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SANTA MISA EN SUFRAGIO DEL SIERVO DE DIOS PAPA PABLO VI
EN EL XXX ANIVERSARIO DE SU MUERTE

HOMILÍA DEL CARDENAL GIOVANNI BATTISTA RE

Altar de la Cátedra, Basílica de San Pedro
Miércoles 6 de agosto de 2008

 

En la luz mística de la solemnidad de la Transfiguración de nuestro Señor de hace treinta años, el siervo de Dios Pablo VI concluyó su vida terrena y entró en la  eternidad. El  6  de agosto, el mismo día que, al inicio de su pontificado, había elegido como fecha para su primera encíclica —Ecclesiam suam (1964)— fue también la fecha de su muerte.

Para el mundo, aquella muerte llegó más bien de forma inesperada, porque el miércoles anterior, día 2 de agosto, el Papa había celebrado la tradicional audiencia general con su estilo acostumbrado; el jueves, día 3, había recibido en audiencia al presidente Pertini; y el viernes, día 4, había trabajado, escribiendo incluso la alocución para el Ángelus del domingo 6.

Para él, en cambio, la muerte no llegó de modo inesperado. Desde hacía tiempo, en encuentros privados, decía que ya sentía cercana la muerte, y luego cercanísima, pero lo decía con gran serenidad, manifestando la clarividencia de quien siente que le están fallando las fuerzas, pero quiere seguir sirviendo con amor hasta el final, sin renunciar a ninguno de sus compromisos. Su muerte fue un testimonio de amor y de fidelidad.

Al ser elegido Papa tomó el nombre de Pablo porque, como explicó él mismo, era el apóstol "que amó a Cristo de modo supremo; que deseó y se esforzó en sumo grado por llevar el Evangelio de Cristo a todas las gentes; que por amor a Cristo dio su vida" (Homilía en la misa de coronación, 30 de junio de 1963).

Desde hacía cuatro siglos ningún Papa había tomado ese nombre. La elección indicaba cierta afinidad de ideales del nuevo Pontífice con el Apóstol que se sintió llamado a llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra, con el Apóstol que había presentado a Cristo como alfa y omega de la creación, como sentido y meta de la historia, y que había puesto a Cristo en el centro de su corazón y de toda su vida.

A ejemplo del Apóstol de los gentiles, Pablo VI fue apasionado por Cristo. Más aún, podemos  decir  que su espíritu era el espíritu del apóstol san Pablo, que se puede sintetizar con un nombre:  Jesucristo. "Para mí vivir es Cristo" (Flp 1, 21).

Sobre la centralidad de Cristo, rostro de Dios y nuestro único Maestro, el Papa Pablo VI tuvo palabras admirables, comenzando por las del discurso con que inauguró la segunda sesión del concilio Vaticano II:  "Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término. (...) Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestras almas fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles" (Discurso del 29 de septiembre de 1963Concilio Vaticano II, Constituciones, decretos y declaraciones, BAC, Madrid 1965, p. 761).

Esta espiritualidad cristocéntrica marcó profundamente su modo de concebir el servicio petrino. Con profunda convicción indicó que el secreto para llevar a cabo la actualización recomendada por el Concilio consistía ante todo en asimilar interiormente su espíritu con actitud de obediencia a Cristo (cf. Ecclesiam suam, 53).

Su gran amor a Cristo llevó a Pablo VI también a una tierna devoción a la Madre de Cristo y Madre nuestra, la Virgen María:  un amor que aprendió y cultivó desde la niñez, cuando frecuentaba el santuario de la Virgen de las Gracias, muy cercano a su casa en Brescia.

Al amor a Cristo y a la Virgen Pablo VI unió siempre el amor a la Iglesia. Un amor no abstracto, sino real, hecho también de esfuerzo y de sufrimiento íntimo por la Iglesia, a la que definía "Madre benigna y ministra de la salvación de toda la sociedad humana" (Ecclesiam suam, 1); por la Iglesia que no habla con palabras suyas, sino que tiene la misión de comunicar la palabra de Dios, que es Jesucristo, para llevar al hombre el anuncio del Evangelio, anuncio de liberación, de crecimiento y de progreso.

Una Iglesia amada hasta el final, como testimonió con su vida y expresó de modo conmovedor en su Meditación ante la muerte:  "Puedo decir que siempre he amado a la Iglesia (...) y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).

Como Papa, vivió y proclamó la fe con incansable solicitud, y defendió con valentía su integridad y pureza. Aprovechó todas las oportunidades para dar a conocer la palabra de Dios y el pensamiento de la Iglesia. Como el apóstol san Pablo, fue evangelizador por los caminos del mundo. Convocó un Sínodo dedicado al tema de la evangelización, y la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi es un texto muy rico de contenido.

Como es sabido, en aquellos años la barca de la Iglesia tuvo que navegar contra viento y marea en un mar sacudido por contrastes. Fueron años difíciles para el magisterio y para el gobierno de la Iglesia:  los años de la contestación. Y Pablo VI tuvo que regir con mano firme el timón de la barca. Con gran fuerza y valentía se comprometió en la defensa del depositum fidei.

En 1967, con ocasión del XIX centenario del martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, convocó el Año de la fe, que clausuró pronunciando, en 1968, el Credo del pueblo de Dios, en el que señaló a los teólogos y a toda la Iglesia los puntos firmes esenciales de los que no es lícito alejarse, y reafirmó solemnemente las verdades fundamentales del cristianismo.

Tuvo una profunda conciencia de su deber de ser custos fidei. En medio de la crisis que afectó al lenguaje y al pensamiento, trató de presentar a los hombres de su tiempo las verdades de Dios en su integridad, esforzándose por hacerlas inteligibles a fin de que pudieran ser aceptadas de buen grado.

El texto más duramente criticado y contestado del magisterio del Papa Pablo VI, así como el más sufrido y el que puso más de relieve la grandeza de ese Pontífice, es la encíclica Humanae vitae, de cuya publicación este año se celebra el cuadragésimo aniversario.

Para Pablo VI se trató de una decisión difícil y sufrida. Era consciente de las oposiciones que suscitaría, pero no huyó de su responsabilidad. Hizo estudiar y estudió personalmente a fondo el problema, y luego tuvo la valentía de tomar su decisión, aun sabiendo que iba contra la cultura dominante y contra lo que esperaba la opinión pública. Se trataba de una ley divina, escrita por la mano creadora de Dios en la misma naturaleza de la persona humana, y el Papa no podía cambiarla sino sólo interpretarla.

En la historia de la Iglesia Pablo VI será siempre el Papa del concilio Vaticano II, porque, aunque lo convocó el Papa Juan XXIII, fue él quien lo prosiguió y lo guió con sabiduría, prodigándose después para que fuera correctamente aplicado. Pero también será el Papa que amó al mundo moderno y admiró su riqueza cultural y científica.

Apreció y amó al mundo de hoy con sus progresos, con sus maravillosos descubrimientos, con las ventajas y beneficios que ofrecen la ciencia y la técnica, pero también con sus problemas persistentes y aún no resueltos, y con sus inquietudes y esperanzas. Al respecto dijo:  "No penséis ayudar al mundo asumiendo sus pensamientos, sus costumbres, sus gustos, sino estudiándolo, amándolo y sirviéndolo".

El gran anhelo de Pablo VI fue servir al hombre de hoy, en sus miserias y en sus grandezas, sosteniéndolo a lo largo de su camino en la tierra e indicándole al mismo tiempo la meta eterna, en la cual únicamente puede encontrar plenitud de sentido y de valor el esfuerzo que realiza cada día aquí abajo.

El Papa Montini miró a nuestro mundo moderno con simpatía. Un día dijo:  "Si el mundo se siente extranjero con respecto al cristianismo, el cristianismo no se siente extranjero con respecto al mundo".

Pablo VI, sensible a los anhelos y a las inquietudes del hombre moderno, fue un Papa de diálogo, atento a no cerrar nunca las puertas al encuentro. Decía:  "La Iglesia y el Papa, al abrirse al mundo, ven a muchas personas que no creen. De aquí el estilo que debemos tener:  diálogo con todos, para anunciar a todos la bondad de Dios y el amor que Dios siente por cada hombre".

Para Pablo VI el diálogo era la expresión del espíritu evangélico que trata de acercarse a todos, que trata de comprender a todos y de hacerse comprender por todos, a fin de instaurar un estilo de convivencia humana caracterizado por apertura recíproca y pleno respeto en la justicia, en la solidaridad y en el amor. Diálogo incluso con los que se han desviado, a fin de que vuelvan al camino.

En un mundo pobre de amor y surcado por problemas y violencias, Pablo VI trabajó por instaurar una civilización inspirada en el amor, en la que la solidaridad y el amor llegaran hasta donde la justicia social, por más importante que sea, no podía llegar.

La civilización del amor que es preciso construir en los corazones y las conciencias fue para el Papa Montini algo más que una idea y un proyecto:  fue la guía y el compromiso de toda su vida.

Por esta nueva civilización Pablo VI se prodigó sin escatimar esfuerzos, orando y actuando, renovando las estructuras de la Iglesia, saliendo él mismo al encuentro de todos los hombres de buena voluntad y buscando todas las ocasiones para difundir por doquier una palabra de esperanza, de paz y de invitación a superar los egoísmos y los rencores.

En el horizonte de la civilización del amor se debe entender su elevado magisterio social, en el que se hizo abogado de los pobres y denunció las situaciones de injusticia que, como dijo él mismo, "claman al cielo".

Fue muy sensible al problema del hambre en el mundo, al grito de angustia de los pobres, a las graves desigualdades sociales y a las desigualdades en el acceso a los bienes de la tierra.

El pontificado de Pablo VI quedó marcado por algunas iniciativas y algunos gestos que también hoy merecen nuestro aprecio.

Algunos de ellos permanecen en la historia y se pueden considerar una especie de "primados", pues era la primera vez que los realizaba un Pontífice. Es verdad que algunos fueron posibles gracias al progreso de su tiempo, pero eso no anula el mérito de quien los llevó a cabo por primera vez.
Él fue el primer Papa en volver a Palestina, de donde había venido san Pedro. Fue un viaje de gran valor simbólico, que manifestaba su mundo interior, su espiritualidad y su teología. Al realizarlo sólo seis meses después de su elección al pontificado y mientras se estaba celebrando el Concilio, quiso indicar a la Iglesia el camino para volverse a encontrar plenamente a sí misma y orientarse en la gran transición que se estaba llevando a cabo en la convivencia humana. En efecto, la Iglesia sólo puede ser auténtica y cumplir su misión si sigue las huellas de Cristo.

Aquel viaje fue el primero de una serie que el Papa Juan Pablo II hizo larga y fecunda. El cardenal Jacques Martin afirmó que un día escuchó a Pablo VI decir:  "Veréis cuántos viajes hará mi sucesor", porque estaba convencido de que las visitas pastorales a lo largo del mundo formaban parte de las tareas del Papa.

Pablo VI fue el primer Papa que, con un gesto ciertamente significativo, quiso renunciar a la tiara, quitándosela públicamente de la cabeza el 13 de noviembre de 1964 y donándola a los pobres. Con este gesto quería dar a entender que la autoridad del Papa no se debe confundir con un poder de tipo político-humano.

Pocas semanas después realizó el viaje apostólico a la India, que tanto influyó en su magisterio social. La renuncia a la tiara asumió el valor de un gesto programático de humildad y de solidaridad con los más necesitados, símbolo de una Iglesia que pone a los pobres en el centro de su atención y se acerca a ellos con respeto y amor, viendo en ellos a Cristo. Como sabéis, la tiara se vendió a un museo de Estados Unidos y el dinero obtenido se envió a la India para los pobres.

Pablo VI fue el primer Papa que se dirigió a la ONU, donde se presentó como un peregrino que desde hacía dos mil años tenía un mensaje para entregar a todos los pueblos, el Evangelio del amor y de la paz, y que por fin podía encontrarse con los representantes de todas las naciones a fin de entregarles ese mensaje.

Ese discurso tuvo gran eco. Algunas de sus frases se han hecho célebres:  "Nunca jamás la guerra. Nunca jamás el uno contra el otro, o el uno sobre el otro, sino el uno para el otro, el uno con el otro".

Pablo VI fue también el Papa que abolió la corte pontificia y quiso que el Vaticano tuviera un estilo de vida sencillo; y el Papa que reformó la Curia, haciéndola más eficiente, más pastoral y más internacional. Además, fue el Papa que instituyó la Jornada mundial de la paz, que se celebra el 1 de enero, como compromiso y deseo, para que sea la paz y no la guerra la que rija el destino de la humanidad.

Al cumplirse treinta años desde que Pablo VI cruzó la misteriosa puerta de la eternidad, nosotros —en esta basílica donde se conserva su tumba, no lejos de la del apóstol san Pedro— lo recordamos dando gracias a Dios por el luminoso testimonio que dejó este Sucesor de Pedro.

Queremos agradecer al siervo de Dios Pablo VI su apasionado amor a Cristo, a la Iglesia y al mundo; su ejemplo de vida espiritual; sus enseñanzas y todo lo que hizo por combatir las injusticias y las violencias, y por instaurar en el mundo la civilización del amor y la paz.

Que la Virgen, a la que Pablo VI amó tiernamente y proclamó "Madre de la Iglesia", interceda para que la luz de las enseñanzas y del testimonio de Pablo VI siga iluminando el camino de la Iglesia y de la sociedad.

 

 

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