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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS CARDENALES, LA FAMILIA PONTIFICIA,
LA CURIA ROMANA Y EL VICARIATO DE ROMA


Sábado 21 de diciembre de 2002

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
religiosos, religiosas y laicos de la Curia romana:
 

1. Cum Maria contemplemur Christi vultum! El encuentro que celebramos hoy, siguiendo una hermosa tradición, se desarrolla en un clima muy familiar. Queremos intercambiarnos las felicitaciones en la inminencia de la Noche Santa, en la que contemplaremos, juntamente con María, el rostro de Cristo. Doy las gracias al cardenal Joseph Ratzinger, nuevo decano del Colegio cardenalicio, por los sentimientos y pensamientos que me ha expresado, con nobles palabras, en nombre de todos. Deseo también enviar mi afectuoso saludo y mi felicitación al cardenal Bernardin Gantin, decano emérito, manifestándole de nuevo en esta circunstancia mi profundo agradecimiento por todo el trabajo realizado al servicio de esta Sede apostólica.

Es una Navidad muy significativa para mí, porque cae en mi vigésimo quinto año de pontificado. Precisamente esta circunstancia me impulsa a haceros partícipes de mi gratitud al Señor por los dones que ha querido concederme en este, no breve, arco de tiempo al servicio de la Iglesia universal.

También deseo expresaros mi gratitud a vosotros que, día tras día, me acompañáis muy de cerca con vuestra colaboración competente y afectuosa. Mi ministerio no podría ejercerse de modo adecuado y eficaz sin vosotros. Pido al Señor que os recompense por este servicio al Sucesor de Pedro, permitiéndoos encontrar en él íntima alegría y consuelo espiritual.

2. Este encuentro tiene una tonalidad particular por celebrarse en el Año del Rosario, que desea impulsar en la comunidad cristiana una plegaria más válida que nunca, también a la luz de las orientaciones teológicas y espirituales dadas por el concilio Vaticano II. En efecto, se trata de una plegaria mariana de índole eminentemente cristológica.

Al repasar, como es tradición en esta circunstancia, los principales acontecimientos que han marcado mi ministerio durante los meses pasados, deseo hacerlo desde la perspectiva que sugiere el rosario, o sea, con una mirada contemplativa que permita destacar, en los acontecimientos mismos, el signo de la presencia de Cristo. En este sentido, en la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae subrayé el valor antropológico de esta plegaria (cf. n. 25), la cual, al ayudarnos a contemplar a Cristo, nos orienta a mirar al hombre y la historia a la luz de su Evangelio.

3. Ante todo, no podemos olvidar que el rostro de Cristo sigue teniendo un rasgo doliente, de auténtica pasión, por los conflictos que ensangrientan a tantas regiones del mundo, y por los que amenazan estallar con renovada virulencia. Sigue siendo emblemática la situación de Tierra Santa, pero no son menos devastadoras otras guerras "olvidadas". Además, el terrorismo continúa produciendo víctimas y abriendo nuevos fosos.

Frente a este horizonte, regado con sangre, la Iglesia no cesa de hacer oír su voz y, sobre todo, sigue elevando su oración. Es lo que sucedió, en particular, el pasado 24 de enero en la Jornada de oración por la paz en Asís cuando, juntamente con los representantes de las demás religiones, testimoniamos la misión de paz que es deber especial de todos los que creen en Dios. Debemos seguir proclamando con fuerza:  "Las religiones están al servicio de la paz" (Discurso, n. 3:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 2002, p. 6).

Esta verdad la reafirmé también en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz del próximo 1 de enero, evocando la gran encíclica Pacem in terris del beato Juan XXIII, el cual, el 11 de abril de 1963 —¡han pasado ya casi cuarenta años!— alzó su voz en una difícil coyuntura histórica para señalar que la verdad, la justicia, el  amor  y la libertad son los "pilares" que sostienen la auténtica paz.

4. ¡El rostro de Cristo! Si miramos a nuestro entorno con ojos contemplativos, no nos resultará difícil descubrir un rayo de su esplendor en las bellezas de la creación. Pero, al mismo tiempo, nos veremos obligados a lamentar la devastación que el descuido humano es capaz de producir en el medio ambiente, infligiendo cada día a la naturaleza heridas que se vuelven contra el hombre mismo. Por eso, me alegra haber podido testimoniar también este año en varias ocasiones el compromiso de la Iglesia en el ámbito ecológico.

A este respecto, es doblemente significativa, por ser fruto de colaboración entre las Iglesias, la Declaración que firmé con Su Santidad el Patriarca ecuménico Bartolomé I, presente en Venecia, conectándome con él en videoconferencia el 10 de junio. Dijimos al mundo que es necesario para todos, con vistas al futuro de la humanidad y especialmente pensando en los niños, una nueva "conciencia ecológica", como expresión de responsabilidad con respecto a sí mismos, a los demás y a la creación.

5. Nuestra mirada se dirige, luego, a lo que he podido hacer en el campo de las relaciones con los Estados. He recordado a todos la urgencia de poner en el centro de la política, tanto nacional como internacional, la dignidad de la persona humana y el servicio al bien común. En función de este anuncio la Iglesia participa, según su índole propia, en organismos internacionales. Este es el sentido de los acuerdos que firma, mirando no sólo a las expectativas de los creyentes, sino también al bien de todos los ciudadanos.

En el discurso que pronuncié ante el Parlamento de la República italiana el pasado día 14 de noviembre, subrayé que el gran desafío de un Estado democrático es la capacidad de basar el orden nacional sobre el reconocimiento de los derechos inalienables del hombre y sobre la cooperación solidaria y generosa de todos en la edificación del bien común.

Es necesario recordar que a estos valores se refería ya, hace exactamente sesenta años, mi venerado predecesor Pío XII en el Radiomensaje del 24 de diciembre de 1942. Aludiendo con sentida participación "al río de lágrimas y amarguras" y "al cúmulo de dolores y tormentos" que brotaban "de la ruina mortal del enorme conflicto" (AAS 35 [1943] p. 24), ese gran Pontífice delineaba con claridad los principios universales e irrenunciables según los cuales, una vez superada la "espantosa catástrofe" de la guerra (ib., p. 18), se debería construir el "nuevo orden nacional e internacional que con tan ardiente anhelo invocan todos los pueblos" (ib., p. 10). Los años que han transcurrido desde entonces no han hecho más que confirmar la clarividente sabiduría de aquellas enseñanzas. ¡Cómo no desear que los corazones se abran, sobre todo el corazón de los jóvenes, para acoger esos valores a fin de construir un futuro de paz auténtica y duradera!

6. Hablando de jóvenes, mi pensamiento va a las inolvidables experiencias de la Jornada mundial de la juventud, celebrada el mes de julio en Toronto. El encuentro con los jóvenes siempre es conmovedor y, podría decir, "regenerador". Este año el tema recordaba a los jóvenes el compromiso misionero, sobre la base del mandato de Cristo:  ser "luz del mundo" y "sal de la tierra". Es hermoso constatar que los jóvenes, una vez más, no nos defraudaron. Participaron en gran  número, a pesar de las dificultades.

Ciertamente, la presencia de tantos jóvenes en el encuentro con el Evangelio y con el Papa no puede hacernos olvidar a muchos otros que se quedan al margen o se mantienen alejados, atraídos por otros mensajes o desorientados por miles de propuestas contradictorias. Corresponde a los jóvenes ser los evangelizadores de sus coetáneos. Si la pastoral se interesa por ellos, los jóvenes no defraudarán a la Iglesia, porque el Evangelio es "joven" y sabe hablar al corazón de los jóvenes.

7. Quiero recordar, asimismo, con sentimiento de gratitud al Señor, los pasos adelante que, también este año, se han dado en el camino ecuménico. Desde luego, es preciso reconocer que no han faltado motivos de amargura. Pero debemos mirar las luces más que las sombras. Entre las luces, además de la Declaración conjunta con el Patriarca Bartolomé I, a la que aludí antes, deseo recordar sobre todo el encuentro con la Delegación de la Iglesia ortodoxa de Grecia, que el 11 de marzo vino a visitarme, trayéndome un mensaje de Su Beatitud Cristódulos, arzobispo de Atenas y de toda Grecia. Así pude revivir, de algún modo, el clima vivido el año pasado durante la visita realizada a Grecia siguiendo las huellas del apóstol san Pablo. Aunque quedan aún motivos de distancia, es signo de esperanza esta actitud de apertura recíproca.

Lo mismo se puede decir con respecto a la visita que me hizo el Patriarca ortodoxo de Rumanía, Teoctist, con el que firmé una Declaración común el pasado mes de octubre. ¿Cuándo nos dará, por fin, el Señor la alegría de la comunión plena con los hermanos ortodoxos? La respuesta queda en el misterio de la Providencia divina. Pero la confianza en Dios, ciertamente, no dispensa del esfuerzo personal. Por eso, es necesario intensificar sobre todo el ecumenismo de la oración y de la santidad.

8. Precisamente a la santidad, como a la "cima" más alta del "paisaje" eclesial, deseo dirigir la última mirada de esta panorámica, ya que también este año he tenido la alegría de elevar al honor de los altares a numerosos hijos de la Iglesia, que se distinguieron por su fidelidad al Evangelio. Cum Maria contemplemur Christi vultum! En los santos "Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro" (Lumen gentium, 50).

Alabo al Señor por las beatificaciones y canonizaciones realizadas durante el viaje apostólico a Ciudad de Guatemala y a Ciudad de México. Y ¡cómo no mencionar asimismo, por el eco especial que suscitaron en la opinión pública, la canonización de san Pío de Pietrelcina y san Josemaría Escrivá de Balaguer!

Bajo el signo de la santidad se desarrolló también mi viaje apostólico a Polonia para la dedicación del santuario de la Misericordia divina en Cracovia-Lagiewniki. En esa ocasión recordé, una vez más, a nuestro mundo, tentado por el desaliento ante los numerosos problemas aún sin resolver y ante las amenazadoras incógnitas del futuro, que Dios es "rico en misericordia". Para quien confía en él nada está definitivamente perdido; todo se puede reconstruir.

¡Feliz Navidad!

9. Cum Maria contemplemur Christi vultum!

Queridos colaboradores de la Curia romana; amadísimos hermanos y hermanas, con esta invitación os expreso mi más cordial felicitación con motivo de la próxima Navidad. "Natus est vobis hodie Salvator, qui est Christus Dominus" (Lc 2, 11). Que este anuncio traiga alegría a vuestro corazón y os dé impulso en el trabajo que realizáis cada día al servicio de la Santa Sede.

Que en su Navidad Cristo nos encuentre dispuestos a acogerlo, y María, Reina del Santo Rosario, nos guíe maternalmente a la contemplación de su rostro.

¡Feliz Navidad a todos!



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