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HOMILÍA DEL CARDENAL GIOVANNI BATTISTA RE,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE,
DURANTE LA MISA CRISMAL


Basílica de San Pedro
Jueves Santo 24 de marzo de 2005

 

1. Esta celebración tiene un significado muy profundo. En cada diócesis se celebra con solemnidad, porque manifiesta la comunión de los sacerdotes con su obispo y porque se bendicen el crisma, el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos. Por medio de estos óleos, la gracia divina se derramará en las almas, proporcionándoles luz, apoyo y fuerza; y, a la vez, la Iglesia se edificará mediante los sacramentos.

A través de los óleos actuará el Espíritu Santo, principio de consagración en el bautismo, en la confirmación y en el orden sagrado, y efusión de misericordia en la unción de los enfermos.
La liturgia de la misa Crismal exalta la dignidad que todos los discípulos de Cristo reciben por su santificación bautismal. En efecto, manifiesta claramente la belleza de todo el pueblo de Dios, pueblo consagrado y reino de sacerdotes, en la variedad de sus dones y en la raíz común del bautismo.

Y el pasaje evangélico que se acaba de proclamar nos recuerda que Cristo es el primero de los consagrados y el principio de cualquier otra realidad que llega a ser sagrada. Hemos escuchado las palabras:  "El  Espíritu  del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido" (Lc 4, 18).

Jesús es el único Salvador precisamente porque es el Cristo, o sea, el que ha sido "ungido".

2. Aun celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el pueblo de Dios, la liturgia de esta misa reserva una atención especial y da un relieve privilegiado al sacerdocio ministerial.
Hoy es la fiesta, en particular, de los que hemos sido consagrados mediante el sacramento del orden:  diáconos, presbíteros y obispos.

Una fiesta en la que se nos invita no sólo a renovar los compromisos vinculados a la ordenación, sino también a reavivar los sentimientos que inspiraron nuestra entrega al Señor, profundizando y gustando sin cesar la belleza del gesto de nuestra respuesta a la vocación a seguir de cerca a Cristo.
 
Al mismo tiempo, el rito de hoy nos recuerda a nosotros, sacerdotes y obispos, la estrecha relación que tenemos con todo el pueblo de los bautizados, porque somos cristianos juntamente con ellos, como subraya muy bien san Agustín, y además hemos sido puestos al servicio de todo el pueblo de Dios. La carta a los Hebreos nos dice:  "Ex hominibus  assumptus, pro hominibus constituitur".

Nuestra primera y radical dignidad deriva del bautismo, del hecho de habernos convertido en discípulos del Señor, cristianos con los demás cristianos. Al mismo tiempo, hemos sido enriquecidos con un don peculiar, que implica una especial configuración con Cristo y una responsabilidad particular:  el don de haber sido puestos al servicio del pueblo de Dios.

Estamos llamados a prestar un servicio en favor de los demás hombres y mujeres, en nombre de Dios, y a desempeñarlo con los rasgos característicos del buen Pastor. Y eso nos compromete de un modo especial a seguir a Cristo más de cerca y con mayor fidelidad.

El bien espiritual de numerosas personas, como tal vez también la salvación de muchos, está vinculado a nuestra santidad  de vida y a nuestra labor pastoral.

Con nuestra fidelidad a los compromisos sacerdotales podemos sostener a nuestros hermanos en la fidelidad a sus deberes cristianos.

3. A nosotros, presbíteros y obispos, el Jueves santo nos abre el corazón para renovar las promesas con las que nos vinculamos a Cristo sacerdote el día de nuestra ordenación, y nos pide el compromiso y, podría decir, el gusto de vivir en plenitud la belleza de nuestro ministerio, en el seguimiento de Cristo, gozosamente entregados al servicio de los demás.

Por lo que atañe a nuestra asamblea, para muchos de los presentes se trata del servicio pastoral en la diócesis de Roma, donde Dios, en su providencia, quiso que viniera a establecer su sede el apóstol san Pedro, o se trata del servicio, en la Curia romana, al ministerio petrino en favor de la Iglesia entera.

Dentro de pocos instantes, renovaremos con alegría nuestro "sí" del rito de la ordenación, conscientes del gran valor del don recibido en la Iglesia y para la Iglesia. Queremos renovar el "sí" inicial de la historia de nuestra vocación, es decir, la decisión de poner en el centro de nuestra vida y en la cumbre de nuestros intereses a él, Cristo Jesús, con un "sí" dicho con amor que se transforma en progresiva configuración existencial con Cristo y camino de santidad y fecundidad apostólica.

De corazón deseamos renovar, a pesar de nuestras fragilidades, el compromiso de ser testigos del amor de Cristo, a fin de que a través de nuestra pequeñez el amor de Dios pueda llegar a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.

Con alegría y voluntad firme queremos renovar nuestra fidelidad sacerdotal a Aquel que con su sangre nos ha liberado de nuestros pecados, y queremos perseverar, con coherencia y entrega, en el servicio pastoral de ministros de Cristo.

Que este día de Jueves santo, impregnado de intensos sentimientos y pensamientos, este cumpleaños del sacerdocio ministerial, fortalezca en nosotros, sacerdotes y obispos, la convicción de que somos más necesarios que nunca para la humanidad, porque Cristo es hoy más necesario que nunca.

En este Año de la Eucaristía, que nos ayuda a descubrir la belleza y la fuerza de la Eucaristía, así como su carácter central, resuenan con especial elocuencia en nuestra mente y en nuestro corazón las palabras de la encíclica Ecclesia de Eucharistia:  "La Iglesia vive de la Eucaristía" (n. 1); la Eucaristía es "centro y cumbre del misterio de la Iglesia"; y debe ser también "centro y cumbre del ministerio sacerdotal" (n. 31).

Estas palabras, escritas hace dos años por el Papa Juan Pablo II, nos llevan a pensar en él. En su ausencia, se encuentra más presente que nunca en esta misa Crismal, y queremos agradecerle el testimonio que sigue dándonos también con su ejemplo de sereno abandono a Dios, que lo asocia al misterio de la cruz. Que la invitación a hacer de la Eucaristía el centro y cumbre de nuestro ministerio se convierta para cada uno de  nosotros  en experiencia gozosa hasta  el  final  de  la vida y en manantial de nuestro dinamismo pastoral y de nuestro  servicio a la Iglesia y a la humanidad.

 

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