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HOMILÍA
DEL CARDENAL ALFONSO LÓPEZ TRUJILLO, EN NOMBRE DEL PAPA, DURANTE LA
SANTA MISA "IN CENA DOMINI"
Basílica de San Pedro Jueves Santo 24 de marzo de 2005
Señores cardenales, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
hermanos y hermanas:
El Misterio pascual se desarrolla en un diálogo personal, de suma intensidad,
con el Padre. Es el cumplimiento de la hora, un término que no resulta
fácil de entender. En las bodas de Caná, Jesús dijo a su Madre: "Todavía no ha
llegado mi hora" (Jn 2, 4).
En la Cena pascual, llena de signos y de reminiscencias de la liberación
realizada en favor de su pueblo, en ese crescendo de su amor, el
evangelio de san Juan nos presenta así la manifestación del misterio: "Sabiendo
Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,
1). Era la entrega total, con un amor extremo, ilimitado (ει̉ς τέλος).
Esta suprema lección de su entrega revela todo el sentido de su vida, en una
actitud que tiene en el Padre, del que proviene, su principio y también su meta.
Este es el sentido de su existencia: la orientación dinámica hacia el Padre que
lo envió.
En este Año de la Eucaristía, convocado por el Santo Padre, tenemos muy presente
que la Iglesia vive de la Eucaristía: Ecclesia de Eucharistia. La
hora es el conjunto del Misterio pascual. En él se inserta el Misterio
eucarístico, cuya proclamación al mundo es una respiración que aporta oxígeno a
toda la Iglesia y rejuvenece continuamente la comunidad de los creyentes. Del
Misterio pascual nace la Iglesia (cf.
Ecclesia de Eucharistia,
1-2). La Iglesia es misterio de comunión sobre todo cuando celebramos el día del
Señor, el precio de la sangre del Cordero por nuestra salvación.
La tragedia del hombre consiste en no comprender cuánto lo ama Dios, a través de
un diálogo de amor que tiene su alba en la mañana de la creación, cuando, según
la hermosa expresión de santo Tomás de Aquino: abierta la mano con la llave del
amor, surgieron las criaturas -"aperta manu clave amoris, creaturae prodierunt"-
(In libros Sententiarum, 2, prol.), especialmente el hombre y la mujer.
Si no estamos, por decirlo así, "aferrados" por el amor, si no estamos inmersos
en él, tampoco nosotros lograremos descubrir nuestra verdad profunda: somos
fruto de su amor. A Dios se le ve con una mentalidad cerrada al diálogo iniciado
por él; eso hace que a veces lo veamos como un obstáculo a nuestra libertad, a
nuestro anhelo de emancipación. O Dios o el hombre. Con este falso dilema el
hombre se cierra a la dimensión de una dialéctica de amor que, en la creación, o
en la nueva creación, redime, rescata y libera; de ese modo, el hombre no
descubre su secreto profundo, sólo revelado a la luz del Verbo encarnado (cf.
Gaudium et spes, 22), y abre el camino a su profunda deshumanización. Esta,
a menudo, coexiste con los diversos progresos en algunos campos y las
extraordinarias conquistas del ingenio humano. Es un fenómeno que se produce
tanto en las ideologías antiguas como en las recientes.
El Santo Padre ha denunciado esta degeneración, que ha llevado a la actual
"ideología del mal", la cual tiene su raíz en el rechazo, como dice el Papa, de
"la noción de lo que, de la manera más profunda, nos constituye en seres
humanos". Se acaba "moviéndose en el vacío", que hoy impulsa a ciertos proyectos
políticos y a algunos parlamentarios contra la identidad y la misión de la
familia y la dignidad de la vida, que constituyen una unidad inseparable,
querida por Dios, por amor al hombre y a la humanidad (cf. Juan Pablo II,
Memoria e identidad, ed. Esfera de los libros, Madrid 2005, pp. 25-26).
La Cena del Señor es la mayor expresión de la realidad y de la cercanía del
Verbo encarnado, que lleva al misterio redentor de la cruz, centro propulsor del
mismo misterio de la Iglesia, banquete y sacrificio, que recuerda a los
creyentes esta realidad del Pan de la vida para la salvación del mundo, posible
en el "amor crucificado".
En la Eucaristía podemos comprender más a fondo qué es el hombre y cuáles son
las dimensiones del desafío. No somos unos derrotados o extraviados; hemos sido
santificados para vivir en plenitud, como nos recuerda san Ireneo. "La gloria de
Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios" (Adversus
haereses IV, 20, 7). Por eso, en el encuentro definitivo con Dios, seremos
plenamente hombres cuando veamos a Dios, el rostro resplandeciente de Dios.
La encíclica
Evangelium vitae, cuyo décimo aniversario estamos
celebrando, es una invitación a leer, a la luz del amor pleno de Dios, este
espléndido misterio, esta "estupenda noticia": "El evangelio de la vida
es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre.
Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado,
observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige
al hombre que la ame, la respete y la promueva" (n. 52).
Sólo a la luz de esto podemos comprender la extrema deshumanización que existe
en los profundos cambios que abundan en la actualidad, hasta hacer que un
delito sea considerado un derecho (cf. ib., 11).
La Eucaristía, juntamente con la expresiva lección que nos da el Maestro al
arrodillarse para lavar los pies de sus discípulos, se sitúa en la perspectiva
inminente de la pasión del Señor. Simboliza el don de sí mismo, que realizará al
entregarse libremente.
Lavar los pies sucios era quehacer propio de humildes siervos. No era una tarea
digna de un señor. Esa es precisamente la razón de la contraposición que
presenta Jesús entre el oficio de esclavo y el de Señor y Maestro. Esa es la
razón por la que todos quedaron desconcertados y por la que Pedro protestó.
El lavatorio de los pies es una prueba de amor total, decisivo y definitivo,
"hasta el extremo". Sin perder el señorío propio de su condición de Hijo de
Dios, el Señor (ό κύριος) se hace esclavo (δούλος), y esta donación de sí mismo
queda sellada en la cruz, donde el Cordero de Dios salva a la humanidad. En su
humillación, en su abajamiento, en esa kénosis, tomó la forma, la
condición de esclavo hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2,
7). El hecho de ponerse de rodillas a los pies de los discípulos llevará a la
suprema exaltación cuando al nombre de Jesús toda rodilla se doble.
En una cultura del goce, muy difundida, que siente un gran miedo al sufrimiento,
el Maestro exige a los discípulos que tomen la cruz. Cuando se buscan modelos
que carecen de verdad, en las diversas formas de idolatría, la Iglesia nos
invita a adorar al único Señor: "Tu solus Dominus".
Estamos llamados a una profunda conversión a Dios y a los verdaderos valores,
sin los cuales no habrá un futuro digno del hombre, imagen de Dios, que por la
redención alcanza la más alta dignidad de imagen: ser hijo de Dios. El Verbo
encarnado es el gran don del Padre a la humanidad. Como escribe el Papa en la
Carta a los sacerdotes: "El cuerpo y la sangre de Cristo se han entregado
para la salvación del hombre, de todo el hombre y de todos los
hombres. Es una salvación integral y al mismo tiempo universal,
porque nadie, a menos que lo rechace libremente, es excluido del poder salvador
de la sangre de Cristo" (n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 18 de marzo de 2005, p. 12). A la luz de este gran misterio es un
escándalo que los que se profesan cristianos traicionen ese amor con la
violencia, la enemistad y el desprecio de los pobres; es un abuso que, invocando
el nombre de Dios, e incluso en nombre de Dios, siembren odio, conflictos y
terrorismo. La Eucaristía dilata el corazón de toda la familia humana en favor
de los más pobres y necesitados, que tienen derecho a una "globalización de la
solidaridad" y al reconocimiento y al respeto de los derechos del hombre y de
los derechos de la familia, que son fundamentales.
A los más débiles, los inocentes, los indefensos, los enfermos, a menudo se les
considera una carga pesada. El hombre no es árbitro de la vida y no puede negar
ese don valioso. No podemos odiar lo que Dios ama.
Inmersos en este misterio de la Pascua, oramos fervientemente por el Santo
Padre, acérrimo defensor y testigo de lo que es la verdadera calidad de vida,
que debemos proclamar y defender, dando gracias al Señor de la vida por su
servicio tan generoso a la Iglesia y a la humanidad. Que el Señor nos dé un
entusiasmo siempre renovado para celebrar en la fe este gran misterio.
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