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VIAJE APOSTÓLICO A LOS PAÍSES BAJOS, LUXEMBURGO Y BÉLGICA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 CON LAS AUTORIDADES DE BÉLGICA
Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE BRUSELAS*

Bruselas
Lunes 20 de mayo de 1985

 

1. Me alegro mucho de poder encontrar nuevamente aquí a sus Majestades el Rey y la Reina, y, en torno a ellos, a las diversas autoridades de Bélgica, a los representantes de cuantos trabajan por el bien común en este País, tanto a nivel de Gobierno Central (Ministros, Senado, Cámara de Representantes, grupos políticos), como a nivel de Gobiernos Regionales, de comunidades lingüísticas de provincias o también Burgomaestres, representantes de la Magistratura, del Ejército, de los sindicatos, de las academias y universidades, de los ministros de culto, de los artesanos de las comunicaciones sociales y otras personalidades belgas que no me gustaría olvidar, y a las que espero saludar luego personalmente.

La visita pastoral que estoy realizando a vuestro País me brinda la ocasión de comunicarme directamente con una población en la que cada comunidad y cada ciudad tiene su personalidad propia, con una rica y larga historia marcada por un Humanismo que, desde su fuente, ha estado vinculado al Cristianismo. Me siento ahora feliz por poder presentar mi testimonio ante quienes ejercen una responsabilidad tan alta al servicio de este pueblo.

Saludo con idéntica cordialidad a las personalidades extranjeras, en particular a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditados cerca del Rey: ustedes representan, señoras y señores, a numerosos países, muchos de los cuales mantienen también relaciones con la Santa Sede.

A todos ustedes, que han querido honrar así mi visita con su presencia, expreso mi respetuosa simpatía y mis vivos deseos de que lleven a buen término sus importantes funciones. A lo largo de mis viajes pastorales ha tenido generalmente lugar un encuentro de estas características. No se trata de un privilegio que la Iglesia reserva a quienes poseen el poder, sino de la expresión del interés profundo que el Papa y la Iglesia sienten por la cualificada contribución que ustedes aportan impulsados por su vocación, al bien de sus compatriotas o a la paz internacional.

2. Permítanme para empezar que manifieste mi estima y mi afecto por Bélgica, que me recibe hoy. El sábado pasado, junto con mis hermanos en el Episcopado, evocaba los momentos sobresalientes de la historia del Cristianismo en este País, que tantas huellas ha dejado en los monumentos, las artes, las tradiciones; las costumbres, o bajo la forma de instituciones actuales. Lo he hecho para dar gracias a Dios, y con el deseo de dar un nuevo impulso a la evangelización en el contexto actual.

Pero la historia civil de vuestra Nación no es menos interesante. Ya desde épocas lejanas, el pueblo de este País ha forjado una civilización impregnada de fe cristiana. Ha sabido defender su originalidad y sus responsabilidades cívicas, sobre todo en torno a estas prestigiosas ciudades. Ciertamente, durante mucho tiempo ha formado parte de otros conjuntos políticos, reinos o imperios, por la fuerza o por las alianzas; unas veces ha sufrido por ello, otras se ha resistido pero, a menudo, ha sabido integrar las influencias como un enriquecimiento. Pero, en todo caso, el pueblo ha seguido siendo el mismo, con su personalidad, su gusto por la independencia, por la libertad. Durante la historia más reciente, desde 1830, el País ha buscado la realización de su destino con plena independencia, asociando entre sí democráticamente (y la democracia es siempre laboriosa) a todos los componentes del País: convicciones políticas, religiosas y humanistas diferentes; culturas diversas.

Sí, es una rica historia (con sus sombras y sus luces) a la que rindo homenaje. Mi país natal, que ha establecido vínculos con esta nación por diversos motivos, se siente cercano a ella. Y la Santa Sede considera la Iglesia en Bélgica como una parte valiosa de la Iglesia universal.

3. Me detengo un instante ante la fisonomía cultural moderna de Bélgica, imagen de la Europa misma, de la que hablaré esta tarde ante el Consejo y la Comisión de las Comunidades. Bélgica se halla situada en la confluencia de las grandes corrientes culturales que han fertilizado este continente, e incorpora en su seno la diversidad de Europa, con sus riquezas y sus inevitables tensiones. Una diversidad que requiere un equilibrio difícil, una sabia dosificación de las responsabilidades y de los poderes, la disposición de instituciones adaptadas, una voluntad de apertura, de reconocimiento del otro, la búsqueda de compromisos constructivos, de intercambios y de colaboración. Una diversidad que constituye una oportunidad si es bien vivida, con respeto y amor mutuo entre las diferentes comunidades, y evidentemente con el sentido de lo que requiere el bien común de todos. Expreso mi ardiente deseo de que sea siempre así, en el interés de todos los ciudadanos de este País. Y bajo este aspecto, Bélgica, que acoge a importantes instituciones comunitarias, podría constituir también un ejemplo para el conjunto de Europa. Y veo en esto una vocación y un papel original para vuestro País.

4. Sean cuales fueren los problemas delicados que puedan quedar por resolver en el interior, a los que hay que añadir las dificultades de las crisis y de los cambios económicos, Bélgica, lo mismo que Europa, no sabría vivir replegada en sí misma. Respecto a esto también me complace recurrir a la historia para descubrir el interés que hombres y mujeres de esta Nación han manifestado continuamente por los países de otros continentes. Las motivaciones han podido ser diversas, y deben ser enmarcadas en su época: espíritu de aventura, de conquista, de empresa económica y comercial, interés por una irradiación cultural, espíritu misionero.

Por lo que a la obra misionera se refiere, siempre ha querido ser un modo desinteresado de compartir la fe: nadie es propietario de ella, pero, habiéndola recibido por gracia, cada cual debe contribuir, con la Iglesia, a llevarla a todas las naciones. Ahora bien, el servicio misionero de este País sigue siendo impresionante por el número y la calidad de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos belgas que han consagrado sus fuerzas a la evangelización en África, pero también en la inmensa Norteamérica, en América Latina, en China, en India, y en otros muchos sitios. Los representantes de estos países, aquí presentes, podrían dar fe de ello.

Sí, los belgas han tenido una influencia y una irradiación sin igual en relación con las dimensiones de su territorio. Me gusta resaltar sus méritos, su apertura a lo universal; actualmente, un compromiso así no puede ser vivido más que como un servicio y un intercambio recíproco entre naciones hermanas, entre Iglesias hermanas.

5. Y ahora, señoras y señores, deseo a todos ustedes que, en sus tareas, la solución de los problemas interiores, así como la acción hacia el exterior, se inscriban en un gran designio humano. No podemos dejarnos absorber por la búsqueda de compromisos o de equilibrios que aseguren una paz precaria, con la dosificación de algunos intereses particulares. Hay un cierto número de principios que es de su competencia poner en práctica mediante una sincera concertación, pues se trata de bienes esenciales que fundamentan el valor de toda sociedad y de la comunidad mundial. Conciernen a cuantos tienen responsabilidades en este País, así como a los miembros del Cuerpo Diplomático. Por otra parte, he tenido a menudo la ocasión de insistir en estos principios éticos.

Me conformaría con enumerar algunos, bien sabiendo que su conciencia manifiesta ya la propia adhesión.

Hablando de un modo general, es necesario que promovamos una cierta concepción del hombre que sea la base de un auténtico Humanismo. Es necesario oponerse a que la persona humana sufra reducciones indebidas, a que se convierta en una especie de objeto, en una visión materialista que no percibe más que su valor económico o que no le importa sacrificada como un medio, manipulada de múltiples maneras. Y lo mismo puede decirse por lo que respecta a la dignidad de cada pueblo.

El principio fundamental ha de ser siempre el de la dignidad de la persona humana, el respeto de sus Derechos fundamentales, inalienables, invocados por la mayoría de nuestros contemporáneos, pero en realidad muy maltratados en un cierto número de regiones de la Tierra. Estos Derechos comprenden naturalmente el respeto a la vida humana, en todas las fases de su desarrollo, desde la concepción hasta la ancianidad, así como el respeto al embrión humano, que no puede ser sometido a experimentos como si se tratase de un objeto. Estos Derechos conciernen también a la dignidad de la vida, es decir, a las posibilidades materiales de vivir dignamente, así como a la libertad de espíritu, de opiniones, de convicciones y de creencias, en la medida en que ellas respetan a las demás. Esto supone el destierro de la tortura, de los internamientos y de otros procedimientos degradantes para los delitos de opinión. La dignidad requiere sobre todo que no se pongan trabas a la conciencia, a la religión y a su práctica, con lo que esto implica de medios para formarse en la fe y participar en el culto, en comunidades de apoyo. La dignidad de la persona humana implica también la repulsa de todo compromiso con el terrorismo, que utiliza la vida y los bienes de las personas inocentes como medios, y esto sea cuales fueren los motivos que invoque; sería absolutamente necesario eliminar el terrorismo de la Humanidad, gracias a un consenso leal de todos los países. La dignidad de la persona humana requiere la búsqueda de una solución equitativa para los refugiados que han tenido que abandonar su país por razones de guerra o de intolerancia política, y que viven en gran número, apartados, en campos, y frecuentemente en un abandono intolerable. Dicha dignidad finalmente exige, claro está, la eliminación de toda discriminación racial y el respeto de la cultura de los diversos grupos humanos.

No dudo de que tales convicciones, sencillas y fundamentales, serán compartidas por todos los que aquí me escuchan, sobre todo en este país de Bélgica, enamorado de la libertad. Lo digo porque es mi misión recordar, ante la Humanidad, estos principios intangibles, y deseo que ustedes mismos puedan contribuir a promover estas exigencias en el mundo, con los medios de que dispongan.

Pero no se trata sólo de rechazar la violencia o lo que lesione de manera flagrante los Derechos fundamentales. Se trata de emprender acciones positivas que expresen nuestra solidaridad para ayudar a los hombres a responder a sus necesidades profundas; y se trata de educarles en esta solidaridad. Necesitamos promover, por ejemplo, los valores de la familia, ayudar a que los hogares sean estables, unidos, acogedores de la vida; velar por la educación de los jóvenes en el auténtico amor humano; velar también para que no se encierren en un comportamiento hedonista e individualista, sino que comprendan el sentido positivo de la libertad, de las responsabilidades y de lo que exige el bien común. En el plano social, es necesario hacer todo lo posible para que el progreso económico siga estando al servicio del hombre, y no a la inversa. En todos los países quedan por tomar iniciativas de ayuda a los parados, los marginados, las víctimas de condiciones de vida demasiado precarias; para proteger a los débiles, para que los trabajadores inmigrantes ocupen su lugar en la sociedad. Bélgica conoce bien estos problemas, ya que con suma generosidad ha acogido a tantos extranjeros.

Si miramos hacia otros países, resulta evidente que es necesario dedicarse a reducir las clamorosas desigualdades entre el Norte y el Sur de la Humanidad, poner en práctica una solidaridad efectiva con los países que sufren el azote del hambre, en una carencia completa de medios de subsistencia y de atenciones médicas.

Para concretar esta ayuda internacional y al mismo tiempo salvaguardar la paz, descartando la amenaza de graves destrucciones, necesitamos consolidar el consenso de las naciones en orden a reducir la carrera de los armamentos, reducir especialmente las inversiones en armas de destrucción masiva. Es necesario tratar de remediar una vez más la situación de un mundo escindido en varios bloques excesivamente herméticos, por razón de las ideologías. ¿ y cómo resignarse ante las guerras que se suceden aquí y allá de manera absurda, con su cortejo de ruinas y muertes? Hoy, cómo no pensar, entre otras cosas, en el Líbano bamboleado desde hace tantos años entre el miedo y la esperanza, mientras los inocentes siguen sufriendo amenazas, destierro o masacres... Teniendo en cuenta la solidaridad que vincula actualmente a los miembros de la comunidad mundial, cada país es interpelado a hacer lo que esté de su parte para conducir a los pueblos a la sensatez, por convencerles de que renuncien a imponerse por la fuerza y busquen soluciones negociadas en la justicia.

6. Todo lo que acabo de subrayar como necesario para mejorar la suerte de la Humanidad sobrepasa seguramente las competencias y las responsabilidades de cada uno de ustedes tomados individualmente, y probablemente también las de cada uno de sus países. Pero se trata de objetivos que todos los hombres de buena voluntad deben perseguir sin desmayo, buscando soluciones, no sólo a nivel de palabras, sino de actos concretos que preparen su realización. Son principios éticos que marcan el camino obligatorio de un Humanismo pleno y de una paz verdadera, que correspondan al designio de Dios sobre el mundo. Lo que está directamente en su poder son las medidas políticas, en el interior de cada uno de sus países o en las comunidades que los agrupan; son, por lo menos, las sugerencias de medidas políticas, o incluso de medidas administrativas, o aunque sólo sea la parte que ustedes tomen en la educación, en la enseñanza o en los medios de comunicación. Sin embargo, ustedes saben bien que la voluntad política, por generosa que resulte, no es efectiva más que cuando se apoya en una opinión pública preparada, y, digámoslo, en un consenso de las conciencias. En este ámbito, ¿no necesita el mundo un nuevo aliento, un suplemento de alma?

La Iglesia, por su parte, no tiene competencia directa en las opciones políticas. Pero conoce bien la contribución importante que puede aportar a la formación de la conciencia, de la conciencia de los responsables y de la conciencia del pueblo. Tiene la posibilidad no sólo de educar, sino de fundamentar los principios éticos sobre la base de una idea determinada del hombre, creado a imagen de Dios y liberado del mal por Jesucristo. Ella apela a los recursos de la caridad y de la reconciliación. Es decir, es una aliada (una aliada exigente) de cuantos se empeñan en el destino de la Humanidad.

Les agradezco una vez más su acogida y su benevolencia. Pido a Dios que les inspire siempre, que les dé su fuerza y su paz en el desempeño de sus altos cargos, que bendiga a sus personas, a sus familias, a este querido País de Bélgica y a todos los Países que ustedes representan.


*L'Osservatore Romano, edición Semanal en lengua española, n. 26, pp. 6, 7. 



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