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Un regalo al pueblo de Dios





En 1996 hemos celebrado con toda Ia Iglesia el cincuenta aniversario de la ordenación sacerdotal del Papa Juan Pablo II. Muchos habrán leído los recuerdos históricos y las consignas espirituales que en aquella ocasión el mismo Santo Padre nos dejó en el volumen Don y misterio, en el 50 aniversario de mi sacerdocio (Madrid, BAC, 1996).

Muchos recordarán también la sugestiva imagen de la celebración presidida por Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro, junto con una numerosa representación de sacerdotes que, como él, había sido ordenados en aquel lejano 1946.

El afecto de todo el mundo hacia el Sucesor de Pedro en la Cátedra de Roma fue expresado por muchísimas personas y de modos diversos. Junto a los Jefes de Estado y a los Representantes de la vida pública, también la gente sencilla hizo llegar al Papa la expresión de su admiración y de su afecto, demostrando así la gran estima de que está rodeado este Pontífice. Al homenaje de tantas personas se unió también el de los Cardenales que, entre los representantes de la vida de la Iglesia, deben ser considerados como los más directos consejeros y colaboradores del Obispo de Roma en la Urbe y también en todo el orbe.

En aquella circunstancia los Cardenales quisieron estar tangiblemente cercanos al Papa con su presencia y su afecto. Algunos de ellos habían participado directamente en su elección, la mayoría habían sido nombrados por Él: todos quisieron, con un regalo significativo, expresar su devoción y su estima al Sucesor de Pedro.

El regalo fue presentado por el Colegio Cardenalicio bajo la forma de una suma de dinero que el mismo Papa, a su juicio y elección, destinaría para alguna obra significativa.

El 10 de noviembre de 1996, al concluir las manifestaciones jubilares, en presencia de muchísimos cardenales, el Papa dijo, dirigiéndose al Colegio Cardenalicio: «Agradezco de corazón la suma que habéis querido ofrecerme, a través del Cardenal Decano, como regalo vuestro en esta circunstancia. Creo que es oportuno al destinarla a una obra que permanezca en el Vaticano. Pensaría por eso en las obras de reestructuración y decoración de la Capilla "Redemptoris Mater" en el Palacio Apostólico».

En las intenciones del Pontífice la Capilla debía tener también un particular significado y ser adornada de modo que fuera visible el encuentro entre Oriente y Occidente. El Papa formulaba este deseo: «Se convertirá en un signo de la unión de todas las Iglesias, a las que vosotros representáis, con la Sede de Pedro. Además revestirá un particular valor ecuménico y constituirá una presencia significativa de la tradición oriental en el Vaticano».

Tras algunos años, ese regalo y ese deseo, fruto de la participación activa del Colegio Cardenalicio, ha tomado cuerpo y la Capilla «Redemptoris Mater», reestructurada y decorada, se ofrece a la contemplación de todos con el esplendor vivaz de sus mosaicos que, bajo la mirada del Pantrocrátor, que domina el centro del techo de la Capilla, traducen esa antigua expresión que la liturgia oriental hace suya también para la belleza de los lugares de culto: «Aquí, el cielo ha bajado a la tierra».

La Capilla precedente, que llevaba el nombre de «Matilde», había visto cambiar el propio título en «Redemptoris Mater» en el Año Mariano 1987-88, caracterizado, entre otras cosas, por una presencia intensa del Oriente en Roma a través de diversas y significativas celebraciones litúrgicas en los diferentes ritos de las Iglesias orientales católicas. Estas celebraciones, por voluntad del Papa, han quedado en la memoria viva de todos también mediante un espléndido volumen a cargo del Departamento de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice (Liturgie dell'Oriente cristiano a Roma nell'Anno Mariano 1987-1988, Libreria Editrice Vaticana 1990). Dichas celebraciones también han contribuido a hacer efectivo el deseo del Papa de promover una visión de la Iglesia que respira en su teología, en su liturgia y en su espiritualidad con los dos pulmones del Oriente y del Occidente.

Ahora, mientras nos disponemos a celebrar el Gran Jubileo del 2000, la Capilla «Redemptoris Mater», completamente restaurada, se convierte en un monumento artístico y litúrgico de nuestro tiempo, en un ambiente como el de los Palacios Vaticanos, donde resplandece la Capilla Sixtina, también completamente restaurada a lo largo de los últimos años. En efecto, el trabajo de restauración de los frescos del siglo XV ha terminado, llevando así a término la tercera restauración completa que a lo largo de la historia ha afectado a la Capilla Sixtina, la más célebre de las Capillas del Palacio Apostólico.

Entre estas dos Capillas hay una evocación más profunda y significativa que la simple concomitancia temporal de su restauración y reestructuración.

La Capilla Sixtina es uno de los lugares que evoca, más que cualquier otro, el gran alma humanista y del renacimiento. Miguel Ángel, con sus figuras vigorosas, subraya la exaltación del hombre y de sus potencialidades, que Humanismo y Renacimiento habían puesto en el centro de sus intereses específicos. Los cuerpos enérgicos y poderosos, que el artista realizó en la Bóveda y en el Juicio, tienen origen en Dios, al que Miguel Ángel presenta con aspecto potente, y son reflejo de su creatividad.

Pero la iconografía de la Capilla lleva a una grandeza del hombre mucho más importante que el solo hecho de ser criatura de Dios y, por tanto, a su imagen y semejanza.

El tema, más que a la creación, está dedicado a la Encarnación del Hijo de Dios que ha exaltado tanto la naturaleza humana que la ha emparentado con la misma naturaleza de Dios: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto Su gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). «Cristo es la visibilidad del Dios invisible. Por medio de él, el Padre compenetra toda la creación y el Dios invisible se hace presente entre nosotros y se comunica con nosotros» (Juan Pablo II, Homilía de la celebración Eucarística en la Capilla Sixtina, 8 de abril de 1994, n. 4).

Los mosaicos de la Capilla «Redemptoris Mater» subrayan y amplían el mismo tema. El hombre, mediante la encarnación de Cristo, se remonta hasta la vida interior de Dios, en la Santísima Trinidad. La Capilla explicita una antropología trinitaria. La historia de la salvación, en su dinámica del descenso de Dios y de la subida del hombre, subraya la presencia y la obra del Espíritu Santo que hace siempre actual la obra de la redención y la despliega a las mujeres y hombres de cada época histórica.

En efecto, esta teología visiva, que los medievales llamaron «Biblia pauperum» encuentra hoy una continuidad y una originalidad particular, precisamente en un recorrido teológico que parte del amor de Dios Padre y llega a la liturgia celeste de una eterna anámnesis de los hijos en el Hijo.

La Capilla restaurada está dedicada a la Madre de Dios en esta vigilia del Gran Jubileo de la Encarnación, en el que, junto a Cristo, se celebra a Aquella que es «Alma Redemptoris Mater». Por eso, María está sentada en el trono como la Madre del Señor y Sede de la Sabiduría, en una espléndida figura de la pared central, como reflejo de la economía trinitaria y rodeada de Santos y Santas de Oriente y de Occidente, de todas las épocas y de todas las naciones.

En la persona del Papa, que ha querido restaurarlas, las dos Capillas encuentran una evocación de reciprocidad y de profundización, de complementariedad y de original continuidad teológica y espiritual, como regalo al Pueblo de Dios para el cual quedan como monumento de piedad, crisol de belleza y profecía de unidad para las generaciones futuras.

En la Capilla «Redemptoris Mater» emergen algunos argumentos de entre los más frecuentes del magisterio de Juan Pablo II, de entre los cuales, el primero de todos es el ecumenismo. Los mosaicos, que en un centelleo de colores, de personajes y de símbolos ornamentan hoy esta Capilla restaurada, celebran la historia de la salvación, teniendo como tema central el misterio de la Trinidad que se refleja ante todo en el Hijo de Dios hecho hombre y en su Madre. Esta historia se hace visible en el tiempo a través de episodios y personajes del Antiguo Testamento, de los misterios de la vida de Cristo, de los Santos y Santas de la Iglesia de todos los tiempos, también de los mártires del siglo XX, con una presencia discreta pero significativa de los testigos de la fe de otras Iglesias y comunidades cristianas.

Todo como un reflejo de la Trinidad Santísima que todo lo envuelve y orienta hacia su cima recapituladora, la segunda y definitiva venida del Señor, con la esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva. Las representaciones llevan la impronta característica de los cánones de la iconografía oriental clásica pero con un toque incisivo de modernidad que confiere originalidad y vigor a todo el conjunto.

Por eso, la Capilla es también visualmente un lugar de diálogo entre Oriente y Occidente. Los mosaicos que la adornan y sobre los cuales, en esta publicación, se pueden encontrar profundizaciones útiles, parecen comentar una expresión del Santo Padre en la Carta apostólica Orientale Lumen: «Las palabras del Occidente necesitan de las palabras del Oriente para que la Palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas» (n. 28).

Para concretar todo esto se ha confiado providencialmente la concepción y la realización de los mosaicos de la Capilla al Centro «Ezio Aletti», del Pontificio Instituto Oriental, y a la obra incansable del Padre Marko Ivan Rupnik con sus colaboradores, bajo la mirada y la competencia autorizada del Padre TomᚠŠpidlík. El Centro, en efecto, tiene el objetivo de valorizar el encuentro entre el Oriente y el Occidente cristiano, no sólo en la teoría, sino en la colaboración efectiva de hombres y mujeres que reflexionan y actúan juntos.

Pero la Capilla también es, implícitamente, la invitación a abrir un diálogo entre arte, cultura y fe, temas que a menudo encuentran eco en el pensamiento del Papa y que son parte integrante de su invitación a la Iglesia para que «invente» nuevas vías para la evangelización.

El Santo Padre, en la reciente Carta a los artistas (4 de abril de 1999) afirma: «Toda forma auténtica de arte es, a su manera, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo» (n. 6). Y también. «Quisiera recordar a cada uno que la estrecha alianza que hay desde siempre entre Evangelio y arte, más allá de las exigencias funcionales, implica la invitación a penetrar con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre» (n. 14).

           


La Capilla «Redemptoris Mater» se convierte, así, en un ejemplo eficaz de un posible itinerario para una nueva evangelización, un verdadero «lugar teológico» donde el misterio de Dios y su manifestación epifánica en Cristo se pueden contemplar no sólo en la verdad teológica que todo lo envuelve, sino también en la estética teológica, gracias a la cual llegamos a entender que la categoría de la belleza corresponde ante todo a Dios y a la bondad y belleza de todas sus obras. Entre ellas es central la Encarnación salvadora del Hijo de Dios en ese icono de la Iglesia y de la humanidad redimida que es la Toda santa Madre de Dios.

La Capilla «Redemptoris Mater» está destinada a la celebración de la liturgia, especialmente algunas celebraciones presididas por el Santo Padre. Por eso, no sólo se ha cuidado la decoración en mosaico, sino tam­bién una digna reestructuración de todo el espacio, donde el Sucesor de Pedro podrá desarrollar, en un espléndi­do marco de belleza y piedad, su ministerio litúrgico: con el altar para el banquete sacrificial de Ia Eucaristía, el ambón para la proclamación de la Palabra de Dios, la cátedra para la oración y el magisterio de su enseñanza apostólica.

A la Capilla «Redemptoris Mater» se podría aplicar, por analogía, cuanto se lee en la inscripción colocada bajo el trono del etimasia, en la parte central superior del arco del triunfo en mosaico de la Basílica de Santa María la Mayor, monumento significativo del misterio de la Encarnación y de la Maternidad divina de María proclamada en Éfeso: «Xystus Episcopus plebi Dei». Con esta inscripción el Pontífice Sixto III, Obispo de Roma, ofrecía al pueblo de Dios la restaurada Basílica del Esquilino dedicada a la Madre de Dios.

Podemos afirmar que Juan Pablo II ha transformado sabiamente el regalo que le hizo el Colegio Cardenali­cio con ocasión de su 50° aniversario de sacerdocio en un regalo hecho a Dios, a su gloria y a todo el pueblo de Dios. Quedará en el futuro como memorial de un largo y significativo pontificado que ha llenado de luz, de sabi­duría y de humanidad los últimos decenios del segundo milenio y el alba del tercero con una referencia particu­lar e incisiva a Cristo, el Redentor del hombre, y la Virgen, la Madre del Redentor,

 

+ PIERO MARINI
Obispo titular de Martirano
Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias

             

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