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  SANTA MISA Y BEATIFICACIÓN DE LOS SIERVOS DE DIOS:
JOSÉ TAPIES Y SEIS COMPAÑEROS
MARÍA DE LOS ÁNGELES GINARD MARTÍ

HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS

Altar de la Confesión, Basílica Vaticana
Sábado 29 de octubre de 2005

 

1. "El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido" (Mt 23, 12).

En la conclusión del discurso de Jesús que acabamos de escuchar podemos encontrar el sentido de la página evangélica y, tal vez, de toda la liturgia de la Palabra de este domingo.

En el capítulo 23 de san Mateo se halla una serie de invectivas contra escribas y fariseos, tan fuertes que suscitan estupor, si no incluso desconcierto, en labios del único Maestro, Cristo, manso y humilde de corazón.

En todo caso, Jesús, más que reprender a algunas personas en particular, quiere criticar el fariseísmo como enfermedad del espíritu, que puede afectar a hombres e instituciones, en todos los tiempos.

Al cuadro negativo de una religiosidad vacía, formalista, caracterizada por un legalismo cruel, dominada por hombres ávidos de poder, de honores y éxitos, Jesús contrapone la visión de una comunidad radicalmente diferente. El cuadro que Jesús presenta es el de una comunidad en la que la grandeza es proporcional a la humildad y donde se progresa, "se hace carrera", por decirlo así, gracias a la vivencia de la caridad. A la luz de cuanto nos enseña Jesús, podemos comprender bien cuán arduo y difícil es el camino que deben recorrer los discípulos de Cristo, incluidos los que hoy son inscritos en el catálogo de los beatos.

Jesús tenía ante sus ojos el espectáculo de los escribas y fariseos, los cuales eran especialistas en las sagradas Escrituras y frecuentaban el templo con asiduidad, pero su corazón era frío, gélido, pues no había sido transformado por el encuentro con Dios. En una palabra:  eran falsos. Por eso Jesús los reprende severamente, echándoles en cara también que eran muy severos con los demás, pero, con respecto a sí mismos, eran demasiado benévolos:  "Lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros; pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar" (Mt 23, 4).

Los santos, en cambio, hacen todo lo contrario:  son exigentes consigo mismos,  pero comprensivos y pacientes con los demás, tratando de perdonar siempre.

Esto es precisamente lo que se observa en la vida de los beatos José Tapies Sirvant y seis compañeros mártires, y de la beata María de los Ángeles Ginard Martí, que se hicieron servidores humildes y solícitos de su prójimo, llevando sobre sí los fardos de los demás.

2. El profeta Malaquías, en la primera lectura, presenta al Señor como el gran Rey que ha establecido una alianza con los sacerdotes, ministros suyos, los cuales, sin embargo, le han traicionado (Ml 2, 4. 8). Los siete mártires sacerdotes de la diócesis de Urgell, José Tapies Sirvant, Pascual Araguás, Silvestre Arnau Pascuet, José Boher Foix, Francisco Castells Brenuy, Pedro Martret Moles y José Juan Perot Juanmartí, que hoy son declarados beatos, no sólo no han traicionado al Señor sino que, al contrario, durante su vida han difundido sin descanso el Reino de Dios. Desempeñaron el ministerio de párrocos o sacerdotes dedicados a la pastoral en la parroquia de Pobla de Segur y lugares vecinos, entregándose por completo a la tarea de evangelización y procurando celosamente la santificación de las personas que se les habían encomendado. Supieron coronar su fidelidad a Jesucristo, hasta derramar por él su sangre, cuando, aquel 14 de agosto de 1936, en la hora suprema, en fila ante el pelotón de ejecución, todos a una aclamaron a Dios con el grito de ¡Viva Cristo Rey!

Pocos días después, también sor Ángela María de los Ángeles Ginard Martí, de la congregación de Religiosas Celadoras del Culto Eucarístico, puso el remate a su consagración a Jesucristo ofreciendo su vida, segada por las balas, en la Dehesa de la Villa, cerca de Madrid. La beata María de los Ángeles fue una religiosa ejemplar, destacando entre sus muchas virtudes el amor a la Santísima Eucaristía y al Rosario, así como su particular devoción a los primeros cristianos, cuyo martirio veneraba.

En la segunda lectura de esta santa misa, escribe san Pablo Apóstol a los Tesalonicenses:  "Nos comportamos con dulzura entre vosotros, como una madre que da alimento y calor a sus hijos" (1 Ts 2, 7). Estas palabras bien pueden aplicarse a la actitud llena de caridad de la nueva beata para con el prójimo, comenzando por sus hermanas religiosas y por los pobres, hacia los que sentía una predilección verdaderamente evangélica.

3. En la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, del 28 de junio de 2003, el Papa Juan Pablo II, a quien recordamos con afecto y veneración, propuso a todos, "para que nunca se olvide", la gran señal de esperanza constituida por innumerables testigos de la fe cristiana, tanto de Oriente como de Occidente, que "han sabido hacer suyo el Evangelio en situaciones de hostilidad y de persecución, muchas veces hasta la prueba suprema del derramamiento de su sangre" (n. 13).

La Iglesia responde hoy a esa invitación de no olvidar nunca a los testigos de la fe cristiana —los mártires, especialmente los del pasado siglo— proponiendo el ejemplo de personas como José Tapies Sirvant y sus seis compañeros, sacerdotes seculares, y de María de los Ángeles Ginard Martí, religiosa, colocándolos en el candelero, para que den luz a toda la casa (cf. Mt 5, 15).

El siglo XX ha sido definido el siglo del martirio (cf. Andrea Riccardi, Il secolo del martirio, ed. A. Mondadori, Milán 2000), como puede comprobarse por la historia. No obstante su barbarie y virulencia, la persecución violenta que se desencadenó en España, orientada a destruir la Iglesia, fue sólo un episodio, ciertamente feroz, de aquella que el libro bíblico del Apocalipsis llama la gran tribulación (Ap 7, 14), sobre la cual Juan Pablo II escribió:  "Al finalizar el segundo milenio, la Iglesia vuelve a ser otra vez la Iglesia de los mártires" (Tertio millennio adveniente, 37). En verdad, la gran tribulación de la Iglesia en el siglo XX, que ha producido un número incalculable de víctimas —la mayor parte desaparecidos sin dejar rastro— nos ha legado también tantos nombres que la Iglesia, con solicitud materna, eleva a los altares.

Hemos de tener presente que no se trata sólo de mantener viva en la Iglesia la memoria de los mártires; se trata sobre todo de comprender y poner en su justa luz el sentido del martirio cristiano, que es, por encima de cualquier otra consideración, el signo más auténtico de que la Iglesia es la Iglesia de Jesucristo, es la Iglesia que él ha querido y fundado y en la cual él está presente.

Por desgracia, en el seno de la Iglesia, que está constituida por hombres, no faltan los pecadores, sobre todo cuando no se vive el precepto de la caridad, que es esencial y es el primero para un cristiano. De este modo se produce un antitestimonio de Jesucristo. La muchedumbre inmensa de los mártires testifica con su sangre la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo, porque, aunque haya en ella pecadores, es a la vez una Iglesia de mártires, es decir, de cristianos auténticos, que han practicado su fe en Cristo y su caridad hacia los hermanos, incluidos los enemigos, hasta el sacrificio, no sólo de su vida, sino también con frecuencia de su honra, habiendo tenido que soportar humillaciones tremendas, entre otras la de ser tachados de traidores y farsantes.

El martirio cristiano proclama con claridad que Dios, la persona de Jesucristo, la fe en él y la fidelidad al Evangelio son los valores más altos de la vida humana, hasta el punto de que por ellos se debe sacrificar la vida misma.

Los mártires no dudaron en dar su vida por la fe en momentos de persecución sangrienta. ¿Qué mensaje transmiten a los cristianos de hoy, en nuestra existencia diaria? Nos recuerdan que hemos de vivir a fondo nuestra fe, no sólo en lo personal y privado, sino también en nuestra actuación responsable en la sociedad, en la que nos incumbe el deber de promover y tutelar eficazmente aquellos valores que están en la raíz misma de una convivencia basada en la justicia, como son la vida, la familia y el derecho irrenunciable de los padres a la educación de los hijos.

4. Cuando los mártires son personas pobres y humildes, que han gastado su vida en obras de caridad y sufren y mueren perdonando a sus verdugos, entonces estamos ante una realidad que supera el nivel humano y obliga a comprender que sólo Dios puede conceder la gracia y la fuerza del martirio. Así, el martirio cristiano es un signo, muy elocuente, de la presencia y de la acción de Dios en la historia humana.

San Agustín decía:  "Non vincit nisi veritas" (sólo la verdad triunfa). Por tanto, no el hombre sobre el hombre, ni tampoco los perseguidores sobre sus víctimas, a pesar de las apariencias. En el caso de los mártires cristianos, como los nuevos beatos de hoy, al final prevalece la verdad sobre el error, porque, como concluía el santo doctor de Hipona:  "Victoria veritatis est caritas", es decir, la victoria de la verdad es la caridad (Sermo 358, 11).

Amadísimos hermanos y hermanas, nuestro mundo contemporáneo necesita comprender, hoy más que nunca, la gran lección de estos testigos visibles del amor cristiano, porque sólo el amor es creíble.

Para "pobres cristianos" como somos, en el fondo, todos nosotros, los mártires son un estímulo a vivir seria e íntegramente el Evangelio, afrontando con valentía los pequeños y grandes sacrificios que exige normalmente la vida cristiana vivida con fidelidad a las palabras y a los ejemplos de Jesús. Los mártires son los imitadores más auténticos de Jesús en su pasión y en su muerte. Por eso la Iglesia ha visto siempre en ellos a los discípulos más auténticos de Jesús, ha honrado su memoria y en todos los tiempos los ha propuesto a los cristianos como modelos para imitar.

En el camino de la historia, con frecuencia oscuro para la Iglesia, los mártires son la gran luz que refleja mejor a Aquel hacia quien ella "continúa su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (Lumen gentium, 8), nuestro Señor Jesucristo

 

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