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MISA EN SUFRAGIO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL CARD. ANGELO SODANO

Domingo 3 de abril de 2005

 

Venerados concelebrantes;
distinguidas autoridades;
hermanos y hermanas en el Señor: 

El canto del aleluya resuena hoy más solemne que nunca.

Es el segundo domingo de Pascua. Es el domingo "in Albis", la fiesta de la vestidura blanca de nuestro bautismo. Es el domingo de la Misericordia divina, como hemos cantado en el salmo 117:  "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia...".

Es verdad. Nuestro corazón está conmovido por un hecho doloroso:  nuestro Padre y Pastor, Juan Pablo II, nos ha dejado. Pero él, durante 26 años, nos ha invitado siempre a contemplar a Cristo, única razón de nuestra esperanza.

A lo largo de 26 años, ha llevado a todas las plazas del mundo el Evangelio de la esperanza cristiana, enseñando a todos que nuestra muerte es sólo un paso hacia la patria del cielo. Allí está nuestro destino eterno, donde nos espera Dios nuestro Padre.

El dolor del cristiano se transforma inmediatamente en una actitud de profunda serenidad. Esto nos viene de la fe en Aquel que nos dijo:  "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, no morirá jamás" (cf. Jn 11, 25-26).

Ciertamente, el afecto a los seres queridos no nos exime de derramar lágrimas de dolor en el momento de la separación, pero es siempre actual la exhortación que el apóstol san Pablo dirigía ya a los cristianos de Tesalónica, cuando los invitaba a no entristecerse "como los demás, que no tienen esperanza", "sicut coeteri, qui spem non habent" (1 Ts 4, 13).

La fe, hermanos míos, nos invita a levantar la cabeza y a mirar lejos, a mirar hacia las alturas.
Así, hoy, a la vez que lloramos por la muerte del Papa que nos ha dejado, abrimos el corazón a la visión de nuestro destino eterno.

En las misas por los difuntos se encuentra esta hermosa frase del Prefacio:  "La vida no termina, se transforma", "vita mutatur, non tollitur". Mientras se deshace la morada terrenal, se construye otra en el cielo.

Así se explica la alegría del cristiano en todos los momentos de su vida.

Sabe también que, aunque sea pecador, con él está siempre la misericordia de Dios Padre, que lo espera. Este es el sentido de la fiesta de la Misericordia divina, que estamos celebrando, instituida precisamente por el llorado Papa Juan Pablo II, para destacar este aspecto tan consolador del misterio cristiano.

Sería conmovedor releer en este domingo una de sus encíclicas más hermosas, la Dives in misericordia, que nos regaló ya en 1980, el tercer año de su pontificado.

Entonces, el Papa nos invitaba a mirar al Padre que es "misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra" (cf. 2 Co 1, 3-4).

En la misma encíclica, Juan Pablo II nos invitaba también a mirar a María, la Madre de la Misericordia, Aquella que, durante la visita a Isabel, ensalzaba al Señor exclamando que "su misericordia llega de generación en generación" (cf. Lc 1, 50).

Fue nuestro mismo amado Papa quien llamó a la Iglesia de hoy a ser la casa de la misericordia, para acoger a todos los que necesitan ayuda, perdón y amor.

¡Cuántas veces el Papa ha repetido durante estos 26 años que las relaciones mutuas entre los hombres y entre los pueblos no se pueden basar sólo en la justicia, sino que deben perfeccionarse gracias al amor misericordioso, que es característico del mensaje cristiano!

Juan Pablo II, más aún, Juan Pablo el Grande, se convirtió así en el cantor de la civilización del amor, viendo en esta expresión una de las definiciones más hermosas de la "civilización cristiana". Sí, la civilización cristiana es civilización del amor, radicalmente diferente a las civilizaciones del odio que propusieron el nazismo y el comunismo.

Ahora, en la víspera del domingo de la Misericordia divina, el ángel del Señor ha entrado al palacio apostólico vaticano y ha dicho a su siervo bueno y fiel:  "Entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 21).
Que él, desde el cielo, vele siempre sobre nosotros y nos ayude a "cruzar el umbral de la esperanza", del que tanto nos había hablado.

Que este mensaje suyo quede grabado para siempre en el corazón de los hombres de hoy. A todos Juan Pablo II repite una vez más las palabras de Cristo:  "El Hijo del hombre no ha venido al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo" (cf. Jn 3, 17).

Juan Pablo II ha difundido en el mundo este Evangelio de salvación, invitando a toda la Iglesia a inclinarse sobre el hombre de hoy para abrazarlo y levantarlo con amor redentor.

Recojamos el mensaje de quien nos ha dejado y hagámoslo fructificar para la salvación del mundo.

A nuestro inolvidable Padre le decimos, con las palabras de la liturgia:  "Al Paraíso te lleven los ángeles. In Paradisum deducant te angeli". Un coro gozoso te acoja y te introduzca en la ciudad santa, la Jerusalén celestial, para que allí tengas descanso eterno.

Amén.

 

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