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CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL PREDICADOR DE LA CASA PONTIFICIA
PADRE RANIERO CANTALAMESSA O.F.M.CAP.


Basílica de San Pedro
Viernes Santo, 2
de abril de 2010

 

"Teniendo, pues, tal sumo sacerdote que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios": así comienza el pasaje de la carta a los Hebreos que hemos escuchado en la segunda lectura. En el Año sacerdotal, la liturgia del Viernes santo nos permite remontarnos a la fuente histórica del sacerdocio cristiano.

Esa liturgia es la fuente de las dos realizaciones del sacerdocio: la ministerial, de los obispos y de los presbíteros, y la universal de todos los fieles. De hecho, también esta se funda en el sacrificio de Cristo. Él, dice el Apocalipsis, "nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 5-6). Por ello, es de vital importancia entender la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque tanto sacerdotes como laicos debemos llevar, aunque de forma distinta, la impronta de ese sacrificio y ese sacerdocio, y tratar de vivir sus exigencias.

La carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y la unicidad del sacerdocio de Cristo, no sólo respecto al sacerdocio de la antigua alianza, sino también respecto a toda institución sacerdotal, incluso fuera de la Biblia. "Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros (...) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!" (Hb 9, 11-14).

Esta es la novedad. Cualquier otro sacerdote ofrece algo fuera de sí; en cambio, Cristo se ofreció a sí mismo. Cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, en cambio, Cristo se ofreció como víctima. San Agustín recogió en una fórmula célebre este nuevo tipo de sacrificio en el que sacerdote y víctima son la misma cosa: Ideo sacerdos, quia sacrificium: sacerdote por ser víctima (Confesiones, 10, 43).

En 1972 un famoso pensador francés lanzó la tesis según la cual "la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado" (cf. R. Girard, La violence et le sacré, Grasset, París 1972). De hecho, en el origen y en el centro de toda religión está el sacrificio, el rito del chivo expiatorio, que implica siempre destrucción y muerte. El periódico "Le Monde" aplaudía esa afirmación, diciendo que hacía de aquel año "un año para marcar con asterisco en los anales de la humanidad". Pero ya antes de esa fecha, ese escritor se había vuelto a acercar al cristianismo, y en la Pascua de 1959 había hecho pública su "conversión", declarándose creyente y volviendo a la Iglesia.

Esto le permitió, en los estudios sucesivos, no detenerse en el análisis del mecanismo de la violencia, sino también señalar cómo salir de él. Muchos, por desgracia, siguen citando a René Girard como aquel que denunció la alianza entre lo sagrado y la violencia, pero no dicen una sola palabra sobre el Girard que señaló en el misterio pascual de Cristo la ruptura total y definitiva de esa alianza.

Según él, Jesús desenmascara y rompe el mecanismo que sacraliza la violencia, haciéndose él mismo el "chivo expiatorio" voluntario, inocente, la víctima de toda la violencia. Cristo no vino con la sangre de otro, sino con la suya propia. No puso sus propios pecados sobre los hombros de los demás —hombres o animales—, sino que puso los pecados de los demás sobre sus propios hombros: "En el madero de la cruz cargó nuestros pecados en su cuerpo" (1 P 2, 24).

El proceso que lleva al nacimiento de la religión se ha invertido respecto a la explicación que Freud había dado de él. En Cristo es Dios quien se hace víctima, no la víctima (en Freud, el padre primordial) que, una vez sacrificada, es elevada a continuación a dignidad divina (el Padre de los cielos). Ya no es el hombre quien ofrece sacrificios a Dios, sino Dios quien se "sacrifica" por el hombre, entregando a la muerte por él a su Hijo unigénito (cf. Jn 3, 16). El sacrificio ya no sirve para "aplacar" a la divinidad, sino más bien para aplacar al hombre y hacerle desistir de su hostilidad hacia Dios y el prójimo.

Entonces, ¿se puede seguir hablando de sacrificio, a propósito de la muerte de Cristo y, por tanto, de la misa? Durante mucho tiempo el escritor rechazó este concepto, considerándolo demasiado marcado por la idea de violencia, pero después acabó por admitir su posibilidad, con toda la tradición cristiana, con la condición de ver, en el de Cristo, un nuevo tipo de sacrificio, y de ver en este cambio de significado "el hecho central en la historia religiosa de la humanidad".

Visto a esta luz, el sacrificio de Cristo contiene un mensaje formidable para el mundo de hoy. Grita al mundo que la violencia es un residuo arcaico, una regresión a estadios primitivos y superados de la historia humana y —si se trata de creyentes— de un retraso culpable y escandaloso en la toma de conciencia del salto de calidad realizado por Cristo.

Recuerda también que la violencia siempre pierde. En casi todos los mitos antiguos la víctima es el vencido, y el verdugo el vencedor (cf. R. Girard, Il sacrificio, Milán 2004, pp. 73 s). Jesús cambió el signo de la victoria. Inauguró un nuevo tipo de victoria que no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima. Victor quia victima, "vencedor por ser víctima", así define Agustín al Jesús de la cruz (Confesiones 10, 43).

El valor moderno de la defensa de las víctimas, de los débiles y de la vida amenazada nació sobre el terreno del cristianismo; es un fruto tardío de la revolución llevada a cabo por Cristo. Tenemos la prueba contraria. En cuanto se abandona (como hizo Nietzsche) la visión cristiana para resucitar la visión pagana, se pierde esta conquista y se vuelve a exaltar "al fuerte, al poderoso, hasta su punto más excelso: el superhombre", y se define a la cristiana "una moral de esclavos", fruto del resentimiento impotente de los débiles contra los fuertes.

Sin embargo, por desgracia, la misma cultura actual que condena la violencia, por otro lado la favorece y exalta. Se rasgan las vestiduras frente a ciertos actos de derramamiento de sangre, pero no se dan cuenta de que se les prepara el terreno con lo que se anuncia en la página de al lado del periódico o en el programa siguiente de la televisión. El gusto con el que se insiste en la descripción de la violencia y la competición para ver quién es el primero y el más crudo al describirla, no hacen sino favorecerla. El resultado no es una catarsis del mal, sino una incitación a él. Es inquietante que la violencia y la sangre se hayan convertido en uno de los ingredientes de mayor reclamo en las películas y en los videojuegos, que la gente se sienta atraída por ella y que se divierta mirándola.

El mismo autor recordado antes puso de manifiesto la matriz de la que se puso en marcha el mecanismo de la violencia: el mimetismo, la connatural inclinación humana a considerar deseables las cosas que desean los demás, y por tanto, a repetir las cosas que ven hacer a los demás. La psicología del "rebaño" es la que lleva a la elección del "chivo expiatorio" para encontrar, en la lucha contra un enemigo común —en general, el elemento más débil, el distinto— una cohesión totalmente artificial y momentánea.

Tenemos un ejemplo en la actual violencia de los jóvenes en los estadios, en las agresiones en las escuelas y en ciertas manifestaciones callejeras que dejan tras de sí ruina y destrucción. Una generación de jóvenes que ha tenido el rarísimo privilegio de no conocer una verdadera guerra y de no haber sido nunca llamados a las armas, se divierte (porque se trata de un juego, aunque estúpido y a veces trágico) inventando pequeñas guerras, impulsados por el mismo instinto que movía a la horda primitiva.

Pero hay una violencia aún más grave y generalizada que la de los jóvenes en los estadios y en las plazas. No hablo aquí de la violencia sobre los niños, de la que se han manchado desgraciadamente también no pocos miembros del clero; de ella se habla ya bastante fuera de aquí. Hablo de la violencia sobre las mujeres. Esta es una ocasión para hacer comprender a las personas y a las instituciones que luchan contra ella que Cristo es su mejor aliado.

Se trata de una violencia mucho más grave porque se realiza al abrigo de las paredes del hogar, sin que nadie lo sepa, si es que no se justifica incluso con prejuicios pseudo-religiosos y culturales. Las víctimas se encuentran desesperadamente solas e indefensas. Sólo hoy, gracias al apoyo y al aliento de muchas asociaciones e instituciones, algunas encuentran la fuerza de salir al descubierto y denunciar a los culpables.

Gran parte de esta violencia tiene trasfondo sexual. Es el varón que cree demostrar su virilidad cebándose contra la mujer, sin darse cuenta de que sólo está demostrando su inseguridad y cobardía. También con respecto a la mujer que se ha equivocado, ¡qué contraste entre la actuación de Cristo y la que aún tiene lugar en ciertos ambientes! El fanatismo invoca la lapidación; Cristo, a los hombres que le presentaron a una adúltera, les responde: "Quien de vosotros esté sin pecado, que le lance la primera piedra" (Jn 8, 7). El adulterio es un pecado que se comete siempre entre dos, pero por el cual sólo uno ha sido castigado (y en algunas partes del mundo sigue sucediendo).
La violencia contra la mujer nunca es tan odiosa como cuando se produce allí donde debería reinar el respeto y el amor recíproco, en la relación entre marido y mujer. Es verdad que la violencia no siempre es sólo y toda de una parte; que podemos ser violentos también con la lengua y no sólo con las manos, pero nadie puede negar que en la gran mayoría de los casos la víctima es la mujer.

Hay familias donde todavía el hombre se considera autorizado a alzar la voz y las manos sobre las mujeres de la casa. Esposa e hijos viven a veces bajo la constante amenaza de la "ira de papá". A estos habría que decirles amablemente: "Queridos compañeros hombres, al crearnos varones, Dios no ha pretendido darnos el derecho de enfadarnos y dar puñetazos sobre la mesa por cualquier insignificancia. Las palabras dirigidas a Eva después de la culpa: "Él (el hombre) te dominará" (Gn 3, 16), era una amarga previsión, no una autorización.

Juan Pablo II inauguró la práctica de las peticiones de perdón por los fallos colectivos. Una de las más justas y necesarias es el perdón que una mitad de la humanidad debe pedir a la otra, los hombres a las mujeres, y que no debe ser genérica y abstracta. Debe llevar, especialmente a quien se declara cristiano, a gestos concretos de conversión, a palabras de disculpa y de reconciliación dentro de las familias y de la sociedad.

El pasaje de la carta a los Hebreos que hemos escuchado prosigue diciendo: "En los días de su vida mortal ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte". Jesús conoció en toda su crudeza la situación de las víctimas, los gritos sofocados y las lágrimas silenciosas. Verdaderamente, "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas". En cada víctima de la violencia Cristo revive misteriosamente su experiencia terrena. También a propósito de cada una de ellas dice: "A mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Por una rara coincidencia, este año nuestra Pascua cae en la misma semana que la Pascua judía, que es la antepasada y la matriz en la cual se formó. Esto nos impulsa a dirigir un pensamiento a los hermanos judíos. Ellos conocen por experiencia lo que significa ser víctimas de la violencia colectiva, y también por esto están dispuestos a reconocer sus síntomas recurrentes. En estos días he recibido la carta de un amigo judío y, con su permiso, comparto aquí una parte. Dice:

"Estoy siguiendo con disgusto el ataque violento y concéntrico contra la Iglesia, el Papa y todos los fieles por parte del mundo entero. El uso del estereotipo, el paso de la responsabilidad y la culpa personal a la colectiva me recuerdan los aspectos más vergonzosos del antisemitismo. Deseo, por tanto, expresarle a usted personalmente, al Papa y a toda la Iglesia mi solidaridad de judío de diálogo, y la de todos aquellos que en el mundo judío (y son muchos) comparten estos sentimientos de fraternidad. Nuestra Pascua y la vuestra tienen indudables elementos de alteridad, pero viven ambas en la esperanza mesiánica que seguramente nos reunirá en el amor del Padre común. Por ello le deseo a usted y a todos los católicos una feliz Pascua".

Y también los católicos deseamos a los hermanos judíos una feliz Pascua. Lo hacemos con las palabras de su antiguo maestro Gamaliel, que se incorporaron al Seder pascual judío y de allí pasaron a la más antigua liturgia cristiana (las hemos rezado en el Oficio de lectura de ayer, tomadas de la homilía pascual de Melitón de Sardes): "Él nos hizo pasar de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del luto a la fiesta, de las tinieblas a la luz, de la servidumbre a la redención". Por ello decimos ante él: ¡Aleluya!" (Pesachim, x, 5 y Melitón de Sardes, Homilía pascual, 68: SCh 123, p. 98).

L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, 11 de abril de 2010

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