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HOMILÍA DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGER
EN LA VIGILIA PASCUAL


Sábado Santo 26 de marzo de 2005

 

La liturgia de la noche santa de Pascua, después de la bendición del cirio pascual, comienza con una procesión detrás de la luz y hacia la luz. Esta procesión reproduce simbólicamente todo el camino catecumenal y penitencial de la Cuaresma, y también el largo camino de Israel por el desierto hacia la tierra prometida;  por último, simboliza asimismo el camino de la humanidad que, en las noches de la historia, busca la luz, busca el paraíso, busca la verdadera vida, la reconciliación entre las naciones, entre el cielo y la tierra, la paz universal.

Así, la procesión implica toda la historia, como proclaman las palabras de la bendición del cirio pascual:  "Cristo ayer y hoy, principio y fin... Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos". Pero la liturgia no se pierde en ideas generales, no se contenta con vagas utopías, sino que nos ofrece indicaciones muy concretas acerca del camino que es preciso tomar y acerca de la meta de nuestro camino.

A Israel, en el desierto, lo guiaba de noche una columna de fuego y, de día, una nube. Nuestra columna de fuego, nuestra nube sagrada es Cristo resucitado, simbolizado por el cirio pascual encendido. Cristo es la luz; Cristo es el camino, la verdad y la vida. Siguiendo a Cristo, teniendo fija en Cristo la mirada de nuestro corazón, encontramos el buen camino.

Toda la pedagogía de la liturgia cuaresmal concreta este imperativo fundamental. Seguir a Cristo significa, ante todo, ponernos a la escucha de su palabra. La participación en la liturgia dominical, semana tras semana, es necesaria para todo cristiano precisamente para entrar en una verdadera familiaridad con la palabra divina:  el hombre no sólo vive de pan, o de dinero, o de la carrera; vive de la palabra de Dios, que nos corrige, nos renueva y nos muestra los verdaderos valores fundamentales del mundo y de la sociedad. La palabra de Dios es el auténtico maná, el pan del cielo, que nos enseña a vivir, a ser hombres.

Seguir a Cristo implica cumplir sus mandamientos, resumidos en el doble mandamiento de amar a Dios y al prójimo como a nosotros mismos. Seguir a Cristo significa tener compasión de los que sufren, amar a los pobres; también significa tener la valentía de defender la fe contra las ideologías; confiar en la Iglesia y en su interpretación y aplicación de la palabra divina a nuestras circunstancias actuales. Seguir a Cristo implica amar a su Iglesia, su cuerpo místico. Caminando así, encendemos lucecitas en el mundo, rasgamos las tinieblas de la historia.

El camino de Israel tenía como meta la tierra prometida; toda la humanidad busca algo semejante a la tierra prometida. La liturgia pascual es muy concreta en este punto. Su meta son los sacramentos de la iniciación cristiana:  el bautismo, la confirmación y la sagrada Eucaristía. Así, la Iglesia nos dice que estos sacramentos son la anticipación del mundo nuevo, su presencia anticipada en nuestra vida.

En la Iglesia antigua el catecumenado era un camino, paso a paso, hacia el bautismo:  un camino de apertura de los sentidos, del corazón, de la inteligencia a Dios; un aprendizaje de un nuevo estilo de vida; una transformación del propio ser en la creciente amistad con Cristo en compañía de todos los creyentes. Así, después de las diversas etapas de purificación, de apertura, de nuevo conocimiento, el acto sacramental del bautismo era el don definitivo de una vida nueva; era muerte y resurrección, como dice san Pablo en una especie de autobiografía espiritual:  "Estoy crucificado con Cristo:  vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí" (Ga 2, 20).

La resurrección de Cristo no es simplemente  el  recuerdo de un hecho pasado. En la noche pascual, en el sacramento del bautismo, se realiza hoy realmente  la  resurrección,  la victoria sobre la muerte. Por eso, Jesús dice:  "El que  escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y (...) ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5, 24). Y, en el mismo sentido, dice a Marta:  "Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Jesús es la resurrección y la vida eterna. En la medida en que estamos unidos a Cristo, ya hoy hemos "pasado de la muerte a la vida", ya ahora vivimos la vida eterna, que no es sólo una realidad que viene después de la muerte, sino que comienza hoy en nuestra comunión con Cristo. Pasar de la muerte a la vida es, con el sacramento del bautismo, el núcleo real de la liturgia de esta noche santa. Pasar de la muerte a la vida es el camino cuya puerta ha abierto Cristo y al que nos invita la celebración de las fiestas pascuales.

Queridos hermanos, la mayoría de nosotros hemos recibido de niños el bautismo, a diferencia de estos cinco catecúmenos, que ahora se disponen a recibirlo de adultos. Están aquí dispuestos a proclamar en voz alta su fe. En cambio, para la mayoría de nosotros, fueron nuestros padres quienes anticiparon nuestra fe. Nos dieron la vida biológica sin que pudieran preguntarnos si queríamos vivir o no, justamente convencidos de que la vida es un bien, un don. Pero también estaban convencidos de que la vida biológica es un don frágil; más aún, en un mundo marcado por tantos males, es un don ambiguo, que sólo se convertirá en verdadero don si, al mismo tiempo, se puede dar la medicina contra la muerte, la comunión con la vida invencible, con Cristo.
Juntamente con el don frágil de la vida biológica, en el bautismo nos dieron la garantía de la verdadera vida. Ahora nos corresponde a nosotros identificarnos con este don, entrar cada vez más radicalmente en la verdad de nuestro bautismo. Cada año, la noche pascual nos invita a sumergirnos nuevamente en las aguas del bautismo, a pasar de la muerte a la vida, a ser auténticos cristianos.

"Despierta, tú que duermes; levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz", reza un antiguo canto bautismal, que recoge san Pablo en su carta a los Efesios (cf. Ef 5, 14). "Despierta, tú que duermes... y Cristo será tu luz", nos dice hoy la Iglesia a todos. Despertémonos de nuestro cristianismo cansado, sin entusiasmo; levantémonos y sigamos a Cristo, la verdadera luz, la verdadera vida. Amén.

 

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