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S.P. 42: Libro de las Horas "Borromeo" miniado por Cristoforo de Predis, siglo.XV
Biblioteca Ambrosiana
 

PRIMERA ESTACIÓN
Jesús e
n el huerto de los olivos

 

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Del Evangelio según san Lucas 22, 39-46

Jesús salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los discípulos le siguieron. Llegado al lugar les dijo: «Pedid que no caigáis en tentación». Y se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Levantándose de la oración, vino donde los discípulos y los encontró dormidos por la tristeza; y les dijo: «¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación».

MEDITACIÓN

Cuando desciende sobre Jerusalén el velo de la oscuridad, aún hoy los olivos de Getsemaní, con el susurro de sus hojas, parecen remontarnos a aquella noche de sufrimiento y de oración que vivió Jesús. Él destaca solitario, en el centro de la escena, arrodillado sobre los terrones de aquel huerto. Como cualquier persona cuando afronta la muerte, también Cristo está embargado de angustia; más aún, la palabra original que utiliza el evangelista san Lucas es «agonía», o sea, lucha. Entonces la oración de Jesús es dramática, es tensa como en un combate, y el sudor mezclado con sangre que resbala por su rostro es signo de un tormento áspero y duro.

Jesús lanza un grito hacia lo alto, hacia aquel Padre que parece misterioso y mudo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz», el cáliz del dolor y de la muerte. También uno de los grandes padres de Israel, Jacob, en una noche oscura, en las riberas de un afluente del Jordán, se había encontrado con Dios como una persona misteriosa que «estuvo luchando con él hasta rayar el alba».[1] Orar en el tiempo de la prueba es una experiencia que conmueve el cuerpo y el alma, y también Jesús, en las tinieblas de aquella noche, «ofrece ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que puede salvarle de la muerte».[2]

* * *

En el Cristo de Getsemaní, en lucha con la angustia, nos reconocemos a nosotros mismos cuando atravesamos la noche del dolor lacerante, de la soledad de los amigos, del silencio de Dios. Por esto, Jesús –como se ha dicho– «estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir hasta ese momento, porque él busca compañía y consuelo»[3], como cualquier persona de la tierra que sufre. En él descubrimos también nuestro rostro, cuando está bañado en lágrimas y marcado por la desolación.

Pero la lucha de Jesús no desemboca en la tentación de la rendición desesperada, sino en la profesión de confianza en el Padre y en su misterioso designio. En esa hora amarga repite las palabras del «Padre nuestro»: «Orad para que no caigáis en tentación... No se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces aparece el ángel de la consolación, del apoyo y del consuelo, que ayuda a Jesús y nos ayuda a nosotros a seguir hasta el fin nuestro camino.

Todos:

Pater noster, qui es in cælis:
sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a malo.

Stabat mater dolorosa,
iuxta crucem lacrimosa,
dum pendebat Filius.


[1] Cf. Génesis 32, 23-32.

[2] Cf. Hebreos 5, 7.

[3] Blaise Pascal, Pensamientos, n. 553 ed. Brunschvicg.

 

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

  

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