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HOMILÍA DEL CARDENAL GIOVANNI BATTISTA RE
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN EL 25 ANIVERSARIO DE LA PROCLAMACIÓN DE SANTO TORIBIO
COMO PATRONO DEL EPISCOPADO DE AMÉRICA LATINA


Iglesia de Santa Anastasia en el Palatino
Viernes 9 de mayo de 2008

En esta basílica de Santa Anastasia, en la que hay un altar dedicado a santo Toribio, estamos reunidos para conmemorar el 25° aniversario de la proclamación de santo Toribio de Mogrovejo como patrono del Episcopado de América Latina. Las razones de esta proclamación de parte del Papa Juan Pablo II son claras: santo Toribio, evangelizador en América del sur, es un pastor ejemplar al cual podemos mirar como a un modelo de santidad personal, maestro en la fe, entregado santificador e iluminadora guía pastoral. Al mismo tiempo, es intercesor de gracias en el cielo a favor especialmente de los pastores de América Latina.

América Latina ha llegado a ser un continente mayoritariamente católico, de fe cristiana vigorosa y de extraordinaria creatividad, gracias a pastores como santo Toribio de Mogrovejo que supieron plantar la fe sólidamente y trabajaron con ardor para que echara raíces profundas.

Celebramos esta efeméride en circunstancias significativas: la Pontificia Comisión para América Latina está recordando los cincuenta años de su creación por obra del Papa Pío XII (1958), y estamos a casi un año de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano en Aparecida.

Dicha Conferencia, como es sabido, tuvo como tema central: "Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que en él tengan vida. "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6)". Se trata de un tema que es la puesta por obra del mandato de Jesús que acabamos de escuchar en el evangelio que ha sido proclamado hace pocos minutos: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). La vida y acción pastoral del santo arzobispo de Lima fue una puesta en práctica de este mandato del Señor; y leída a la luz del Documento de Aparecida su obra adquiere extraordinaria novedad y se nos revela como anticipación profética: es la novedad perenne del Evangelio y la profecía constante de la santidad. En efecto, santo Toribio fue fiel discípulo de Jesucristo, que anunció la buena nueva en los vastos ámbitos de los Andes, fue buen pastor que ama su rebaño, cuya voz conocen las ovejas y que está dispuesto a dar su vida por ellas. Fue asimismo misionero de talla excepcional.

En toda vocación hay un designio misterioso del amor de Dios. Es él quien llama y confía una misión. La fecundidad de una existencia humana deriva de la fidelidad a esta misión. Así vemos la vocación de Jeremías, de la cual nos ha hablado la primera lectura de la misa: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí" (Jr 1, 5). Así también fue para santo Toribio.

Toribio de Mogrovejo, eximio jurista de Salamanca y juez en Granada, había ya decidido consagrarse al Señor y había recibido la tonsura, cuando el rey de España lo propuso al Papa como arzobispo metropolitano de Lima: una arquidiócesis de proporciones enormes y con diez obispos sufragáneos. Toribio contaba entonces con treinta y nueve años de edad.

En un primer momento experimentó cierta dificultad para aceptar el nombramiento de parte del Papa, considerando demasiado alta la misión que se le quería confiar, pues el episcopado se le mostraba —y más aún tratándose del arzobispado de Lima— como un peso superior a sus fuerzas. Pero luego supo ver en esta decisión del Papa la mano de la Providencia divina y terminó por aceptar. Fue inmediatamente ordenado diácono, sacerdote y obispo.

Su excelente preparación como teólogo y jurista, que fue sólida y profunda, y su corazón de ardoroso espíritu misionero, hicieron de él una figura fundamental de la historia de la evangelización del nuevo mundo y un gran defensor de los indígenas.

Con gran resolución, comenzó por aprender quechua, para así poder ser entendido por la gente simple. Concibió su ministerio pastoral como un compromiso misionero para anunciar a Cristo a todos. Estaba convencido de que la fe cristiana estaba abierta a cada cultura y era un don proporcionado al corazón de cada hombre y cada mujer, incluidos también aquellos del continente recientemente descubierto.

Llegó a Perú el 11 de enero de 1581 y allí permaneció hasta su muerte, veinticinco años después. El gran Perú de 1581 tenía siete millones de kilómetros cuadrados y la arquidiócesis, que iba de Panamá a la tierra austral, comprendía diez obispados. A la extensión se sumaba la configuración contrastante y dura de su territorio y la diversidad de lenguas. Y estaban los conflictos entre las diversas órdenes religiosas, las discrepancias con el virrey, las vastas poblaciones indígenas por evangelizar y la inmensidad de la grey cristiana por visitar y apacentar.

Toribio, al llegar, sin pérdida de tiempo inició su labor pastoral: su mente clara de jurista, su aguda inteligencia, su celo de pastor, le van a ir sugiriendo los modos y los medios. Fue claro para todos que era un hombre de Dios, que tenía doctrina, virtud y carácter. Su antecesor ya había convocado, pero no celebrado, el III Concilio Limense. Toribio renovó en seguida la convocatoria y lo celebró a partir del 15 de agosto de 1582. Acudieron ocho obispos —dos no pudieron—, ocho provinciales y superiores de órdenes religiosas, cinco teólogos —entre ellos, el jesuita José de Acosta—, letrados, juristas y procuradores de cabildos catedralicios.

Del III Concilio limeño brotaron el catecismo —que contiene el manual de la "Doctrina cristiana", resumen de las principales verdades de la fe cristiana—, el "Catecismo breve", con preguntas y respuestas, y el "Catecismo mayor", que seguía el modelo del catecismo tridentino, todos en tres lenguas, español, quechua y aymara. Del III Concilio salió también el Confesionario para los curas de indios y el Sermonario, ambos trilingües. Estos catecismos y obras auxiliares traducían al quechua y al aymara conceptos sutiles y difíciles, y fueron instrumento de cultura al convertirse en cartilla para enseñar la lengua castellana a los indígenas y las lenguas indígenas a los españoles y mestizos. Fue una obra de auténtica inculturación, en la que se realizaba lo que diría Pío XII: la Iglesia civiliza evangelizando.

Del III Concilio Limense cabe subrayar el fomento de la vida sacramental y la formación de sacerdotes, y el cuidado en la elección de los curas y doctrineros. Santo Toribio de Mogrovejo fundó en 1591 el primer seminario conciliar del nuevo mundo, aplicando en su disciplina, espíritu y programas, cuanto el Concilio de Trento había establecido.

Toribio también celebró otros dos concilios provinciales y diez sínodos episcopales, emanando normas para las nuevas situaciones de la vasta realidad de la Iglesia americana a él confiada.
Podemos decir que la legislación emanada por santo Toribio sirvió de guía a la Iglesia de América del sur durante tres siglos, hasta el Concilio Latinoamericano de 1899. Toribio de Mogrovejo fue el gran organizador de la Iglesia del virreinato del Perú, que abarcaba de Panamá a la tierra austral. Y, en este sentido, es considerado también uno de los grandes forjadores de la sociedad peruana.

En breves palabras, Toribio de Mogrovejo fue discípulo ejemplar de Jesucristo, a quien seguía y amaba por encima de la propia vida. Fue, como él, buen pastor al servicio de las almas, sobre todo de las más desamparadas, como los indígenas y los pobres. Vivió un amor concreto y heroico a la Iglesia, con acatamiento y obediencia al Papa. El centro de sus jornadas era la Eucaristía; fue hombre de mucha oración, de fe acrisolada, de exigencia austera consigo mismo. Fue asimismo misionero de talla excepcional catequizando, predicando y administrando los sacramentos en primera persona. Bautizó personalmente a más de un millón de indígenas y confirmando seiscientas mil personas, como lo dice con sencillez en su carta al Papa Clemente VIII. Sus biógrafos afirman que, cuando la muerte lo sorprendió en plena visita pastoral, en Zafia, había recorrido a pie y a lomo de mula, cuarenta mil kilómetros.

Toribio de Mogrovejo realizó de modo admirable el espíritu misionero subrayado en el Documento de Aparecida que dice: "La diócesis, en todas sus comunidades y estructuras, está llamada a ser una comunidad misionera. Cada diócesis necesita robustecer su conciencia misionera, saliendo al encuentro de quienes aún no creen en Cristo en el ámbito de su propio territorio, y responder adecuadamente a los grandes problemas de la sociedad en la cual está inserta. Pero también, con espíritu materno, está llamada a salir en búsqueda de todos los bautizados que no participan en la vida de las comunidades cristianas" (n. 168).

Desde el inicio de su labor pastoral, Toribio se propuso la atención y promoción de los indígenas, considerándolos en su dignidad de personas y de hijos de Dios. "Para Toribio de Mogrovejo en todo hombre había luces y sombras y estaba convencido de que lo que requerían los indios en dura sumisión por la conquista era una dedicación mayor y una caridad más extremada" (José Agustín de la Puente Candamo, La contribución de Santo Toribio a la formación del Perú, en Toribio de Mogrovejo, misionero, santo y pastor, p. 26). "En vez de considerar a españoles e indígenas como dos mundos separados, debemos considerar la universal república de los indios y los españoles como una sola y no como dos diversas", decía el padre Acosta en su De Procuranda indorum salute, reflejando el pensamiento del santo obispo.

En un tiempo en el cual la opinión dominante era que no se debería dar la Eucaristía a los indios a quienes consideraban de rudeza espiritual y poca capacidad humana, santo Toribio se preocupó de que también los indígenas, bien preparados, recibieran con frecuencia la Eucaristía.

Toribio de Mogrovejo puso al servicio de la promoción de los indígenas su capacidad organizativa y su celo pastoral en el campo de la evangelización, con los varios catecismos en sus propias lenguas y misionando él personalmente entre ellos durante 25 años; en el campo de la educación, con la fundación de diversas escuelas y centros de enseñanza; y en el campo de la promoción humana, aprendiendo él sus lenguas para mejor comprenderlos y ayudarlos y compartiendo su vida y afanes. Y es que en el santo arzobispo de Lima veían los indígenas la imagen viva de Jesucristo, y Toribio, en ellos, a él servía amorosamente.

Al conmemorar los veinticinco años de la proclamación de santo Toribio como patrono del Episcopado latinoamericano, el santo arzobispo de la "ciudad de los reyes" se nos revela como figura entrañable y actual, auténtico modelo de discípulo y misionero de Jesucristo, según el espíritu de la Conferencia de Aparecida.

Expreso el deseo de que el testimonio de vida de este extraordinario obispo continúe iluminando el camino de América Latina y de la Iglesia católica entera, mientras pedimos a santo Toribio que proteja a América Latina y la ayude a ser fiel a aquella identidad católica que la caracteriza y por la cual santo Toribio tanto se entregó.

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