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  Marcos de Aviano (1631-1699)

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Nació en Aviano el 17 de noviembre de 1631 en el seno de una familia acomodada. Fue bautizado ese mismo día con el nombre de Carlo Domenico. Juntamente con sus diez hermanos, recibió en su pueblo natal una buena formación espiritual y cultural, que se perfeccionó en los años 1643-1647 en el colegio de los jesuitas de Gorizia. Allí amplió su cultura clásica y científica e intensificó su vida de piedad, participando en las congregaciones marianas.

El clima épico de guerra que se libraba por entonces entre la República de Venecia y el Imperio turco influyó decisivamente en la vida del joven Carlo. Impulsado por el deseo de dar su vida por la defensa de la fe, abandonó el colegio de Gorizia y se dirigió a Capodistria. Allí, agobiado por el hambre y las fatigas del viaje, llamó a la puerta del convento de los capuchinos. El superior, además de darle comida y alojamiento, le aconsejó que volviera cuanto antes a la casa de sus padres.

Durante la breve permanencia con los capuchinos de Capodistria, iluminado por la gracia, descubrió que podía realizar de modo diferente su vocación al apostolado y al martirio. Así, decidió abrazar la austera vida capuchina. En septiembre de 1648 entró en el noviciado de Conegliano y el 21 de noviembre de 1649 emitió la profesión religiosa con el nombre de Marco de Aviano. Después de los estudios de filosofía y teología, el 18 de septiembre de 1655 fue ordenado sacerdote en Chioggia.

Destacó por su intensa oración y por su fidelidad a la vida común, vivida en la humildad y el ocultamiento, y animada por el celo y la observancia de las reglas y constituciones de la Orden.
Desde el año 1664, en el que obtuvo el "carné de predicación", dedicó todas sus energías al apostolado de la palabra por toda Italia, principalmente en los tiempos fuertes de Cuaresma y Adviento. También desempeñó cargos de gobierno:  en 1672 fue elegido superior del convento de Belluno, y en 1674 fue nombrado director de la fraternidad de Oderzo.

El 8 de septiembre de 1676, fue enviado a predicar al monasterio de San Prosdócimo, en Padua. Allí, por su oración y su bendición, se curó instantáneamente la monja Vincenza Francesconi, que desde hacía trece años yacía enferma en cama. También en Venecia, un mes después, se verificaron acontecimientos extraordinarios parecidos, de forma que comenzó a difundirse por doquier su fama de santidad y cobró más crédito su predicación.

Sin turbarse por ello, prosiguió con sencillez su apostolado de la palabra. En especial, exhortaba a sus oyentes a incrementar su vida de fe y su vivencia cristiana, a arrepentirse de sus pecados y hacer penitencia.

La noticia de sus milagros y curaciones extraordinarias hizo que fuera cada vez más requerida su presencia, especialmente por reyes y soberanos. En sus últimos veinte años de vida tuvo que realizar, por obediencia a sus superiores de la Orden o a la Santa Sede, fatigosos viajes apostólicos por toda Europa.

Mantuvo una relación especial con el emperador Leopoldo I de Austria, a cuya corte tuvo que dirigirse catorce veces, sobre todo en los meses de verano. Participó activamente en la cruzada anti-turca en calidad de legado pontificio y de misionero apostólico. Contribuyó de manera decisiva a la liberación de Viena del asedio turco, el 12 de septiembre de 1683. De 1683 a 1689 tomó parte en las campañas militares de defensa y liberación de Buda, el 2 de septiembre de 1686, y de Belgrado, el 6 de septiembre de 1688. Favorecía la armonía dentro del ejército imperial, exhortaba a todos a una auténtica conducta cristiana y asistía espiritualmente a los soldados.

En los años siguientes realizó una gran actividad para restablecer la paz en Europa, sobre todo entre Francia y el Imperio, y para promover la unidad de las potencias católicas con vistas a la defensa de la fe, siempre amenazada por los turcos.

En mayo de 1699 emprendió su último viaje hacia la capital del Imperio. Su salud, ya frágil, se deterioró cada vez más, hasta el punto de que tuvo que interrumpir toda actividad. El 2 de agosto recibió en el convento la visita de la familia imperial y, a continuación, la de los más ilustres personajes de Viena. Diez días después, el nuncio apostólico le llevó personalmente la bendición apostólica del Papa Inocencio XII. Recibió los últimos sacramentos y renovó su profesión religiosa. Murió el 13 de agosto de 1699, apretando entre sus manos el crucifijo, asistido por sus augustos amigos el emperador Leopoldo y la emperatriz Eleonora.

 

 

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