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CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS
Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
En nombre del Santo Padre Juan Pablo II,
presidió la concelebración eucarística el cardenal Camillo Ruini, vicario suyo
para la diócesis de Roma.
HOMILÍA DEL CARDENAL CAMILLO RUINI
Domingo 20 de marzo de 2005 XX Jornada mundial
de la juventud
Queridos hermanos y hermanas:
El relato de la pasión del Señor conmueve y toca nuestro corazón, nuestra fe y
nuestra capacidad de amar.
Percibimos, ante todo, un profundo contraste: el pasaje evangélico que hemos
leído inmediatamente después de la bendición de los ramos nos habla de una
multitud festiva, que aclama: "¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene
en nombre del Señor!". En cambio, en la narración de la Pasión, otra multitud,
pero en gran parte la misma multitud, compuesta por los habitantes de Jerusalén,
grita: "¡Que lo crucifiquen!". Para buscar la razón de este contraste no
necesitamos ir muy lejos: basta mirar a nuestro propio interior. Ya el profeta
Jeremías advertía: "El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién
lo conoce?" (Jr 17, 9). La traición de Judas, y también la de Pedro,
muestran la gran debilidad de la naturaleza humana.
Sin embargo, el contraste entre la multitud que aclama y la multitud que pide la
crucifixión, y más en general la fragilidad y debilidad del corazón del hombre,
es sólo una dimensión, y no la más profunda, de la pasión del Señor. Su pleno
significado lo encontramos en las palabras del apóstol san Pablo que hemos
escuchado en la segunda lectura: "Cristo Jesús, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y
tomó la condición de esclavo (...); actuando como un hombre cualquiera, se
rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y a una muerte de cruz" (Flp
2, 6-8). El mismo apóstol san Pablo, en la segunda carta a los Corintios, nos
explica hasta qué punto ese humillarse del Hijo de Dios ha sido eficaz para
nosotros: "A quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para
que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 21).
Así, precisamente la humillación, el sufrimiento y la muerte del Hijo de Dios
iluminan el misterio de Dios y también el misterio del hombre. En efecto, al
mirar los numerosos sufrimientos humanos, sobre todo los sufrimientos padecidos
sin culpa, quedamos desconcertados y nos preguntamos si realmente Dios nos ama y
cuida de nosotros, o si existe un destino inicuo que ni siquiera Dios puede
cambiar.
En cambio, en la cruz de Cristo descubrimos el auténtico rostro de Dios, según
las palabras que pronunció Jesús mismo: "Nadie conoce al Padre más que el Hijo,
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27). En efecto, en
la cruz de Cristo el rostro de Dios no pierde su grandeza y su misterio, pero se
hace extraordinariamente cercano y amigo, porque es el rostro de Aquel que, en
su propio Hijo, comparte hasta el fondo incluso el lado más oscuro de la
condición humana.
Por eso, de la cruz de Cristo brotan una fuerza y una esperanza de redención
sobre todo el sufrimiento humano: de este modo, el drama y el misterio del
sufrimiento, que en el fondo son el drama y el misterio de nuestra vida, no son
eliminados, pero ya no se nos presentan como algo oscuro y sin sentido.
Desde luego, ante Jesús crucificado desaparece cualquier pretensión nuestra de
inocencia, cualquier veleidad de poder construir con nuestras manos un mundo
justo y perfecto, pero no por esto nos vemos obligados a caer en el pesimismo y
a perder la confianza en la vida. Mientras nos reconocemos criaturas frágiles y
pecadoras, nos sentimos abrazados y sostenidos por el amor de Dios, que es más
fuerte que el pecado y que la muerte, y somos capaces de descubrir, en nuestra
vida diaria, incluso en los acontecimientos más pequeños, un significado
extraordinariamente rico y pleno, pues no desaparecerá con el paso del tiempo,
sino que dará fruto para la eternidad.
Queridos hermanos y hermanas, y en particular vosotros, amadísimos jóvenes que
celebráis la Jornada mundial de la juventud, el Señor Jesús no nos ha ocultado
que su cruz también nos atañe a nosotros, que para ser sus discípulos estamos
llamados a acogerla en nuestra vida: "Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). Es lógico que
estas palabras infundan temor; nos infunden incluso más temor a nosotros,
hombres de nuestro tiempo, inclinados a ver en el sufrimiento sólo algo inútil y
perjudicial. Pero precisamente este es nuestro error, que nos impide comprender
no sólo el significado del sufrimiento, sino también el sentido de la vida.
Ante Jesús crucificado recordemos también estas otras palabras suyas: "Venid a
mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. (...)
Porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 28-30). Sí, la cruz de
Jesús no deprime ni debilita. Al contrario, de ella brotan energías siempre
nuevas, las que resplandecen en las empresas de los santos y que han hecho
fecunda la historia de la Iglesia, las que hoy se reflejan con especial claridad
en el rostro cansado del Santo Padre.
Así pues, queridos hermanos y hermanas, confiemos en el Señor crucificado y
resucitado, y pongamos nuestra vida en sus manos, como él puso su vida en las
manos de Dios Padre (cf. Lc 23, 46).
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