36).

         El obispo, con la gracia del Espíritu Santo que dilata y profundiza su mirada de fe, revive los sentimientos de Cristo Buen Pastor ante las ansias y las búsquedas del mundo de hoy, anunciando una palabra de verdad y de vida y promoviendo una acción que va al corazón mismo de la humanidad. Sólo así, unido a Cristo, fiel a su Evangelio, abierto con realismo a este mundo, amado por Dios, se transforma en profeta de la esperanza.

         Con esta imagen se presenta ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, los cuales, después de la caída de las ideologías y de las utopías, a veces sin memoria del pasado y demasiado ansiosos por el presente, tienen proyectos más bien efímeros y limitados y son a menudo manipulados por fuerzas económicas y políticas. Por esto necesitan redescubrir la virtud de la esperanza, poseer válidas razones para creer y para esperar, y, por lo tanto, también para amar y obrar más allá de lo inmediato cotidiano, con una serena mirada sobre el pasado y una perspectiva abierta al futuro.

         La Iglesia, y en ella el obispo, como pastor del rebaño, en continuidad con las actitudes de Jesús, se propone como testigo de la esperanza que no falla (cf. Rm 5,5), consciente de la fuerza propulsora que la orienta hacia el cumplimiento de las promesas de Dios: en efecto “el amor de Dios, fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado” (ib.).

         A la Iglesia y a sus pastores fue confiado el Evangelio de la esperanza. Ésta se apoya sobre la certeza de las promesas de Dios, es la esperanza viva a la que el Padre nos ha reengendrado con la resurrección de Cristo (cf. 1 P 1,3), victoria sobre la muerte y sobre el pecado. Y como consecuencia se apoya en la certeza de la perenne presencia de Cristo, Señor de la historia, Padre del siglo futuro (cf. Is 9,6).

         Por lo tanto, hay que abrir y vivir bajo el signo de la confianza teologal el tercer milenio del cristianismo con la proclamación del Evangelio de las promesas de Dios.

         En las Escrituras y en la tradición de la Iglesia encontramos la semilla escondida de los designios de Dios, que debe germinar en el futuro de los hombres y de los pueblos, confiado a la acción del Espíritu Santo, sabio artífice de la trama de la historia con nuestra colaboración.

 

 

Bajo el signo de la esperanza teologal 

13.    La esperanza teologal, que se apoya totalmente en las promesas de Dios, reviste hoy también un papel importante, al comienzo de un siglo y de un milenio. La espera y la preparación de las últimas décadas para alcanzar una meta tan importante de la historia humana, como lo es el año 2000, signado por el memorial dos veces milenario del nacimiento de Jesús, se dilatan aún desde el punto de vista simbólico hacia el futuro. No ya hacia una meta alcanzada, sino casi hacia un horizonte lejano, con el deber de construir pacientemente el futuro.

         La esperanza se presenta como fuerza motriz de lo nuevo, como capacidad de soñar el futuro y de dejar huellas duraderas en el tiempo con la novedad de las obras, como capacidad de construir la historia con la fuerza del Evangelio, o, por lo menos, de dar sentido a la historia, antes de que sean las fuerzas del mundo las que establezcan el sentido del futuro o programen los plazos.

         Y todo esto en la fidelidad al deber característico de los cristianos, que es aquel de ser como el alma del mundo. “Lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo” afirma la carta a Diogneto.[14] La Iglesia de Jesús está llamada a ser inspiradora y promotora de historia, en la escucha de las expectativas más profundas y de las esperanzas más auténticas de los hombres y de las mujeres de este mundo.

         La esperanza de la cual el obispo debe ser testigo, para ser servidor del Evangelio de Cristo, es la virtud teologal o teológica de la esperanza, en la unidad de la fe que cree y del amor que obra.

         El directorio pastoral Ecclesiae imago había puesto en evidencia, a este respecto, algunas características del ministerio del obispo en una síntesis que vale la pena recordar a propósito de la esperanza en Dios, que es fiel a sus promesas: “El Evangelio, del cual el obispo por fe vive y que anuncia a los hombres con la palabra de Cristo, es 'garantía de lo que se espera; prueba de las realidades que no se ven' (Hb 11,1). Apoyándose, por tanto, en semejante esperanza, el obispo con firme certeza espera de Dios todo bien, y repone en la Divina Providencia la máxima confianza. Repite con Pablo: 'Todo lo puedo en aquel que me conforta' (Flp 4,13), acordándose de los santos apóstoles y de los antiguos obispos quienes, aún experimentando graves dificultades y obstáculos de todo género, sin embargo predicaron el Evangelio de Dios con toda franqueza (cf. Hch 4,29.31; 19,8; 28,31). La esperanza, que 'no falla' (Rm 5,5), estimula en el obispo el espíritu misionero y, en consecuencia, el espíritu de creatividad, es decir de iniciativa. En efecto, sabe que ha sido mandado por Dios, Señor de la historia (cf. 1 Tim 1,17), para edificar la Iglesia en el lugar, en el tiempo y en el momento que 'ha fijado el Padre con su autoridad' (Hch 1,7). De aquí también ese sano optimismo que el obispo vive personalmente y, por así decirlo, irradia en los demás, especialmente a sus colaboradores”.[15]

 

14.    Sostenido por esta esperanza teologal, el obispo se prepara para programar, intuir y casi soñar el futuro, releyendo la Palabra de Dios, bajo la gracia del Espíritu Santo y en la comunión eclesial.

         La Palabra de Dios, fecundada por el Espíritu Santo en el corazón del obispo unido a sus sacerdotes y a sus fieles, será siempre fuente perenne de inspiración y de recursos para afrontar los desafíos del futuro. Según una feliz expresión de Pablo VI: “La Iglesia tiene necesidad de un perenne Pentecostés, necesita fuego en el corazón, palabra en los labios, profecía en la mirada”.[16]

         El Papa, el Colegio Episcopal, los obispos de las Conferencias episcopales nacionales o regionales, todo el pueblo santo de Dios tienen en común también la vocación a la misma esperanza (cf. Ef 4,4).

         Esta comunión en la esperanza asegura la presencia viva de Cristo y la inspiración del Espíritu, al cual fue confiado llevar a cumplimiento la plenitud de la comprensión y de la actuación del Evangelio de Jesús en la historia humana.[17]

         La comunión en la esperanza debe ser profundizada y compartida como fuente de inspiración, fecundada por la oración del obispo, por el diálogo de la caridad con todo el pueblo de Dios, en modo especial, con sus más estrechos colaboradores, para llegar a reflexiones y programas concretos y compartidos.

         La esperanza de los cristianos es el motor del futuro. Es la virtud que no sólo deja huellas en la vida de la humanidad, sino que abre también nuevos surcos en la historia, para sembrar la semilla de las promesas divinas y guiar los caminos del futuro con la fuerza de Dios. La Iglesia será efectivamente signo de esperanza si sabrá estar atenta al designio de Dios, que garantiza un futuro de plenitud, si seguirá fielmente su voluntad y sabrá discernir las expectativas más válidas de la humanidad, de las cuales debe ser intérprete y orientadora.

 

 

Entre el pasado y el futuro 

15.    La Iglesia atraviesa el umbral de la esperanza en los comienzos del tercer milenio con una particular atención a la humanidad de hoy, compartiendo alegrías y esperanzas, tristezas y angustias, pero sabiendo que posee la palabra de la salvación.[18] Sin embargo, hay que reflexionar a qué mundo son enviados los obispos para anunciar el Evangelio. 

         La esperanza teologal, que crece y se desarrolla como confianza en las promesas de Dios, a veces se purifica en la espera; pero será tanto más auténtica cuanto más probada; se radica en los signos positivos que germinan, entre el ya y el no todavía del Reino, presente en este mundo, pero orientado hacia su cumplimiento final en la gloria.

         Ella es memoria fundante, fija en la revelación, que manifiesta no sólo la historia de la salvación, sino también el proyecto y el designio de Dios para el futuro. No es casual que el último libro de la Sagrada Escritura lleva el nombre de Apocalipsis, es decir, revelación. La esperanza suscita en los corazones un dinamismo activo, capaz de volver a encenderse continuamente en la cotidianidad.

         Se trata de aquella “perseverancia” fiel, de la cual hablan los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1,14; 2,42) como actitud propia de los discípulos de Jesús, inmersos cada día en la vida de fe. Es la firme confianza puesta en Dios, Padre del Señor Jesucristo, el cual, con la resurrección de su Hijo, proyecta el hoy cotidiano hacia el seguro cumplimiento de las promesas.

 

16.    Muchas veces, especialmente en la última década, una visión panorámica de la realidad del mundo de hoy fue trazada por el Magisterio.

         También en el Sínodo de los Obispos este análisis fue llevado a cabo durante las asambleas especiales continentales para Europa, África, América, Asia y Oceanía, así como también en las respectivas Exhortaciones apostólicas post-sinodales hasta ahora publicadas.[19]

         No es entonces el momento de rehacer este análisis que, a pesar de presentar rasgos comunes por la creciente globalización de los aspectos generales, tiene sin embargo necesidad de una atenta visión local de los problemas y de las soluciones.

         En el texto de los Lineamenta fue igualmente ilustrada la situación general, que en parte ha sido confirmada y enriquecida por las respuestas de las Conferencias Episcopales.

 

  

Entre luces y sombras en el panorama mundial 

17.    El panorama que ofrece nuestro mundo es variado. Sin embargo, la Iglesia con la mirada vigilante y el corazón compasivo del Buen Pastor (cf. Mt 9,36) no puede dejar de advertir con realismo, más allá de los análisis políticos, sociológicos o económicos, los signos de desconfianza o, más aún, de desesperación que hay en el mundo, para ofrecer la medicina de la consolación y el fortalecimiento de la confianza y de la liberación en Cristo. No es una consolación pasajera y débil, que se revela caduca, sino aquella de las certezas de la fe; certezas descubiertas por corazones capaces de amar y de servir, fundadas en la visión unitaria y real de los aspectos de la vida personal y social, sin reducciones pesimistas ni optimistas. Todo esto puede ofrecer el Evangelio de la esperanza.

         Quedan todavía sin resolver algunas situaciones problemáticas que comprometen y estimulan el ministerio de la Iglesia, la cual ofrece una esperanza hacia una continua renovación del mundo y de la sociedad, también en lo concreto del ministerio del obispo en su iglesia particular.

 

18.    En muchas partes de nuestro mundo la situación de pobreza, la falta de libertad, el escaso ejercicio de los derechos humanos, los conflictos étnicos, el subdesarrollo que hace crecer la pobreza de las grandes masas populares, crean situaciones de sufrimiento y de falta de esperanza en el futuro.

         Constantemente los medios de comunicación nos muestran rostros de desesperación: rostros de niños privados de la necesaria nutrición y muchas veces indignamente explotados; rostros de jóvenes a los cuales se les niega la educación y se los obliga al trabajo de menores; rostros de jóvenes desocupados, entregados a la desesperación y a la indiferencia, fácil presa de la manipulación ideológica o del impulso hacia la degradación moral y espiritual; rostros de mujeres privadas de la propia dignidad; rostros de ancianos necesitados de asistencia; masas de pobres que buscan en la emigración una esperanza para el futuro y refugiados en busca de una patria; rostros de indígenas privados de sus tierras.

         No fueron todavía superados los conflictos que al final del precedente siglo y milenio, han provocado muerte y destrucción, emigración, pobreza, luchas étnicas y odios tribales, dejando muerte y heridas profundas en el cuerpo y en el espíritu.

         Todavía no se han cicatrizado las laceraciones de algunos recientes conflictos locales que han dividido profundamente culturas y nacionalidades, llamadas a integrarse en un diálogo de paz. Cada tanto afloran fundamentalismos religiosos, enemigos del diálogo y de la paz.

         Además en las naciones de mayor progreso muchas veces se encuentran grandes áreas de depresión económica y moral; se nota un aumento de la corrupción y de la ilegalidad, también en el campo político.

 

19.      Los efectos de la globalización ya se escuchan con la despiadada lógica de programas económicos inspirados en un liberalismo desenfrenado que hace a los ricos siempre más ricos y a los pobres siempre más pobres, excluidos como son de los programas de desarrollo, al punto que algunos hablan ya de un nuevo desorden mundial. Preocupa justamente el futuro de enteras poblaciones, que pertenecen a la misma familia de Dios y tienen en común los mismos derechos; son dejadas al margen de la justa participación en el bien común. En muchas ocasiones las comunidades indígenas son usurpadas de las riquezas de la materia prima y de los recursos naturales de los propios países en una desleal explotación del territorio y de las poblaciones.

           No obstante una sensibilidad cada vez más positiva hacia la ecología, puede decirse que hasta la tierra padece - como tal vez no haya sucedido antes en la historia de la humanidad - cambios climáticos del ecosistema, que suscitan interrogantes sobre el futuro de nuestro planeta. Es causa de preocupación la degradación del ambiente. La Iglesia se hace portavoz de las aspiraciones más auténticas en favor de un equilibrio ecológico que no ponga en peligro nuestra tierra y la creación entera, obra de las manos del Creador, ofrecida a la humanidad como lugar de belleza y de equilibrio, don y fuente natural de la existencia humana.

 

 

Entre el retorno a lo sagrado y la indiferencia 

20.      Aunque no faltan signos de un despertar religioso, de nuevos intereses por las realidades espirituales y de un cierto retorno a lo sagrado, los pastores ven con preocupación la que fue definida una silenciosa y tranquila apostasía de las masas de la práctica eclesial. Avanza una cultura inmanentista, no abierta a lo sobrenatural; también entre los cristianos hay una creciente indiferencia con respecto al futuro escatológico y sobrenatural de la vida que hace a la existencia mundana realmente digna de ser vivida.

           Esto se traduce en un individualismo carente de comunión eclesial y de práctica sacramental. Por ello algunas veces se cae en el extremo de la búsqueda de compensación espiritualista en los movimientos religiosos alternativos y en las sectas, en la adopción de formas de religiosidad, que son en parte imitación de las prácticas ascéticas más nobles de algunas religiones no cristianas. Hoy muchos se conforman con una ambigua religiosidad sin una referencia personal al Dios verdadero de Jesucristo y de la comunidad eclesial.

           Para muchos pastores es motivo de preocupación y de una oscura visión del futuro el reducido número de las vocaciones sacerdotales y religiosas, aunque sea sólo en vista de una pastoral ordinaria de evangelización, de una adecuada vida sacramental y eucarística, con el relativo cuidado de la vitalidad de la fe y de la práctica cristiana.

 

 

Un nuevo horizonte de problemas éticos 

21.      Son causa de preocupación el crecimiento del relativismo moral, una cierta cultura que no hace prevalecer la vida y que no la respeta, una desacralización del comienzo y del fin de la existencia humana, tan ligados al misterio del Dios de la vida.

           Son signo de esperanza en el Dios Creador la transmisión de la vida física, la educación de los hijos, el uso de la promoción de los valores de la existencia humana en su plenitud de sentido y de destino.

           Nunca como en este momento de la historia la falsa ecuación que aquello que es científicamente posible es también éticamente justo nos ha llevado a una verdadera y propia manipulación biológica. De ella se derivan graves consecuencias para el hombre, que es imagen y semejanza de Dios en Cristo, nuestra vida (Jn 1,14: 14,16). De aquí provienen los problemas que han estallado en los últimos años, que se expanden como una sombra hacia el futuro.

           La apasionada defensa que el Magisterio de la Iglesia ha hecho de la dignidad de cada vida humana, desde su nacimiento hasta su declino, está influenciando también en la opinión pública y está dando además algunos frutos en el sector de la ética mundial. Están en juego el futuro de la humanidad y la dignidad de la persona humana con sus derechos intocables e inalienables.

 

22.      La crisis de la familia y de su estabilidad, además de las solapadas insidias contra la institución familiar, se presentan hoy como graves amenazas contra la vida y la educación de los hijos.

           Es constante en nuestro tiempo la acción doctrinal de la Iglesia en favor de la vida y en el campo del matrimonio y la familia. Son puntos de referencia de esta ininterrumpida acción algunos documentos del Magisterio Pontificio y de otros dicasterios de la Santa Sede,[20] así como también las Jornadas internacionales de la Familia, que son de ayuda a los cónyuges en vista de una adecuada espiritualidad matrimonial y familiar.

 

 

Situaciones eclesiales emergentes 

23.      Una nueva situación eclesial se verifica en los territorios que vivieron un largo período bajo regímenes totalitarios. Aquellas Iglesias viven en una redescubierta libertad de culto y en una nueva presencia apostólica; experimentan el florecer de las vocaciones y un incipiente impulso misionero fuera de los confines de las propias iglesias particulares. En ellas la fatiga y la alegría de un nuevo comienzo, el frecuente testimonio de una alegre vitalidad católica y de un fervor de la fe desconocido en otros países hacer esperar en un futuro prometedor.

           Quedan todavía problemas estructurales y organizativos, como la dificultad de un diálogo fraterno y de una concreta comunión y colaboración ecuménica con las otras iglesias, especialmente con las ortodoxas.

           Sin embargo la Iglesia no renuncia a su deber de anunciar con audacia el Evangelio en estos países asolados por el vacío dejado por la cultura de los regímenes totalitarios. Es más, debe promover la educación a la libertad y una nueva comunión entre todos los cristianos. Una necesaria educación de la fe puede influir en la superación de una cierta práctica de devoción sin fundamentos sólidos y en el impulso de una renovada evangelización; es necesaria la promoción de una fe adulta, de una vida moral coherente, especialmente ante el asedio de las sectas y ante el peligro de caer, como algunos temen, en la búsqueda de un excesivo consumismo.

 

24.      El futuro de la Iglesia del tercer milenio se ha ido, poco a poco, configurando como una desconcentración de la presencia de los católicos hacia los países de África y Asia, donde, como también en América Latina, florecen jóvenes iglesias, llenas de fervor y de vitalidad, ricas en vocaciones sacerdotales y religiosas, que muchas veces ayudan a superar la escasez de fuerzas vivas que se registra en Occidente.

           No se pueden olvidar los vastos y poblados territorios del continente asiático donde todavía muchos fieles no pueden expresar plena y públicamente su fe católica en comunión con la Iglesia universal y su Supremo Pastor. La Iglesia mira también a estos países con una gran esperanza y confía en la acción silenciosa del Espíritu Santo, para que los fieles puedan finalmente expresar la plenitud de la comunión eclesial visible y de la recíproca ayuda para hacer conocer a todos a Cristo Salvador.

 

 

Signos de vitalidad y de esperanza 

25.      Entre los signos positivos que al final del siglo y del milenio fueron percibidos, también en las recientes asambleas sinodales, encontramos el ansia por la paz, el deseo de una participación solidaria de las naciones en la solución de eventuales conflictos locales, la creciente conciencia de los derechos humanos, la igual dignidad de todas las naciones, la búsqueda de una mayor unidad en el planeta, con una solidaridad efectiva a nivel mundial entre países pobres y ricos. La dedicación de muchos al servicio de los pobres y de los países más necesitados a través el voluntariado es germen de esperanza. Crece la estima del genio femenino y se percibe una mayor responsabilidad de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia.

         No faltan temores por los excesos de la globalización; sin embargo hay saludables reacciones bajo formas de solidaridad, de mayor sensibilidad en la salvaguardia de los valores culturales de los pueblos y de las naciones, de una conciencia de hacer prevalecer los valores éticos y religiosos sobre los económicos y políticos. Existe en nuestro mundo una acentuada búsqueda de la verdadera libertad y un creciente sentido de comunión contra los individualismos.

         El anuncio del Compendio de la doctrina social de la Iglesia da buenas esperanzas en vista del compromiso en el campo social y económico en favor de todos los pueblos.

         En los vaivenes de luces y sombras, a veces se descubren también a nivel mundial movimientos de opinión a favor de algunos aspectos que parecen amenazados. Contra la manipulación genética y el desprecio de la vida naciente está surgiendo una mayor atención por la vida humana y su valor trascendente, que la une al Dios de la vida. Se busca fuertemente una convergencia sobre los valores éticos a nivel internacional, mientras del peligro de un desequilibrio ecológico nace un sentido más profundo del valor de la creación.

 

 

Hacia un nuevo humanismo 

26.    La masificación y la globalización suscitan, como justa reacción, un deseo profundo de personalismo e interioridad. Hoy es muy valorado el equilibrio entre unidad y pluralismo: unidad que pertenece al designio de Dios, que ha creado una única naturaleza humana, fundamento de la unidad de la familia de los pueblos, de su origen y de su destino; pluralismo de naciones, lenguas y culturas que reflejan la riqueza de la multiforme sabiduría de Dios (cf. Ef 3,1). En este contexto asistimos también al despertar de las culturas como contrapunto a una mundialización que aplasta y empobrece. Al contrario, la identidad cultural, provoca, también en el intercambio de bienes, un enriquecimiento recíproco.

         En la problemática situación de desesperación de muchos, como son la soledad, el egoísmo, los pequeños proyectos humanos sin trascendencia, muchas veces replegados sobre el egocentrismo de las personas y de los grupos, la esperanza traza amplios senderos de comunión, de colaboración, de acciones comunes, de voluntariado generoso y gratuito. Tales valores se integran en el gran designio de Dios a través de la vida personal, eclesial, familiar, en la cual cada uno responde según la propia vocación.

         También hoy hay una búsqueda del sentido y de la cualidad de la vida en cada nivel, incluido el espiritual. Se manifiesta una mayor sensibilidad hacia el personalismo y hacia el sentido comunitario de las relaciones interpersonales, sobre la base de una verdadera comunión entre las personas.

         El mundo actual y la Iglesia sienten la urgencia de la unidad, aunque muchas veces sea amenazada la plena y auténtica “cultura” de la unidad y de la comunión.

  

 

 

Los frutos del Jubileo 

27.    A nivel eclesial continúa, especialmente después del Gran jubileo del 2000, la renovación de la vida cristiana, de la participación solidaria de todos en la nueva evangelización.

         La preparación del Jubileo de la Encarnación, según el programa pastoral y espiritual trazado en la Tertio millenio adveniente de Juan Pablo II, fue vivida a nivel universal con válidas iniciativas de catequesis y de vida sacramental. Los tres años dedicados a la contemplación del misterio del Hijo, del Espíritu Santo y del Padre, con específicos compromisos de carácter sacramental (redescubrimiento del bautismo, de la confirmación y de la penitencia), de vida teologal (la fe, la esperanza y el amor) y ético-sociales, están dando sus frutos.

         El Jubileo del 2000, vivido según el espíritu de la institución bíblica del quincuagésimo año (cf Lv 25) con su plena realización en Jesús de Nazaret (cf Lc 4,16 ss), ha sido realmente un año de progreso espiritual. La gracia de la conversión se ha multiplicado, alimentando la esperanza de una continuidad, como de un nuevo comienzo, que coincide con la puesta en marcha del tercer milenio.

 

28.    Algunos momentos del Jubileo han sido un signo especial para la Iglesia y para el mundo. La Jornada mundial de la juventud ha ofrecido un testimonio de fe, de piedad y de frescura eclesial con la gozosa presencia y participación de tantos jóvenes, provenientes de todo el mundo y reunidos en Roma alrededor del Papa. Su presencia eclesial es un desafío, la pastoral juvenil una de las fronteras de las próximas décadas. En los jóvenes cristianos se siente la exigencia de una clara y decidida vida evangélica.

 

 

Bajo la guía del Espíritu 

29.    Como ya fue notado en las diversas asambleas sinodales continentales, y ha emergido especialmente en ocasión de la solemnidad de Pentecostés de 1998, la Iglesia siente fuertemente que el Espíritu Santo, como ha hecho en otras épocas de la historia, ha sembrado nuevas energías espirituales y apostólicas, auténticos carismas de vida evangélica y de espíritu misionero, aptos para las necesidades del mundo de hoy, especialmente en los movimientos eclesiales y en las nuevas comunidades. Esta siembra promete una cosecha abundante favorecida por las vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales de muchos jóvenes deseosos de consagrar sus vidas al servicio del Evangelio.

         Respondiendo a los criterios de eclesialidad trazados por el Magisterio[21] y a su propio carisma, estas nuevas realidades son ya, junto con aquellas existentes, el presente y el futuro de la Iglesia en el mundo.[22]

 

 

Hacia senderos convergentes de unidad 

30.    El siglo y el milenio que se abren ciertamente encuentran a los fieles y a los pastores de las diversas iglesias y comunidades cristianas más unidos, a través de los innegables progresos del diálogo ecuménico, fruto precioso del Espíritu en el siglo ya transcurrido. Un diálogo que ha tenido sus variables vicisitudes en las últimas décadas. Un proseguimiento de los contactos ecuménicos en los últimos años anima este irreversible compromiso de la Iglesia y de las otras iglesias y comunidades cristianas.

         Algunos eventos jubilares como la apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pablo, la conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX, el viaje del Papa a Tierra Santa, junto con otras iniciativas recientes, constituyen el signo de una renovada voluntad de parte de los cristianos de recorrer juntos los caminos del Señor.

         También el diálogo interreligioso está abierto a nuevos desarrollos en la búsqueda de la paz y en el reconocimiento de valores religiosos y trascendentes. Hay que nombrar en primer lugar las relaciones con representantes del pueblo de Dios de la primera alianza. Tales encuentros abren senderos de esperanza, al comienzo de un milenio que muchos ven como la época del gran diálogo entre las religiones mundiales, guardianes de los valores del espíritu.

         El diálogo, entendido como encuentro entre personas y grupos, en el respeto de las diversas identidades y en el rechazo del irenismo y del sincretismo, no es sólo el nuevo nombre de la caridad, como ha dicho Pablo VI,[23] sino que hoy también es el nuevo nombre de la esperanza, en un renovado escenario mundial.

 

 

Un fuerte reclamo de espiritualidad 

31.    Es un signo de esperanza el reclamo de espiritualidad que es una exigencia del tiempo presente y que asume diversos aspectos.

         Ante todo como una fuerte llamada a la experiencia primigenia cristiana que es el encuentro con un Viviente. Esto significa el necesario pasaje de la proclamación de la fe a la fe vivida. Postula también una liturgia viva en el encuentro con la bondad del Dios misericordioso que nos ofrece redención y salvación, como aquel que es “médico de la carne y del espíritu”.[24]

         En el ámbito moral se siente la necesidad de “vivificar” la experiencia cristiana en sus exigencias éticas con el soplo del Espíritu. En efecto, la moral cristiana “difunde toda su fuerza misionera, cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicionada a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles”.[25]

         Se hace evidente, por lo tanto, la urgente necesidad de una pastoral más espiritual que responda a las exigencias de la nueva evangelización; se perfila la necesidad de cualificar la pastoral en modo que tienda a suscitar el encuentro personal y místico con Cristo, a imitación de los apóstoles, antes y después de la resurrección, y de los primeros cristianos.

 

Obispos testigos de esperanza 

32.    Esta visión de la situación de la Iglesia en el mundo, con sus luces y sus sombras, al comienzo del tercer milenio de la era cristiana, es el testimonio que cada obispo debe dar del Evangelio de Cristo para la esperanza del mundo, ya sea en el vasto horizonte de la Iglesia universal ya sea en las diversas iglesias particulares.

         De aquí resulta la concreta responsabilidad espiritual y pastoral del obispo en la iglesia particular, en una sociedad que vive en el mundo global de las comunicaciones, participando de la vida del entero planeta.

         No se puede olvidar, además, el compromiso que tal situación comporta para una ordenada visión de la Iglesia que vive en el mundo, pidiendo a los obispos la necesaria palabra y acción en vista del bien común.

 

 

Fieles en las expectativas y las promesas de Dios como la Virgen María 

33.    La esperanza de la Iglesia viene de Cristo, el Resucitado, que posee ya la victoria y la anticipación escatológica de las promesas de Dios en la gloria futura.

         Ante las pruebas cotidianas, en el contexto de una existencia que se hace espera de algo nuevo que debe venir de Dios, el obispo es para su Iglesia como Abrahán, que “esperando contra toda esperanza, creyó” (Rm 4,18-22). Confía con certeza en la palabra y en el designio de Dios, como María, mujer de la esperanza, que esperó el cumplimiento de las promesas del Dios fiel, en Nazaret, en Belén, en el Calvario y en el Cenáculo.

         La historia de la Iglesia es una historia de fe y de caridad, pero también una historia de esperanza y de coraje. El obispo que sabe ser vigilante profeta de esperanza, como un centinela de Dios en la noche (cf Is  21,11), puede dar confianza a su grey, trazando en el mundo senderos de novedad.

         Cada obispo, poniendo sólo en Dios su fe y su esperanza (1 P 1,21), debe poder hacer propias las palabras de S. Agustín: “Como seamos, vuestra esperanza no sea puesta en nosotros. Como obispo, me rebajo a decir esto: quiero alegrarme con vosotros, no ser exaltado. No me congratulo para nada con quien sea que habré descubierto que pone en mí su esperanza: sea corregido, no confirmado; debe cambiar, no hay que alentarlo... vuestra esperanza no sea puesta en nosotros, no sea puesta en los hombres. Si somos buenos, somos ministros; si somos malos, somos ministros. Pero si somos ministros buenos, fieles, somos realmente ministros”.[26]

 

34.    En este amplio horizonte se coloca el ministerio de la Iglesia para el próximo milenio, en modo especial la misión del obispo como testigo y promotor de esperanza cristiana.

         Para cada pastor de la Iglesia se trata de llevar, en modo audaz e intrépido, la presencia de Dios en lo cotidiano de la vida. El entero servicio episcopal es ministerio para el renacimiento “a una esperanza viva” (1 P 1,3) del pueblo de Dios y de cada hombre. Por eso es necesario que el obispo oriente toda la obra de evangelización al servicio de la esperanza, sobre todo de los jóvenes, amenazados por los mitos ilusorios y por el pesimismo de sueños que se desvanecen, y de cuantos, afligidos por las múltiples formas de pobreza, miran a la Iglesia como su única defensa, gracias a su esperanza sobrenatural.

         Fiel a la esperanza, cada obispo debe custodiarla en sí mismo porque es el don pascual del Señor resucitado. Ella se funda en el hecho que el Evangelio, a cuyo servicio el obispo vive, es un bien total, el punto crucial en el cual se centra el ministerio episcopal. Sin la esperanza toda su acción pastoral sería estéril. El secreto de su misión está, en cambio, en la firme solidez de su esperanza teologal y escatológica. De ella afirma S. Pablo “fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros” (Col 1,6).

         La esperanza cristiana inicia con Cristo y se nutre de Cristo, es participación al misterio de su Pascua y anticipación para una suerte análoga a aquella de Cristo, ya que el Padre con Él “nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos” (Ef 2,6).

         De esta esperanza el obispo es signo y ministro. Cada obispo puede acoger para sí estas palabras de Juan Pablo II: “Sin la esperanza seríamos no sólo hombres infelices y dignos de compasión, sino que toda nuestra acción pastoral sería infructuosa; nosotros no osaríamos emprender más nada. En la inflexibilidad de nuestra esperanza reside el secreto de nuestra misión. Ella es más fuerte de las repetidas desilusiones y de las dudas fatigosas porqué toma su fuerza de una fuente que ni nuestra desatención ni nuestra negligencia pueden agotar. La surgiente de nuestra esperanza es Dios mismo, que mediante Cristo una vez y para siempre ha vencido al mundo y hoy continúa a través de nosotros su misión salvífica entre los hombres!.”[27]

 

 


CAPÍTULO II 

MISTERIO, MINISTERIO Y
CAMINO ESPIRITUAL DEL OBISPO

 

 

La imagen de Cristo Buen Pastor 

35.    Son muchos los textos de la Escritura que aluden a la figura espiritual del obispo, a la luz de Cristo, sumo sacerdote y pastor de nuestras almas. Son párrafos del Antiguo y del Nuevo Testamento, centrados sobre la imagen del sumo sacerdote o del pastor.

         Todos los textos hacen referencia al arquetipo que es Cristo. Él se ha presentado en las parábolas evangélicas como el pastor en búsqueda de la oveja perdida (cf Lc 15,4-7), se autodefinió “buen” pastor del rebaño (cf Jn 10,11.14.16; Mt 26,31; Mc 14,27); fue reconocido por la comunidad apostólica con este título: “pastor y obispo de las ... almas” (1 P 2,25), “príncipe de los pastores” (1 P 5,4), “gran pastor de las ovejas” (Hb 13,20), resucitado por el Padre. En la visión del Apocalipsis el Señor resucitado es el Cordero-Pastor (cf Ap 13, 17) que une en sí mismo la realidad de la ofrenda del sacrificio pascual y de la salvación, las figuras del sacerdote y pastor del Antiguo y del Nuevo Testamento.

         La primitiva iconografía cristiana ha amado representar a Cristo como pastor bueno y hermoso, vivo en el esplendor de su resurrección, cantado por la liturgia como el buen pastor resucitado que ha dado la vida por sus ovejas.[28]

         Jesucristo entonces es el pastor, que une en sí la verdad, la bondad y la belleza del don de sí por el rebaño. La belleza del buen pastor está en el amor con que se entrega por cada una de sus ovejas y establece con ellas una relación directa de conocimiento y amor.

         El lugar del encuentro con el Buen Pastor es la Iglesia, donde él se hace presente, apacienta su rebaño con la palabra y los sacramentos, lo guía hacia las praderas de la vida eterna mediante aquellos a los cuales Cristo mismo por medio del Espíritu Santo ha constituido pastores del rebaño. La belleza del pastor se manifiesta en la belleza de una Iglesia que ama y que sirve. Ella es motivo de esperanza para toda la humanidad, movida también por el instinto divino, que lleva en el corazón, hacia la belleza que salva, la cual se expresa en el rostro del Cordero-Pastor.

 

36.    Sólo Cristo es el buen Pastor. De él, como manantial, se irradia en la Iglesia el ministerio pastoral, que Jesús ha confiado a Pedro (cf Jn 21, 15.17); una gracia que fue percibida como la continuidad del ministerio apostólico de guiar y de vigilar: “Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios” (1 P 5,2).

         La figura del obispo como pastor es, por lo tanto, familiar a la tradición cristiana en las palabras, en los gestos, en las insignias episcopales, siempre sin embargo en la contemplación del único pastor y en la imitación de sus sentimientos, por la fuerza de la gracia recibida de Él.

         “Aquel a quien Jesús, el buen Pastor, ha confiado, mediante el sacramento del episcopado, sus mismos poderes, tiene como obligación de amor apacentar la grey del Señor, tratar de corresponder con el decidido empeño de vivir y ejercitar el ministerio con las mismas disposiciones que tuvo Cristo, Príncipe de los Pastores (cf 1 P 5,4) y obispo de nuestras almas (cf. 1 P 2,25)”.[29]

         El ministerio episcopal en la Iglesia es un amoris officium, según las palabras de Agustín[30], un servicio de unidad, en la comunión y en la misión. A este altísimo arquetipo que es Cristo hace referencia el nombre de pastor y todas las expresiones que de él derivan.

 

 

I.  Misterio  y Gracia  del  Episcopado

 

La gracia de la ordenación episcopal 

37.    Con la consagración episcopal “se confiere la plenitud del sacramento del orden, llamada en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado”.[31] La íntima naturaleza del misterio y del ministerio del obispo viene expresada por las palabras y por los gestos de la ordenación episcopal, en la liturgia sacramental a la que, con razón, la antigua tradición llama “natalis Episcopi”.

         La imagen eclesial del obispo se perfila ya desde la antigüedad cristiana en las diversas liturgias de ordenación episcopal en Oriente y en Occidente, como el momento en el cual, con la imposición de las manos y las palabras de la consagración, la gracia del Espíritu Santo desciende sobre el elegido y con el carácter sagrado imprime en plenitud la imagen viva de Cristo maestro, pontífice y pastor, para obrar en nombre suyo y en su persona.[32]

         El obispo es consagrado también con la unción del santo crisma para ser partícipe del sumo sacerdocio de Cristo, en modo tal que pueda plenamente ejercitar el ministerio de la palabra, de la santificación y del gobierno. Como pontífice es separado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres en todo aquello que tiene que ver con Dios (cf. Hb 5,1). El episcopado, se dice, no es un término que indique primariamente un honor, sino un servicio; está destinado sobre todo a hacer el bien más que a manifestar una preeminencia. En efecto, también para el obispo valen las palabras del Señor “el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve” (Lc 22,26).[33]

 

 

En comunión con la Trinidad 

38.    La dimensión trinitaria de la vida de Jesús, que lo une al Padre y al Espíritu como consagrado y enviado en el mundo y se manifiesta en todo su ser y obrar, plasma también la personalidad del obispo, como buen pastor, sucesor de los apóstoles.

         Esta participación en la vida y en la misión trinitaria tiene una primera aplicación en los apóstoles, como primeros partícipes de la comunión y de la misión: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15,9; cf. 17,23); “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21). Jesús además reza por los discípulos para que sean envueltos en el mismo amor trinitario: como el Padre y el Hijo son uno, que los discípulos sean uno (cf. Jn 17,21).

         Esta referencia a la Trinidad hace remontar el ministerio del obispo hasta su fuente. La sucesión apostólica, además, no es sólo física y temporal, sino también ontológica y espiritual, mediante la gracia de la ordenación episcopal. En efecto, los obispos han sido mandados por los apóstoles, como sus sucesores, los apóstoles han sido enviados por Cristo y Cristo ha sido mandado por el Padre.[34]

 

39.    El sello trinitario de la gracia del episcopado lo expresa en modo apropiado la liturgia romana de la ordenación episcopal: “Cuida, pues, de todo el rebaño que el Espíritu Santo te encarga guardar, como pastor de la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen representas en la asamblea, en el nombre del Hijo, cuyo oficio de Maestro, Sacerdote y Pastor ejerces, y en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia de Cristo y fortalece nuestra debilidad”.[35]

         Se pone además de manifiesto, a través de las palabras y los gestos de la ordenación con la imposición de las manos, un gesto que, según Ireneo de Lyon, evoca las dos manos del Padre, el Hijo y el Espíritu;[36] este último plasma al elegido para la plenitud del sacerdocio, como el don del “Espíritu del Sumo sacerdocio” es revertido sobre Cristo y transmitido a los apóstoles, los cuales han fundado en todas partes la Iglesia.[37]

 

 

Desde el Padre por Cristo en el Espíritu 

40.    La tradición que presenta al obispo como imagen del Padre es muy antigua. Se la encuentra especialmente en las Cartas de Ignacio de Antioquía. En efecto, el Padre es como el obispo invisible, el obispo de todos.[38] A su vez el obispo debe ser por todos reverenciado porque es imagen del Padre.[39] En modo similar un antiguo texto amonesta: amad a los obispos que son, después de Dios, padre y madre.[40]

         También hoy en la ordenación episcopal se alude a esta dimensión paterna; el obispo es llamado a cuidar con afecto paterno al pueblo santo de Dios, como un auténtico padre de familia, para guiarlo, con la ayuda de los presbíteros y diáconos, en el camino de la salvación.[41]  El descubrimiento de la Iglesia como familia de Dios, ya presente en el Concilio Vaticano II, hace más elocuente la imagen paterna del obispo.[42]

         En continuidad con la persona de Cristo, que es la imagen original del Padre y la manifestación de su presencia y de su misericordia, también el obispo, por la gracia sacramental, se transforma en imagen viviente del Señor Jesús como cabeza y esposo de la Iglesia a él confiada. En ella ejerce como sacerdote el ministerio de la santificación, del culto y de la oración; como maestro el servicio de la evangelización, de la catequesis y de la enseñanza; como pastor, el deber del gobierno y de la conducción del pueblo. Son ministerios que él debe ejercer con los rasgos característicos del buen pastor: la caridad, el conocimiento de la grey, el cuidado de todos, la acción misericordiosa hacia los pobres, los peregrinos, los indigentes, la búsqueda de las ovejas perdidas para reconducirlas al único rebaño de la Iglesia.[43]

         Todo esto es posible porque el obispo recibe en plenitud en su ordenación la unción del Espíritu Santo que descendió sobre los discípulos en Pentecostés, Espíritu del sumo sacerdocio, que lo habilita interiormente, configurándolo a Cristo, para ser viva continuación de su misterio en favor de su Cuerpo místico.

         Esta visión trinitaria de la vida y del ministerio del obispo signa además en profundidad su constante referencia al misterio que resplandece también en la Iglesia, imagen de la Trinidad, pueblo reunido en la paz y en la concordia, de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.[44]

 

 

La imagen eclesial del obispo 

41.    Las mismas consignas e insignias que el obispo recibe en su ordenación episcopal, como expresión de la gracia y del ministerio, son elocuentes en su simbolismo eclesial.

         El libro del Evangelio, puesto sobre la cabeza del obispo, es signo de una vida totalmente sometida a la Palabra de Dios y consumada en la predicación del Evangelio con toda paciencia y doctrina.

         El anillo es símbolo de la fidelidad, en la integridad de la fe y en la pureza de la vida, hacia la Iglesia, que él debe custodiar como esposa de Cristo. La mitra alude a la santidad episcopal y a la corona de la gloria que el Príncipe de los Pastores asignará a sus siervos fieles. El báculo es símbolo del oficio del Buen Pastor, que cuida y guía con solicitud el rebaño a él confiado por el Espíritu Santo.[45]

         También el palio, que los obispos desde siempre usan en Oriente y algunos obispos reciben ahora en Occidente, tiene varios y diversos significados. Para los metropolitanos que lo reciben en Occidente es signo de comunión con la Sede apostólica, vínculo de caridad y estímulo de fortaleza en la confesión y defensa de la fe. El palio, sin embargo, como el omophorion de los obispos de las Iglesias orientales, ha tenido en la antigüedad y aún hoy conserva otros significados de gran valor espiritual y eclesial. Confeccionado con lana y ornado con signos de cruz, es emblema del obispo, identificado con Cristo, el Buen Pastor inmolado, que ha dado la vida por el rebaño y lleva sobre la espalda la oveja perdida, significa la solicitud por todos, especialmente por aquellos que se alejan del rebaño. Así lo atestigua la tradición oriental[46] y la occidental.[47]

         La cruz que el obispo lleva visiblemente sobre el pecho es signo elocuente de su pertenencia a Cristo, de la confesión de su confianza en él, de la fuerza recibida constantemente de la cruz del Señor para poder donar la vida. Lejos de ser una joya o un ornamento exterior, representa la cruz gloriosa de Cristo, signo de esperanza, según la elocuente palabra del apóstol: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Ga 6,14).

         Estas simples indicaciones ponen en evidencia el simbolismo implícito en la solemnidad de la ordenación episcopal.

         Todo ello lleva en sí una connotación de universalidad para todos aquellos que han recibido la ordenación episcopal y, en comunión con el Romano Pontífice, forman parte del Colegio Episcopal y con él comparten la solicitud por toda la Iglesia.[48]

 

 

El espíritu de santidad 

42.    De la figura del obispo, como es expresada por las palabras y por los ritos de la ordenación, emerge la llamada a la santidad, su peculiar espiritualidad, su camino de santidad y de perfección evangélica. Es una tradición confirmada por los ritos de Occidente y de Oriente que confieren al obispo la plenitud de la santidad para vivirla delante de Dios y en comunión con los fieles.

         El antiguo Eucologio de Serapión expresa este concepto en la oración de la consagración del obispo: “Dios de verdad, haz de tu servidor un obispo viviente, un obispo santo en la sucesión de los Santos apóstoles; y dónale la gracia del Espíritu divino, que haz concedido a todos los siervos fieles, profetas y patriarcas”.[49]

         Se trata de una llamada a la santidad, vivida en la caridad pastoral, en el servicio continuo del Señor, en la ofrenda de los santos dones, en el ministerio de la remisión de los pecados, agradando a Él con mansedumbre y pureza, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio de suave fragancia.[50]

         De estas premisas emerge para el obispo la llamada a la santidad propia, a raíz del don recibido y del misterio de santificación a él confiado.

 

 

II. La Santificación en el propio Ministerio

 

La vida espiritual del obispo 

43.    La vida espiritual del obispo, como vida en Cristo según el Espíritu, tiene su raíz en la gracia del sacramento del bautismo y de la confirmación, donde, en cuanto “christifidelis”, renacido en Cristo, fue hecho capaz de creer en Dios, de esperar en él y de amarlo por medio de las virtudes teologales, de vivir y obrar bajo la moción del espíritu Santo por medio de sus santos dones. En efecto, el obispo, no diversamente de todos los otros discípulos del Señor que fueron incorporados a él y se han transformado en templo del Espíritu, vive su vocación cristiana consciente de su relación con Cristo, como discípulo y apóstol. Lo ha expresado bien Agustín con su notoria fórmula referida a sus fieles: “Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano”.[51]

         También el obispo, entonces, como bautizado y confirmado, se nutre de la eucaristía y tiene necesidad del perdón del Padre, a causa de la fragilidad humana. Además, junto a todos los presbíteros, debe recorrer caminos específicos de espiritualidad, llamado a la santidad por el nuevo título del Orden sagrado.[52]

 

44.    Se trata, sin embargo, de una espiritualidad propia, que el obispo deduce de su realidad, orientado a vivir en la fe, en la esperanza y en la caridad el ministerio evangelizador, de liturgo y de guía de la comunidad. Es una espiritualidad eclesial porque cada obispo es conformado a Cristo Pastor y Esposo para amar y servir a la Iglesia.

         No es posible amar a Cristo y vivir en la intimidad con él sin amar a la Iglesia, que Cristo ama: tanto, en efecto, se posee el Espíritu de Dios cuanto se ama a la Iglesia “una en todos y toda en cada uno; simple en la pluralidad por la unidad de la fe, múltiple en cada uno por el aglutinante de la caridad y la variedad de carismas”.[53] Sólo del amor por la Iglesia, amada por Cristo hasta el don de sí mismo por ella (cf. Ef 5,25), nace una espiritualidad a la medida total de aquella con la que el Señor Jesús ha amado a los hombres, o sea hasta la cruz.

         Es, entonces, una espiritualidad de comunión eclesial, orientada a construir la Iglesia con una vigilante atención, de modo que las palabras y las obras, los gestos y las decisiones, que comprometen el servicio pastoral, sean signo del dinamismo trinitario de la comunión y de la misión.

  

Una auténtica caridad pastoral 

45.    Centro de la espiritualidad específica del obispo es el ejercicio de su ministerio, informado interiormente por la fe, por la esperanza y en modo especial por la caridad pastoral, que es el alma de su apostolado, en un dinamismo de “pro-existentia” pastoral, es decir, un vivir para Dios y para los otros, como Cristo, orientado hacia el Padre y totalmente al servicio de los hermanos, en el don cotidiano de sí en un servicio gratuito de amor, en comunión con la Trinidad. “Los pastores de la grey de Cristo - afirma la Lumen gentium - a imagen del sumo y eterno Sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas, desempeñen su ministerio santamente y con entusiasmo, humildemente y con fortaleza. Así cumplido, ese ministerio será también para ellos un magnífico medio de santificación. Los elegidos para la plenitud del sacerdocio son dotados de la gracia sacramental, con la que, orando, ofreciendo el sacrificio y predicando, por medio de todo tipo de preocupación episcopal y de servicio, puedan cumplir perfectamente el cargo de la caridad pastoral. No teman entregar su vida por las ovejas, y hechos modelo para la grey (cf. 1 P 5,3), estimulen a la Iglesia, con su ejemplo, a una santidad cada día mayor”.[54]

         Ya el Directorio pastoral Ecclesiae imago había dedicado un entero y detallado capítulo a las virtudes necesarias en un obispo.[55] En ese contexto, además de las referencias a las virtudes sobrenaturales de la obediencia, de la perfecta continencia por amor del Reino, de la pobreza, de la prudencia pastoral y de la fortaleza, se encuentra además una llamada a la virtud teologal de la esperanza. Apoyándose en ella el obispo con firme certeza espera de Dios todo bien y pone en la divina Providencia la máxima confianza, “acordándose de los santos Apóstoles y de los antiguos obispos, quienes, aún experimentando graves dificultades y obstáculos de todo género, sin embargo predicaron el Evangelio de Dios con toda franqueza (cf. Hch 4,29.31; 19,8; 28,31)”.[56]

         Desde los primeros siglos del cristianismo, y hasta el siglo veinte, muchos obispos han sido modelos de sabiduría teológica y de caridad pastoral; han unido en su existencia el ministerio de la predicación y de la catequesis, la celebración de los santos misterios y la oración, el celo apostólico y el amor intenso por el Señor. Han fundado Iglesias, reformado las costumbres, defendido la verdad; han sido audaces testigos en el martirio y han dejado una huella en la sociedad, con iniciativas de caridad y justicia, con gestos de coraje frente a los potentes del mundo en favor del propio pueblo.[57]

 

El ministerio de la predicación 

46.    La espiritualidad ministerial, radicada en la caridad pastoral y expresada en triple oficio de enseñar, santificar y gobernar, no debe ser vivida por el obispo al margen de su ministerio, sino en la unidad de vida de su ministerio.

         El obispo es ante todo ministro de la verdad que salva, no sólo para enseñar e instruir sino también para conducir a los hombres a la esperanza, y por lo tanto, al progreso en el camino de la esperanza. Si, entonces, un obispo quiere verdaderamente mostrarse a su pueblo como signo, testigo y ministro de la esperanza no puede hacer otra cosa que alimentarse de la Palabra de Verdad, en total adhesión y plena disponibilidad a ella, sobre el modelo de la santa Madre de Dios María, que “ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor” (Lc 1,45).

         Dado que esta divina Palabra está contenida y expresada en la Sagrada Escritura, a ella el obispo debe recurrir constantemente, con una lectura asidua y un estudio diligente, para obtener ayuda en su ministerio.[58] Esto no solamente porque sería un vano predicador de la Palabra de Dios al exterior si no la escuchase en su interior,[59] sino también porque vaciaría su ministerio en favor de la esperanza. De hecho, el obispo se nutre de la Escritura para crecer en su espiritualidad, en modo de desarrollar con veracidad su ministerio de evangelizador. Sólo así, como S. Pablo, él podrá dirigirse a sus fieles diciendo: “con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4)

         En el ministerio episcopal se repite la opción de los apóstoles en el comienzo de la Iglesia: “Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra” (Hch 6,4). Como ha escrito Orígenes: “Son éstas las dos actividades del Pontífice: o aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas varias veces, o enseñar al pueblo. Mas, enseñe las cosas que él mismo aprendió de Dios.”[60]

 

 

Orante y maestro de la oración 

47.    El obispo es también orante, aquel que intercede por su pueblo, con la fiel celebración de la liturgia de las Horas, que también debe presidir en medio de su pueblo.

         Consciente que el será maestro de oración para sus fieles sólo a través de su misma oración personal, el obispo se dirigirá a Dios para repetir, junto con el salmista: “Yo espero en tu palabra” (Sal 119, 114). La oración, en efecto, es un momento expresivo de la esperanza o, como se lee en S. Tomás, ella misma es “intérprete de la esperanza”.[61]

         Es propio del obispo el ministerio de la oración pastoral y apostólica, delante de Dios por su pueblo, a imitación de Jesús que reza por los apóstoles (cf. Jn 17) y del apóstol Pablo que reza por sus comunidades (cf. Ef 3,14-21; Flp 1,3-10). En efecto, él también en su oración, debe llevar consigo toda la Iglesia rezando en manera especial por el pueblo que le ha sido confiado. Imitando a Jesús en la elección de sus Apóstoles (cf. Lc 6,12-13), también él someterá al Padre todas sus iniciativas pastorales y le presentará, mediante Cristo en el Espíritu sus expectativas y sus esperanzas. Y el Dios de la esperanza lo colmará de todo gozo y paz, para que abunde en la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rm 15,13).

         Un obispo debe además buscar las ocasiones en las cuales pueda escuchar la Palabra de Dios y rezar junto con el presbiterio, con los diáconos permanentes, con los seminaristas y con los consagrados y las consagradas presentes en la iglesia particular y, donde y cuando sea posible, también con los laicos, en particular con aquellos que viven en forma asociada su apostolado.

         De este modo el obispo favorece el espíritu de comunión, sostiene la vida espiritual de la Diócesis mostrándose como “maestro de perfección” en su iglesia particular, comprometido a “fomentar la santidad de sus clérigos, de los religiosos y laicos, de acuerdo con la peculiar vocación de cada uno”.[62]  Al mismo tiempo lleva a su origen divino y confirma en la comunión de la oración a los vínculos de las relaciones eclesiales, en las cuales ha sido injertado como visible centro de unidad.

         Tampoco descuidará las ocasiones para transcurrir junto con los hermanos obispos, sobre todo aquellos de la misma provincia y región eclesiástica, análogos momentos de encuentro espiritual. En tales ocasiones se expresa la alegría que deriva del vivir juntos entre hermanos (cf. Sal 133,1), se manifiesta y crece el afecto colegial.

 

 

Nutrido por la gracia de los sacramentos 

48.    La eficacia de la guía pastoral de un obispo y de su testimonio de Cristo, esperanza del mundo, depende en gran parte de la autenticidad del seguimiento del Señor y del vivir en amistad con Él.

         Sólo la santidad es anuncio profético de la renovación que el obispo anticipa en la propia vida al acercarse a aquella meta hacia la cual conduce a sus fieles. Sin embargo, en su camino espiritual, como todo cristiano él también, siendo consciente de las propias debilidades, de los propios desalientos y del propio pecado, experimenta la necesidad de la conversión. Pero dado que, como predicaba S. Agustín, no puede negarse la esperanza del perdón aquel al cual no ha sido impedido el pecado,[63] el obispo, debe recurrir al sacramento de la penitencia y de la reconciliación. Cualquiera tiene la esperanza de ser hijo de Dios y de ver a Dios así como él es, se purifica a sí mismo como es puro el Padre celeste (cf. Jn 3,3).

         También los apóstoles, a los cuales Jesús resucitado ha comunicado el don del Espíritu Santo para perdonar los pecados (cf. Jn 20,22-23), han tenido necesidad de recibir del Señor la palabra de la paz que reconcilia y el pedido del amor arrepentido que sana (cf. Jn 20,19.21; 21,15 ss).

         Indudablemente es signo de aliento para el pueblo de Dios el ver al propio obispo acercarse, él en primer lugar, al sacramento de la reconciliación en particulares circunstancias, como cuando preside una celebración de ese tipo en la forma comunitaria.

         El obispo, junto con todo el pueblo de Dios, alimenta la propia esperanza a partir de la santa liturgia. En efecto, la Iglesia cuando celebra la liturgia en la tierra, pregusta, en la esperanza, la liturgia de la Jerusalén celeste, hacia la cual tiende como peregrina y donde Cristo está sentado a la derecha del Padre “al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor y no por un hombre” (Hb 8,2).[64]

 

49.    Todos los sacramentos de la Iglesia, primero de todos la Eucaristía, son memorial de las palabras, de las obras y de los misterios del Señor, representación de la salvación obrada por Cristo una vez para siempre y anticipación de la plena posesión, que será el don del tiempo final.[65]  Hasta entonces la Iglesia los celebra como signos eficaces en su espera, en la invocación y en la esperanza.

         Tanto en Oriente como en Occidente la espiritualidad del ministerio episcopal está unida a la celebración de los santos misterios que el obispo preside y celebra junto con su presbiterio, con los diáconos y con el pueblo santo de Dios.

         La variedad de los ritos de la Iglesia y su especificidad, ya sea en Oriente como en Occidente, signa la vida del pueblo de Dios, le confiere una identidad propia y es fuente de una rica espiritualidad eclesial. Por eso, el obispo como gran sacerdote de su pueblo debe no sólo celebrar atentamente los santos misterios, sino también hacer de la celebración de ellos una auténtica escuela de espiritualidad para el pueblo. Le será útil en esto su conocimiento de la teología y de la liturgia episcopal como aparece en el Caeremoniale Episcoporum.[66]

         Los obispos de las Iglesias Orientales, fieles al propio rico patrimonio litúrgico, con las diversas y particulares celebraciones, podrán vivir y obrar en comunión, en plena sintonía con los valores espirituales de las propias tradiciones.[67]

 

Como gran sacerdote en medio de su pueblo 

50.    Entre la acciones litúrgicas hay algunas en las cuales la presencia del obispo tiene un significado particular. En primer lugar, la Misa crismal, durante la cual son bendecidos el Óleo de los Catecúmenos y el Óleo de los Enfermos y consagrado el santo Crisma: es el momento de la más alta manifestación de la iglesia local, que celebra al Señor Jesús, sacerdote sumo y eterno de su mismo sacrificio. Para un obispo es un momento de gran esperanza, porque él encuentra el presbiterio diocesano reunido en torno a sí para mirar juntos, en el horizonte gozoso de la Pascua, al gran sacerdote; para renovar, así, la gracia sacramental del Orden mediante la renovación de las promesas que, desde el día de la Ordenación, fundan el especial carácter de su ministerio en la Iglesia. En esta circunstancia, única en el año litúrgico, los sólidos vínculos de la comunión eclesial, son para el pueblo de Dios, aunque apesadumbrado por innumerables ansiedades, un vibrante grito de esperanza.

         A esta celebración se agregará la solemne liturgia de la ordenación de nuevos presbíteros y de nuevos diáconos. Aquí, recibiendo de Dios los nuevos cooperadores del orden episcopal y de su ministerio, el obispo ve cumplidas por el Espíritu, donum Dei e dator munerum, la oración por la abundancia de las vocaciones y la esperanza de una Iglesia todavía más esplendorosa en su rostro ministerial.

         Análogamente se puede decir de la administración del sacramento de la Confirmación, del cual el obispo es el ministro originario y, en el rito latino, ministro ordinario.

         También en este sacramento de la efusión del Espíritu Santo, que comporta muchas veces para los pastores un gran compromiso de tiempo y es una ocasión para cumplir la visita pastoral en las parroquias, el obispo vive un momento de intensa espiritualidad ministerial y de comunión con sus fieles, especialmente con los jóvenes. El hecho que sea el pastor de la diócesis quien administra el sacramento,  evidencia que éste tiene como efecto unir más estrechamente a todos al misterio de Pentecostés, a la Iglesia de Dios en sus orígenes apostólicos, a la comunidad local y asociar a aquellos que lo reciben a la misión de testimoniar a Cristo.[68]

 

 

Una espiritualidad de comunión 

51.    Signo de una fuerte espiritualidad de comunión y elemento de gran valor para la santidad y la santificación del obispo es la comunión con sus presbíteros, con los diáconos, los religiosos y las religiosas, con los laicos, tanto en la relación personal como en diversas reuniones. Su palabra de exhortación y su mensaje espiritual tiende a favorecer y a garantizar la presencia activa y santificante de Cristo en medio a su Iglesia y el flujo de la gracia del Espíritu Santo que crea un particular testimonio de unidad y caridad.

         Por eso es oportuno que el obispo anime y promueva también con su presencia y su palabra los “momentos del Espíritu” que favorecen el crecimiento de la vida espiritual, como son los retiros, los ejercicios espirituales, las jornadas de espiritualidad, usando también los medios de comunicación social que pueden alcanzar también a los más lejanos.

         Deberá saber también sacar fruto de los medios comunes de la vida espiritual, como la búsqueda del consejo espiritual, la amistad y la comunión fraterna, para evitar el riesgo de la soledad y el peligro del desánimo ante los problemas.

         Él podrá así vivir y animar una espiritualidad de comunión con los operadores de la pastoral a través de la escucha, de la colaboración,  y de la responsable asignación de los deberes y de los ministerios.

         Un medio especial para mantener viva esta espiritualidad es la comunión afectiva y efectiva del obispo, en su oración y en sus relaciones, con el Papa y con los otros obispos.

         El obispo no está solo en su ministerio: debe donar y recibir aquel flujo de caridad fraterna que viene de la relación con los otros hermanos en el episcopado, en un verdadero ejercicio de amor recíproco, como aquel pedido por Jesús a sus discípulos (cf. Jn 13,34; 15,12-13), que se transforma también en un compartir la oración, el discernimiento, las experiencias espirituales y pastorales.

         Por este motivo son importantes las ocasiones de diálogo y de intercambio, los retiros espirituales, los momentos de distensión y de reposo, en los cuales los obispos pueden ejercitar la comunión y la caridad pastoral.

 

 

Animador de una espiritualidad pastoral 

52.    Él mismo está llamado a estar en medio del pueblo como promotor y animador de una pastoral de santidad, maestro espiritual de su grey, con el estilo de vida y el testimonio creíble en palabras y en obras.

         La llamada a la santidad compromete al obispo a ser también promotor de la vocación universal a la santidad en su iglesia. A este fin él debe promover la espiritualidad y la santidad del pueblo de Dios con iniciativas específicas acogiendo los carismas antiguos y recientes, signos de la riqueza del Espíritu Santo.

 

 

En comunión con la Santa Madre de Dios 

53.    La especial presencia materna de María, honrada con una relación personal de auténtico amor filial, es sostén del obispo en su vida espiritual.

         Cada obispo está llamado a revivir aquel particular acto de entrega de María y del discípulo Juan a los pies de la cruz (cf. Jn 19,26-27); está llamado además a verse reflejado en la oración perseverante de los discípulos con María, la Madre de Jesús, desde la Ascensión hasta Pentecostés (cf. Hch 1,14). Cada obispo y todos los obispos en la comunión fraterna son confiados a los cuidados maternos de María en el ministerio, en la comunión y en la esperanza.

         Esto comporta una sólida devoción mariana, que consiste en una intensa comunión con la Santa Madre de Dios en el ministerio litúrgico de santificación y de culto, en la enseñanza de la doctrina, en la vida y en el gobierno. Este estilo mariano en el ejercicio del ministerio episcopal deriva del mismo perfil mariano de la Iglesia.

 

  

III. Camino Espiritual del Obispo 
 

Un necesario camino espiritual 

54.    La espiritualidad cristiana es un camino con sus etapas, sus pruebas y sus sorpresas, en un dinamismo de fidelidad a la propia vocación. Las estaciones de la vida, la tensión constante hacia la perfección y la santidad personal, según el designio de Dios, ayudan también al obispo a descubrir en su ministerio un verdadero y propio itinerario espiritual. En medio de las alegrías y de las pruebas, que no faltan en la vida del pastor, vivirá la propia historia y la de su pueblo. Un camino que debe recorrer precediendo a su grey, en la fidelidad a Cristo, con un testimonio también público hasta el fin.

         Podrá y deberá hacerlo con serena confianza y animado por la esperanza teologal, también cuando se encontrará  en las condiciones de presentar la renuncia al cargo. Sin embargo, no deberá cesar de vivir hasta el fin, en las formas más apropiadas, el espíritu del ministerio en la oración o en otras actividades.

 

 

Con el realismo espiritual de lo cotidiano 

55.    El realismo espiritual enseña además a evaluar cómo el obispo debe vivir su vocación a la santidad también en su debilidad humana, en la multiplicidad de compromisos, en los imprevistos cotidianos, en muchos problemas personales e institucionales. A veces, comprometido y solicitado por tantas responsabilidades, corre el riesgo de ser superado por los problemas, sin encontrar válidas respuestas y soluciones.

         Cada obispo experimenta el peso de la vida y de la historia; también sobre él pesan la responsabilidad, el compartir los problemas y las alegrías de su gente. A veces estará bajo la presión de los medios de comunicación, ante fenómenos que involucran a la Iglesia y a la defensa de la verdadera doctrina y de la moral; afrontará acusaciones injustas o problemas de carácter social.

         Por esto necesita cultivar un sereno tenor de vida que favorezca el equilibrio mental, psíquico, afectivo, capaz de fomentar una disposición a las relaciones interpersonales, a acoger a las personas y sus problemas, a ensimismarse con las situaciones tristes o alegres de su gente que quiere encontrar en él la madurez y la bondad de un padre y de un maestro espiritual.

         Al obispo es necesario el coraje en la fatiga de su ministerio, la audacia en llevar la cruz con dignidad y experimentar la gloria de servir, en comunión con el Crucificado-Glorioso.

 

 

En la armonía del divino y de lo humano 

56.    El obispo está llamado a cultivar una espiritualidad a la medida de la humanitas misma de Jesús, en la cual pueda expresar el aspecto divino y humano de su consagración y misión. De este modo dará equilibrio a sí mismo en sus compromisos: la celebración litúrgica y la oración personal, la programación pastoral, el recogimiento y el reposo, la justa distensión y el congruo tiempo de vacaciones, el estudio y la actualización teológica y pastoral.

         El cuidado de la propia salud, física, psíquica y espiritual, y el equilibrio de la existencia son también para el obispo un acto de amor hacia los fieles, una garantía de mayor disponibilidad y apertura a las inspiraciones del Espíritu.

         Armado con estos subsidios de espiritualidad, encuentra la paz del corazón y la profundidad de la comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. En la gracia que Dios le asegura, cada día sabrá desarrollar su ministerio, atento a las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.

         En efecto, el obispo cada día renueva su confianza en Dios y se enorgullece, como el Apóstol, “en la esperanza de la gloria de Dios... sabiendo que la tribulación engendra paciencia, la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza” (Rm 5,2-4). De la esperanza deriva además la alegría. La alegría cristiana, que es, en efecto, alegría en la esperanza (cf. Rm 12,12), es además objeto de la esperanza. El obispo, testigo de la alegría cristiana que nace de la cruz, no sólo debe hablar de la alegría, sino que debe además “esperar la alegría” y testimoniarla ante su pueblo.[69]

 

 

Fidelidad hasta el final 

57.    Será paciente y perseverante en la esperanza, cuando en el ejercicio de su ministerio será puesto a la prueba de la enfermedad o será conducido por el Señor a vivir los últimos años de su vida como una ofrenda en favor de su rebaño o bien será llamado a dar testimonio de Cristo en difíciles condiciones de persecución y de martirio, como no raramente ha sucedido y sucede en nuestro tiempo.

         Éstas serán también ocasiones preciosas para que todo el pueblo a él confiado sepa que su pastor vive el don total de sí como Cristo en la Cruz.

         Para esto será también hermoso ver al obispo que, consciente de su enfermedad, recibe el sacramento de la Unción de los enfermos y el santo viático con solemnidad y en compañía del clero y del pueblo.[70]

         En este último testimonio de su vida terrena él tendrá la ocasión de enseñar a sus fieles que jamás hay que traicionar la propia esperanza y que cada dolor del momento presente es aliviado con la esperanza de las realidades futuras.

         En el último acto de su éxodo de este mundo al Padre, él podrá reasumir y volver a proponer la finalidad de su mismo ministerio en la Iglesia: señalar la meta escatológica a los hijos de la Iglesia, como Moisés señaló en el monte Nebo la tierra prometida a los hijos de Israel (cf. Dt 34,1 ss).

         En consecuencia también la conclusión de su itinerario con la muerte y las exequias solemnes celebradas en la iglesia catedral, deben ser un momento espiritual de gran valor para la vida de los fieles, un canto a la resurrección del Señor que acoge a sus siervos fieles. Esta es una ocasión propicia para dejar como don a la Iglesia las palabras de un testamento espiritual y la imagen de un rostro amigo y cercano, junto a todos los pastores que lo han precedido en la iglesia particular.

 

 

El ejemplo de los santos obispos 

58.    El camino espiritual del obispo está iluminado por la gran multitud de pastores de la Iglesia, que a partir de los apóstoles han iluminado con su ejemplo la vida de la Iglesia en cada época y en cada lugar. Sería arduo hacer una lista de estos ilustres modelos que brillan en la Iglesia, cuya santidad ha sido o será reconocida por la Iglesia. Pero sus nombres y sus rostros están bien presentes en la vida de la Iglesia universal y de las iglesias locales, también en la celebración cíclica del año litúrgico o en las lecturas de la liturgia de las horas.

         Pensemos a los santos pastores que desde el comienzo de la Iglesia han unido la santidad de vida con la predicación y la sabiduría, el sentido pastoral y también social del mensaje evangélico. Algunos de ellos han dado su vida a través del testimonio del martirio. Hay santos pastores fundadores de iglesias recordados y celebrados como santos patronos.

         Han existido pastores que resplandecen por su doctrina, que han dado una contribución específica en los concilios ecuménicos y han puesto en práctica con sabiduría las directivas de reforma y de renovación. Son también santos obispos muchos misioneros que han llevado el Evangelio a nuevas tierras y han organizado la vida de las iglesias locales nacientes. No han faltado hasta nuestros días testigos de la fe que han pagado con la cárcel, el exilio y otros sufrimientos, su fidelidad a la Iglesia católica y a la comunión con la Sede de Pedro. Otros en circunstancias difíciles han dado la vida por su rebaño como defensores de los derechos humanos y religiosos.

         La comunión espiritual con estos pastores es motivo de esperanza y fuente de impulso apostólico. Cada obispo ve en ellos una manifestación de la gracia y la fuerza del Espíritu Santo, así como también el modelo de la fidelidad a la cual está llamado en el propio ministerio pastoral.

 


CAPÍTULO III 

EL EPISCOPADO, MINISTERIO DE COMUNIÓN
Y DE MISIÓN  EN LA IGLESIA UNIVERSAL 

 

Amigos de Cristo, elegidos y enviados por Él 

59.    Las palabras de Jesús en la última Cena, en modo especial en el cap. 15 de Juan, se refieren a la vocación de los apóstoles a la luz de la comunión y de la misión. Jesús habla de la vid y los sarmientos en una figura bíblica que expresa con claridad la necesidad de la comunión y la fecundidad de la misión. Aunque la palabra de Jesús tiene una dimensión eclesial y eucarística que alcanza a todos los fieles, ella se refiere en primer lugar al círculo de los apóstoles y en consecuencia de sus sucesores.

         En el discurso de Jesús sobre la vid y los sarmientos emerge el dinamismo trinitario de la comunión y de la misión. El padre es el viñador; Cristo es la verdadera vid; la savia interior de comunión y fecundidad es el Espíritu Santo que vivifica los sarmientos unidos a la vid, destinados a dar fruto abundante y duradero. En el centro de esta parábola hay una enseñanza fundamental: los discípulos de Jesús son llamados a permanecer en comunión vital con Cristo, con su palabra y sus mandamientos, para crecer a través de la poda de Dios y dar frutos en abundancia (cf. Jn 15,1-10).

         De esto se deriva la necesidad de la comunión con Cristo y en él con el Padre y el Espíritu, en la vid mística, en la cual se encuentra veladamente representada la Iglesia.

         “Separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Según el sentido de la parábola de la vid, en el Evangelio de S. Juan, Jesús indica a sus discípulos la comunión con Él como fidelidad a una amistad divina: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando” (Jn 15,14). En la amistad de Cristo está comprendido el compartir los secretos del Padre, el don de la vida hasta la muerte, la comunión recíproca en el amor. Ella supone, de parte de Jesús y en continuidad con su misión que viene del Padre, la elección y el envío misionero de los discípulos: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca ” (Jn 15,16). De parte del discípulo se pide la fidelidad a la palabra y a la misión.

 

60.    El obispo, sarmiento vivo injertado en la vid que es Cristo, su amigo, discípulo y apóstol, lleva en sí la llamada personal y ministerial a la comunión y a la misión.

         La identidad del obispo en la Iglesia tiene su fundamento en el dinamismo de la sucesión apostólica, entendida no sólo como investidura de autoridad sino como extensión trinitaria de la comunión y de la misión.  Elegido por el Señor, llamado a una constante comunión con él, enviado al mundo, él se identifica con la persona de Jesús en la transmisión de la vida divina, en la comunión del amor, en el sacrificio de su existencia.

 

 

I.  El Ministerio Episcopal en una Eclesiología de Comunión

 

En la Iglesia imagen de la Trinidad 

61.    El Concilio Vaticano II ha dado un lugar privilegiado en su reflexión teológica a la Iglesia, como lugar de los misterios de la fe, con una particular atención al tema central de la comunión. De hecho, la Iglesia, es definida desde el inicio de la Constitución Lumen gentium como “un sacramento, o sea signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”.[71]

         Con razón entonces el documento de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos del 1985 ha afirmado: “la eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio”.[72] El concepto de comunión está “en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia”.[73] Ella es a la vez vertical y horizontal, comunión con Dios y entre los hombres, don de la Trinidad y compromiso en la fe y en el amor, visible e invisible.[74]

         La comunión eclesial, fundada sobre la palabra de Dios y sus sacramentos, especialmente la Eucaristía, expresada en la fe, fundada sobre la esperanza, animada por la caridad, radicada en la unidad del ministerio de enseñanza y de gobierno del sucesor de Pedro y de los obispos, posee a la vez fuerza de unidad y dinamismo misionero. Análogamente al misterio de la Trinidad, que es comunión y misión para la salvación del mundo, la Iglesia, imagen viviente de la Trinidad, con la fuerza misma del Espíritu, es convocación (ekklesía) y manifestación (epiphanía) misionera para la salvación del mundo.

         La Iglesia debe ser siempre y en todas partes, en medida creciente, participación y sacramento del amor trinitario, para la salvación del mundo. En consecuencia, tiene la fuerza misma del Espíritu, que en la Trinidad es principio de comunión y de misión en el amor.

 

62.    Por lo tanto, la Iglesia es el misterio-sacramento en el cual convergen la evangelización y la catequesis, la celebración de los misterios, la espiritualidad eclesial, la vida de caridad de los cristianos, la acción y el testimonio misionero. Sólo en una auténtica perspectiva eclesial pueden ser comprendidos los compromisos morales, las estrategias pastorales, los caminos de espiritualidad vivida.

         Comunión y misión se implican mutuamente. La fuerza de la comunión hace crecer la Iglesia en extensión y en profundidad. Pero la misión hace crecer también la comunión, que se extiende, como círculos concéntricos, hasta alcanzar a todos. En efecto, la Iglesia se difunde en las diversas culturas y las introduce en el Reino, [75] de modo que todo lo que de Dios ha salido a Dios pueda volver. Por esto se ha afirmado: “La comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión”.[76]

         La comunión corresponde al ser de la Iglesia, recuerda el destino de todos los carismas al ágape, a la comunión en la unidad, en el mismo designio de salvación, en el mismo proyecto eclesial.

         La unidad de la Iglesia como comunión y misión no pertenece sólo a la esencia de su misterio y de su compromiso en el mundo, ella es también la garantía y el sello de su obrar divino: todo proviene del designio trinitario de Dios, que en su unidad está en el origen de todo y es también el destino final de todo, según la visión de la historia de la salvación que involucra a la humanidad y al cosmos.

 

En una eclesiología de comunión y de misión 

63.    También en nuestro tiempo la unidad es un signo de esperanza ya sea que se trate de los pueblos, ya sea que se hable del obrar humano por un mundo reconciliado.  Pero la unidad es también signo y testimonio creíble de la autenticidad del Evangelio. De aquí nace la urgencia también en nuestro mundo de la unidad de la Iglesia y de un modo particular de la unidad de todos del discípulos de Cristo, para que el mundo crea (cf. Jn 17,21).

         El misterio trinitario, que es misterio de comunión en la reciprocidad, es como el cuadro de referencia de la vida de la Iglesia, de su misión, de sus ministerios y por lo tanto del ministerio episcopal.

         Tal perspectiva es un signo de esperanza para el mundo en medio de las disgregaciones de la unidad, de las contraposiciones y de los conflictos. La fuerza de la Iglesia está en la comunión, su debilidad está en la división y en la contraposición.

 

64.    El ministerio episcopal se encuadra en esta eclesiología de comunión y de misión que genera un obrar en comunión, una espiritualidad y un estilo de comunión.

         En efecto, en este ministerio se expresa la unidad de la sucesión apostólica en el Colegio de los obispos, bajo el ministerio petrino. Además, en el obispo converge la iglesia particular, la comunidad del pueblo de Dios, con los presbíteros, los diáconos, las personas consagradas, los laicos.

         Esta comunión en la unidad es sostenida por la caridad pastoral y por la esperanza sobrenatural en la actuación de designio divino con la fuerza del Espíritu Santo.

 

 

Unidad y catolicidad del ministerio episcopal 

65.    Enviado en nombre de Cristo como pastor de una iglesia particular, el obispo cuida la porción del pueblo de Dios que le ha sido confiada y la hace crecer como comunión en el Espíritu por medio del Evangelio y de la Eucaristía. En ella es visible el principio y fundamento de la unidad de la fe, de los sacramentos y del gobierno en razón de la potestad recibida.[77]

         Sin embargo, cada obispo es pastor de una iglesia particular en cuanto es miembro del Colegio de los obispos. En este mismo Colegio cada obispo está inserido en virtud de la consagración episcopal y mediante la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio.[78] De esto derivan para el ministerio del obispo algunas consecuencias que, aún en forma sintética, es oportuno considerar.

         La primera es que el obispo no está nunca solo. Esto es verdad no solamente respecto a su colocación en la propia iglesia particular, sino también en la Iglesia universal, unido como está - por la naturaleza misma del episcopado uno e indivisible[79] - a todo el Colegio episcopal, el cual sucede al Colegio apostólico. Por esta razón cada obispo está simultáneamente en relación con la iglesia particular y con la Iglesia universal.

         Visible principio y fundamento de la unidad en la propia iglesia particular, cada obispo lleva en sí el vínculo visible de comunión eclesial entre su iglesia y la Iglesia universal. Por esto todos los obispos, aún residiendo en diversas partes del mundo, pero siempre custodiando la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio episcopal y con el mismo Colegio en su totalidad, dan consistencia y figura a la catolicidad de la Iglesia; al mismo tiempo confieren a la iglesia particular, de la que son encargados, la misma nota de catolicidad.

         “El obispo es principio y fundamento visible de la unidad en la iglesia particular confiada a su ministerio pastoral, pero para que cada iglesia particular sea plenamente Iglesia, es decir, presencia particular de la Iglesia universal con todos sus elementos esenciales, y por lo tanto constituida a imagen de la Iglesia universal, debe hallarse presente en ella, como elemento propio, la suprema autoridad de la Iglesia: el Colegio episcopal ‘junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y jamás sin ellaÂ’”.[80]

         En la comunión de las Iglesias, entonces, el obispo representa su iglesia particular y, en ésta, él representa la comunión de las iglesias. Mediante el ministerio episcopal, en efecto, cada iglesia particular, que también es una portio Ecclesiae universalis,[81] vive la totalidad de la una-santa y está presente en ella la totalidad de la católica-apostólica.[82]

 

66.    La segunda consecuencia, sobre la que parece oportuno detenerse, es que justamente esta unión colegial, o comunión fraterna de caridad, o afecto colegial, es la fuente de la solicitud que cada obispo, por institución y mandato de Cristo, tiene con respecto a toda la Iglesia y a todas las otras iglesias particulares. Así se dilata también su solicitud por “aquellas regiones del orbe terrestre en que todavía no ha sido anunciada la palabra de Dios, o en que, principalmente por el escaso número de sacerdotes, se hallan los fieles en peligro de apartarse de los mandamientos de la vida cristiana y aún de perder la fe misma”.[83]

         Por otra parte, los dones divinos, mediante los cuales cada obispo edifica su iglesia particular, o sea el Evangelio y la Eucaristía, son los mismos que no sólo constituyen cada iglesia particular como reunión en el Espíritu, sino que también la abren, cada una, a la comunión con todas las otras iglesias. El anuncio del Evangelio, en efecto, es universal y, por voluntad del Señor, está dirigido a todos los hombres y es inmutable en todos los tiempos.

         Luego, la celebración de la Eucaristía por su misma naturaleza y como todas las otras acciones litúrgicas, es acción de toda la Iglesia, pertenece al entero cuerpo de la Iglesia, lo manifiesta y lo implica.[84] También de aquí surge el deber de todo obispo, como legítimo sucesor de los apóstoles y miembro del Colegio episcopal, de ser en cierto modo garante de la Iglesia toda (sponsor Ecclesiae).[85]

 

 

En comunión con el Sucesor de Pedro 

67.    La eclesiología de comunión, característica de la Iglesia Católica, expresa las múltiples relaciones de unidad no sólo en la misma fe, esperanza y caridad, en la misma doctrina y en los sacramentos, entre todas las iglesias  particulares, sino también en la concreta comunión con el Romano Pontífice, principio visible de la unidad de la Iglesia. Esta realidad se manifiesta en la santificación y en el culto, en la doctrina y en el gobierno, según el proyecto divino de Cristo, que ha querido que Pedro y sus sucesores fueran principio de unidad visible para que confirmaran a los hermanos en la fe.[86]

         La unidad de la Iglesia, en comunión y bajo la guía del sucesor de Pedro, es además fuente de esperanza para el futuro. El designio de Dios es la unidad de la entera familia humana y la Iglesia católica conserva en su estructura este precioso don.

         Tal unidad es fuente de confianza y de esperanza para el futuro de la misión de los cristianos en el mundo. En efecto, ella es garantía de la continuidad de la verdad y de la vida del Evangelio: la plenitud de una Iglesia que sea una, santa, católica y apostólica, como fue querida por Cristo, y que “subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él”.[87]

 

68.    Múltiples son los vínculos que unen a cada obispo con el ministerio de Pedro. En primer lugar, la comunión en la vida divina, especialmente a través de la celebración de la Eucaristía, fundamento de la unidad de la Iglesia en Cristo.[88] Cada celebración de la Eucaristía, signo de la “sanctorum communio”, o sea de la comunión de los santos y de las cosas santas, según la apreciada expresión de la antigüedad cristiana,[89] tiene lugar en unión, no sólo con el propio obispo, sino ante todo con el Papa y con el orden episcopal, en consecuencia con el clero y con todo el pueblo de Dios, como lo expresan los diversos formularios de la plegaria eucarística.[90]

         A esto se agrega la comunión en la predicación del Evangelio y en la recta doctrina, en fidelidad al magisterio de la Iglesia que el Romano Pontífice ejerce, especialmente en las cuestiones de fe y costumbres. La cordial acogida y difusión del magisterio pontificio es signo de auténtica comunión y garantía de unidad en la Iglesia, también para guiar el pueblo de Dios por los senderos de la verdad, especialmente en campos doctrinales que exigen también el estudio profundo y específico de nuevas problemáticas.[91]

         Por último también la necesaria unidad en la disciplina eclesiástica es signo de comunión en la verdad y en la vida, aún con las legítimas variaciones, según el derecho.

 

 

Colaboración en el ministerio petrino 

69.    La pertenencia al Colegio de los obispos, que no puede ser concebida sin la comunión con su Cabeza visible que es el Romano Pontífice, tiene varias formas de participación y de ejercicio de la colegialidad.

         Justamente en cuanto pertenece al Colegio episcopal, cada obispo en el ejercicio de su ministerio se encuentra y está en una viva y dinámica comunión con el obispo de Roma, Sucesor de Pedro y Cabeza del Colegio, y con todos los otros hermanos obispos esparcidos en el mundo entero. En tal comunión se actúa también la solicitud por todas las iglesias diseminadas por el mundo y la dimensión de misión, de cooperación y de colaboración misionera, que es propia del ministerio episcopal.

         Una específica forma de colaboración con el Romano Pontífice en la solicitud por toda la Iglesia es el Sínodo de los Obispos, donde tiene lugar un fructuoso intercambio de noticias y de sugerencias y son delineadas, a la luz del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia, las orientaciones comunes que, si son hechas propias por el Papa y por él son propuestas a toda la Iglesia, vuelven a las iglesias locales en beneficio de ellas mismas. En tal modo la Iglesia entera es válidamente sostenida para mantener la comunión en la pluralidad de las culturas y de las situaciones.

         Fruto y expresión de esta unión colegial es la colaboración de los obispos pertenecientes a todas partes del orbe católico en los organismos de la Santa Sede, en particular en los dicasterios de la Curia Romana y en varias comisiones, donde pueden eficazmente llevar su propia contribución como pastores de iglesias particulares.

 

 

Las visitas "ad limina" y las relaciones con la Santa Sede 

70.    Un momento importante, manifestación de la unión con el Papa y con los organismos de la Santa Sede, es el constituido por las visitas ad limina. Ellas se desarrollan en la comunión sacramental de la celebración eucarística, en la oración común, en el encuentro personal de los obispos con el Papa y sus colaboradores. Son ocasiones de discernimiento que llevan al centro de la comunión visible las realidades, las ansias, las esperanzas, las alegrías y los problemas de las iglesias particulares para un enriquecimiento de la catolicidad y una particular experiencia de unidad.

         En los últimos tiempos, en ocasión de tales visitas, los mismos pastores han tenido la oportunidad de compartir entre ellos momentos de oración, en compañía de los más estrechos colaboradores diocesanos y de algún grupo de fieles, poniendo así en evidencia un verdadero y auténtico sentido de renovación de las visitas de los pastores de las iglesias particulares “ad limina apostolorum”.[92]

         Muchos obispos en las respuestas a los Lineamenta, expresan el deseo que la relación entre el Sucesor de Pedro y los obispos diocesanos, a través de los dicasterios de la Santa Sede y los representantes pontificios, sea cada vez más marcada por criterios de colaboración recíproca y de estima fraterna, como actuación concreta de una eclesiología de comunión, en el respeto de las competencias.

 

 

Las conferencias episcopales 

71.    Los obispos viven su comunión con los otros Pastores en el ejercicio de la colegialidad episcopal. Desde la antigüedad cristiana tal realidad de comunión ha encontrado una expresión particularmente calificada en la celebración de los Concilios ecuménicos, también en los concilios particulares, tanto plenarios como provinciales, concilios que todavía hoy tienen una utilidad, contemporáneamente a la consolidación de las Conferencias episcopales.

         A partir del siglo pasado, en efecto, han nacido las Conferencias episcopales que en el Decreto Christus Dominus han encontrado una acogida particular y en el CIC una específica normativa.[93] Recientemente, siguiendo las recomendaciones del Sínodo Extraordinario de 1985, que pedía un estudio sobre la naturaleza teológica de las Conferencias episcopales, Juan Pablo II ha promulgado, a propósito, el Motu proprio Apostolos suos, que esclarece y analiza detalladamente todo el argumento.[94]

         En el Directorio Ecclesiae imago venía de algún modo expresada su naturaleza con estas palabras: “La Conferencia episcopal ha sido instituida con el fin de que pueda hoy por hoy aportar una múltiple y fecunda contribución a la aplicación concreta del afecto colegial. Por medio de las Conferencias se fomenta de manera excelente el espíritu de comunión con la Iglesia universal y de las diversas iglesias particulares entre sí”.[95]

 

72.    Quedando firme la autoridad de cada obispo en su iglesia particular, “en la Conferencia los obispos ejercen unidos el ministerio episcopal en favor de los fieles del territorio de la Conferencia; pero, para que tal servicio sea legítimo y obligatorio para cada obispo, es necesaria la intervención de la autoridad suprema de la Iglesia que, mediante ley universal o mandato especial, confía determinadas cuestiones a la deliberación de la Conferencia episcopal”.[96]

         “El ejercicio conjunto del ministerio episcopal incluye también la función doctrinal”.[97] Los obispos reunidos en la Conferencia episcopal deben procurar que el magisterio universal llegue al pueblo a ellos confiado.[98] Para que las declaraciones doctrinales de la Conferencia episcopal obliguen a los fieles a adherir a ellas con religioso obsequio de ánimo deben, o ser aprobadas por unanimidad, o bien, aprobadas por mayoría cualificada, obtener la recognitio de la Sede Apostólica.[99]

         Las Iglesias orientales patriarcales y arzobispales mayores tienen sus propias instituciones de carácter sinodal, como el Sínodo patriarcal[100] y la Asamblea patriarcal, y gozan de leyes propias. El mismo CCEO contempla las asambleas de los jerarcas de diversas iglesias sui iuris.[101]

         Existen también organismos como las Reuniones Internacionales de Conferencias Episcopales a nivel continental o regional por su cercanía, que, aún no teniendo las competencias de las Conferencias episcopales, propiamente dichas, según las normas del derecho canónico, sin embargo, son instrumentos útiles a través de los cuales se establecen relaciones de colaboración entre los obispos en vista del bien común.[102]

 

 

Comunión afectiva y efectiva 

73.    Las relaciones que se establecen entre los obispos, ya sea en el ámbito de los Sínodos patriarcales de la Iglesias orientales, ya sea a través de las Conferencias episcopales, ya sea mediante otras formas de colaboración y comunión, cada una según la propia naturaleza teológica y jurídica, no deben ser vistas sólo en función del trámite burocrático de cuestiones internas y externas. Es más, en el espíritu de comunión entre los pastores de las iglesias y en el affectus collegialis, propio de la participación sacramental a la solicitud por el entero pueblo de Dios, dichas relaciones deben constituir una verdadera experiencia de espiritualidad, un ejercicio de comunión afectiva y efectiva.

         Las asambleas episcopales deben entonces desarrollarse en la escucha recíproca en virtud de la común responsabilidad y solicitud eclesial. Ellas constituyen momentos de responsabilidad pastoral, de evangélica fraternidad, de compartir problemas, de verdadero discernimiento eclesial y espiritual; son momentos en los cuales los obispos iluminan con la sabiduría del Evangelio los problemas de nuestro tiempo, en una mutua ayuda que se confía a la gracia del Señor, presente en medio de los que están reunidos en su nombre (cf. Mt 18,20), y a la asistencia del Espíritu Santo que guía a la Iglesia.

 

74.    Esta ayuda recíproca entre los obispos, y en modo especial de parte de los metropolitanos, puede y debe transformarse en estímulo, en sostén en el discernimiento, en consejo recíproco y eventualmente en una oportuna corrección fraterna, según el Evangelio, en momentos de dificultad.

         Algunos esperan que en razón de la comunión fraterna en la gracia del Episcopado y en la unidad de la Iglesia se establezcan relaciones de ayuda recíproca entre diócesis grandes y pequeñas, con aquellas ayudas que se revelarán oportunas como el intercambio de agentes de pastoral, de medios económicos y de subsidios, así como también la constitución de estructuras y organismos comunes, cuando las diócesis sean vecinas. Hay que alentar también las relaciones de fraternidad entre diócesis, como gemelas, como iglesias esparcidas por el mundo, especialmente con aquellas más necesitadas y jóvenes, como signo de solicitud por la Iglesia universal.

         En las respuestas a los Lineamenta se pide aclarar las relaciones cuando, por varias razones, especialmente por la diversidad de iglesias “sui iuris” o bien por la existencia de una prelatura personal o de un ordinario militar, diversos obispos dentro del mismo territorio se encuentran ejerciendo la función de pastor respecto a sus respectivos fieles. Es necesario que se establezcan definidos criterios para favorecer el testimonio de la unidad.

 

 

II. Algunos Problemas Particulares

 

Distintas tipologías del ministerio episcopal 

75.    De las respuestas a los Lineamenta emergen algunas cuestiones que merecen una especial atención, de tal manera que puedan ser aclaradas, a la luz de los últimos años, particulares tareas, derechos y deberes, en el respeto de los dones propios de cada obispo.

         La primera de estas cuestiones toca la variedad del ministerio episcopal, como se ha delineado a través de la historia y de las tradiciones de la Iglesia.

         Dentro de la Iglesia sobresale el ministerio del obispo elegido y consagrado al servicio de una iglesia particular. Entre éstos está investido por el Señor de una función particular el Obispo de Roma. La Iglesia que está en Roma preside la asamblea universal de la caridad, posee una particular principalidad  y, por su peculiar vínculo con el apóstol Pedro, su Obispo es Cabeza y Pastor de la Iglesia universal.[103] Él, animado por el Espíritu del Buen Pastor, apacienta el rebaño universal de Cristo y confirma a los hermanos en la verdad, como signo de comunión y de unidad ante todas las otras iglesias y confesiones cristianas, ante las otras religiones y ante la entera sociedad.

         Una particular figura episcopal, según la tradición de la Iglesia, revisten los obispos que, con el título de Patriarca, presiden las Iglesias católicas orientales. Al Patriarca está reservado un especial honor como Padre y Cabeza de su iglesia patriarcal.[104] En las Iglesias orientales católicas se encuentran también los arzobispos mayores, que son metropolitanos de una sede determinada reconocida por la suprema autoridad de la Iglesia. Ellos presiden una entera Iglesia oriental sui iuris que no tiene título patriarcal.[105]

         Los arzobispos y obispos diocesanos o eparquiales son constituidos pastores de sus respectivas iglesias particulares.

         Existen, además de los arzobispos y obispos diocesanos al frente de una iglesia particular residencial, otros arzobispos y obispos, a quienes ha sido conferida la gracia y la dignidad episcopal, al servicio de toda la Iglesia y con un particular vínculo con el ministerio petrino en el gobierno de la Iglesia; entre éstos los obispos creados cardenales sin una sede particular. Otros colaboran con el Romano Pontífice en la solicitud de la Iglesia universal y están al servicio de la Santa Sede, con cargos en la Curia Romana o en las Nunciaturas y Delegaciones apostólicas.

         Hay que mencionar además los obispos metropolitanos de las Iglesias de Oriente que están encargados de una provincia dentro de los límites del territorio de una Iglesia Patriarcal, a norma del propio derecho particular. También en la Iglesia latina se encuentran los metropolitanos, que presiden una provincia eclesiástica con propios derechos y deberes a norma del derecho.

         Los obispos coadjutores y auxiliares, sean diocesanos o eparquiales, están al servicio de las propias diócesis o eparquías y colaboran con el obispo diocesano o eparquial cuando las circunstancias lo aconsejan, a norma del propio derecho.

         Esta simple enumeración ilustra la rica variedad del ministerio episcopal en la Iglesia universal y particular desde el punto de vista teológico e institucional.

 

 

Los obispos eméritos 

76.    Hoy han aumentado en modo considerable los obispos que por las razones previstas en el derecho han sido dispensados de la función pastoral. Se ha puesto repetidamente el problema de una mayor participación de ellos en la vida eclesial.

         Los obispos eméritos, continuando a formar parte del Colegio Episcopal, mantienen el derecho/deber de participar en los actos del Colegio en los modos previstos por el derecho.[106]

         Además, vista su experiencia pastoral, son consultados sobre las cuestiones de índole general. Para que, entonces, permanezcan informados sobre los problemas de mayor importancia, deben ser enviados a ellos con anticipación los documentos de la Santa Sede y, de parte del obispo diocesano, el boletín eclesiástico y otros documentos. Por su competencia en determinadas materias ellos pueden ser contados entre los miembros adjuntos de los Dicasterios de la Curia Romana y ser nombrados consultores de los mismos; ser elegidos, en los casos previstos por los estatutos de la diversas Conferencias episcopales, para el Sínodo de los obispos; participar en alguna reunión o comisión de estudio, si en los estatutos de la Conferencias de los obispos no fuera prevista su presencia con voto deliberativo.[107]

         En las respuestas a los Lineamenta se espera que cuanto está previsto por el derecho sea llevado a fiel aplicación.

         Se pide que no falte a cada obispo emérito un adecuado trato económico y se busquen laudables soluciones que eviten su aislamiento y favorezcan su plena vitalidad eclesial.

         Conviene tomar en consideración las necesarias atenciones debidas a los obispos ancianos o enfermos que también constituyen en la Iglesia y en medio de los fieles un ejemplo de amor a Cristo y de donación de la vida en su ministerio, en la oración y en el sufrimiento.

         Finalmente, el consejo de los hermanos obispos puede ser de gran ayuda y consuelo en el momento en el cual llega el tiempo de renunciar al oficio. De la sabiduría, comprensión y aliento de otros obispos puede venir también la ayuda para que en este difícil pasaje humano y espiritual, las decisiones que se refieren al propio futuro puedan ser tomadas con serenidad y confianza en la divina providencia.

 

Elección y formación de los obispos 

77.    Entre las respuestas a los Lineamenta algunas se refieren al argumento de las consultaciones previas a la elección de los obispos, con el objeto de que a través de dichas consultaciones se pueda favorecer la elección del candidato más adecuado a la misión para la cual es destinado.

         Dada la especial responsabilidad del ministerio episcopal, se considera siempre más la oportunidad de iniciativas particulares en favor de los obispos recientemente nombrados. Para ellos en los últimos años han sido propuestas actividades formativas, para que tengan la ocasión de prepararse mejor a responder a las exigencias del ministerio desde el punto de vista teológico, pastoral, canónico, espiritual y administrativo.

         A través de oportunos programas de formación permanente se propone también la necesaria actualización doctrinal, pastoral y espiritual de los obispos junto con un aumento de la comunión colegial y de la eficacia pastoral en las respectivas diócesis.

         Además, en vista, de las ordinarias y graves decisiones a tomar, se siente la particular necesidad de invitar a los obispos a destinar un tiempo adecuado a la meditación y a la contemplación en medio de las tareas cotidianas del ministerio, cuando la urgencia de las cuestiones golpea a la puerta del corazón y la preocupación del pastor invoca la pausa de la piedad y la escucha del Espíritu en la serenidad interior.

 

 

CAPÍTULO IV

 EL OBISPO AL SERVICIO DE SU IGLESIA

 

La imagen bíblica del lavatorio de los pies: Jn 13,1-16 

78.    En el punto culminante de su vida, cuando Jesús comienza la última etapa de su éxodo pascual, para ofrecerse libremente al Padre por nuestra salvación, se revela ante sus discípulos como el siervo de todos.

         Con el lavatorio de los pies, Jesús ha dejado la imagen del amor servicial hasta el don de la vida, como modelo para los verdaderos discípulos del Evangelio. El ejemplo de Cristo exige una continuidad de su misma actitud: “Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 15). Este gesto de humilde servicio, que todo obispo esta llamado a repetir ritualmente cada año el Jueves Santo en la celebración de la Cena del Señor, está vinculado al ministerio de la caridad, al mandamiento nuevo del amor recíproco (cf. Jn 13, 34-35) y se muestra como un signo que tiene su cumplimiento en la Eucaristía y en el sacrificio de la muerte en cruz. Servicio, caridad, Eucaristía, cruz y resurrección, aparecen íntimamente ligados entre sí en la vida de Jesús, en su enseñanza y en el ejemplo que dejó para su Iglesia, en su memorial.

         A la luz de esta imagen joánica el ministerio del obispo en su iglesia particular aparece como un servicio de amor y su figura, como la de Cristo, siervo de los hermanos. Con estos sentimientos, Jesús cumplió aquel gesto también como signo de esperanza, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había venido del Padre y al Padre tornaba, con la esperanza cierta de volver a ver a sus discípulos después de la Pascua (cf. Jn 13,3). Así también, el obispo en la humildad de su servicio proclamará la esperanza con la palabra, la celebrará con los sacramentos, la actuará en medio a su pueblo y con su gente, como el humilde inclinarse hacia todas las necesidades de los fieles, en modo especial hacia los más necesitados.

 

 

I.  El Obispo en su Iglesia Particular

 

La iglesia particular 

79.    La misión específica del ministerio episcopal adquiere una particular relevancia y concretización en la iglesia particular, para la cual el obispo diocesano ha sido elegido y consagrado. El ministerio de los obispos se hace especifico como un servicio a las iglesias particulares dispersas por el mundo, en las cuales y a partir de las cuales ("in quibus et ex quibus") existe la sola y única Iglesia católica.[108]

         La mutua relación de identidad y representación que coloca al obispo al centro de la iglesia particular se expresa en la sentencia de la tradición, formulada con las palabras de Cipriano: “Debes saber que el obispo está en la Iglesia y la Iglesia está en el obispo, y si uno no está con el obispo no está tampoco en la Iglesia”.[109] Así, el ministerio del obispo está todo en relación a su iglesia, que lo comprende a él mismo, y representa una serie de elementos de comunión y de unidad en la Iglesia universal. Por otra parte, no se puede pensar en una iglesia particular sin la referencia a su pastor. La iglesia particular se puede explicar a partir de la triple función episcopal de la santificación, del magisterio y del gobierno, que se entrelaza con la dimensión profética, sacerdotal y real del Pueblo de Dios.[110]

         Por ello, como ya recordaba el Directorio Ecclesiae imago, el obispo “debe armonizar en su propia persona los aspectos de hermano y de padre, de discípulo de Cristo y de maestro de la fe, de hijo de la Iglesia y, en un cierto sentido, de padre de la misma, por ser ministro de la regeneración sobrenatural de los cristianos (cf. 1 Co 4,15)”.[111]

 

 

Un misterio que converge en el obispo junto a su pueblo 

80.    En la persona del obispo, unido a su pueblo, convergen las características de la comunión eclesial. Se manifiesta en él la comunión trinitaria, porque él se convierte en signo del “Padre”; es presencia de Cristo, “cabeza, esposo y siervo”; es “ecónomo” de la gracia y hombre del Espíritu. Se cumple en el obispo la comunión apostólica, que lo hace testigo de la tradición viva del Evangelio, en conexión con la sucesión apostólica. Obra en él la comunión jerárquica que lo une al carisma petrino, como los apóstoles estaban unidos a Pedro en Jerusalén.

         En la gracia de su ministerio de maestro, sacerdote y pastor se hace concreta la unidad de la iglesia particular, que encuentra en él el punto de comunión entre los presbíteros y las diversas parroquias y asambleas locales; éstas, en comunión con él, se hacen “legítimas”. Él es, en fin, animador de la comunión de carismas y ministerios de los otros fieles de Cristo, consagrados y laicos, que encuentran en él el principio de unidad y de fuerza misionera.

         También en la persona del obispo se manifiesta la reciprocidad entre la Iglesia Universal y las iglesias particulares, que abiertas las unas a las otras, se reencuentran como porciones del pueblo de Dios y “portiones Ecclesiae”[112] en la una, santa, católica y apostólica, la cual preexiste a ellas y en ellas se encarna como comunidades históricas, territoriales y culturales concretas.

 

 

Palabra, Eucaristía, comunidad 

81.    En el Decreto sobre el oficio pastoral de los obispos en la Iglesia Christus Dominus encontramos trazada en términos teológicos la imagen de la iglesia particular con estas palabras, referidas explícitamente a la diócesis: “La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la cooperación de sus sacerdotes, de suerte que, adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica.”[113]

         Los elementos constitutivos de la iglesia particular en torno al obispo pueden ser resumidos en estas instancias fundamentales de la eclesiología del Nuevo Testamento:[114]

         a) La predicación del Evangelio como presencia de Cristo y de su Palabra. Esta Palabra hace la Iglesia. La Iglesia nace ante todo de la Palabra; ella es “creatura Verbi”, en el soplo vivificante del Espíritu. En efecto, la Iglesia comienza a ser "ecclesia", comunidad de los convocados a través de la Palabra del Evangelio; es formada y como plasmada por la Palabra proclamada, acogida con fe, predicada continuamente, como nos enseñan los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2, 42 ss). Por eso son intrínsecas a la Iglesia la proclamación litúrgica de la Palabra, la evangelización y la catequesis, en la potencia vivificadora del Espíritu.

         b) El misterio de la Cena del Señor o Eucaristía que hace la Iglesia. Es, precisamente, Cristo la Cabeza y el Esposo de la Iglesia y es la Eucaristía el memorial sacramental de la muerte y resurrección del Cristo glorioso que hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

         c) Esta sinaxis, que se hace concreta también en “comunidades pequeñas, pobres y dispersas”,  presupone y genera la vida teologal: el amor, la esperanza y la caridad, es decir, la existencia cristiana que se expresa en la comunión entre los fieles y en su misión. La Eucaristía es siempre fuente y culmen de la vida de la Iglesia.[115]

         En estos tres signos se pueden advertir tres características originales del ser cristiano. En efecto, la Iglesia en su comunicación con el Maestro invisible y con su Espíritu recibe la Palabra del Evangelio, celebra el misterio de la Cena del Señor y vive en la caridad mediante la misma fe y la misma esperanza.

 

 

Una, santa, católica y apostólica 

82.    La iglesia particular lleva consigo toda la compleja realidad de la Iglesia como Pueblo de Dios; empeña a todos los bautizados en su múltiple y comprometida realidad sacerdotal, profética y real, junto con la variedad de ministerios ordenados y carismas.

         Se trata de un pueblo sellado por la gracia de los sacramentos, constituido Iglesia en Cristo y en el Espíritu para gloria del Padre. Pero es también un pueblo peregrino, radicado aquí y ahora en una tierra, en una historia, en una cultura.

         La iglesia particular es llamada continuamente a medirse con la riqueza de la Iglesia universal que ella misma actualiza, hace presente y operante. Es iglesia local, particular, pero proyectada en el plan escatológico que comprende: la unidad en la vida teologal, en el ministerio, en los sacramentos, en la vida, en la misión, en comunión con Pedro; la santidad en la riqueza del Evangelio vivido y en la madura y rica experiencia de los dones del Espíritu Santo; la catolicidad como cordial comunión con todos, en la apertura a la universalidad de la Iglesia y a sus múltiples riquezas, que han de ser integradas en la reciprocidad; la apostolicidad, en virtud de la tradición de fe y de vida sacramental que viene de los apóstoles, con la fuerza del mandato misionero hasta los confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos.

 

 

Una Iglesia con rostro humano 

83.    La Iglesia es la convergencia de lo divino y lo humano; por ello, su raíz divina es la Trinidad, pero, como campo y viña de Dios, ella está también plantada en esta tierra; como pueblo en camino vive en un lugar, tiene una historia, un presente y un futuro. Una iglesia particular posee, en efecto, sus tradiciones y a veces incluso sus liturgias, conserva las huellas de la historia de la salvación pasada y presente, de las cuales vive y se proyecta hacia un futuro.

         Es necesario valorar esta realidad terrena de la iglesia particular, que vive aquí y hoy, para entender profundamente su ser y su actuar, sus riquezas y sus debilidades, sus necesidades, en vista de la evangelización y el testimonio. Como iglesia particular, además, tiene la conciencia de estar en la comunión de las cosas santas y de los santos del cielo y de la tierra, que es la verdadera y grande “communio sanctorum”.

         Además, la Iglesia es comunión de personas y de rostros, donde cada uno es irrepetible y donde ninguna individualidad es cancelada. Los rostros indican la concreción de lo vivido de parte de las personas, hombres y mujeres de toda edad y condición.

         En esta “iglesia de los rostros” se puede leer un mensaje concreto, una urgencia de presencia, de evangelización, de testimonio, un ofrecimiento de diálogo, un pedido de autenticidad. Cada vez que se piensa en la iglesia particular no se deben olvidar los rostros concretos porque en ellos se refleja la imagen viva del Cristo. Pablo VI ha recordado que “la Iglesia universal se encarna de hecho en las iglesias particulares, constituidas de tal o cual porción de humanidad concreta, que hablan tal lengua, son tributarias de una herencia cultural, de una visión del mundo, de un pasado histórico, de un sustrato humano determinado”.[116]

         En realidad, también cada iglesia particular tiene su rostro peculiar, humano y geográfico, que determina también una organización pastoral particular. Hay diócesis que comprenden ciudades modernas especialmente populosas; otras se extienden en territorios grandes y difíciles de recorrer por parte del Pastor.

 

 

Iglesia universal, iglesia particular 

84.    El Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe Communionis notio, con el fin de especificar algunos valores y límites de la eclesiología de comunión y de la eclesiología eucarística, ha querido aclarar con razón algunos aspectos de la plenitud y de los límites de la iglesia particular, para que responda a su auténtica perspectiva católica.

         Así, por ejemplo, pone en guardia contra un concepto de iglesia particular que presente la comunión de cada iglesia de modo tal que debilite, en el plano visible e institucional, la concepción de la unidad de la Iglesia. “Se llega así a afirmar- observa el documento - que cada iglesia particular es sujeto en sí mismo completo, y que la Iglesia universal resulta del reconocimiento recíproco de las iglesias particulares. Esta unilateralidad  eclesiológica,  reductiva no sólo en el concepto de Iglesia universal sino también en el de iglesia particular, manifiesta una  insuficiente comprensión del concepto de comunión”.[117]

         Justamente para no ensombrecer la comunión en su dimensión de universalidad, en el mismo documento se encuentra una afirmación iluminadora: “en la Iglesia nadie es extranjero: especialmente en la celebración de la Eucaristía, todo fiel se encuentra en su Iglesia, en la Iglesia de Cristo”.[118] En efecto, cada fiel, pertenezca o no a la diócesis, a la parroquia o a la comunidad particular, en la celebración de la Eucaristía debe sentirse siempre en su Iglesia. Aún perteneciendo a una iglesia particular en la cual ha sido bautizado o vive o participa de la vida de Cristo, el fiel pertenece de algún modo a todas las iglesias particulares.[119]

         Este misterio de unidad es confiado al ministerio del obispo en la referencia indisoluble de la iglesia particular a la Iglesia universal.

 

85.    En esta porción del Pueblo de Dios una comunidad perteneciente a la única familia de Dios, vive plenamente la referencia al Reino de Cristo, en el cual están integradas todas las riquezas de la catolicidad,[120] prefiguradas en la Iglesia de Pentecostés.[121]

         La referencia a la Iglesia de Jerusalén hace que cada iglesia tenga un vínculo necesario con Pedro, cabeza de esta Iglesia de los orígenes. Tal vínculo confiere carácter apostólico a cada iglesia local a través de la sucesión apostólica de los obispos. La comunión en la única Iglesia y en cada iglesia supone también la unidad en el carisma de Pedro y por ello la comunión con todas las otras iglesias dispersas por el mundo.

         En este designio de la unidad universal y de las peculiaridades particulares se manifiesta como una especie de plan trinitario, que sella y modela la existencia propia de cada iglesia en la Iglesia católica y la correspondiente mutua relación. Por ello, no carece de significado la realidad social, cultural, geográfica, histórica de cada iglesia. En la realidad de las iglesias locales dispersas por el mundo la Iglesia universal realiza el misterio de la unidad y de la reconciliación de todos en Cristo. Y esta comunión de todos los miembros de la Iglesia particular tiene el signo y el garante en el obispo.

 

 

II.   La Comunión y la Misión en la Iglesia Particular

 

En comunión con el presbiterio 

86.    Un acto necesario de la comunión es el de la unión sacramental del presbiterio en torno a su obispo. Según los textos más antiguos de la tradición, como los de Ignacio de Antioquía, ello es parte esencial de la iglesia particular. Entre el obispo y los presbíteros existe la “communio sacramentalis” en el sacerdocio ministerial o jerárquico, participación al único sacerdocio de Cristo y por lo tanto, aunque en grado diverso, en el único ministerio eclesial ordenado y en la única misión apostólica.

         En virtud de esto y además de la cooperación en el ministerio episcopal, los presbíteros “reúnen la familia de Dios como fraternidad, animada con espíritu de unidad”.[122]

         En la línea del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II ha resaltado la pertenencia de los presbíteros a la iglesia particular como fundamento de una rica teología y espiritualidad: “Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su ‘estar en una iglesia particularÂÂ’ constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra, precisamente en su pertenencia y dedicación a la iglesia particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto su misión pastoral, como su vida espiritual”.[123] 

         Al presbiterio de la diócesis pertenecen también todos los presbíteros de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica. Estos viven los propios carismas en la unidad, en la comunión y en la misión de la iglesia particular. En ella contribuyen a poner en común la riqueza de los dones de espiritualidad y de apostolado que les son propios. Así las iglesias particulares pueden ser enriquecidas a nivel carismático “a imagen” de la Iglesia universal, a la cual se refieren ciertas instituciones supra-diocesanas.[124]

         En realidad, la dimensión de universalidad es inherente a la comunión con todas las iglesias y a la naturaleza misma del ministerio presbiteral, que tiene una misión universal.[125]

87.    E1 Concilio Vaticano II ha descrito las relaciones recíprocas entre el obispo y los presbíteros con imágenes y términos diversos. Ha indicado en el obispo al “padre” de los presbíteros,[126] pero ha unido al aspecto de la paternidad espiritual, el de la fraternidad, el de la amistad, el de la colaboración necesaria y el del consejo. Sin embargo, es cierto que la gracia sacramental llega al presbítero a través del ministerio del obispo, y ésta misma le es donada en vistas de la cooperación con el obispo en la misión apostólica. Esa gracia une a los presbíteros a las diversas funciones del ministerio episcopal, de modo particular a la de servidor del Evangelio de Jesucristo pare la esperanza del mundo. En virtud de este vínculo sacramental y jerárquico los presbíteros, necesarios colaboradores y consejeros, asumen, según su grado, los oficios y la solicitud del obispo y lo hacen presente en cada comunidad.[127]

         La relación sacramental-jerárquica se traduce en la búsqueda constante de una comunión real del obispo con los miembros de su presbiterio y confiere consistencia y significado a la actitud interior y exterior del obispo hacia sus presbíteros. E1 Consejo presbiteral es el lugar en el que se realiza tal comunión. Dicho Consejo, representando al presbiterio, es el senado del obispo y lo ayuda en el gobierno de la diócesis, para promover de modo más eficaz el bien de todos los fieles. Es tarea del obispo consultarlo y escuchar de buen animo su parecer.[128]

 

 

Una atención particular para los sacerdotes  

88.    Como modelo de la grey (cf. 1P 5,3), el obispo debe serlo, ante todo, para su clero, al cual se propone como ejemplo de oración, de sentido eclesial, de celo apostólico, de dedicación a la pastoral de conjunto y de colaboración con todos los otros fieles.

         Además, al obispo incumbe en primer lugar la responsabilidad de la santificación de sus presbíteros y de su formación permanente. A la luz de estas instancias espirituales actúa de manera que compromete el ministerio de los presbíteros en el modo más adecuado posible. Él debe velar cotidianamente para que todos los presbíteros sepan y adviertan concretamente que no están solos o abandonados, sino que son miembros y parte de un “único presbiterio”.

         En las respuestas a los Lineamenta se destaca el hecho de que, puesto que los sacerdotes necesitan un punto de referencia espiritual, deben encontrar en el obispo su apoyo. El obispo, como padre y pastor, expresa y promueve relaciones, tanto personales como colectivas , con sus sacerdotes al comprometerlos responsablemente en el Consejo presbiteral o en otros encuentros formativos de carácter pastoral y espiritual. Toda división entre el obispo y los presbíteros constituye un escándalo para los fieles y ello hace no creíble el anuncio; en cambio, en el signo de la fraternidad, el ejercicio de la autoridad se transforma realmente en un servicio. Además el obispo, estableciendo una profunda relación con sus presbíteros, llega a conocer sus dotes y así a cada uno podrá confiar la tarea a la que mejor se adapta.

 

 

El ministerio y la cooperación de los diáconos  

89.    En la comunión de la iglesia particular participan los diáconos, tanto los ordenados en vista al presbiterado como los diáconos permanentes. Ellos están al servicio del obispo y de la iglesia particular en su ministerio de la predicación del Evangelio, del servicio de la Eucaristía y de la caridad.[129]

         En cuanto a los diáconos ordenados, no para el sacerdocio sino para el ministerio, por su grado en el Orden sagrado están ciertamente ligados en modo estrecho al obispo y a su presbiterio.[130] Por ello, el obispo es el primer responsable del discernimiento de la vocación de los candidatos,[131] de su formación espiritual, teológica y pastoral. Es también el obispo quien, tomando en cuenta las necesidades pastorales y las condiciones familiares y profesionales, les confía las tareas ministeriales, haciendo que estén orgánicamente integrados en la vida de la iglesia particular y que no se descuide su formación permanente ni la promoción de su espiritualidad especifica.[132]

 

 

El Seminario y la pastoral vocacional  

90.    De la importancia fundamental de los presbíteros y los diáconos en la iglesia particular, nace también la primordial preocupación del obispo por la pastoral vocacional en general y por la pastoral de las vocaciones sacerdotales y diaconales en especial, con una atención particular con respecto al Seminario, frecuentemente llamado en la tradición eclesiástica como la pupila de los ojos del pastor. El Seminario, como lugar y ambiente comunitario, donde crecen, maduran y se forman los futuros presbíteros, es signo de aquella esperanza de la que vive una iglesia particular de cara al futuro.

         Ante la escasez de vocaciones en una Iglesia que no puede renunciar a la plenitud del ministerio sacerdotal para celebrar la palabra y los sacramentos, de manera especial la Eucaristía y la remisión de los pecados; se hace necesario proponer con coraje la vida sacerdotal. Para esto, y también como específico testimonio de esperanza, entre las tareas más importantes del obispo se cuenta la atención a las vocaciones y el interés directo por la formación integral de los futuros sacerdotes, según las directivas del Magisterio. Ello exige del obispo un conocimiento personal de quienes deben recibir la ordenación sacerdotal y diaconal.

         Hoy debe volver a proponerse con confianza la estima por la llamada al sacerdocio con la colaboración de las familias, de las parroquias, de las personas consagradas y de los movimientos eclesiales y comunidades. Una Iglesia en la cual falte la referencia necesaria al presbítero ordenado, corre el riesgo de perder su identidad. No se puede entonces considerar hipotéticamente una comunidad cristiana que prescinda del ministerio presbiteral en vista de la enseñanza, del gobierno y de los sacramentos, especialmente de la penitencia, de la unción de los enfermos y de la Eucaristía.

 

 

En relación a los otros ministerios  

91.    Junto al presbiterado y al diaconado, la Iglesia también ejerce su misión a través de los ministros instituidos y otras tareas y oficios. Considerando esta multiplicidad es necesario que el obispo promueva los diversos ministerios con los que la Iglesia se hace idónea para toda obra buena. Estos deben ser confiados tanto a las personas consagradas como a los fieles laicos, en virtud de la vocación común y de la misión que nacen del bautismo y de la confirmación, en razón de las dotes particulares que cada uno alegremente pone al servicio del Evangelio.

         Es aquí que aflora el triple carácter ministerial de la Iglesia, ligado a la triple dignidad de los bautizados en el pueblo de Dios: del oficio profético nacen la evangelización y la catequesis, que brotan de la escucha de la Palabra; del oficio sacerdotal se irradian los ministerios ligados a la celebración litúrgica, como también el culto espiritual de la vida cotidiana y la oración, para hacer de la existencia un don, una adoración en Espíritu y verdad; del oficio real surgen todos los ministerios que están al servicio del Reino de Dios en el mundo, en las estructuras de la sociedad, en la familia, en las fábricas, con todas las formas concretas de caridad, de acción social, de la sana y comprometida “caridad política”.

         Si en todo predomina la comunión, entonces obra y se manifiesta la fuerza de la Trinidad, que es la caridad y se renueva la esperanza en la comunión recíproca.  

 

Solicitud por la vida consagrada  

92.    La vida consagrada es una expresión privilegiada de la Iglesia Esposa del Verbo y más aún una parte integrante de la misma Iglesia, como se recuerda desde el principio en la Exhortación apostólica post-sinodal Vita consecrata, donde se afirma que este tipo de vida está “en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión”.[133]. Por medio de la vida consagrada, en la variedad de sus formas, con una típica y permanente visibilidad, se hacen presentes de algún modo en el mundo y se señalan como valor absoluto y escatológico los rasgos característicos de Jesús, casto, pobre y obediente. La Iglesia entera agradece a la Trinidad Santa por el don de la vida consagrada. Esto demuestra que la vida de la Iglesia no se agota en la estructura jerárquica, como si estuviese compuesta únicamente de ministros sagrados y de fieles laicos, sino que hace referencia a una estructura fundamental más amplia, rica y articulada, que es carismático-institucional, querida por Cristo mismo y que incluye la vida consagrada.[134]

         La vida consagrada proviene del Espíritu y es un don suyo que constituye un elemento esencial para la vida y la santidad de la Iglesia. Ella está necesariamente en una relación jerárquica con el ministerio sagrado, especialmente con el del Romano Pontífice y de los obispos. En la Exhortación apostólica Vita consecrata, Juan Pablo II ha recordado que los diversos Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica tienen un peculiar vínculo de comunión con el Sucesor de Pedro, en el cual está también radicado su carácter de universalidad y su connotación supra-diocesana.[135]

         A los obispos en comunión con el Romano Pontífice, como enunciaban ya las notas directivas de Mutuae relationes, Cristo-cabeza confía “el cuidado de los carismas religiosos; tanto más al ser, en virtud de su indivisible ministerio pastoral, perfeccionadores de toda su grey. Y por lo mismo, al promover la vida religiosa y protegerla según sus propias notas características, los obispos cumplen su propia misión pastoral”.[136]

         En la Exhortación apostólica Vita consecrata está siempre presente la instancia de incrementar las relaciones mutuas entre las Conferencias episcopales, los Superiores generales y sus mismas Conferencias, con el fin de favorecer la riqueza de los carismas y de trabajar por el bien de la Iglesia universal y particular.

         Las personas consagradas, dondequiera que se encuentren, viven su vocación para la Iglesia universal dentro de una determinada iglesia particular, donde expresan su pertenencia eclesial y desenvuelven tareas significativas. De modo especial, con motivo del carácter profético inherente a la vida consagrada, son anuncio vivido del Evangelio de la esperanza, testigos elocuentes del primado de Dios en la vida cristiana y de la fuerza de su amor en la fragilidad de la condición humana.[137] De aquí nace la importancia, para el desarrollo armonioso de la pastoral diocesana, de la colaboración entre cada obispo y las personas consagradas.[138]

         La Iglesia agradece a tantos obispos que, en el curso de su historia hasta hoy, han estimado a tal punto la vida consagrada como peculiar don del Espíritu para el pueblo de Dios, que ellos mismos han fundado familias religiosas, muchas de las cuales están aún hoy activas al servicio de la Iglesia universal y de las iglesias particulares. Además, el hecho de que el obispo se dedique a tutelar la fidelidad de los institutos a su carisma es un motivo de esperanza para los institutos mismos, especialmente para aquellos que se encuentran en dificultades.[139]  

 

Un laicado comprometido y responsable  

93.    El Concilio Vaticano II, la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos de 1987 y la sucesiva Exhortación apostólica Christifideles laici de Juan Pablo II han ilustrado ampliamente la vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo.[140] La dignidad bautismal, que los hace partícipes del sacerdocio de Cristo, juntamente con un don particular del Espíritu les confieren un puesto propio en el Cuerpo de la Iglesia. Así los laicos son llamados a participar, según su modo propio, en la misión redentora que la Iglesia lleva a cabo, por mandato de Cristo, hasta el fin de los siglos.

                 Los laicos desarrollan la característica responsabilidad cristiana que les es propia en los diversos campos de la vida y de la familia, de la política, del mundo profesional y social, de la economía, de la cultura, de la ciencia, de las artes, de la vida internacional y de los medios de comunicación.

         En todas sus múltiples actividades los fieles laicos unen el propio talento personal y la competencia adquirida al testimonio límpido de la propia fe en Jesucristo. Comprometidos en las realidades temporales, los laicos tienen el mandato de dar cuenta de la esperanza teologal (cf. 1 P 3,15) y de ser solícitos en el trabajo en esta tierra, justamente porque son estimulados por la esperanza en una “nueva tierra”.[141] Ellos tienen la capacidad de ejercer una gran influencia sobre la cultura, ensanchando en ella las perspectivas y los horizontes de esperanza. Actuando así, cumplen también un especial servicio al Evangelio y a la cultura misma, tanto más necesario cuanto persistente es, en nuestro tiempo, el drama de la separación entre ambos. Además, en el ámbito de las comunicaciones, que influyen mucho la mentalidad de las personas, a los fieles laicos toca una responsabilidad particular, sobre todo en relación a una correcta divulgación de los valores éticos.

         En las respuestas a los Lineamenta se aconseja a los obispos, a fin de evitar las intervenciones impropias o el silencio ante problemas emergentes, el crear algunos "forum" en que los laicos intervengan, según el carisma propio de la secularidad laical, con sus competencias, cubriendo la discordancia entre el Evangelio y la sociedad contemporánea.

 

94.    Si bien los laicos, por vocación, tienen ocupaciones primordialmente seculares, no debe olvidarse que ellos pertenecen a la única comunidad eclesial, de la que numéricamente constituyen la mayor parte. Después del Concilio Vaticano II se han desarrollado felizmente nuevas formas de participación responsable de los laicos, hombres y mujeres, en la vida de las comunidades diocesanas y parroquiales. Por este motivo, ellos están presentes en diversos consejos pastorales, desenvuelven una función de creciente importancia en varios servicios, como la animación de la liturgia o de la catequesis, se comprometen en la enseñanza de la religión católica en las escuelas, etc.

         Un cierto numero de laicos acepta también dedicarse a tales tareas con compromisos permanentes y en ocasiones perpetuos. Esta colaboración de los fieles laicos es ciertamente preciosa frente a las exigencias de la “nueva evangelización”, particularmente allí donde se registra un número insuficiente de ministros ordenados.

         La reflexión sobre los fieles laicos debe incluir también la necesidad de su formación adecuada. Es obvio, por otra parte, que el obispo debe estar atento en sostener, particularmente en el plano espiritual, a cuantos colaboran más de cerca en la misión eclesial.

         Un puesto especial en la formación de los fieles laicos debe ser reconocido a la doctrina social de la Iglesia, que ha de iluminarlos y estimularlos en su trabajo, según las exigencias urgentes de justicia y bien común; éstas deben impulsar su contribución decidida en las obras y servicios que la sociedad reclama. Por esto se hace necesaria la promoción de escuelas diocesanas de formación social y política, como instrumento pastoral indispensable.

         Siempre de las respuestas a los Lineamenta emerge que un laicado adulto bien formado no solo doctrinalmente, sino también eclesialmente, es esencial para el ministerio de la evangelización. Sin un tal laicado existe el peligro de que en ciertas zonas cese la misión evangelizadora de la Iglesia, especialmente donde se lamenta una fuerte falta de sacerdotes y los laicos cumplen la función de ministros asistentes. En muchos territorios asume una gran relevancia la figura del catequista. Es necesario entonces una sólida formación doctrinal, pastoral y espiritual de catequistas válidos, pero también de otros agentes pastorales capaces de obrar en la diócesis y en las parroquias, con una auténtica acción eclesial también en los diversos campos en los que el Evangelio debe hacerse levadura de la sociedad actual, como signo de transformación y de esperanza. Se pide una mayor confianza de parte de los obispos y de los presbíteros en los laicos, que frecuentemente no se sienten apreciados como adultos en la fe y quisieran sentirse más partícipes en la vida y en los proyectos diocesanos, especialmente en el campo de la evangelización.  

 

Al servicio de la familia  

95.          Igualmente importante es la formación de los jóvenes para la vida matrimonial y familiar, según sus esperanzas y sus anhelos, para lograr un amor profundo y auténtico, a la luz del plan que Dios tiene para el matrimonio y para la familia. La pastoral y la espiritualidad familiar, la atención a las parejas en dificultad, la experiencia de parejas maduras y la formación para el sacramento del matrimonio en un itinerario de iniciación sacramental son medios eficaces para afrontar la crisis de inestabilidad y de infidelidad en la alianza matrimonial.

         La cercanía del obispo a los cónyuges y a sus hijos, incluso a través de jornadas diocesanas de la familia, es un aliciente recíproco.  

 

Los jóvenes: una prioridad pastoral para el futuro  

96.    Una atención especial de los pastores está dirigida a los jóvenes. Ellos son el futuro de la Iglesia y de la humanidad. Un ministerio de esperanza no puede dejar de construir el futuro con aquellos a los cuales ha sido confiado el porvenir. Como “centinelas de la noche”, los jóvenes esperan la aurora de un mundo nuevo, listos para comprometerse en la vida y en la acción de la Iglesia, si se les propone una auténtica responsabilidad y una verdadera formación cristiana. Como evangelizadores de sus coetáneos, los jóvenes, que frecuentemente están alejados de la Iglesia, son un estímulo y un incentivo para los Pastores, en vistas de la renovación interior de las parroquias.

         El ejemplo de Juan Pablo II, que a través de las Jornadas mundiales de la Juventud ha demostrado creer en el futuro, abriendo un camino de esperanza, puede sostener a los pastores de la Iglesia en la propuesta de una auténtica pastoral juvenil, fundada en Cristo. La pasión por el bien espiritual de los jóvenes del tercer milenio es un motivo fuerte para educarlos a transmitir el Evangelio a las generaciones futuras.

 

 

Las parroquias  

97.    Al centro de las iglesias particulares se encuentran, como infraestructura cristiana, las parroquias. La Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, remitiéndose claramente a la teología y al lenguaje de la Lumen gentium, describe las comunidades parroquiales como una presencia de la iglesia particular en el territorio. Se puede hablar entonces del misterio eclesial de la parroquia aún cuando ésta sea pobre en personas y en medios, cuando aparece casi absorbida por edificios en los caóticos y populosos barrios modernos, o cuando se encuentra perdida en poblaciones entre las montañas o los valles o en las extensiones interminables de ciertas regiones.[142]

         La parroquia debe ser vista entonces como familia de Dios, fraternidad animada por el Espíritu,[143] como casa de familia, fraterna y acogedora.[144] Ella es la comunidad de los fieles,[145] que se define como comunidad eucarística: comunidad de fe, donde viven los fieles de Cristo destinatarios de carismas y servicios ministeriales y donde obran el párroco, los presbíteros y los diáconos. En ella, además, la comunión con el obispo expresa la unidad orgánica y jerárquica de toda la iglesia particular.

         A través de los laicos se desenvuelve la mediación humana de la comunidad evangelizada y evangelizadora. Ellos realizan la conjunción entre la Iglesia y el mundo, entre la asamblea que se reúne en unidad y los pueblos donde se difunde en misión.

         Al interior de la comunidad parroquial es necesario que encuentren particulares momentos y expresiones de presencia y de convergencia, en el respeto de la propia vocación y carisma, los religiosos y las religiosas, los miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, las diversas asociaciones de fieles y los movimientos eclesiales. Todos representan, por su vida en común, a la Iglesia que permanece unida en la oración, en el trabajo, en el compartir los aspectos fundamentales de la existencia cotidiana.

         Las familias, además, reflejan la realidad de una iglesia doméstica, donde se hace viva la presencia de Cristo. Así la Iglesia puede hacerse, en su tradicional y siempre válida expresión parroquial, para decirlo con el beato Juan XXIII, la “fuente de la aldea”, un manantial que brota para calmar la sed de Dios y ofrecer el agua viva del Evangelio de Cristo.[146]

 

98.    Para organizar el trabajo pastoral y hacer crecer la unidad en las iglesias particulares es tarea del obispo promover la coordinación de las parroquias a través de vicarias foráneas, decanatos, prefecturas u otras denominaciones, según las diversas formas de trabajo pastoral de las diócesis. Se trata de estructuras que han de ser frecuentemente evaluadas para que respondan mejor a las finalidades de cada iglesia particular.

         A través de tales estructuras de comunión y de misión se promueve la fraternidad entre los sacerdotes, el discernimiento y la programación, con reuniones periódicas bajo la guía de un responsable. Se puede favorecer así la eventual suplencia y ayuda en el ministerio como también la atención a los hermanos enfermos o impedidos. Además, son favorecidas entre los fieles de un mismo territorio iniciativas de evangelización y de catequesis, de formación y de testimonio de carácter interparroquial.[147]

 

 

Movimientos eclesiales y nuevas comunidades  

99.    Es responsabilidad del obispo dedicar atención a los llamados movimientos eclesiales y a otras nuevas realidades que surgen en la iglesia particular como experiencia de vida evangélica. La iglesia particular es el espacio donde el aspecto institucional y carismático, coesenciales en el plan de Dios sobre la Iglesia, se encuentran y se vivifican mutuamente. En la experiencia de la verdadera comunión, los dones prodigados por Dios para el bien común no se agotan en sí mismos, no se descentran del ágape ni de la Eucaristía, no son dones narcisistas, por el contrario, manifiestan su medida humilde y discreta, a la vez que necesaria, integrándose con los otros dones del Espíritu.

         Los diversos carismas - religiosos, laicales, misioneros - hacen que la Iglesia local se encuentre abierta a una dimensión de universalidad, mientras ellos encuentran su concreción en el servicio y el compromiso apostólico, querido por los Fundadores.

         En las respuestas a los Lineamenta se indican con particular insistencia algunos movimientos eclesiales que son verdaderamente constructivos a nivel universal, diocesano y parroquial; también se alude a otros, que cuando permanecen al margen de la vida parroquial y diocesana, no ayudan al crecimiento de la iglesia local; y finalmente se señalan algunos otros que, al hacer alarde de sus particularidades, corren el riesgo de sustraerse a la comunión entre todos.

         Por eso se pide afrontar el tema del estatuto teológico y jurídico de tales movimientos dentro de la iglesia particular y clarificar  su relación concreta con el obispo.

         Respecto a las nuevas comunidades que no han recibido todavía una aprobación eclesial, el necesario discernimiento es confiado a los pastores, los cuales deben examinar con atención las personas, evaluar la espiritualidad, con un necesario tiempo de prueba.

         Cuando se trata de examinar las vocaciones sacerdotales que pueden  surgir dentro de estos grupos, se pide una atención aún más cuidadosa. Los candidatos necesitan una sólida formación bajo la responsabilidad del obispo, al que corresponde también el necesario discernimiento en vistas de la ordenación a los ministerios y la asignación de las tareas apostólicas en la diócesis.[148]

         En fidelidad al Espíritu, los diversos carismas deben ser integrados en la comunión y en la misión de la Iglesia. Así se evita el peligro del aislamiento y se favorece la generosidad en el don de sí, la fraternidad y la eficacia en la misión, para el bien de la Iglesia.

 

 

III.  El Ministerio  Episcopal al  Servicio  del Evangelio  

100.  El triple ministerio de la enseñanza, la santificación y el gobierno, constituye un servicio al Evangelio de Cristo para la esperanza del mundo. El obispo, pues, proclama con la palabra, celebra en la liturgia, vive y difunde con su servicio pastoral el Evangelio de la esperanza.

         No se trata de tres dimensiones diversas, sino de la única esperanza proclamada y acogida con la adhesión de la fe, celebrada en el corazón mismo del misterio pascual que es la Eucaristía, vivida de modo que ilumine e informe toda la vida personal y social de los creyentes.

         Sin embargo, aún considerando esta unidad es necesario también acoger la intención del Concilio, que en su magisterio sobre los tria munera respecto al obispo y a los presbíteros, prefiere anteponer a los otros ministerios el de la enseñanza. En ello el Vaticano II retoma idealmente la sucesión presente en las palabras que el Resucitado dirigió a sus discípulos: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas... y enseñandoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt. 28, 18-20). En esta prioridad dada a la tarea episcopal del anuncio del Evangelio, que es una característica de la eclesiología conciliar, todo obispo puede reencontrar el sentido de aquella paternidad espiritual que hacía escribir al apóstol San Pablo: “Pues aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1 Co 4,15).

 

 

1. El Ministerio de la Palabra

 

Proclamar el Evangelio de la esperanza  

101.  Como enseña el Concilio, la función que identifica al obispo más que todas, y que, en cierto modo, resume todo su ministerio es la de vicario y embajador de Cristo en la iglesia particular que le es confiada.[149] Así pues, el obispo en cuanto expresión viviente de Cristo, ejerce su función sacramental con la predicación del Evangelio. Como ministro de la Palabra de Dios que actúa con la fuerza del Espíritu y mediante el carisma del servicio episcopal, él hace manifiesto a Cristo en el mundo, lo hace presente en la comunidad y lo comunica eficazmente a aquellos que le hacen un lugar en la propia vida.

         Se trata de la proclamación del Evangelio de la esperanza como tarea fundamental del ministerio episcopal.

         Por ello, la predicación del Evangelio sobresale entre los principales deberes de los obispos, que son “los pregoneros de la fe... los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido confiado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida”.[150] De ello se deriva que todas las actividades del obispo deben estar dirigidas a la proclamación del Evangelio, “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1,16), orientadas a ayudar al pueblo de Dios a la obediencia  de  la  fe (cf. Rom 1, 15) a la Palabra de Dios y a abrazar integralmente la enseñanza de Cristo.  

 

El centro del anuncio  

102.  El Concilio Vaticano II expresa muy adecuadamente el objeto del magisterio del obispo cuando indica que se trata unitariamente de la fe que ha de ser creída y practicada en la vida.[151] Puesto que el centro vivo del anuncio es Cristo, el obispo debe precisamente anunciar el misterio de Cristo crucificado y resucitado: Cristo, único salvador del hombre, el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8), centro de la historia y de toda la vida de los fieles.

         De este centro, que es el misterio de Cristo, se irradian todas las otras verdades de fe y se irradia también la esperanza para cada hombre. Cristo es la luz que ilumina a todo hombre y todo aquel que es regenerado en Él recibe las primicias del Espíritu que lo habilitan a cumplir la ley nueva del amor.[152]

 

103.  La tarea de la predicación y la custodia del depósito de la fe implican el deber de defender la Palabra de Dios de todo aquello que podría comprometer la pureza y la integridad, aún reconociendo la justa libertad en la profundización ulterior de la fe.[153] En efecto, en la sucesión apostólica, el obispo ha recibido, según el beneplácito del Padre, el carisma seguro de la verdad que debe transmitir.[154]

                 A tal deber ningún obispo puede faltar, aún cuando ello pudiera costarle sacrificio o incomprensión. Como el apóstol San Pablo, el obispo es consciente de haber sido mandado a proclamar el Evangelio “y no con palabras sabias, para no desvirtuar la Cruz de Cristo” (1 Co 1,17); como él, también el obispo se dedica a “la predicación de la Cruz” (1 Co 1,18), no para obtener un consenso humano sino como trasmitir una revelación divina.

 

 

Educación en la fe y catequesis  

104.  Maestro de la fe, el obispo es también educador de la fe, a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia. Se trata de su obra de catequesis, que merece la atención plena de los obispos en cuanto pastores y maestros, en cuanto “catequistas por excelencia”.

         Son diversas las formas a través de las cuales el obispo ejerce su servicio de la Palabra de Dios. El Directorio Ecclesiae imago recuerda una forma particular de predicación a la comunidad ya evangelizada, es decir la Homilía, que se destaca por encima de las otras por su contexto litúrgico y por su vínculo con la proclamación de la Palabra mediante las lecturas de la Sagrada Escritura. Otra forma de anuncio es la que un obispo ejerce mediante sus Cartas Pastorales.[155]

         A este propósito, el uso discreto de los medios de comunicación diocesanos, interdiocesanos o nacionales, será de gran ayuda para la divulgación de los documentos del Magisterio, de los programas pastorales y de los acontecimientos eclesiales.

 

 

Toda la iglesia comprometida en la catequesis  

105.  El carisma magisterial de los obispos es único en su responsabilidad y no puede ser delegado en modo alguno. Sin embargo, como dan testimonio las respuestas a los Lineamenta, no esta aislado en la Iglesia. Cada obispo cumple el propio servicio pastoral en una iglesia particular donde, íntimamente unidos a su ministerio y bajo su autoridad, los presbíteros son sus primeros colaboradores, a los que se añaden los diáconos. Una ayuda eficaz viene también de las religiosas y los religiosos y de un creciente número de fieles laicos que colaboran, según la constitución de la Iglesia, en el proclamar y en el vivir la Palabra de Dios.

         Gracias a los obispos la auténtica fe católica es transmitida a los padres para que a su vez ellos la trasmitan a los hijos; esto sucede también con los profesores y educadores, a todos los niveles. Todo el laicado da testimonio de la pureza de la fe que los obispos se dedican a mantener infatigablemente y es importante que ningún obispo olvide procurar a los laicos, con escuelas apropiadas, los medios necesarios para una formación conveniente.  

 

Diálogo y colaboración con teólogos y fieles

  106.  Particularmente útil, para los fines del anuncio, es también el dialogo y la colaboración con los teólogos, los cuales se dedican a profundizar metódicamente la insondable riqueza del misterio de Cristo. El magisterio de los pastores y el trabajo teológico, aún teniendo funciones diferentes, dependen ambos de la única Palabra de Dios y tienen el mismo fin de conservar al pueblo de Dios en la verdad. De aquí nace para los obispos la tarea de dar a los teólogos el aliento y el apoyo para que puedan realizar su tarea en la fidelidad a la Tradición y en la atención a las nuevas necesidades de la historia.[156]

         En diálogo con todos sus fieles, el obispo sabrá reconocer y apreciar su fe, fortalecerla liberarla de añadidos superfluos y darle un contenido doctrinal apropiado. Para esto, y también con el fin de elaborar catecismos locales que tengan en cuenta las diversas situaciones y culturas, el Catecismo de la Iglesia Católica será un punto de referencia para que sea custodiada con atención la unidad de la fe y la fidelidad a la doctrina católica.[157]

 

 

Testigo de la verdad  

107.  Llamado a proclamar la salvación en Cristo Jesús con su predicación, el obispo representa para el pueblo de Dios el signo de la certeza de la fe. Si bien el obispo, como la Iglesia misma, no tiene soluciones listas frente a los problemas del hombre, él es ministro del esplendor de una verdad capaz de iluminar el camino.[158]Aún sin poseer prerrogativas específicas en referencia a la promoción del orden temporal, el obispo, ejerciendo su magisterio y educando en la fe a las personas y las comunidades a él confiadas, prepara a los fieles laicos en vista de soluciones que a ellos corresponde ofrecer según las respectivas competencias.

         Como subrayan repetidamente las respuestas a los Lineamenta, la mentalidad secularizada de gran parte de la sociedad, así como el énfasis exagerado en la autonomía del pensamiento y la cultura relativista, llevan a la gente a considerar las intervenciones del obispo, y también del Papa, especialmente en materia de moral sexual y familiar, como opiniones entre otras opiniones, sin influencia sobre la vida. Esto, si bien por una parte plantea un desafío radical, por otra es también el terreno para un anuncio de esperanza de parte del obispo.

 

108.  Además, el obispo, aún en el respeto de la autonomía de aquellos que son competentes en cuestiones seculares, no puede renunciar al carácter profético de su mensaje portador de esperanza, aún cuando sabe que éste no será aceptado. Ello ocurre especialmente cuando denuncia con valentía, no sólo con palabras, sino con la promoción de medios eficaces a estos fines, la guerra, la injusticia y todo aquello que es destructivo de la dignidad del hombre.

         Hacer presente en el mundo la potencia de la Palabra que salva es el gran acto de caridad pastoral que un obispo ofrece a los hombres y es también la primera razón de esperanza.  

 

Tareas para el futuro  

109.  De las respuestas a los Ltneamenta surgen algunos pedidos precisos para extender y actualizar las tareas del magisterio de los obispos.

         Según las circunstancias es conveniente que se promuevan iniciativas de amplio alcance diocesano o interdiocesano como la creación de universidades católicas para un influjo adecuado en la vida social, con la formación de un laicado que se destaque en los diversos campos de la ciencia y de la técnica al servicio del hombre y de la verdad. En esta perspectiva, se pide también dar un impulso particular a la pastoral universitaria, según las directivas de la Santa Sede.

         Como compromiso en campo educativo, se hacen necesarias instituciones idóneas para la promoción y la defensa de las escuelas católicas, a través de la obra de sacerdotes y laicos. Se pide a los gobiernos el reconocimiento de éstas, en cuanto hacen referencia a los derechos de los padres de dar una adecuada educación de los hijos, según los valores culturales y religiosos escogidos libremente por ellos.

         La promoción de los medios de comunicación social en una sociedad pluralista reclama una adecuada formación de comunicadores a través de varias iniciativas diocesanas o interdiocesanas.

   

Cultura e inculturación  

110.  La proclamación del Evangelio de parte del obispo en el ámbito de la cultura reclama la promoción de la fe en los campos más sensibles al mensaje del Evangelio.

         Es necesario favorecer el diálogo con las instituciones culturales laicas, mediante encuentros entre personas preparadas, en los cuales la Iglesia ofrezca su imagen de amiga de todo aquello que es auténticamente humano.

         Puede ayudar a este diálogo la valorización del patrimonio cultural, artístico e histórico de la diócesis. Existen en las diócesis riquezas culturales, históricas, archivos y bibliotecas, obras de arte que merecen una atención particular como testimonio cultural. Las iniciativas a favor de museos y exposiciones, la adecuada conservación, la catalogación y exposición de los tesoros de la tradición artística y literaria, pueden convertirse en instrumento de evangelización y contemplación de la belleza, testimonio de un cuidado particular de la Iglesia por la propia historia humane, geográfica y cultural.[159]

         Pertenece al ministerio del obispo, según las directivas de la Santa Sede y en colaboración con la Conferencia episcopal, llevar la fe y la vida cristiana a las diversas culturas según las directivas ofrecidas en ocasión de las Asambleas del Sínodo de Obispos, especialmente en lo relacionado con la liturgia, la formación sacerdotal y la vida consagrada.[160]

 

 

2. El Ministerio de la Santificación

 

111.  En el origen de la reunión del pueblo de Dios en Ekklesìa, o sea en una asamblea santa, está la proclamación de la Palabra de Dios y ésta alcanza su plenitud en el Sacramento. En efecto, palabra y sacramento forman una unidad, son inseparables entre ellas como dos momentos de una única obra salvífica. Ambos hacen actual y operante, en toda su eficacia, la salvación obrada por Cristo. Él mismo, como Verbo que se hace carne, es la razón ejemplar del vínculo íntimo que enlaza Palabra y Sacramento. Ello es cierto para todos los sacramentos, pero lo es de modo particular y excelente para la santa Eucaristía, que es fuente y culmen de toda la evangelización.[161]

         Por esta unidad de la Palabra y del Sacramento, así como los Apóstoles fueron enviados por el Resucitado para enseñar y bautizar a todas las naciones (cf. Mt 28, 19), también el obispo, en cuanto sucesor de los Apóstoles, en virtud de la plenitud del Sacramento del Orden con el cual ha sido distinguido, recibe, junto con la misión de heraldo del Evangelio, la de “administrador de la gracia del supremo sacerdocio”.[162] El servicio del anuncio del Evangelio está ordenado al servicio de la gracia de los sacramentos de la Iglesia. Como ministro de la gracia, el obispo “actúa el munus sanctificandi al que se orienta el munus docendi, que realiza en medio del pueblo de Dios que se le ha confiado”.[163]

         El ministerio de la santificación está íntimamente unido a la celebración de la salvación en Cristo, en una perspectiva de esperanza que proyecta a los fieles hacia el cumplimiento de las promesas, mientras como pueblo, atraviesan el mundo en peregrinación hacia la ciudad definitiva.

 

 

El obispo como sacerdote y liturgo en su catedral  

112.  La función de santificar es inherente a la misión del obispo. De hecho, en su iglesia particular él es el principal dispensador de los misterios de Dios, sobre todo de la Eucaristía. Al presidirla, él aparece a los ojos de su pueblo como el hombre del nuevo y eterno culto a Dios, instituido por Jesucristo con el sacrificio de la Cruz. Él regula además la administración del Bautismo, en razón del cual los fieles participan del sacerdocio real de Cristo; él es ministro originario de la Confirmación, dispensador del Orden sagrado y moderador de la disciplina penitencial.[164] El obispo es liturgo de la iglesia particular principalmente en la presidencia de la sinaxis Eucarística.[165]

         En ella tiene lugar el acontecimiento más alto de la vida de la Iglesia y encuentra plenitud también el munus sanctificandi, que el obispo ejerce en la persona de Cristo, sumo y eterno Sacerdote. Lo expresa bien un insigne texto del Concilio Vaticano II: “Por eso conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral, persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo rodeado de su presbiterio y ministros”.[166]

         Lugar privilegiado de las celebraciones episcopales es la catedral, donde está colocada la cátedra del obispo y desde donde él educa a su pueblo. Es la Iglesia madre y el centro de la Diócesis, signo de la continuidad de una historia, espacio simbólico de su unidad. El Caeremoniale episcoporum dedica a este tema un capítulo entero, bajo el título: La Iglesia catedral.[167]

         Es el lugar de las celebraciones más solemnes del año litúrgico; en modo especial, de la consagración del crisma y de las ordenaciones sagradas. Imagen de la Iglesia de Cristo, de la unidad del cuerpo místico, de la asamblea de los bautizados y de la Jerusalén celestial, debe ser en sí misma un ejemplo para las otras iglesias de la diócesis en el orden de los espacios sagrados, en el decoro y en el modo como se celebra la liturgia según las prescripciones.[168]

         La figura del obispo celebrante expresa y despliega su verdad interior también a través de los lugares destinados a la liturgia: la cátedra, sede del obispo, desde donde él preside la asamblea y guía la oración;[169] el altar, símbolo del cuerpo de Cristo y mesa del Señor donde se celebra la Eucaristía;[170] el presbiterio, donde ocupan su lugar el obispo, los presbíteros, los diáconos y otros ministros;[171] el ambón donde tiene lugar el anuncio del Evangelio y la predicación de la palabra, a menos que el obispo no lo haga, si prefiere, desde su cátedra;[172] el baptisterio donde se celebra eventualmente el bautismo en la noche de Pascua.[173]

 

 

La Eucaristía al centro de la iglesia particular  

113.  Una de las tareas preeminentes del obispo es la de proveer a que en las comunidades de la iglesia particular los fieles tengan la posibilidad de acceder a la mesa del Señor, especialmente en el domingo, que es el día en que la Iglesia celebra el misterio pascual y los fieles, en la alegría y en el descanso, dan gracias a Dios “quién mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha reengendrado a una esperanza viva” (1P 1, 3).[174]

         En muchos lugares, por la escasez de presbíteros o por otras graves razones, se hace difícil proveer a la celebración eucarística . Ello acrecienta el deber del obispo de ser el administrador de la gracia, atento siempre a discernir las necesidades efectivas y la gravedad de las situaciones, procediendo a una hábil distribución de los miembros de su presbiterio y a buscar el modo para que, aún en necesidades de ese tipo, las comunidades de los fieles no queden por mucho tiempo privadas de la Eucaristía. Ello vale también en referencia a los fieles que por enfermedad, ancianidad o por otros motivos razonables pueden recibir la Eucaristía sólo en sus casas o en los lugares donde son acogidos.

 

114.  La Liturgia es la forma más alta de la alabanza a la Santa Trinidad. En ella, sobre todo con la celebración de los sacramentos, el pueblo de Dios, reunido localmente, expresa y actualiza su índole de comunidad sacerdotal, sagrada y orgánica.[175] Ejerciendo el munus sanctificandi el obispo obra de modo que toda la iglesia particular se convierta en una comunidad de orantes, de fieles perseverantes y concordes en la oración (cf. Hch 1,14).

         Por lo tanto, el obispo, imbuido él mismo en primer lugar, junto con su presbiterio, del espíritu y la fuerza de la liturgia, procura favorecer y desarrollar en la propia diócesis una educación intensiva donde se descubran las riquezas contenidas en la Liturgia, celebrada según los textos aprobados y vivida ante todo como una realidad de orden espiritual. Como responsable del culto divino en la iglesia particular, el obispo, mientras dirige y protege la vida litúrgica de la diócesis, actuando junto con los obispos de la misma Conferencia Episcopal y en la fidelidad a la fe común, sostiene el esfuerzo de su misma iglesia particular para que, en correspondencia a las exigencias de los tiempos y los lugares, la liturgia sea radicada en las culturas, teniendo en cuenta aquello que en la liturgia es inmutable, porque es de institución divina, y aquello que, en cambio, es susceptible de cambio.[176]

 

Atención a la oración y a la piedad popular  

115.  La oración, en todas sus formas, es el acto con el que se expresa la esperanza de la Iglesia. Cada oración de la Esposa de Cristo, que anhela la perfecta unión con el Esposo, queda asumida en aquella invocación que el Espíritu le sugiere: “¡Ven!”.[177] El Espíritu pronuncia esta oración con la Iglesia y en la Iglesia. Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se actualiza en la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como consolador, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia. En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras “el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ‘¡Ven!Â’”,[178] esta oración de ellos está cargada, como siempre, de una connotación escatológica.

         Consciente de ello, el obispo se compromete cotidianamente a comunicar a los fieles, con el testimonio personal, con la palabra, con la oración y con los sacramentos, la plenitud de la vida en Cristo.

         En tal contexto el obispo dirige su atención también a las diversas formas de la piedad popular cristiana y a su relación con la vida litúrgica. En cuanto expresa la actitud religiosa del hombre, esta piedad popular no puede ser ni ignorada ni tratada con indiferencia o desprecio, porque, como escribía Pablo VI, es rica de valores.[179] Sin embargo, ella tiene necesidad de ser siempre evangelizada para que la fe que expresa, sea un acto cada vez más maduro. Una auténtica pastoral litúrgica, bíblicamente formada, sabrá apoyarse en las riquezas de la piedad popular, purificarlas y orientarlas hacia la litúrgica como ofrenda de los pueblos.[180]

 

 

Algunas cuestiones particulares  

116.  En las respuestas a los Lineamenta se subrayan algunas tareas propias del ministerio litúrgico del obispo, que conviene recordar aquí brevemente.

         Ante todo, el obispo es en su iglesia el primer responsable de la celebración y de la disciplina de la iniciación cristiana. De modo especial es el promotor, el custodio atento y ministro de los ritos de la iniciación cristiana de los adultos. Por esto conviene que sea él quien presida las celebraciones más características del catecumenado, especialmente en la preparación próxima al bautismo y en la iniciación cristiana de los adultos en la Vigilia pascual.

         Para una más auténtica y profunda promoción de la liturgia, conviene que presida frecuentemente, también en las visitas, la Liturgia de la Palabra y la Liturgia de las Horas, como está previsto en el Caeremoniale Episcoporum.[181] En este sentido, él podrá aparecer en su característica función de maestro que celebra la palabra de la salvación y de sacerdote que ora e intercede por su pueblo.

 

 

3. El Ejercicio del Ministerio de Gobierno

 

El servicio del gobierno  

117.  La función ministerial del obispo se completa en el oficio de guía de la porción del pueblo de Dios que le ha sido confiada. La Tradición de la Iglesia ha siempre asimilado esta tarea a dos figuras que, como atestiguan los Evangelios, Jesús aplica a sí mismo, la figura del Pastor y la del Siervo. El Concilio describe así el oficio propio de los obispos de gobernar a los fieles: “Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las iglesias particulares que se les han sido encomendadas,  con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor debe hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto como el servidor (cf. Lc 22, 26-27)”.[182]

         Juan Pablo II explica que “se debe insistir en el concepto de ‘servicioÂÂ’, que se puede aplicar a todo ‘ministerio eclesiásticoÂÂ’, comenzando por el de los obispos. Sí, el episcopado es más un servicio que un honor. Y, si es también un honor, lo es cuando el obispo, sucesor de los Apóstoles, sirve con espíritu de humildad evangélica, a ejemplo del Hijo del hombre... A esta luz del servicio ‘como buenos pastoresÂÂ’ se debe entender la autoridad que el obispo posee como propia, aunque esté siempre sometida a la del Sumo Pontífice”.[183] Por esto, con buena razón, el Código de Derecho Canónico indica tal oficio como munus pastoris y le une la característica de la solicitud pastoral.[184]

 

Ejercicio de auténtica caridad pastoral  

118.  La caritas pastoralis es una virtud típica del obispo, el cual a través de ella imita a Cristo “Buen” Pastor, que es tal porque da la propia vida. Esta virtud, por lo tanto, se realiza no solamente en el ejercicio de las acciones ministeriales, sino más aún en el don de sí, que manifiesta el amor de Cristo por su grey.

         Una de las formas con las que se expresa la caridad pastoral es la compasión, a imitación de Cristo, Sumo Sacerdote, capaz de compadecer la debilidad humana habiendo sido Él mismo probado en todo, como nosotros, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15). Sin embargo, tal compasión, que el obispo indica y vive como signo de la compasión de Cristo, no puede ser separada de la verdad de Cristo. Otra expresión de la caridad pastoral es la responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia en relación a la verdad, que ha de ser anunciada en toda ocasión, “a tiempo y a destiempo” (2Tm 4,2).

         La caridad pastoral hace que el obispo se sienta ávido por servir al bien común de la propia diócesis que, subordinado al de toda la Iglesia, reúne el bien de las comunidades particulares de la diócesis. El Directorio Ecclesiae imago indica al respecto los principios fundamentales de la unidad, de la colaboración responsable y de la coordinación.[185]

         Gracias a la caridad pastoral, que es el principio interior unificador de toda la actividad ministerial, “puede encontrar respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio, exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación y la dispersión”.[186] Por eso, es la misma caridad la que debe distinguir los modos de pensar y actuar del obispo y de su relación con cuantos encuentra.

         En el gobierno de la diócesis el obispo cuida también que sea reconocido el valor de la ley canónica de la Iglesia, cuyo objetivo es el bien de las personas y de las comunidades eclesiales.[187]  

 

Un estilo pastoral confirmado por la vida  

119.  La caridad pastoral exige, en consecuencia, estilos y formas de vida que, a imitación de Cristo pobre y humilde, consientan al obispo estar cerca de todos los miembros de la grey, desde el más grande hasta el más pequeño, para compartir sus alegrías y sus dolores, no solamente en los pensamientos y en las oraciones, sino también estando junto a ellos. De este modo, a través de la presencia y el ministerio, el obispo se acerca a todos sin avergonzarse ni hacer sentir incómodos a los demás, para que puedan experimentar el amor de Dios por el hombre.[188]

         De las respuestas a los Lineamenta por parte de las Conferencias episcopales surgen algunas características de la figura del obispo tal como son percibidas en diversos lugares y sociedades. A veces aparece una cierta visión “monárquica” o “autoritaria”, que tiende a atribuir al obispo una parte impropia en la Iglesia y en el mundo; otras veces se considera en cambio al obispo como “pastor en medio de su grey”, “padre en la fe”, de modo tal que los presbíteros, los religiosos y los laicos no son simplemente “ayudantes” del obispo, sino sus “colaboradores”.

         Una profundización de la realidad de la “communio” puede conducir a ver al obispo como autentico “siervo de los siervos de Dios”, es decir, el primero entre los siervos de Dios. En efecto, el obispo será fiel a su misión recordando que su responsabilidad personal de pastor es participada, por todos los fieles en virtud del bautismo, en los modos que les son propios, por algunos en virtud del orden sagrado y por otros a raíz de la especial consagración por los consejos evangélicos.

 

120.  Una condición no favorable a esta “communio”, como advierten muchos, se produce frecuentemente por la vastedad de la diócesis y los muchos compromisos del obispo.

         En efecto, las respuestas subrayan que existe el peligro de que en el modo de gobernar del obispo se introduzcan elementos poco convenientes a una pastoral genuinamente evangélica, al punto que la gente corra el riesgo de considerarlo como uno de los personajes notables de la sociedad. A veces la misma presencia del obispo junto a las autoridades civiles parecería hacer sombra a su autonomía y por lo tanto a su figura.

         Además, en las sociedades que nutren sentimientos contrarios a un cierto ejercicio de la autoridad se manifiesta una cierta tendencia a revisar la figura del obispo, dando interpretaciones particulares al principio de subsidiaridad y a las normas jurídicas de la consultación. Esto porque frecuentemente la autoridad es vista solo como “poder”.

         Los obispos pueden superar todo esto con el ejercicio de su prerrogativa de padres, presentándose como sucesores de los Apóstoles no sólo en la autoridad que ejercen, sino también en su forma de vida evangélica, coherente con cuanto anuncian, en los sufrimientos apostólicos, en el cuidado amoroso y misericordioso de los fieles, especialmente de los más pobres, necesitados y sufrientes.

         En esto serán signo de Cristo en medio del pueblo de Dios y su gobierno mismo verdaderamente pastoral será un anuncio del Evangelio de la esperanza. Ciertas formas y atribuciones exteriores, como títulos honoríficos y vestiduras, no deben ofuscar el ministerio episcopal de enseñanza en palabras y obras.

         El obispo debe ser imagen viva del Cristo, que ha lavado los pies a sus discípulos como Señor y Maestro, y por lo tanto, debe mostrar con su vida simple y pobre el rostro evangélico de Jesús y su condición de verdadero “hombre de Dios” (cf. 2Tm 3, 17).  

 

Las visitas pastorales  

121.   La tradición eclesiástica indica algunas formas específicas a través de las cuales el obispo ejerce en su iglesia particular el ministerio del pastor. Se recuerdan dos de ellas en particular. La primera se refiere directamente al compromiso pastoral; la segunda, en cambio, implica una obra sinodal.

         La visita pastoral no es una simple institución jurídica, prescrita al obispo por la disciplina eclesiástica, ni tampoco una suerte de instrumento de investigación.[189] Mediante la visita pastoral el obispo se presenta concretamente como principio visible y fundamento de la unidad en la iglesia particular y ella “refleja de alguna manera la imagen de aquella singularísima y totalmente maravillosa visita, por medio de la cual el 'sumo pastor' (1 P 5,4), el obispo de nuestras almas (cf. I P 2, 25) Jesucristo, ha visitado y redimido a su pueblo (cf. Lc 1, 68)”.[190] Además, puesto que la diócesis antes de ser un territorio, es una porción del pueblo de Dios confiada a los cuidados pastorales de un obispo, oportunamente el Directorio Ecclesiae imago escribe que el primer lugar en la visita pastoral corresponde a las personas. Para mejor dedicarse a ellas es oportuno que el obispo delegue a otros el examen de las cuestiones de carácter más administrativo.

         Las visitas pastorales, preparadas y programadas, son ocasión propicia para un conocimiento mutuo entre el Pastor y el pueblo que se le ha confiado.

         En las parroquias debe privilegiarse el encuentro con el párroco y los otros sacerdotes. La visita pastoral es el momento en el que se ejerce el ministerio de la predicación y de la catequesis, del diálogo y del contacto directo con los problemas de la gente; ocasión pare celebrar en comunión la Eucaristía y los sacramentos, compartir la oración y la piedad popular. En esta circunstancia se imponen a la atención del Pastor algunas categorías: los jóvenes, los niños, los enfermos, los pobres, los emarginados, los alejados.

         La experiencia además sugiere otros encuentros del obispo con los componentes de la diócesis, en ocasión de asambleas diocesanas de programación pastoral y verificación, como también en vista de ordenaciones sacerdotales o diaconales y de fiestas patronales o, en fin, en las jornadas dedicadas a sujetos particulares como el clero, los religiosos y las religiosas, las familias.

   

El Sínodo diocesano  

122.  La celebración del Sínodo Diocesano, cuyo perfil jurídico es delineado por el Código de Derecho Canónico,[191] tiene indudablemente un puesto de preeminencia entre los deberes pastorales del obispo. El Sínodo, en efecto, es el primero de los organismos que la disciplina eclesiástica indica para el desarrollo de la vida de una iglesia particular. Su estructura, como la de otros organismos llamados “de participación”, responde a fundamentales exigencias eclesiológicas y es expresión institucional de realidades teológicas, como son, por ejemplo, la necesaria cooperación entre presbiterio y obispo, la participación de todos los bautizados en el oficio profético de Cristo, el deber de los pastores de reconocer y promover la dignidad de los fieles laicos sirviéndose de buena gana de su prudente consejo.[192] En su realidad el Sínodo diocesano se inserta en el contexto de la corresponsabilidad de todos en torno al propio obispo, en orden al bien de la diócesis. En su composición, como requiere la disciplina canónica vigente, es expresión privilegiada de la comunión orgánica en la iglesia particular. En el Sínodo, que debe ser bien preparado y ser convocado con objetivos bien determinados,[193] el obispo, responsable de las decisiones definitivas,[194] escucha lo que el Espíritu dice a la iglesia particular, de modo que todos permanezcan firmes en la fe, unidos en la comunión, abiertos al carácter misionero, disponibles hacia las necesidades espirituales del mundo y llenos de esperanza ante sus desafíos.  

 

Un gobierno animado de espíritu de comunión  

123.  Por su oficio pastoral el obispo es el ministro de la caridad en su iglesia particular, edificándola mediante la Palabra y la Eucaristía. Ya en la Iglesia apostólica los Doce dispusieron la institución de “siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría”(Hch 6, 2-3) a los cuales confiaron el servicio de las mesas. El mismo San Pablo tenía como punto firme de su apostolado el cuidado de los pobres, que sigue siendo para nosotros el signo fundamental de la comunión entre los cristianos. Así el obispo, también hoy, es llamado a ejercer personalmente la caridad en la propia diócesis, mediante las estructuras adecuadas.

         De este modo él testimonia que las tristezas y las angustias de los hombres, de los pobres sobre todo y de todos aquellos que sufren, son también las ansias de los discípulos de Cristo.[195] Indudablemente, las pobrezas son muchas y a las antiguas se han añadido otras nuevas . En tales situaciones el obispo está en primera linea en suscitar nuevas formas de apostolado y de caridad allá donde la indigencia se presenta bajo nuevos aspectos. Servir, alentar, educar en estos compromisos de solidaridad, renovando cada día la antigua historia del Samaritano, es, ya de por sí, un signo de esperanza para el mundo.

 

124.  Para cumplir el ministerio de guía pastoral y de discernimiento el obispo necesita de la colaboración de todos los fieles, en espíritu de comunión y de fervor misionero.

         El Consejo presbiteral y el Consejo pastoral son estructuras de diálogo, comunión y discernimiento para esta finalidad, como fue ya recordado.

         Las necesidades pastorales crecientes han llevado a configurar ordenadamente la Curia diocesana con las diversas oficinas, según las normas canónicas, de acuerdo a las posibilidades de cada iglesia particular y a la competencia del clero diocesano, de las personas consagradas y de los laicos, en modo de poder dar respuesta a todas las necesidades de la diócesis.

         Es tarea del obispo no sólo favorecer la acción responsable y coordinada, la iniciativa y el trabajo asiduo de los responsables de las diversas oficinas diocesanas, sino también estimular con el ejemplo y favorecer los encuentros colegiales de coordinación. Es necesario infundir en todos un sereno sentido de confianza, amistad y responsabilidad en los diversos organismos de la Curia, de modo que la unidad y el entendimiento mutuo creen un estilo eclesial de trabajo.  

 

La administración económica  

125.  Particular importancia tiene en este tiempo, incluso en vista de las responsabilidades civiles, la administración de los bienes de la diócesis. Es necesaria la vigilancia y la seriedad en la administración económica de las diócesis, como ejemplo para las otras instituciones diocesanas. Ello ha de hacerse a través del trabajo de personas competentes y eclesialmente expertas en los consejos diocesanos de administración.

         Se trata de una tarea de gobierno de la máxima importancia, dirigida a garantizar el bien común de la diócesis y la comunión de los bienes con la obligación de la caridad a favor de las misiones y de los más pobres.

 

 

Cuestiones prácticas relacionadas con la iglesia particular  

126.  Parece oportuno enumerar sintéticamente aquí algunas cuestiones prácticas, ya desarrolladas en otros puntos, para que, conforme a las indicaciones que emergen de las respuestas a los Lineamenta, el Sínodo preste a ellas una particular y adecuada atención.

         Es deseo de muchas Conferencias episcopales que se insista en la presencia del obispo en la diócesis a tiempo completo, puesto que ausencias frecuentes y prolongadas amenazan la continuidad del servicio pastoral.

         La presencia y permanencia del obispo en su sede o en visita a sus parroquias, la disponibilidad al encuentro con sacerdotes, religiosos y laicos, las visitas pastorales, son garantía de estabilidad y de corresponsabilidad en el ejercicio cotidiano del ministerio. El obispo aparece de este modo como un modelo de servicio constante en su iglesia.

         Otros recomiendan la estabilidad del obispo en la diócesis para la cual ha sido elegido, para que se confirme en él una mentalidad de donación a la Iglesia que le ha sido confiada con un vínculo de fidelidad y amor esponsal. Se quisieran así evitar, en cuanto sea posible, ciertos problemas como la mentalidad de un compromiso pasajero en favor de la diócesis, el deseo de cambio o transferencia a otras iglesias particulares más prestigiosas o menos problemáticas, la discontinuidad de los programas y las iniciativas pastorales.

         Se recuerda también el problema de las diócesis dejadas largo tiempo sin pastor, por retrasos en el nombramiento de los obispos. Tales situaciones crean malestar en el presbiterio y en el pueblo de Dios, privados del ministerio episcopal de la unidad y de la comunión.

         Surge también la necesidad de que las responsabilidades de gobierno del obispo gocen de una mejor organización; éste se encuentra frecuentemente abrumado con demasiados problemas administrativos, burocráticos y organizativos, que amenazan con hacer de él, a veces, más un dirigente que un Pastor. Se propone una conveniente descentralización administrativa para un mejor servicio suyo a la diócesis.

         Algunos, en fin, ponen de relieve la cuestión de la conflictualidad que se advierte hoy entre el foro eclesiástico y el foro civil en materia de los procesos referidos a las personas eclesiásticas. No raramente se pide claridad en el reconocimiento público de las leyes eclesiásticas que se refieren a los procesos canónicos. Debe ser reconocida al obispo la libertad y la responsabilidad en el proceso hacia sus súbditos, evitando escándalos y procediendo en manera adecuada, con justicia y caridad, en relación a la salvación de las almas, que es siempre la ley suprema de la Iglesia.[196]

 


CAPÍTULO  V  

AL SERVICIO DEL EVANGELIO PARA  
LA ESPERANZA DEL MUNDO  

 

En Jesucristo el perenne Jubileo de la Iglesia         

127.  El Jubileo del 2000, apenas concluido, ha ofrecido a la Iglesia y al mundo la ocasión de fijar la mirada en Cristo, que ha venido a anunciar la buena noticia a los pobres (cf. Lc 4,16 ss.). Él, enviado por el Padre ha venido a llamar a todos a la conversión, a dar a la humanidad la esperanza, a revelar al hombre su dignidad de hijo de Dios y su destino de gloria. Con sus obras, especialmente con su misterio pascual, ha manifestado el amor de Dios que busca al hombre, le revela su vocación, le hace tomar conciencia de su altísima vocación.[197]

         Toda la vida de Jesús ha sido un gran tiempo jubilar, en el cual él ha comunicado la gracia y el perdón del Padre, ha mostrado el sendero de la verdad, se ha hecho prójimo de todos. Él ha anunciado la salvación y la ha llevado a cumplimiento con sus palabras, con sus obras y con la efusión del Espíritu Santo.

         En la figura evangélica de Jesús de Nazaret, la Iglesia reconoce un Mesías jubilar, que vive en el don total de sí mismo, comunica la verdad y la vida a todos, llama a la conversión, enseña el camino nuevo del amor que él trae al mundo como modo de ser y de obrar de la Trinidad.

         En él se hace evidente que la salvación es para todos. Él, que se unió con la encarnación a cada hombre y con su pasión y muerte a cada sufrimiento humano, mediante la resurrección se transforma en causa de salvación y de esperanza para cada ser humano, destinado a la comunión con Dios en la gloria.

         La Iglesia, desde Pentecostés, con la gracia del Espíritu Santo, continua la misión de Jesús, anunciando cada día la buena noticia y la liberación del mal.

 

 

El ministerio de salvación de la Iglesia            

128.  Según el espíritu de la colegialidad y de la comunión jerárquica todos los obispos continúan este anuncio que pone al centro de la predicación Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, único salvador del mundo.

         Aún cuando puedan escapar a nuestra consideración los caminos a través de los cuales Cristo ejerce esta salvación más allá de las estructuras sacramentales de su Cuerpo, al cual él mismo ha confiado el ministerio de la predicación y de la santificación, la Iglesia cree que toda la humanidad pertenece a Cristo, primogénito de toda creatura (cf. Col 1,15 ss).

         Por este motivo, el horizonte de la esperanza, que tiene como último término la reconciliación de todo y de todos en Cristo, ilumina a la Iglesia que anuncia la paz y la salvación a los que están lejos y a los que están cerca, “pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu”(Ef 2,17-18) y reanuda con confianza el múltiple diálogo de la salvación, para que también el futuro de la historia pertenezca al Señor, conocido y amado como nuestro Hermano, revelación del amor del Padre. “Por esta vía, - afirma la Gaudium et spes en la conclusión -  en todo el mundo los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor”. [198]  

 

Una nueva situación religiosa  

129.  La situación religiosa al comienzo del milenio es muy compleja y no hace fácil la misión de la Iglesia. La presencia de las grandes religiones, en cuanto ellas son portadoras de auténticos valores humanos, exige de la Iglesia una actitud respetuosa para descubrir en tales religiones el designio del único Dios salvador.

         Por otra parte, en los grandes continentes invadidos por las religiones tradicionales, hoy a causa de las migraciones destinadas a aumentar en el futuro, así como también a raíz de los movimientos y de los intercambios económicos y culturales, se vive una situación nueva, multiétnica y multirreligiosa.

         Las iglesias jóvenes, que especialmente en Asia, África y Oceanía conviven con aquellas religiones, mientras están particularmente comprometidas en el diálogo interreligioso, prestan también una considerable ayuda misionera en otras partes del pueblo de Dios. 

 

130.  En las repuestas a los Lineamenta algunas Conferencias Episcopales se refieren a la necesidad de afrontar un fenómeno, ciertamente no ajeno a la historia, pero que hoy adquiere, tal vez, dimensiones desconocidas. Se trata de las nuevas y reiteradas inmigraciones. Éstas crean problemas pastorales nuevos y concretos como son la evangelización y el diálogo interreligioso, especialmente para cuantos profesan religiones no cristianas. En cuanto a los inmigrantes católicos, desarraigados de sus tierras y de sus costumbres, es necesaria la colaboración de sacerdotes nativos para sostener y fortalecer la fe y la vida cristiana de esa gente.

         La Iglesia entera, por lo tanto, se orienta hacia un renovado compromiso de evangelización en el cual no deben faltar jamás el anuncio explícito de la revelación como don irrenunciable, el diálogo como método de comprensión recíproca, el testimonio evangélico, especialmente el de la caridad, en todo y sobre todo, como signo de la verdad proclamada y fundamento del diálogo, para que Cristo sea reconocido en sus discípulos. Además el anuncio integral de la salvación requiere una solicitud de la Iglesia por todos los valores humanos auténticos.

         De estas premisas surge la acción pastoral de la Iglesia, la cual no puede renunciar a proclamar el sentido de la vida y de la historia a la luz del misterio de Cristo, confiando en la fuerza del Evangelio y en la ayuda del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado para revelar y realizar la plenitud de la verdad y de la vida divina.[199]

 

 

Diálogo ecuménico  

131.  El compromiso de la Iglesia en el diálogo ecuménico por la unidad de los cristianos, fruto precioso de la acción del Espíritu Santo, es irreversible. Ello responde a la oración y a las intenciones del Señor (cf. Jn 17, 21-23), a su oblación en la cruz para reunir a todos los hijos dispersos (cf. Jn 11,52), al  necesario testimonio de la Iglesia en el mundo (cf. Ef  4,4-5).

         Los obispos participan de la solicitud del Romano Pontífice, expresada por el Decreto conciliar Unitatis redintegratio, y del renovado empeño de la Iglesia por la unidad de todos los bautizados, confirmado por la Encíclica Ut unum sint, como tarea prioritatia del nuevo milenio para la esperanza del mundo.[200]

         Siguiendo las directivas de la Santa Sede, en comunión con la Conferencia Episcopal cada obispo es promotor de la unidad y apóstol del ecumenismo espiritual y del diálogo, por medio de contactos fraternos con las iglesias y comunidades cristianas. Con la promoción de cuanto haya de positivo no puede admitir gestos ambiguos y apresurados que dañen, con la impaciencia, el verdadero ecumenismo.

         Él promueve entre sus fieles la pasión por la unidad que ardía en el corazón de Cristo, anhelando con esperanza la gracia de la comunión de todos en la única Iglesia de Cristo, según  el designio del Espíritu Santo.

         Al obispo y sus colaboradores en la diócesis es confiada la tarea específica del ecumenismo local,[201] con todas las iniciativas posibles, como la semana de oración por la unidad de los cristianos, los intercambios de oración y el testimonio del único Evangelio de Cristo Señor. Finalmente, es siempre valioso el diálogo cotidiano y el ecumenismo de los simples gestos cotidianos de comunión y de servicio, que acercan los corazones y las mentes de los cristianos. 

 

 

El anuncio del Evangelio  

132.  Nuevas son las tareas de la misión de la Iglesia porque nuevos son los fenómenos sociales y las emergencias culturales, los areópagos de la evangelización, los compromisos que surgen de la comprensión del mensaje evangélico: la promoción de la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos, el reconocimiento de los derechos de las minorías, la promoción de la mujer, una nueva preocupación por los niños y los jóvenes, la salvaguardia de la creación, la promoción de una auténtica cultura y la investigación científica respetuosa de los valores de la vida, el diálogo internacional y los nuevos proyectos mundiales.[202]

         En este contexto social y cultural el Evangelio de la esperanza es anunciado como la verdad de siempre, pero con nuevos lenguajes, con nuevo brío y fervor, con nuevos métodos, especialmente con la fuerza que nace de la santidad de la Iglesia y del testimonio de su unidad. Este objetivo es confiado a aquellos que por el Espíritu Santo han sido puestos como obispos para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hch 20, 28).  

 

Acción y cooperación misionera  

133.  A imitación de Jesús de Nazaret, evangelizador del Padre, el obispo, animado por la esperanza inherente al anuncio de la Buena Nueva, dilata los confines de su ministerio a todo el mundo, puesto que todos son destinatarios de su solicitud pastoral. La misma posición del obispo en la Iglesia y la misión que es llamado a desarrollar hacen de él el primer responsable de la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos aún no conocen a Cristo, redentor del hombre. La misión del obispo está intrínsecamente vinculada a su ministerio universal de enseñanza y a la plena relación con la comunidad que él preside en nombre de Cristo Pastor.

         El mandato confiado por el Señor Resucitado a sus apóstoles se refiere a todas las gentes. En los apóstoles mismos, “la Iglesia recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10)”.[203]

         También para los sucesores de los apóstoles el deber de anunciar el Evangelio no está limitado al ámbito eclesial, puesto que el Evangelio es para todos los hombres y la misma Iglesia es sacramento de salvación para todos los hombres. Ella, más bien, es “fuerza dinámica en el camino de la humanidad hacia el Reino escatológico; es signo y a la vez promotora de los valores evangélicos entre los hombres”.[204] Por ello, siempre incumbe a los sucesores de los apóstoles la responsabilidad de difundir el Evangelio en toda la tierra.

         Consagrados no solamente para una diócesis sino también para la salvación del mundo entero,[205] los obispos, ya sea como miembros del colegio episcopal, ya sea como pastores individuales de las iglesias particulares, son, junto con el obispo de Roma, directamente responsables de la evangelización de cuantos aún no reconocen en Cristo al único salvador y todavía no ponen en él la propia esperanza.

         En este contexto no pueden ser olvidados tantos obispos misioneros que, ayer como hoy, ofrecen a la Iglesia la santidad de vida y la generosidad de su ímpetu apostólico. Algunos de ellos han sido además fundadores de Institutos misioneros.

 

134.  En cuando pastor de una iglesia particular, corresponde al obispo guiar sus caminos misioneros, dirigirlos y coordinarlos. Él cumple con su deber de comprometer a fondo el impulso evangelizador de la propia iglesia particular cuando suscita, promueve y guía la obra misionera en su diócesis. De este modo, “hace presente y como visible el espíritu y el ardor misionero del Pueblo de Dios, de forma que toda la diócesis se haga misionera”.[206]

         En su celo por la actividad misionera el obispo se muestra siempre servidor y testigo de la esperanza. En efecto, la misión es, sin duda, “el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros”[207] y, mientras impulsa al hombre de todos los tiempos a una vida nueva, es, ella misma, fruto de la esperanza cristiana.

         Anunciando a Cristo Resucitado, los cristianos anuncian a Aquel que inaugura una nueva era de la historia y proclaman al mundo la buena noticia de una salvación integral y universal, que contiene en sí la anticipación de un mundo nuevo, en el cual el dolor y la injusticia dejarán lugar a la alegría y a la belleza. Por lo tanto oran como Jesús les ha enseñado: “Venga tu Reino” (Mt 6, 10). La actividad misionera, además, en su objetivo último de poner a disposición de cada hombre la salvación ofrecida por Cristo de una vez para siempre, tiende de por sí a la plenitud escatológica. Gracias a ella se acrecienta el Pueblo de Dios, se dilata el Cuerpo de Cristo y se amplía el Templo del Espíritu hasta la consumación de los siglos.[208]

         Al comienzo del tercer milenio, cuando ya se ha acentuado la conciencia de la universalidad de la salvación y se experimenta que el anuncio del Evangelio debe ser renovado cada día, la Iglesia siente que no debe disminuir su empeño misionero, es más, debe unir las fuerzas en vista de una nueva y más profunda cooperación misionera, con la colaboración de todos los sucesores de los apóstoles y de sus iglesias particulares.[209]

 

 

Diálogo interreligioso y encuentro con las otras religiones  

135.  Como maestros de la fe, los obispos deben también prestar una adecuada atención al diálogo interreligioso, primero entre todos el especial diálogo con los hermanos de Israel, pueblo de la primera alianza. 

         A todos resulta evidente, en efecto, que en las actuales circunstancias históricas el diálogo interreligioso ha asumido una nueva e inmediata urgencia. Para muchas comunidades cristianas, como por ejemplo las que se encuentran en África y en Asia, el diálogo interreligioso constituye una parte de la vida cotidiana de las familias, de las comunidades locales, del ambiente de trabajo y de los servicios públicos. En otras comunidades, en cambio, como sucede en las de Europa occidental y, en todo caso, en los países de más antigua cristiandad, se trata de un fenómeno nuevo. También aquí sucede siempre más frecuentemente que creyentes de diversas religiones y cultos se encuentren y a menudo vivan juntos, a raíz de las migraciones de los pueblos, de los viajes, de las comunicaciones sociales y de decisiones personales.

         El diálogo interreligioso, como ha recordado Juan Pablo II, es parte de la misión evangelizadora de la Iglesia y entra en la perspectiva del Jubileo del 2000 y de los desafíos del tercer milenio.[210] Entre las principales razones el decreto Nostra aetate enumera aquellas que nacen de la profesión de la esperanza cristiana. Todos los hombres, en efecto, tienen un origen común en Dios, en cuanto ellos son criaturas amadas por Él, y además tienen el común destino del fin último que es Dios.

         En este diálogo los cristianos tienen, además, no pocas cosas para aprender. Sin embargo, deben siempre testimoniar la propia esperanza en Cristo, único Salvador del hombre, cultivando el deber y la determinación en la proclamación, sin titubeos, de la unicidad de Cristo redentor. En ningún otro, el cristiano pone su esperanza, puesto que es Cristo el cumplimiento di cualquier esperanza. Él es “la esperanza de cuantos, en todos los pueblos, esperan la manifestación de la bondad divina”.[211] Además, el diálogo deber ser conducido y actuado por los fieles con la convicción que la única verdadera religión subsiste “en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres”.[212]

 

136. A todos los fieles y a todas las comunidades cristianas corresponde practicar el diálogo interreligioso, aún cuando no siempre con la misma intensidad y al mismo nivel. Sin embargo, allí donde las situaciones lo requieran y lo permitan, es deber de cada obispo en su iglesia particular ayudar, con su predicación y con la acción pastoral, a todos los fieles a respetar y estimar los valores, las tradiciones, la convicciones de los otros creyentes, así como también promover una sólida y adecuada formación religiosa de los mismos cristianos, para que sepan dar un convincente testimonio del gran don de la fe cristiana.

         El obispo debe además cuidar la calidad teológica del diálogo interreligioso, cuando éste tuviera lugar en la propia iglesia particular, de modo que nunca caiga en el silencio o no sea afirmada la universalidad y la unicidad de la redención realizada por Cristo, único Salvador del hombre y revelador del misterio de Dios.[213] Sólo en la coherencia con la propia fe, en efecto, es posible también compartir, comparar y enriquecer las experiencias espirituales y las formas de oración, como caminos de encuentro con Dios.

         El diálogo interreligioso, no obstante, no se refiere solamente al campo doctrinal, sino que se extiende a las múltiples relaciones cotidianas entre los creyentes, en el respeto recíproco y el conocimiento común. Se trata del diálogo de la vida, donde los creyentes de las diversas religiones dan recíprocamente testimonio de los propios valores humanos y espirituales con el objetivo de favorecer la convivencia pacífica y la colaboración para que la sociedad sea más justa y más fraterna. Al favorecer y al preocuparse atentamente por ese diálogo, el obispo recordará siempre a los fieles que este empeño nace de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad y que crece juntamente con ellas.

 

 

Una atención particular al fenómeno de las sectas  

137. La solicitud del obispo por sus fieles debe tener en cuenta con realismo también el peligro de la seducción que las sectas religiosas y otros movimientos alternativos de diverso género y nombre pueden suscitar en las personas menos preparadas. Frecuentemente se trata de movimientos orientados a corroer la fe católica, propuestos en ambientes de incomodidad social y familiar, juntamente con la manipulación de las personas y de las conciencias. Se difunden incluso sectas satánicas que se distinguen por tener objetivos anticristianos, ritos y formas morales aberrantes.

         El estudio diligente de las sectas y de su modo de obrar, así como también el recurso a quien tiene la capacidad de ayudar a los fieles atrapados o amenazados por las mismas sectas, puede ser de gran ayuda para restituir a las personas la serenidad y la profesión de la fe.[214]  Pero se trata sobre todo de formar comunidades cristianas vivas y auténticas, plenas de vitalidad y de entusiasmo, promotoras de esperanza; es decir, comunidades capaces de transformarse en lugares para compartir el Evangelio, para comprometerse en la misión, para atender a la persona, para ayudarse recíprocamente y para llevar adelante una verdadera y propia terapia espiritual para los hombres y las mujeres de nuestro mundo, mediante la oración y los sacramentos.

         En lo que se refiere, luego, a la lucha contra el mal y el maligno, corresponde al obispo encargar, según la legislación canónica, a sacerdotes dotados de piedad, ciencia, prudencia e integridad de vida, el ejercicio de exorcismos y proveer también a la práctica de oraciones para obtener la curación de parte de Dios.

 

 

Diálogo con personas de otras convicciones  

138. La Iglesia, en su empeño de evangelizar y anunciar la salvación en Cristo a todos, no descuida establecer en los modos más idóneos el diálogo con personas de otras convicciones religiosas. Ellas son a menudo sensibles al atractivo del Evangelio, a la persona de Jesús, a los valores auténticamente humanos de su predicación y de su ejemplo. Frecuentemente esperan de la Iglesia la palabra iluminadora, la superación de los prejuicios, la búsqueda atenta de los valores creíbles de la verdad y de la justicia. Sienten a veces una secreta nostalgia del cristianismo donde se conjugan las razones de la fe con las de la esperanza, mientras hoy, caídas la utopías, la falta de fe se traduce en una actitud incapaz de atravesar el umbral de la esperanza.

         Por este motivo, el obispo en su iglesia debe favorecer los encuentros que puedan comprometer a los hombres y a las mujeres que buscan la verdad, que son sensibles a los valores trascendentes de la bondad, de la justicia y de la belleza, que están preocupados por la humanidad de nuestro tiempo. Y todo ello con la finalidad de favorecer la búsqueda común de senderos para  la promoción de los valores del hombre, especialmente a través del diálogo con autorizados exponentes de la cultura y de la espiritualidad.

         Como pastor de todos y responsable del anuncio del Evangelio en la compleja situación de nuestra sociedad, el obispo no debe olvidar que es defensor de los derechos de los fieles católicos y también de la Iglesia, frecuentemente negados o contestados en diversos lugares o en ciertas circunstancias sociales o políticas. Porque es el sostén de sus fieles, el obispo debe infundir y promover la esperanza en los momentos de persecución o de hostilidad contra los propios feligreses, fortalecido con el testimonio de la verdad y con la coherencia de la propia vida.   

 

   

Atención a los nuevos problemas sociales y a las nuevas pobrezas  

139. La solicitud por los pobres es un aspecto privilegiado del anuncio de  la esperanza en nuestra sociedad actual, en la cual ninguno debe olvidar que de la vida económica y social, como ha recordado el Concilio Vaticano II, el hombre es autor, centro y fin.[215] De ahí la preocupación de la Iglesia para que el desarrollo no sea entendido en sentido exclusivamente económico, sino más bien en sentido integralmente humano.

         La esperanza cristiana está ciertamente orientada hacia el Reino de los cielos y hacia la vida eterna. Este destino escatológico, sin embargo, no atenúa el compromiso por el progreso de la ciudad terrena. Al contrario, le da sentido y fuerza, mientras “el impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad”.[216] La distinción entre progreso terrestre y crecimiento del Reino, en efecto, no implica separación, porque la vocación del hombre a la vida eterna, más que abolir, aumenta el deber del hombre de poner en acto las energías recibidas del Creador para el desarrollo de su vida temporal.

 

140.  No es competencia específica de la Iglesia ofrecer soluciones a las cuestiones económicas y sociales, pero su doctrina contiene un conjunto de principios indispensables para la construcción de un sistema social y económico justo. También en este ámbito la Iglesia tiene un Evangelio que anunciar, del cual el obispo, en su iglesia particular, debe hacerse portador, indicando en esa Buena Noticia el corazón en las Bienaventuranzas evangélicas.[217]

         Dado que, el mandamiento del amor al prójimo es muy concreto, será necesario que el obispo promueva en su diócesis iniciativas apropiadas y exhorte a la superación de eventuales actitudes de apatía, de pasividad y de egoísmo individual y de grupo. Es igualmente importante que con su predicación el obispo despierte la conciencia cristiana de todos los ciudadanos, exhortándolos a obrar, con una solidaridad activa y con los medios a su disposición, en la defensa del hermano, contra cualquier abuso que atente a la dignidad humana. Debe, a este respecto, recordar siempre a los fieles que en cada pobre y en cada necesitado está presente Cristo (cf. Mt 25, 31-46). La misma figura del Señor como juez escatológico es la promesa de una justicia finalmente perfecta para los vivos y para los muertos, para los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares.[218]

   

Cercano a cuantos sufren  

141.         Recordando su título de padre y defensor de los pobres, el obispo tiene el deber de alentar el ejercicio de la caridad hacia los pobres con el ejemplo, con las obras de misericordia y de la justicia, con intervenciones individuales, y también con amplios programas de solidaridad.

         De entre las tareas, que en las respuestas a los Lineamenta se asignan a los obispos como promotores de la caridad de nuestro tiempo, es necesario recordar algunas en particular.

         En su diócesis cada pastor, con el auxilio de personas cualificadas en el campo de la pastoral sanitaria, anuncia el Evangelio en el ámbito de la asistencia a la salud física y psíquica. El cuidado de la salud ocupa un puesto de relieve en nuestra sociedad. La humanización de la medicina y de la asistencia a los enfermos, así como la cercanía a todos en el momento del sufrimiento, despierta en el corazón de cada discípulo de Jesús la figura del Cristo misericordioso, médico de los cuerpos y de las almas, y al mismo tiempo recuerda la perentoria palabra de la misión: “Curad enfermos”(Mt 10,8).

         La organización y la promoción continua de este sector de la pastoral merece una prioridad en el corazón y en la vida de un obispo.  

 

Promotor de la justicia y de la paz  

142. Los temas de la justicia y del amor al prójimo aluden espontáneamente al tema de la paz: “frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz” (St 3, 18). Lo que la Iglesia anuncia es la paz de Cristo, el “príncipe de la paz” que ha proclamado la bienaventuranza de los “que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”(Mt 5, 9). Tales son no solamente aquellos que renuncian al uso de la violencia como método habitual, sino también todos aquellos que tienen el coraje de obrar para que sea cancelado lo que impide la paz. Ellos saben bien que la paz nace en el corazón del hombre. Por ello actúan contra el egoísmo, que impide ver a los otros como hermanos y hermanas en una única familia humana, sostenidos en esto por la esperanza en Jesucristo, el Redentor inocente cuyo sufrimiento es un signo irrevocable de esperanza para la humanidad. Cristo es la paz (cf. Ef 2,14) y el hombre no encontrará la paz si no encuentra a Cristo.

         La paz es una responsabilidad universal, que pasa a través de muchos pequeños actos de la vida de cada día. Los hombres se expresan a favor de la paz o contra ella según el proprio modo cotidiano de vivir con los otros. La paz espera sus profetas y sus artífices.[219] Estos arquitectos de la paz no pueden faltar sobre todo en la comunidad eclesial, de la cual el obispo es pastor.

         Es necesario, por lo tanto, que el obispo no deje perder ninguna ocasión para promover en las conciencias la aspiración a la concordia y para favorecer el entendimiento entre las personas en la preocupación por la causa de la justicia y la paz. Se trata de una tarea ardua, que exige dedicación, esfuerzos renovados y una insistente acción educativa, sobre todo hacia las nuevas generaciones, para que se empeñen, con nuevo gozo y esperanza cristiana, en la construcción de un mundo más pacífico y fraterno. El obrar en favor de la paz es también una tarea prioritaria de la evangelización. Por este motivo,  la promoción de una auténtica cultura del diálogo y de la paz es, al mismo tiempo, un objetivo fundamental de la acción pastoral de un obispo.

 

143.  El obispo, en cuanto voz de la Iglesia que, evangelizando, llama y convoca a todos los hombres, no deja de obrar concretamente y de hacer escuchar su palabra sabia y equilibrada, para que los responsables de la vida política, social y económica busquen soluciones posibles más justas para resolver los problemas de la convivencia civil.

         Las condiciones en las cuales los pastores desarrollan su misión en estos ámbitos son a menudo muy difíciles, tanto para la evangelización como para la promoción humana, y es sobre todo aquí que se pone de manifiesto cuánto y cómo, en el ministerio episcopal, deba ser incluida la disponibilidad al sufrimiento. Sin ella no es posible que los obispos se dediquen a su misión. Por ello, grande debe ser su confianza en el Espíritu del Señor resucitado y sus corazones deben estar siempre llenos de la esperanza que no falla (cf. Rom 5, 5).

 

 

Custodios de la esperanza, testigos de la caridad de Cristo  

144.  Los cristianos cumplen con un mandato profético recibido de Cristo cuando actúan para llevar al mundo el germen de la esperanza. Por esta razón el Concilio Vaticano II recuerda que la Iglesia “avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios”.[220]

         La asunción de responsabilidades en relación al mundo entero y a sus problemas, a sus interrogantes y a sus anhelos, pertenece a la tarea de la evangelización, a la cual la Iglesia es llamada por el Señor. Todo ello implica en primera persona a cada obispo, obligándolo a leer con atención “los signos de los tiempos”, de modo que sea reavivada en los hombres una nueva esperanza. En esto él obra como ministro del Espíritu que, también hoy, en el umbral del tercer milenio, no cesa de obrar grandes cosas para que sea renovada la faz de la tierra. Siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, el obispo también indica al hombre el camino que debe recorrer y, como el Samaritano, se inclina sobre él para curar sus heridas.

 

145.  Además, el hombre es esencialmente un “ser de la esperanza”. Es verdad que no son pocos, en varias partes de la tierra, los eventos que inducen al escepticismo y a la desconfianza: tales y tantos son los desafíos que hoy son dirigidos a la esperanza. Sin embargo, la Iglesia encuentra en el misterio de la cruz y de la resurrección de su Señor el fundamento de la “beata esperanza”. De ahí ella toma fuerzas para ponerse y permanecer al servicio del hombre y de cada hombre.

         El Evangelio, del cual la Iglesia es servidora, es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación que, mientras pone al descubierto y juzga las esperanzas ilusorias y falaces, lleva a cumplimiento las aspiraciones más auténticas del hombre. El núcleo central de este anuncio consiste en que Cristo, mediante su cruz, su resurrección y el don del Espíritu Santo, ha abierto nuevos caminos de libertad y de liberación para la humanidad.

         Entre los ámbitos en los cuales el obispo guía a la propia comunidad, delineando empeños y poniendo en acto comportamientos que son ejemplos de la fuerza renovadora del Evangelio y eficaces señales de esperanza, deben indicarse algunos de particular relieve, que se refieren a la doctrina social de la Iglesia. Ésta, en efecto, no sólo no es ajena, sino que es parte esencial del mensaje cristiano, porque propone las directas consecuencias del Evangelio en la vida de la sociedad. Por lo tanto, sobre ella se ha detenido varias veces el Magisterio, ilustrándola a la luz del misterio pascual, que es para la Iglesia fuente del conocimiento de la verdad sobre la historia y sobre el hombre, recordando además que corresponde a las iglesias particulares, en comunión con la Sede de Pedro y entre ellas, llevar esa misma doctrina a aplicaciones concretas. 

 

146. Un primer ámbito se refiere a la relación con la sociedad civil y política. Es evidente, a este respecto, que la misión de la Iglesia es una misión religiosa y que el fin privilegiado de su actividad es el anuncio de Jesucristo, el único Nombre “dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12). De ello deriva, entre otras cosas, la distinción, reafirmada por el Concilio Vaticano II, entre comunidad política e Iglesia. Independientes y autónomas en el propio campo, ellas tienen en común, sin embargo, el servicio a la vocación personal y social de las mismas personas.[221]

         Por lo tanto la Iglesia, por mandato del Señor, abierta a todos los hombres de buena voluntad, no es, ni jamás puede ser, competidora de la vida política, mas ni siquiera extraña a los problemas de la vida social. Por este motivo, permaneciendo dentro de la propia competencia de la promoción integral del hombre, la Iglesia puede buscar también soluciones a los problemas de orden temporal, especialmente allí donde está comprometida la dignidad del hombre y son pisoteados sus más elementales derechos.

 

147.  En este contexto se coloca también la actividad del obispo, el cual reconoce la autonomía del Estado y evita, por ello, la confusión entre fe y política sirviendo, en cambio, a la libertad de todos. Ajeno a gestos que induzcan a identificar la fe con una determinada forma política, él busca sobre todo el Reino de Dios y es así que, asumiendo un más valido y puro amor para ayudar a sus hermanos y para realizar, inspirado por la caridad, las obras de la justicia, él se presenta como custodio del carácter trascendente de la persona humana y como signo de esperanza.[222] La contribución específica que un obispo ofrece en este ámbito es aquella misma de la Iglesia, es decir, “la dignidad de la persona, que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado”.[223]

         La autonomía de la comunidad política no incluye, en efecto, su independencia de los principios morales; es más, una política carente de referencias morales lleva inevitablemente al degrado de la vida social, a la violación de la dignidad y de los derechos de la persona humana. Por esta razón, a la Iglesia le interesa que en lo que se refiere a la política sea conservada, o restituida, la imagen del servicio que hay que ofrecer al hombre y a la sociedad. Dado que, además, es tarea propia de los fieles laicos comprometerse directamente en la política, la preocupación del obispo es la de ayudar a sus feligreses a discutir sus cuestiones y asumir las propias decisiones a la luz de la Palabra de la Verdad; de favorecer y guiar la formación en modo que en las decisiones los fieles sean motivados por una sincera solicitud por el bien común de la sociedad en que viven, es decir, el bien de todos los hombres y de todo el hombre; de insistir para que exista coherencia entre la moral pública y la privada.

   

La legión de los testigos y el ancla de la esperanza  

148.  Discípulo y testigo de Cristo, el obispo en este inicio de siglo y de milenio se preocupa por anunciar, celebrar y promover, como Jesús, el Reino del Padre en la esperanza.

         Firme en la fe, que es la “garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1), está dispuesto a hacer caminar a su pueblo, como Israel en el desierto, imagen viva de la Iglesia peregrina en el tiempo, “entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”.[224]  Con la mirada fija en Cristo, autor y perfeccionador de la fe, sostenido por la legión de los testigos de la fe y la esperanza, el obispo se transforma en testigo creíble de la fidelidad de Dios en todo tiempo. Por ello, la Iglesia del final del siglo y del milenio ha querido, entre otras cosas, hacer memoria ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX, como heraldos de la esperanza cristiana, para las nuevas generaciones.

         En un modo globalizado el obispo proclama la comunión y la solidaridad, la unidad y la reconciliación. En una sociedad que va a la búsqueda del sentido de la vida, el obispo ofrece la palabra liberadora del Evangelio, palabra de verdad que abre los horizontes de los hombres más allá de la muerte e ilumina con la luz de la Pascua de Cristo los senderos de la vida.[225]

         El obispo, aferrado a la esperanza, segura y firme como un ancla (cf. Hb 6,18 ss), guía a su pueblo con confianza, en el espíritu del servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo.  


CONCLUSIÓN

 

149.  Entre los días 6 y 8 de octubre del 2000, los obispos de todo el mundo han celebrado el Jubileo en comunión con el Papa en un clima de conversión y de oración, inspirándose al mismo tema de la próxima Asamblea General Ordinaria del sínodo: El Obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo.[226] Como ha sido observado, por la primera vez desde los tiempos del Concilio Vaticano II, tantos obispos, provenientes de todo el mundo, se encontraron juntos para vivir momentos de auténtica espiritualidad jubilar: el rito penitencial en San Juan de Letrán, la celebración misionera en San Pablo extra muros, el Santo Rosario en el Aula Pablo VI, los encuentros con el Romano Pontífice, especialmente la solemne concelebración eucarística del Domingo 8 de octubre, momento culminante del Jubileo de los Obispos.

         La devoción a María, manifestada en la veneración de la estatua de la Virgen de Fátima, que ha guiado por senderos de esperanza la afanosa historia de la Iglesia en el siglo XX, ha dado al encuentro jubilar una particular intensidad emotiva. Como a menudo ha repetido el Papa, ha sido casi como un retorno de los sucesores de los apóstoles al Cenáculo de Pentecostés, con María, la Madre de Jesús.

        

150.  En esta particular circunstancia Juan Pablo II ha confiado a la Madre del Señor, con una vibrante oración, los frutos del Jubileo y las ansias del nuevo milenio.

         En las palabras de la oración de consagración a la Virgen María se han concentrado las esperanzas para el futuro, con la convicción que la única salvación  es Cristo Señor y que el Espíritu de la verdad es la indispensable fuente de la vida para la Iglesia.

         Junto a la memoria de los grandes progresos de una humanidad que se encuentra en la encrucijada de la historia, el Santo Padre ha recordado las necesidades de los más débiles: niños aún no nacidos o nacidos en condiciones de pobreza y sufrimiento; jóvenes a la búsqueda del sentido de la vida; personas carentes de trabajo o probadas por el hambre y la enfermedad, familias arruinadas, ancianos sin asistencia, personas solas y sin esperanza.[227]

         Está en juego en las esperanzas de la humanidad el valor de la vida humana que la Iglesia defiende y propone con coraje ante todas las amenazas, confiando en el Dios de la vida y en la Madre de Aquel que es el camino, la verdad y la vida.

         En las palabras del Sucesor de Pedro y en su imploración en favor de la humanidad hemos escuchado nuevamente la oración por un mundo que busca razones para creer y esperar. Como una lógica continuación los obispos se reunirán en la próxima Asamblea sinodal para proclamar la esperanza en Cristo y en la acción del Espíritu para el futuro de la Iglesia y de la humanidad.

         De María, la humilde servidora que se entregó a Dios, la Iglesia aprende a proclamar el Evangelio de la salvación y de la esperanza. En el canto del Magnificat resuenan las certezas de todos los pobres del Señor que esperan en su Palabra. En ella, mujer vestida de sol, asunta a la gloria junto al Hijo resucitado, la Iglesia tiene la garantía del cumplimiento de las promesas del Señor por la humanidad, llamada a la victoria final sobre el mal y sobre la muerte. A Ella, que para cuantos son aún peregrinos sobre la tierra brilla “como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor”[228], la Iglesia dirige su súplica invocándola como madre de la esperanza, primicia del mundo futuro.  



[1] Cf. CONCILIUM OECUMENICUM VATICANUM II, Const. Past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 45; Paulus VI, Populorum progressio, 14 (26.03.1967): AAS 59 (1967), 264. 

[2] Cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Declaratio Dominus Iesus (06.08.2000), 1-2: AAS  92 (2000), 742-744.

[3] Ioannes Paulus II, Discurso a la Conferencia Episcopal Colombiana (02.07.1986), 8: AAS  79 (1987), 70.

[4] Conc. Oecum. Vat. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 1.

[5] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Divina revelatione Dei Verbum, 1.

[6] Ioannes paulus II, Dscurso a los obispos de Austria en ocasión de la visita "ad Limina" (06.07.1982), 2: AAS 74 (1982), 1123.

[7] Cf. Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae Imago de pastorali ministerio episcoporum (22.02.1973).

[8] Cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Carta communionis notio (28.05.92): AAS 85 (1993), 838-850.

[9] Ioannes paulus II, Motu proprio Apostolos suos (21.05.98) AAS 90 (1998), 641-658.

[10] Conc. Oecum. Vat. II, Decretum de activ. mission. Ecclesiae Ad gentes, 38.

[11] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Ecclesia Lumen gentium, 23.

[12] Ibidem 27.

[13] Conc. Oecum. Vat. II, Decrtetum de activ. mission. Ecclesiae Ad gentes, 8.

[14] Epist. ad Diognetum 6; Patres Apostolici I, Ed. F.X. Funk, Tubingae 1901, 400; Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Ecclesia Lumen Gentium, 38.

[15] Sacra Congregatio pro Episcopis, Diretorium Ecclesiae imago de pastorali ministerio episcoporum (22.02.1973), 25.

[16] Paulus VI, Catequesis del miércoles (29.11.1972): LÂÂ’Osservatore Romano, edición española (03.12.1972), 3.

[17] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Diniva revelatione Dei Verbum, 8.

[18] Conc. Oecum. Vat. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 1.

[19] Synodus Episcoporum, (Coetus specialis pro Europa, 1991) Declaratio Ut testes simus Chrsti qui nos liberavit (13.12.91); Ioannes Paulus II Adhortatio apostolica postsynodalis Ecclesia in America (22.01.1999), 13-25; Adhortatio Apostolica postsynodalis Ecclesia in Asia (06.11.1999), 5-9.

[20] Cfr. La Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI, la Exhortación apostólica Familiaris consortio y la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II, junto a otras importantes y puntuales intervenciones como la Carta a las Familias (2.02.1994), además de diversos documentos del Pontificio Consejo para la Familia y de la Pontificia Academia para la vida.

[21] Cf. Ioannes Paulus II, Adhortatio apost. postsynodalis Christifideles laici (30.12.1988), 30: AAS 81 (1989), 446.

[22] Cf. Ioannes Paulus II, Mensaje a los participantes al IV Congreso mundial de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades: L'Osservatore Romano, 28.05.1988, p. 6.

[23] Cf. Paulus VI, Encycl. Ecclesiam suam III, (6.08.1964): AAS 56 (1964), 639.

[24] S. Ignatius Antiochenus, Ad Ephesios 7,2; Patres ApostoliciI, Ed. Funk. Tubingae 1901,218; Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra litugia Sacrosanctum Concilium, 5.

[25] Cf. Ioannes Paulus II, Encyclicae. Veritatis Splendor (06.08.1993), 170: AAS 85 (1993), 1217.

[26] S. Augustinus, Serm. 340/A, 9: PLS: 2, 644.

[27] Ioannes Paulus II, Discurso a los Obispos de Austria en ocasión de la visita "ad Limina" (06.07.1982), 2: AAS 74 (1982), 1123.

[28] Cf. Missale Romanum, Dominica IV Paschae, Antif. ad communionem: “Surrexit pastor bonus qui animam suam posuit pro ovibus suis et pro grege suo mori dignatus est”.

[29] Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 22.

[30] Cf. S. Augustinus, Tractatus 123 in Ioannem: PL 35,1967.

[31] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 21.

[32] Cf. Ibid.

[33] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n. 39: Homilia.

[34] Cf. Clemens Romanus, Epist. ad Corinthios, 42-44: Patres Apostolici, I, Ed. F.X. Funk, Tubingae 1901, 154-159.

[35] Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n. 39.

[36] Cf. S. Iraeneus, Adversus haereses, IV, 20,1.3: PG 7, 1032; Demonstratio praedicationis apostolicae, 11, Sources Chret. 62, 48-49; cfr. Catechismus Catholicae Ecclesiae, 704.

[37] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n. 47, Prex ordinationis.

[38] Cf. S. Ignatius Antiochenus, Ad Magnesios 6,1; 3,1; Patres Apostolici I, ed. F.X. Funk, Tubingae 1901, 232-233; 234-235.

[39] Cf. S. Ignatius Antiochenus, Ad Trllianos 3,1; Ibid., pp. 244-245.

[40] Didascalia apostolorum II, 33,1, en Didascalia et Constitutiones apostolorum, II, ed. F.X. Funk, Paderborn 1905, 114-115.

[41]Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n 40, p. 13: Promissio electi. "plebem Dei sanctam ... ut pius pater fovere et in viam salutis dirigere"

[42] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 6.28. Ioannes Paulus II, Adhot. apost. postsyn. Ecclesia in Africa, 65.

[43] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n. 40, p. 14: Promissio electi.

[44] Cf. S. Cyprianus Episcopus, De oratione dominica,23: PL 4,553: "Sacrificium Deo maius est pax nostra et fraterna concordia, et de unitate Patris, et Filii et Spiritus sancti, plebs adunata", (Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 4)

[45] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n. 50-54, pp. 26-27: Unctio capitis et Traditio libri evangeliorum atque insignium.

[46] Cf. Isidorus Pelusiota Erminio comiti, Epistularum lib. I, 136: PG 78,271-272: " Id autem amiculum, quod sacerdos humeris gestat, atque ex lana, non ex lino contextum est, ovis illius, quam Dominus aberrantem quaesivit inventamque humeris suis stultit, pellem designat. Episcopis enim qui Christi typum gerit, ipsius munere fungitur...".

[47] Cf. Benedictus XIV, Const. Rerum ecclesiasticarum (12.08.1748): De palii benedictione et traditione, in S.D.N. Benedicti Papae XIV Bullarium, tom. II, 494-497: "Ut quam mysticae repraesentant pastoralis officii plenitudinem, atque excellentiam, pleno quoque operentur effectu...Sit boni magnique illius imitator pastoris, qui errantem ovem humeris suis impositam caeteris adunavit, pro quibus animam posuit".

[48] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n. 49-54, pp. 26-27: Unctio capitis et traditio Libri Evangeliorum atque insignium.

[49] Sacramentarium Serapionis, 28, in Didascalia et Constitutiones Apostolorum, II, Ed. F.X. Funk, Paderborn 1905, 191.

[50] Cf. Pontificale Romanum, De ordinatione episcopi, n 47,p. 24-25 Prex ordinationis.

[51] S. Augustinus, In natale episcopi: CCL 104, 919,1: "Vobis enim sum episcopus, vobiscum sum chrstianus. Illud est nomen suscepti officii, hoc gratiae; illud periculi est, hoc salutis".

[52] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Presbyterorum ordinis, cap. III; cf. Ioannes PAulus II, Adhort. apost. postsyn. Pastores dabo vobis (25.03.1992) cap. III:

[53] S. Petrus Damianus, Opusc. XI (Liber qui appellatur Dominus vobiscum) 5: PL 145, 235; cf. S. Augustinus, In Ioann. 32,8: PL: 35, 1645.

[54] Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 41

[55] Cf. Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), pars I, cap. IV, 21-23..

[56] Ibid. 25.

[57] Cf. Ioannes PAulus II, Homilía en la celebración eucarística del Jubileo de los Obispos (8.10.2000) n. 4: L'Osservatore Romano, edición española (13.10.2000), 11.

[58] Cf. Isidorus Hispalensis, De ecclesiasticis officiis, lib. II, 16-17: PL 83, 785.

[59] Cf. S. Augustinus, Serm. 179, 1 PL 38, 966.

[60] Orígenes, In Leviticum Hom. PG: 12, 474 C.

[61] S. Thomas Aq., S. Th. II-II, q. 17, a. 4,3: "Petitio est interpretativa spei".

[62] Conc. Oecum. Vat. II., Decret. de past. Episcoporum munere in Ecclesia Christus Dominus, 15.

[63] Cf. S. Augustinus, Enarr. in psalm. ,50,5: PL 36, 588.

[64] Conc. Oecum. Vat. II., Const. de Sacra liturgia Sacrosanctum Concilium n. 8.

[65] Cf. S. Thomas Aq., S. Th. III, q. 60, a. 3.

[66] Cf. Caeremoniale episcoporum, Editio typica, Typis Poliglottis Vaticanis, 1984.

[67] Cf. Ioannes PAulus II, Epistula Apostolica Orientale lumen (2.05.1995): AAS 87 (1995) pp. 745-794; cf. Cf. Congregación para las Iglesias Orientales, Instrucción para la aplicación de las prescripciones litúrgicas del CCEO (6.01.1996).

[68] Cf. Catechismus Catholicae Ecclesiae, 1313.

[69] Cf. Paulus VI, Adhort. Ap. Gaudete in Domino (9.V.1975), I: AAS 67 (1975) 293.

[70] Cf. Sacra Congregatio pro Epscopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 89.

[71] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 1.

[72] Relatio finalis, Exeunte coetu II, C, 1.

[73] Congregatio pro Dctrina Fidei, Litterae Communionis notio (28.05.1992), 3: AAS 85 (1993), 839.

[74] Ibid.

[75] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 13.

[76] Ioannes Paulus II, Adhort. apost. synod. Christifideles laici (30.12.1988), 31: AAS 81 (1989), 448.

[77] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 23; CIC can. 381 § 1; CCEO can. 178.

[78] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 22; CIC can. 336; CCEO can. 49.

[79] Cf. S. Cyprianus, De catholicae Ecclesiae unitate. 5: PL 4, 516; cf. Conc. Oecum. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus de Ecclesia Christi, Prologus: DS 3051; Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 18.

[80] Congregatio pro Doctrina Fidei, Litterae Communionis notio (28.05.1992), 13: AAS 85 (1993), 846.

[81] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 23.

[82] Congregatio pro Doctrina Fidei, Litterae Communionis notio (28.05.1992), 9. 11-14: AAS 85 (1993), 844-847.

[83] Conc. Oecum. Vat. II, Decret. de past. Episc. mun. in Ecclesia Christus Dominus, 6; cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Ecclesia Lumen Gentium, 23; Decret. de past. Episc. mun. in Ecclesia Christus Dominus, 3.5.

[84] Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum Concilium, 26.

[85] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decret. de past. Episc. mun. in Ecclesia Christus Dominus, 6.

[86] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Ecclesia Lumen gentium, 22-23.

[87] Ibid., 8. Cfr. Congregatio pro Doctrina Fidei, Declaratio Dominus Iesus (06.08.2000), 17.

[88] Ibid., 26.

[89] Ibid., 6.

[90] Congregatio pro Doctrina Fidei, Litterae Communionis notio (28.05.1992), 14: AAS 85 (1993), 846.

[91] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Ecclesia Lumen gentium, 25.

[92] Cf. Congregatio por Episcopis, directorium pro visitatione "ad limina" Constitutione apostolicae Pastor Bonus adnexum (29.06.88).

[93] Cf.Conc. Oecum. Vat. II, Decret. de past. Episcoporum munere in Ecclesia Christus Dominus, 37-38; CIC c. 447-449.

[94] Cf. Ioannes Paulus II, Litterae Apostolicae motu proprio datae Apostolos suos, (21.05.1998): AAS 90 (1998), 641-658; cf. Congregatio por Episcopis, Epistolae Praesidibus Conferentiarum Episcoporum missa, nomine quoque Congregationis pro Gentium Evangelizatione (21.06.1999): AAS 91 (1999), 996-999.

[95] Cf. Congregatio por Episcopis, Direcotirum Ecclesiae imago, n. 210; cf. Ioannes Paulus II, Litterae Ap. Apostolos suos, 5.

[96] Ioannes Paulus II, Litterae Ap. Apostolos suos, (21.05.1998), 20: AAS 90 (1998), 654.

[97] Ibidem, 21 AAS 90 (1998), 655.

[98] Cf. Idem.

[99] Cf. Ibidem, 22: AAS 90 (1998), 665.

[100] Cf. CCEO c. 110 y 152.

[101] Cf. CCEO, c. 322.

[102] Cf. oannes Paulus II, Litterae Ap. Apostolos suos, (21.05.1998), 32: AAS 90 (1998), 645.

[103] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dog. de Ecclesia Lumen gentium, 22-23, cum notis.

[104] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decretum de Ecclesiis orientalibus catholicis Orientalium ecclesiarum, 9; CCEO, cc. 55-56.

[105] Cf. CCEO cc. 152-153.

[106] Cf. CIC c. 336; 337; 339.

[107] Cf. Congregatio por Episcopis, Normae In vita Ecclesiae sobre los Obispos que han cesado de su oficio (31.10.1988); Cf. Pontificium Consilium por Interpretatione Legum, Responsio (3.12.1991): AAS 83 (1991) 1093..

[108] Cf.  Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen Gentium, 23.

[109]  S. Cyprianus, Epistola 69,8: PL 4, 418-419: "Unde scire debes Episcopum in Ecclesia esse et Ecclesiam in Episcopo, et si quis cum Episcopo non sit, in Ecclesiam non esse".

[110] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 9-13.

[111] Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 14.

[112] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen Gentium, 23.

[113]  Conc. Oecum. Vat. II, Decretum de pastorali episcoporum munere in Ecclesia Christus Dominus, 11; cf. CIC can. 368; CCEO can. 177.

[114] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia, Lumen Gentium, 26.

[115] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Constitutio de sacra Liturgia, Sacrosanctum Concilium, 10.

[116] Paulus VI, Adhortatio apost. Evangelii nuntiandi (08.12.1975),62: AAS 68 (1976), 52.

[117] Congregatio Pro Doctrina Fidei, Litterae Communionis notio (28.05.1992), 8: AAS  85 (1993), 842.

[118] Ibid., 10: AAS 85 (1993), 844.

[119] Cf. Idem.

[120] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen Gentium, 9. 13.

[121] Cf. Congregatio Pro Doctrina Fidei, Litterae Communionis notio (28.05.1992), 9: AAS  85 (1993), 843.

[122] Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen Gentium, 28.

[123] Ioannes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Pastores dabo vobis (25.03.1992), 31: AAS  84 (1992), 708.

[124] Cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Litterae Communionis notio, (28.05.1992), 16: AAS  85 (1993), 847-848.

[125] Cfr. Conc. Vat. II, Decr. de Presbyt. ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 10; Ioannes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Pastores dabo vobis  (25.03.1992), 32: AAS  84 (1992), 709-710; Litterae Encyclicae Redemptoris missio (07.12.1990), 67: AAS  83 (1991), 329-330.

[126] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 28.

[127] Ibidem.

[128] Cf. Ibidem, 7; cf. CIC c. 495.

[129] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Constitutio dogm. de Ecclesia Lumen Gentium, 29.

[130] Cf. Ibidem, 29. 41.

[131] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort. Ap. postsynod. Pastores dabo vobis (25.03.1992), 65: AAS  84 (1992), 770-772.

[132] Cf. Congregatio de Institutione Catholica et Congregatio Pro clericis, Declaratio coniuncta Diaconatus permanens (22.02.1998): AAS 90 (1998), 835-842; Congregatio de Institutione catholica, Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium, Institutio diaconorum: AAS 90 (1998), 843-879; Congregatio pro clericis, Directorium pro ministerio et vita diaconorum permanentium Diaconatus originem: AAS 90 (1998), 879-927.

[133]      Ioannes Paulus II, Adhort. Ap. postsynod. Vita consecrata (25.III.1996), 3: AAS 88 (1996), 379.

[134] Cf. ibidem, 29; Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 44.

[135] Cf. Ioannnes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Vita consecrata  (25.III.1996), 47: AAS 88 (1996), 420-421.

[136] Sacra Congregatio pro religiosis et institutis Saecularibus et Sacra Congregatio pro Episcopis, Notae directivae Mutuae relationes (14.V.1978), 9c: AAS 70 (1978), 479.

[137] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort. Ap. postsynod. Vita consecrata (25.III.1996), 84.88: AAS 88 (1996), 461-462. 464.

[138] Cf. ibidem, 48: AAS 88 (1996) 421-422; Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973) 207.

[139] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort, apost. postsyn. Vita consecrata (25.III.1996), 48-49: AAS 88 (1996), 421-423.

[140] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, cap. IV ; Decretum de apostol. laicor. Apostolicam actuositatem ; Ioannes Paulus II, Adhort. Ap. postsynod. Christifideles laici (30.12.1988): AAS  81(1989), 393-521; Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.03.1973), 153-161.208

[141] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 39.

[142] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Christifideles laici (30.12.1988), 26: AAS  81(1989), 437-440.

[143] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogma. de Ecclesia, Lumen Gentium, 28.

[144] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort. apost. Catechesi tradendae (16.10.1979), 67: AAS 71 (1979), 1331-1333.

[145] Cf. CIC can. 515.

[146] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Christifideles laici  (30.12.1988), 27: AAS  81(1989), 442.

[147] Cf. Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 184-188.

[148] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen Gentium, 12; Ioannes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Vita consecrata (25.III.1996), 62: AAS 88 (1996), 435-437.

[149] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 27.

[150] Ibidem, 25; cf. Decret. de past. Episc. mun. in Ecclesia Christus Dominus, 12-14; cf. Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 55-65.

[151] Cf. CIC can. 386.

[152] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 22.

[153] Cf. CIC can. 386 §2.

[154] Cf. S. Iraeneus, Adversus haereses, IV, 26, 2: PG  7, 1053-1054: "Qui cum episcopali successione charisma veritatis certum secundum placitum Patris acceperunt".

[155] Cf. Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago, 59-60.

[156] Cf. Congregatio de Doctrina Fidei, Instructio Donum veritatis de ecclesiali theologi vocatione (24.V.1990), 21: AAS 82 (1990), 1559.

[157] Cf. Ioannes Paulus II, Const. apost. Fidei depositum (11.X.1992), 4: AAS 86 (1994), 113-118.

[158] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 33.

[159] Cf. Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, Carta circular sobre la función pastoral de los Archivos eclesiásticos (2.02.1997).

[160] Cf. Ioannes Paulus II, Adhort. apost. postsyn. Ecclesia in Africa (14.09.95), 59-62: AAS 88 (1996), 37-39; Ecclesia in Asia (06.11.1999) 21-22: AAS   92 (2000), 482-487; Vita consecrata (25.03.1996), 80-81: AAS 88 (1996), 456-458.

[161] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Decret. de presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 5.

[162] Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 26.

[163] Ioannes Paulus II, Catequesis del miércoles (11.11.1992), 1: “LÂÂ’Osservatore Romano” edición española  (13.11.1992), 3.

[164] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 26

[165] Cf. S. Ignatius Antioch. Ad Magn. 7: Patres Apostolici,I, Edidit F-X. Funk, Tubingae 1897, 194-196; Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 41; Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 26 ; Decretum de oecumenismo Unitatis redintegratio, 15.

[166] Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum Concilium, 41.

[167] Cf. Caeremoniale Episcoporum, 42-54.

[168] Cf. Ibid., 42-46.

[169] Cf. Ibid.,47.

[170] Cf. Ibid.,48.

[171] Cf. CE, 50.

[172] Cf. Ibid., 51. 17.

[173] Cf. Ibid., n. 52.

[174] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 106; Ioannes Paulus II, Epistula apostolica Dies Domini, de diei dominicae santificatione (31.05.1998): AAS 90 (1998), 713-766.

[175] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 11.

[176] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 21.

[177] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 4.

[178] Ioannes Paulus II, Litt. encycl. Dominum et vivificantem (18.V.1986), 66: AAS 78 (1986), 897.

[179] Cf. Paulus VI, Adhort. Ap. Evangelii nuntiandi (8.XII.1975), 48: AAS 68 (1976), 37-38.

[180] Cf. Catechismus Catholicae Ecclesiae, 1674-1676.

[181] Caeremoniale Episcoporum, Pars III; De liturgia horarum et celebrationibus Verbi Dei.

[182] Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 27 ; cf. Decret. de past. Episc. mun. in Ecclesia Christus Dominus, 16.

[183] Ioannes Paulus II, Catequesis del miércoles (18.11.1992), 2.4: “LÂÂ’Osservatore Romano” edición española (20.11.1992), 3.

[184] Cf. CIC can. 383 §1; 384.

[185] Cf. Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 93-98.

[186]  Ioannes Paulus II, Adhort. Ap. postsynod. Pastores dabo vobis (25.III.1992), 23: AAS 84 (1992) 694.

[187] Cf. Ioannes Paulus II, Discorso ai Vescovi della Conferenza Episcopale del Brasile della Regione Nord in visita “ad Limina” (28.X.1995), 5: “LÂÂ’Osservatore Romano” (4.XI.1995), 4.

[188]      Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Decret. de presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 17.

[189] Cf. CIC can. 396 §1 ; cf. can. 398.

[190] Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 166; cf. ibidem 166-170.

[191] Cf. CIC can. 460-468; cf. Sacra Congregatio pro Episcopis, Directorium Ecclesiae imago (22.02.1973), 163-165.

[192] Cf. CIC can 212 § 2.3.

[193] Cf. Congr. pro Episcopis et Congr. pro gentium evangelizatione, Istr. In constitutione apostolica de Synodis dioecesanis agendis (19.03.1997): AAS 89 (1997) pp. 706-727.

[194] Cf. Ibidem, V, 2.3.4; Cf. CIC c. 466.

[195] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 1.

[196] Cf. CIC c. 1752.

[197] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 22.

[198] Ibidem, n. 93 ; cf. Paulus VI, Litt. Encycl. Ecclesiam suam, III: AAS 56 (1964), 637-659.

[199]        Cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Declaratio Dominus Iesus (6.08.200), 20-22: AAS 92 (2000), 761-764.

[200] Cf. Ioannes Paulus II, Litt. Encycl. Ut unum sint (25.05.1995): AAS 87 (1995), 921-982.

[201] Cf. Pontificio Consejo para la unión de los Cristianos, Directorio para la aplicación de los Principios y Normas sobre el ecumenismo  (25.03.1993): AAS  85 (1993), 1039-1119; espec. nn. 37-47.

[202] Cf. Ioannes Paulus II, Litt. Encyc. Redemptoris missio (07.12.1990) 37: AAS 83 (1991), 282-286.

[203] Ibidem, 31: AAS 83 (1991), 276-277.

[204] Ibidem., 20: AAS 83 (1991), 267-268.

[205] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Decretum de activ. mission. Ecclesiae Ad gentes, 38.

[206] Ibidem; cf. Ioannes Paulus II, Litt. Encycl. Redemptoris missio, 63: AAS 83 (1991), 311-312.

[207] Ioannes Paulus II, Litt. Encycl. Redemptoris missio, 11: AAS 83 (1991), 259-260.

[208] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Decretum de activ. mission. Ecclesiae Ad gentes, 9.

[209] Cf. Congregatio pro Gentium Evangelizatione, Instructio Cooperatio missionalis (1.10. 1998), de cooperatione missionali: AAS 91 (1999), 306-324.

[210] Cf. Ioannes Paulus II, Litt. Encycl. Redemptoris missio (07.12.1990), 55: AAS 83 (1991), 302-304; cf. Epist. Apost. Tertio millennio adveniente (10.11.1994), 53: AAS 87 (1995), 37.

[211] S. Iustinus, Dialogus cum Tryphone 11: PG 6, 499; cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Declaratio Dominus Iesus (6.08.2000), 13-15: AAS 92 (2000), 754-756.

[212] Conc. Oecum. Vat. II., Declar. de libert. religiosa Dignitatis humanae, 1; cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Declaratio Dominus Iesus (6.08.2000), 16-17: AAS 92 (2000), 756-759.

[213] Cf. Ioannes Paulus II, Litt. Encycl. Redemptoris missio  (07.12.1990), 5: AAS 83 (1991), 253-254.

[214] Cf.  Secretariado  para  la unión de los cristianos  - Secretariado para los no cristianos  - Pontificio Consejo para la  Cultura, Relación provisoria El fenómeno de las sectas y nuevos movimientos alternativos (7.05.1986), 10.

[215] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 63.

[216] Catechismus Catholicae Ecclesiae, 1818.

[217]  Cf. Congregatio pro Doctrina Fidei, Libertatis conscientia  Instructio de libertate christiana et liberatione, (22.III.1986) 62: AAS 79 (1987), 580-581.

[218] Cf. Ibidem, 60: AAS 79 (1987), 579.

[219] Cf. Ioannes Paulus II, Discurso para la jornada mundial de oración por la paz en Asís (27.X.1986), 7: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, IX/2, 1263.

[220] Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 40.

[221] Cf. Conc. Oecum. Vat. II., Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis Gaudium et spes, 76.

[222] Cf. ibidem, 72. 76.

[223] Ioannes Paulus II, Litt. Encycl. Centesimus annus (1.V.1991), 47: AAS 83 (1991), 851-852.

[224] Conc. Oecum. Vat II, Const. dogmat. de Ecclesia Lumen gentium, 8.

[225] Cf. Conc. Oec. Vat. II, Const. past. de Ecclesia in mundo hius temporis Gaudium et spes, 22.

[226] Cf. Jubileo de los Obispos. El Obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo, Roma 6-8 de octubre del 2000: opúsculo de participación en el Jubileo de los Obispos.

[227] Cf. Ioannes Paulus II, Acto de consagración a la Beata Virgen María, 3-4: “L'Osservatore Romano” edición española (13.10.2000), 1.

[228]      Conc. Oecum. Vat. II., Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 68.

 


Í N D I C E

Introducción  

En la perspectiva de un nuevo milenio 

En la huella de las precedentes asambleas sinodales 

Continuidad y novedad 

Un renovado anuncio del Evangelio de la esperanza 

Capítulo I

Un ministerio de esperanza

Una mirada sobre el mundo con los sentimientos del Buen Pastor

Bajo el signo de la esperanza teologal 

Entre el pasado y el futuro 

Entre luces y sombras en el panorama mundial 

Entre el retorno a lo sagrado y la indiferencia 

Un nuevo horizonte de problemas éticos 

Situaciones eclesiales emergentes 

Signos de vitalidad y de esperanza 

Hacia un nuevo humanismo 

Los frutos del Jubileo 

Bajo la guía del Espíritu 

Hacia senderos convergentes de unidad 

Un fuerte reclamo de espiritualidad

Obispos testigos de esperanza 

Fieles en las expectativas y las promesas de Dios como la Virgen María 

Capítulo II

Misterio, Ministerio y Camino Espiritual del Obispo  

La imagen de Cristo Buen Pastor 

I. Misterio y Gracia del Episcopado  

La gracia de la ordenación episcopal 

En comunión con la Trinidad 

Desde el Padre por Cristo en el Espíritu 

La imagen eclesial del obispo 

El espíritu de santidad 

II. La Santificación en el Propio Ministerio  

La vida espiritual del obispo 

Una auténtica caridad pastoral 

El ministerio de la predicación 

Orante y maestro de la oración 

Nutrido por la gracia de los sacramentos 

Como gran sacerdote en medio de su pueblo 

Una espiritualidad de comunión 

Animador de una espiritualidad pastoral 

En comunión con la Santa Madre de Dios 

III. Camino Espiritual del Obispo  

Un necesario camino espiritual 

Con el realismo espiritual del cotidiano 

En la armonía del divino y de lo humano 

Fidelidad hasta el final 

El ejemplo de los santos obispos 

Capítulo III

El Episcopado, Ministerio de Comunión y de Misión en la Iglesia Universal  

Amigos de Cristo, elegidos y enviados por Él 

I. El Ministerio Episcopal en una Eclesiología de Comunión  

En la Iglesia imagen de la Trinidad 

En una eclesiología de comunión y de misión 

Unidad y catolicidad del ministerio episcopal 

En comunión con el Sucesor de Pedro 

Colaboración en el ministerio petrino 

Las visitas "ad limina" y las relaciones con la S. Sede 

Las conferencias episcopales 

Comunión afectiva y efectiva 

II. Algunos Problemas Particulares  

Distintas tipologías del ministerio episcopal 

Los obispos eméritos 

Elección y formación de los obispos 

 

Capítulo IV

El Obispo al Servicio de su Iglesia  

La imagen bíblica del lavatorio de los pies: Jn. 13,1-16 

I. El Obispo en su Iglesia Particular  

La iglesia particular 

Un misterio que converge en el obispo junto a su pueblo

Palabra, Eucaristía, comunidad 

Una, santa, católica y apostólica 

Una Iglesia con rostro humano 

Iglesia universal, iglesia particular 

II. La Comunión y la Misión en la Iglesia Particular  

En comunión con el presbiterio 

Una atención particular para los sacerdotes 

El ministerio y la cooperación de los diáconos

El Seminario y la pastoral vocacional 

En relación a los otros ministerios 

Solicitud por la vida consagrada 

Un laicado comprometido y responsable 

Al servicio de la familia 

Los jóvenes: una prioridad pastoral para el futuro 

Las parroquias 

Movimientos eclesiales y nuevas comunidades 

III. El Ministerio Episcopal al Servicio del Evangelio

1. El Ministerio de la Palabra  

Proclamar el Evangelio de la esperanza 

El centro del anuncio 

Educación en la fe y catequesis 

Toda la iglesia comprometida en la catequesis 

Diálogo y colaboración con teólogos y fieles 

Testigo de la verdad 

Tareas para el futuro

Cultura e inculturación 

2. El Ministerio de la Santificación  

El obispo como sacerdote y liturgo en su catedral 

La Eucaristía al centro de la iglesia particular 

Atención a la oración y a la piedad popular 

Algunas cuestiones particulares 

3. El Ejercicio del Ministerio de Gobierno  

El servicio del gobierno 

Ejercicio de auténtica caridad pastoral 

Un estilo pastoral confirmado por la vida 

Las visitas pastorales 

El Sínodo diocesano 

Un gobierno animado de espíritu de comunión 

La administración económica 

Cuestiones prácticas relacionadas con la iglesia particular 

Capítulo V

Al Servicio del Evangelio para la Esperanza del Mundo  

En Jesucristo el perenne Jubileo de la Iglesia 

El ministerio de salvación de la Iglesia 

Una nueva situación religiosa 

Diálogo ecuménico 

El anuncio del Evangelio 

Acción y cooperación misionera 

Diálogo interreligioso y encuentro con las otras religiones 

Una atención particular al fenómeno de las sectas 

Diálogo con personas de otras convicciones 

Atención a los nuevos problemas sociales y a las nuevas pobrezas 

Cercano a cuantos sufren 

Promotor de la justicia y de la paz 

Custodios de la esperanza, testigos de la caridad de Cristo 

La legión de los testigos y el ancla de la esperanza 

Conclusión

 

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