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CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EL MIÉRCOLES DE CENIZA

HOMILÍA DEL CARDENAL JAMES F. STAFFORD

Basílica de San Pedro
Miércoles 9 de febrero de 2005

 

Nos encontramos reunidos junto a la tumba de san Pedro, en esta patriarcal basílica vaticana, que abarca el mundo entero, para la liturgia de la imposición de la ceniza, que marca el inicio de la Cuaresma. Al dirigirme a vosotros, hermanos y hermanas, siento la alegría y el honor de presidir esta solemne liturgia en nombre del Santo Padre. Percibimos su presencia espiritual entre nosotros y lo recordamos con afecto, pidiendo al Señor que le conceda las gracias necesarias para su carisma primacial de confirmar a los hermanos en la unidad de la fe (cf. Lc 22, 32).

En la primera lectura, el profeta Joel nos dice en nombre del Señor:  "Convertíos a mí de todo corazón". En el lenguaje del Antiguo Testamento, la noción de conversión se expresa de modo muy concreto con el verbo "volver", es decir, "invertir la ruta". La sagrada Escritura nos enseña que el pueblo de Israel sintió continuamente la tentación de alejarse de Dios para seguir sendas equivocadas. Por eso, cada vez que se aleja, el Señor le manda a sus profetas para decirle:  "Volved", o sea, "invertid la ruta, tomad la dirección correcta, convertíos al Señor".

En efecto, no debemos convertirnos a una ideología, sino al Señor, pues nuestra fe no es una ideología, sino la adhesión a Cristo, el Señor. El Señor mismo lo declara:  "Convertíos a mí". Y poco más adelante el profeta explica y motiva esa exhortación. "Volved al Señor, vuestro Dios, porque es compasivo y misericordioso" y no hace más que comprender y perdonar.
El mensaje de la primera lectura va todavía más allá. El sonido de las trompetas llega a los oídos de todos -ancianos, adolescentes, niños, esposos, sacerdotes-, porque como pueblo están llamados a la asamblea y al deber de convertirse. La conversión no es una experiencia que podamos realizar nosotros solos:  en el Nuevo Testamento, nace principalmente a partir de la asamblea litúrgica. En efecto, el momento cultual, como nos recordó el concilio Vaticano II, es "fuente y cumbre" de la vida cristiana (Sacrosanctum Concilium, 10).

En el pasaje del evangelio de san Mateo, Jesús indica tres modos para vivir la conversión:  la limosna, es decir, compartir; la oración, o sea, ponerse en manos del Señor; y el ayuno, es decir, imponerse límites. Pero estos comportamientos no significan una auténtica conversión si están motivados por una conveniencia puramente formal:  "Cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha" (Mt 6, 3).

Para el ayuno, al igual que para la oración, Jesús insiste en el aspecto interior. La oración verdadera, juntamente con la conversión auténtica que de ella deriva, debe brotar de un corazón decidido a convertirse, pues, según la Biblia, es en el corazón donde se juega el destino del hombre.
Jesús nos impulsa a vivir esa interioridad tanto en el momento de la oración personal como, sobre todo, durante la oración litúrgica.

El apóstol san Pablo nos ayuda a sacar las conclusiones que derivan de nuestra escucha de la palabra de Dios. Exhorta a los cristianos de Corinto a dejarse reconciliar con Dios. En efecto, la conversión es reconciliación:  en primer lugar, una reconciliación vertical, con Dios, que todo cristiano debe cultivar en su corazón; y, en segundo lugar, una reconciliación horizontal, con los hermanos.

Ahora bien, si la conversión brota principalmente de la asamblea litúrgica, debemos preguntarnos si nuestra vida es una sincera síntesis de los tres momentos:  liturgia, conversión y reconciliación.

El cargo de Penitenciario mayor me permite experimentar cada día la belleza del sacramento de la penitencia, don de gracia, don de vida; en él se renueva la compasión amorosa de Cristo hacia el hombre y, al mismo tiempo, se restituye la gracia, la alegría del corazón, la vestidura nupcial que permite el ingreso en la vida eterna.

Queridos hermanos y hermanas, al inicio de este tercer milenio, sólo la Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo, puede resolver, tanto en el interior del hombre como en la comunidad humana, las tensiones que el mundo vive en todos los niveles. También nosotros, en la  Curia romana -no podría ser de otra manera- experimentamos a diario nuestros límites y nuestra fragilidad.

El Santo Padre con frecuencia nos ha recordado (cf. constitución apostólica Pastor bonus) el  deber  de dar, tanto a la Iglesia como al mundo, el buen ejemplo  de  concordia  mutua, de paz, en el sentido más noble, es decir, en cuanto que tiene su origen en Cristo Jesús. En efecto, como dice la carta a los Efesios, "él es nuestra paz" (Ef 2, 14).

Estoy convencido de que, antes que los documentos solemnes, es el libro de nuestra vida el que debe testimoniar ante el mundo que la reconciliación, o sea, la paz, es posible. Y no habrá paz sin la indispensable atención a los pobres; la responsabilidad en el actual desastre ecológico corresponde principalmente a nuestra sociedad consumista.

La palabra de Dios se dirige a los hermanos y a todos los que trabajan al servicio de la Sede apostólica, para que, por todos los medios a su alcance, en estado de conversión permanente, demos ejemplo de vida cristiana austera, para que sirvamos sólo a Dios, buscando siempre el bien de nuestros hermanos.

A la pregunta que el mundo actual se plantea cada vez con mayor insistencia:  "¿Dónde está nuestro Dios?", debemos responder con el testimonio convincente de nuestra vida. En efecto, la presencia y la compasión de Dios no llueven de lo alto. La presencia activa y operante de Dios entre las mujeres y los hombres de hoy se realiza a través de nosotros, sobre todo cuando nos congregamos "como Iglesia" en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida.

La Cuaresma de este año, de acuerdo con la invitación del Santo Padre, pone de relieve en particular nuestra relación esencial con la Eucaristía. "Sin el memorial del Señor -es decir, sin la Eucaristía- nosotros no podemos vivir", declaraban durante la persecución de Diocleciano los cristianos de África del norte. También nosotros, sin la fuerza que brota de la Eucaristía, sobre todo la del domingo, no podemos vivir.

Quisiera resumir en tres puntos nuestro compromiso cuaresmal: 

1. La liturgia de la Iglesia, frente a la generalizada incertidumbre de la fe, es el primer instrumento de auténtica evangelización, inspirada en el ejemplo de los discípulos de Emaús, los cuales, partiendo de la palabra de Dios que Jesús les había explicado durante el camino, lo reconocieron al partir el pan (cf. Lc 24, 13-32).

2. Con el domingo, redescubramos la Eucaristía. Hagamos nuestro el "asombro eucarístico" que el Santo Padre quiso volver a despertar al escribir la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cf. nn. 5-6). Pero tratemos de redescubrirla en su dimensión convival y en su irrenunciable dimensión sacrificial, ya que "la Eucaristía es un don demasiado grande, para admitir ambigüedades y reducciones" (n. 10).

3. Con la Eucaristía, redescubramos la relación entre la liturgia y la vida, como explica el Santo Padre en la carta apostólica Mane nobiscum Domine:  la atención a las pobrezas de todo tipo, juntamente con el amor mutuo, hará que nos reconozcan como auténticos  discípulos de Cristo.
Con este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas (cf. n. 28). A su vez, esta relación entre la liturgia y la vida exige dar un decidido testimonio de los verdaderos valores:  la vida, la familia, la honradez personal, los deberes que brotan del vínculo conyugal, del celibato sacerdotal, de la consagración religiosa, de la profesión social, sin los cuales no existe la auténtica pobreza de espíritu.

Pidamos a Dios Padre que nos ayude a redescubrir y a hacer nuestra la mística del servicio, en la escuela de Jesús, a quien los profetas anunciaron como el Siervo del Señor (cf. Is 52, 13); y en la escuela de la Virgen Madre, que, al declararse la Esclava del Señor (cf. Lc 1, 38), puso en marcha el gran designio de la redención.

Amén.

Copyright © Libreria Editrice Vaticana 

 

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