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MISA DE BEATIFICACIÓN
DEL SIERVO DE DIOS
ANTONIO ROSMINI

HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS

Palacio de deportes de Novara, Italia
Domingo 18 de noviembre de 2007

 

«Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

1. Nuestra alma rebosa de gozo espiritual mientras contemplamos a la Iglesia en todo el esplendor de su belleza, que en esta celebración eucarística se manifiesta en la actual fiesta litúrgica de la Iglesia local, que se celebra en Piamonte, y durante la cual tengo la gran alegría de presidir, como representante del Santo Padre, el rito de beatificación de Antonio Rosmini. La alegría de la Iglesia de Trento, que lo vio nacer, y de la Iglesia de Novara, en la que trabajó y donde entregó su alma a Dios, se extiende más allá de los amplios confines diocesanos.

Una gran verdad se revela, pero más aún se oculta, en las fuertes expresiones que el Hijo de Dios usa en su última oración al Padre, según el pasaje evangélico de san Juan que se acaba de proclamar:  "No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí", es decir, por nosotros. "Te pido que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti... Yo en ellos y tú en mí" (Jn 17, 20-21). Como tú en mí y yo en ti, así ellos en nosotros.

La Iglesia no vive "frente a" la Trinidad, sino "en" la Trinidad, amada con el mismo amor con que se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu. Y, contemplando una realidad tan inefable, el apóstol san Pedro, en la segunda lectura de hoy, puede definir al nuevo pueblo de los bautizados como "piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual..., linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz" (1 P 2, 5-9).

2. Esta solemne celebración transmite el sentido del vínculo inseparable que existe entre la Iglesia y la santidad. En efecto, nuestra Iglesia es "la Iglesia de los santos" —como dice J. Bernanos—, no "una especie de gendarmería espiritual". La santidad "es una aventura, más aún, la única aventura posible" (J. Bernanos, I predestinati, Gribaudi, Turín 1995, pp. 42-43).

Y precisamente por haber tenido la fuerza de emprender esta maravillosa aventura de la santidad, de modo sublime, hoy la Iglesia inscribe al abad Rosmini en el catálogo de los beatos. Una santidad no sólo declarada, sino también vivida en todo su alcance.

Al inicio de la segunda de sus célebres Máximas de perfección cristiana, con razón considerado el corazón de la espiritualidad evangélica, escribe Rosmini:  "El primer deseo que en el corazón del cristiano suscita el anhelo supremo de la justicia (santidad) es el deseo del incremento y de la gloria de la Iglesia de Jesucristo" (Rosmini A., Massime di perfezione cristiana, a cargo de M.M. Riva, Trento 2003, p. 17).

Si para todos los cristianos el fin de la vida es el deseo único e infinito de agradar a Dios, dentro de ese deseo existe la opción de orientar todos nuestros pensamientos y nuestras acciones hacia el crecimiento y la gloria de la Iglesia de Jesucristo. Esa mirada única e inseparable a Cristo y a su Iglesia exige una visión muy fuerte de esta última, que Rosmini tuvo siguiendo las huellas de muchos otros pensadores cristianos, comenzando por san Agustín, el cual escribió:  "Alegrémonos, demos gracias a Dios, no sólo porque nos ha hecho cristianos, sino también porque nos ha hecho ser Cristo mismo. ¿Sois conscientes, queridos hermanos, de qué gracia nos ha hecho Dios, al darnos a Cristo como cabeza? Exultad, alegraos, pues hemos llegado a ser Cristo. Si él es la cabeza, nosotros somos los miembros:  él y nosotros somos un hombre completo. (...) Plenitud de Cristo:  la cabeza y los miembros. ¿Cuál es la cabeza, y cuáles son los miembros? Cristo y la Iglesia" (san Agustín, In Evangelium Johannis tractatus 21, 8).

Al servicio exclusivo de esta Iglesia, que con Cristo forma el "Cristo total" (Christus totus), Rosmini fundó el Instituto de la Caridad (rosminianos) y las Hermanas de la Providencia (rosminianas), institutos a los que dio como fin único el objetivo primario de la vida religiosa misma:  la búsqueda incesante de la propia salvación y santidad. Totalmente para la Iglesia. Se trata de un aspecto que Rosmini pagó a un precio muy alto y que brilla de modo muy significativo y ejemplar en la vida del beato:  precisamente su inquebrantable y constante amor a la Iglesia.

En las Constituciones lo dice clarísimamente:  "No pensemos en este instituto, sino siempre en la Iglesia de Cristo, recordando con gozo de nuestro corazón las promesas que nos han sido transmitidas como herencia respecto del reino de Cristo y de la inmutabilidad del plan divino" (Rosmini A., Costituzioni dell'Istituto della Carità, Trento 1974, p. 377, n. 468). "Mientras (nuestra familia religiosa) sea útil a la Iglesia, (Dios) la conservará y la protegerá; en cambio, cuando comience a ser inútil y perjudicial, con juicio justo talará el árbol dañoso y lo quemará" (ib., p. 375, n. 465). Los religiosos y las religiosas, caminando hacia la única meta de la santidad, deben estar abiertos a cualquier obra de caridad que el Señor les indique, principalmente a través de los pastores de la Iglesia y de las circunstancias de tiempos y lugares: 

— a las obras de caridad espiritual, que se refieren inmediatamente a la salvación eterna del hombre (el anuncio de la fe, los sacramentos);

— a las de caridad intelectual, con las que se quiere liberar la mente del hombre  de  las  tinieblas  de la ignorancia e  iluminarla  con la luz de la verdad;

— y a las de caridad temporal, que se dirigen a las necesidades del cuerpo, como el hambre y la salud.

3. Si el beato Antonio Rosmini, además de dirigir la familia religiosa que fundó, dedicó sus muchas energías al compromiso cultural, principalmente en los campos de la filosofía, la pedagogía y la teología, lo hizo como respuesta a la llamada de los Papas de su tiempo, que en las cualidades intelectuales de Rosmini vieron la clara indicación de que ayudarían a la Iglesia y al hombre para elaborar un sistema de pensamiento que sirviera de fundamento para la fe.

Como escribe él mismo, se trataba de llevar el hombre a Dios, pues se había alejado de él por el mal uso de la razón, tomando el camino de la razón misma. Esta ingente tarea, que costó a Antonio Rosmini esfuerzos e incomprensiones dolorosísimas, recibió recientemente el sello autorizado de la Iglesia, sobre todo en la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II. En ella, que comienza con la hermosísima comparación de las dos alas:  "La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad", el Santo Padre, después de reafirmar que la separación de la razón y la fe es un drama, dice, citando a san Agustín:  "La profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él. Una vez más, la enseñanza de los Padres de la Iglesia nos afianza en esta convicción:  "El mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad (...). Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando (...). Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula". Además:  "Sin asentimiento no hay fe, porque sin asentimiento no se puede creer nada"" (n. 79).

Y en la misma encíclica se incluye el nombre de Rosmini entre los exponentes modernos de esta línea de diálogo:  "La fecunda relación entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda realizada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein..." (n. 74).

La voz de Rosmini es un eco moderno de la de los grandes Padres de la Iglesia, con los que se puede asociar tranquilamente por la agudeza y la amplitud de los intereses especulativos, muy unidos con el celo evangélico de los pastores de almas. De él se pueden dar —y se han dado de hecho— muchas y diferentes definiciones, que describen sólo una parte de las múltiples caras del prisma de su extraordinaria identidad. Antonio Rosmini fue filósofo, pedagogo, teórico de la política, apóstol de la fe, profeta, gigante de la cultura.

Sin embargo, aunque todo ello enriquece su alcance y confirma su actualidad, nuestra clave de lectura actual es la santidad de Rosmini, que ciertamente ayudará a recuperar la amistad entre razón y fe, entre religión, comportamiento ético y servicio público de los cristianos.

4. Hoy la Iglesia proclama beato a este sacerdote porque ha reconocido en su activa existencia los signos de las virtudes, que practicó de modo heroico. Siendo joven sacerdote, redactó para sí mismo una "regla de conducta" basada en el Evangelio, que consistía en dos principios:  "Primero, pensar seriamente en enmendarme de mis vicios y en purificar mi alma de la iniquidad que grava sobre ella desde mi nacimiento, sin buscar otras ocupaciones u obras en favor del prójimo, encontrándome en la absoluta impotencia de hacer por mí mismo cosa alguna en su beneficio; y segundo, no rechazar los servicios de caridad en favor del prójimo cuando la divina Providencia me los ofrezca y presente, dado que Dios puede servirse de cualquiera, incluso de mí, para sus obras, y en ese caso conservar una perfecta indiferencia con respecto a todas las obras de caridad, haciendo la que se me proponga con igual fervor como cualquier otra en cuanto a mi libre voluntad".

Los que lo conocieron —tanto grandes personajes de su época, con los que mantuvo frecuente contacto, como fieles sencillos— testimoniaron que Rosmini vivió de acuerdo con esa regla, que encuentra su eco en las palabras de Jesús:  "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5) y en las de san Pablo a los Filipenses:  "Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4, 13).

En el nuevo beato existía un hilo que unía su pensamiento, su fe y su vida diaria. De ahí brotaba un testimonio de vida marcado por esa unidad, que es ascesis, mística y santidad. El abad Rosmini vivió una vida teologal, en la que la fe implicaba la esperanza y la caridad, con aquel diálogo de amor confiado en la Providencia que le llevaba a no emprender nada, ni grande ni pequeño, "si no nos impulsa a ello la Providencia misma".

Al elevarlo al honor de los altares, la Iglesia indica a este sacerdote como intercesor y modelo también para el hombre de hoy, para nosotros. La vida y las enseñanzas del fundador del Instituto de la Caridad nos impulsan a poner decididamente a Dios en el centro de nuestra existencia, y a servirlo en el hombre, que es su sacramento, en cualquier campo donde el Señor nos llame, alegrándonos únicamente de estar insertados en Cristo como sarmientos en la vid, y en actitud de diálogo, y no de enfrentamiento con las muchas y a menudo engañosas corrientes del pensamiento moderno.

Que nuestra santa asamblea eleve un himno de acción de gracias al Señor, que todo lo dirige con su admirable Providencia. Y las palabras nos las ofrece nuestro beato, que en 1849, en un momento de gran prueba para él, escribió a un hermano: "Meditando en la Providencia, yo la admiro:  admirándola, la amo; amándola, la celebro; celebrándola, le doy gracias; dándole gracias, me lleno de alegría. Y ¿cómo podría obrar de otro modo, si sé por la razón y por la fe, y siento con lo más íntimo de mi espíritu, que todo lo que Dios hace o quiere o permite, brota de un amor eterno, infinito y esencial? Y ¿quién podría entristecer al Amor?" (Rosmini A., Epistolario ascético III, p. 508, carta 1124).

Amén.

 

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