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MISA DE BEATIFICACIÓN DEL SIERVO DE DIOS MOISÉS TOVINI

HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARIAVA MARTINS, C.M.F

Catedral de Brescia (Italia)
Domingo 17 de septiembre de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

En torno a la santidad conviene hacer fiesta, celebrar las maravillas que Dios realiza en sus santos. Lo hacemos en acción de gracias al Señor por los innumerables dones de luz y santidad con que ha acompañado a la Iglesia bresciana en su ya larga historia.

La invitación que hace Jesús en el pasaje evangélico de hoy: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34), nos interpela de un modo concreto, personal y urgente, también en virtud del ejemplo del nuevo beato.

El joven Moisés Tovini, como fruto de la educación que recibió en la familia y en la parroquia durante los años de su niñez en Cividate Camuno, sintió claramente que esa invitación se dirigía a él y lo sintió de un modo cada vez más claro cuando se despertó en su corazón el deseo de entrar en el seminario para hacerse sacerdote.

Dócil a la acción del Espíritu Santo, antes de cumplir dieciocho años, al concluir los ejercicios espirituales en noviembre de 1895, anota: «Deseo seguir a Jesús entre las cruces y los sufrimientos, aunque con igual mérito podría llevar una vida cómoda. Deseo sufrir y pediré con frecuencia esta gracia. Cuando la obtenga, daré gracias al Señor y le suplicaré que, si así lo desea, aumente los sufrimientos y los continúe, porque sufrir por amor es suma caridad; además, nos aleja del pecado, nos obtiene grandísimos méritos para la vida eterna y nos asemeja a Jesús, cuya vida estuvo llena de sufrimientos».

Se consolidó en él el propósito de no contentarse con una fidelidad mediocre, sino dedicarse con el máximo empeño a la gloria de Dios y al bien de las almas, así como una profunda sensibilidad para promover a las clases sociales más desfavorecidas.

En la figura de su tío José, también beato, veía el modelo de laico cristiano orientado a la santidad, del cual dijo el siervo de Dios Juan Pablo II el 20 de septiembre de 1998, con ocasión de su beatificación: «La defensa de la fe fue su constante preocupación, pues, como afirmó en un congreso, estaba convencido de que “nuestros hijos sin la fe no serán jamás ricos; con la fe no serán jamás pobres”» (Homilía en la misa de beatificación, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de septiembre de 1998, p. 8). A pesar de que debía dedicar tiempo y energías a su familia, a su profesión y a la participación en la vida social, no dejaba de cultivar su relación con Dios mediante la Eucaristía, la meditación y la devoción a la Virgen, que le daba fuerzas para promover los grandes valores, como la educación de la juventud, la familia, la presencia cristiana y la libertad de enseñanza en la escuela.

Don Moisés vivió su sacerdocio renovando cada día el propósito de negarse a sí mismo y tomar su cruz para seguir a Jesús, cumpliendo siempre las tareas y las responsabilidades que se le encomendaban. En la escuela de Jesús aprendió a ser manso y humilde de corazón; y para ser fiel a la promesa de obediencia al obispo, pidió entrar en la congregación diocesana de los Oblatos de la Sagrada Familia.

Se dedicó principalmente a la formación de los candidatos al sacerdocio enseñando matemáticas, filosofía, apologética y dogmática en el seminario y, en los  últimos cuatro años, como rector. Consciente  de que «quien pierde su vida por la causa de Jesús y de su Evangelio, la salvará», con ocasión del 25° aniversario de su ordenación sacerdotal coronó ese propósito con la entrega total de sí mismo, ofreciéndose como víctima al Corazón misericordioso de Jesús.

En el evangelio que se acaba de proclamar hemos escuchado una apremiante pregunta y su respectiva respuesta apasionada: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le respondió: Tú eres el Cristo».

La profesión de fe de Pedro, de acuerdo con el mandato de Jesús: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18), constituye en todas las épocas el fundamento de la profesión de fe de la Iglesia.

Obedeciendo al mandato de Jesús: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura», a lo largo de los siglos la evangelización y la catequesis han constituido la principal tarea de la Iglesia, a través de la obra de predicadores y misioneros, de pastores y padres, de catequistas y animadores, en los caminos de los hombres, en las parroquias, en los hogares y en las escuelas. Don Moisés, dotado de singular inteligencia y cultura, se dedicó a esta tarea con amor, guiando a la verdad con la razón y la fe, con un lenguaje accesible para formar las conciencias en la escuela de Jesús, camino, verdad y vida. Lo confirman los testimonios de alumnos y compañeros, los cuales coinciden en poner de relieve tanto la claridad de su exposición como la calidad de su ejemplo. Se pueden aplicar a él las palabras del venerado Papa bresciano, el siervo de Dios Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos» (Evangelii nuntiandi, 41).

Por lo demás, era de todos conocido que don Moisés ponía la celebración de la Eucaristía en el centro de la jornada y alternaba tareas y oficios con momentos de oración y devoción, de meditación y adoración, teniendo siempre orientado su pensamiento a Cristo, el Maestro, el Salvador, el Pastor, al que debía abrir la mente y el corazón para luego encontrarse con él en los discípulos y en los pobres.

El futuro Pablo VI interpretaba muy bien su actitud interior cuando afirmaba: «El paso del sacerdote es cauto, porque se mueve sobre los abismos: la misa, el breviario, la administración de la gracia y de la verdad, la edificación de la Iglesia, la amistad con el dolor, el coloquio con el más allá. Recuerdo que en cierta ocasión mons. Tovini me dijo: “comenzar la jornada con la celebración de la misa es una alegría, una gran alegría, porque luego las demás horas de la jornada a menudo son otra cosa muy diferente”».

Escuchamos hace poco, en la segunda lectura, las palabras del apóstol Santiago: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo la fe? (...) La fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2, 14. 17).

Durante el tiempo que vivió con su tío, el beato José, don Moisés experimentó cuán necesaria era la unión de la fe y las obras. Había constatado personalmente con cuánto entusiasmo su tío se dedicaba no sólo a promover la educación cristiana, especialmente en la escuela, sino también a socorrer a los más débiles y pobres. Respondía solícitamente, caso por caso, a las peticiones de cada persona, pero sobre todo sentía de forma apremiante la exigencia de fomentar iniciativas que influyeran en las estructuras sociales.

Como dirá más tarde Juan Pablo II, «tuvo una mirada profética, respondiendo con audacia apostólica a las exigencias de los tiempos que, a la luz de las nuevas formas de discriminación, pedían que los creyentes realizaran una obra más eficaz de animación de las realidades temporales. (...) Con medios humildes y con gran valentía, se prodigó incansablemente para salvar lo más característico de la sociedad bresciana e italiana, es decir, su patrimonio religioso y moral» (Homilía en la misa de beatificación, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de septiembre de 1998, p. 8).

Pues bien, don Moisés, al ser sacerdote, no pudo participar directamente en las iniciativas de su tío, pero por su parte y a su manera colaboró en ellas sobre todo cuidando la formación de los laicos a fin de que, motivados por fuertes convicciones de fe, estuvieran preparados para actuar de forma más directa y concreta en el campo de la familia y de las realidades económicas y sociales. Por esto colaboró en el ámbito de la Acción católica y en la renovación de la catequesis juntamente con mons. Lorenzo Pavanelli, y preparó un pequeño manual de doctrina social de la Iglesia como subsidio para los laicos más directamente comprometidos en la vida social y pública.

Hoy la querida figura de monseñor Moisés Tovini es incluida en el catálogo de los beatos. El Señor nos lo ha dado para que vuelva a ser en la Iglesia bresciana modelo de vida sacerdotal, maestro de vida cristiana en tiempos difíciles y signo resplandeciente de la continua asistencia del Espíritu Santo.

Que el Señor acoja nuestra súplica, para que su ejemplo y su intercesión impulsen y sostengan a toda la Iglesia bresciana, a fin de que, en comunión con su pastor y con el Papa Benedicto XVI, lleve a cabo con serena confianza su acción de evangelización y promoción humana, en el surco trazado por sus padres y sus testigos.

Que para todos sirva de estímulo y consuelo el testimonio admirable del futuro Papa Pablo VI, el cual, siendo arzobispo de Milán, describía así la figura del nuevo beato: «Un sacerdote piadoso, docto, celoso; y se podrían añadir otros muchos adjetivos: afable, humilde, sereno, fino, generoso, paciente, leal... Un sacerdote completo, como debe ser. Tenía ciertamente cualidades singulares: un fuerte ingenio especulativo lo distinguía de los demás; una bondad llena de candor y timidez lo caracterizaba siempre; pero todo en él era tan modesto y recogido, que para apreciarlo en lo que valía, hacía falta acercarse a él y conocerlo bien. Y, después de haberlo conocido y apreciado, el elogio será una confirmación no tanto de la singularidad de sus virtudes, cuanto más bien del equilibrio de las mismas, de la armonía, del conjunto de las dotes, naturales y adquiridas, que hacen de un sacerdote el hombre más raro y a la vez el más común, el hombre relativamente perfecto, digno de admiración. Y a la vez accesible a todos, digno de imitación».

Al largo catálogo de los santos y beatos de la Iglesia bresciana se añade ahora, con rasgos propios, el beato Moisés Tovini, venerado especialmente en Valle Camonica, que en aquel tiempo fue bendecido con la santidad y la actividad de auténticos testigos de la fe; venerado en toda la Iglesia bresciana por su solicitud amorosa hacia el seminario, hacia los sacerdotes, hacia los consagrados y hacia los laicos, impulsando a todos, más con el ejemplo que con las palabras, a seguir a Cristo, cada uno según su vocación propia.

Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a recoger su herencia y a seguir sus huellas, para que también a nosotros se nos conceda seguir a Cristo por la vía estrecha que lleva a la salvación, seguros de que quien pierda su vida por amor a Jesús y a causa del Evangelio, la salvará.

 

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