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Domingo 14 Mayo – DISCURSO DE Bienvenida a los Sacerdotes

EMO. CARDENAL DARÍO CASTRILLÓN HOYOS, PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

 

  1. En nombre del Santo Padre les doy a mis Hermanos Sacerdotes, acudidos aquí de todo el mundo, la bienvenida más cordial y cariñosa en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En vosotros quiero saludar a los Hermanos Sacerdotes de los cinco continentes y de los tantos países que representáis, junto con los religiosos y los fieles de vuestras parroquias y comunidades. Quiero saludar con veneración especial a los Sacerdotes ancianos, que nos brindan el testimonio de la fidelidad con su larga vida sacerdotal. Sé que algunos de ellos superaron los 90 años de edad y que todavía, providencialmente, siguen comprometidos en su ministerio. A los jóvenes sacerdotes que, no obstante las dificultades y las tentaciones del mundo, se dedicaron al Señor, ¡les tributamos toda nuestra estima! Ellos tienen la responsabilidad entusiasmante de la continuidad del Evangelio en el tercer milenio. Y cómo podría no expresar sentimientos de estima para quien, en el pleno de su juventud, y la madurez sacerdotal, desde años lleva el dulce peso de la Iglesia. ¡Sean todos bienvenidos!

El Jubileo, que nos llama a celebrar, en profundo espíritu de gratitud, conversión y reconciliación, el gran misterio de la Encarnación del Verbo, después de 2000 años su nacimiento, para nosotros sacerdotes tiene un sentido especial. En efecto, como guías del pueblo santo y solidarios en lo fragilidad del pecado personal, debemos presentarnos delante de los hermanos en estrechamente unidos con el Papa y los Obispos, para superar con fe y esperanza la Puerta santa que nos abre el amor de Dios, invitándonos a vivir la caridad con Él y los hermanos.

De nuestro interés personal y de nuestro convencimiento de fe, depende, en gran medida, el hecho de que este año jubilar sea «realmente año de gracia, año de perdón de los pecados y de los castigos por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y penitencia sacramental y extrasacramental " (Tertio Millennio Adveniente, n. 14).

Como evangelizadores, como el Sumo Pontífice, «al cruzar el umbral de la Puerta santa, le enseñaremos a la Iglesia y al mundo el Santo Evangelio, fuente de vida y esperanza para el tercer milenio " (Ibid.). "Por la Puerta santa (n. 13), Cristo nos va a introducir más profundamente en la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa". Así se puede entender la riqueza de significado de la llamada del apóstol Pedro, al escribir él que, unidos a Cristo, nosotros también, tan como piedras vivas, entramos en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para brindar sacrificios espirituales, gratos a Dios (cf. 1Pd 2,5).

Es motivo di alegría empezar nuestro itinerario jubilar en esta Basílica venerable de Santa María Mayor, casa de la Santísima Virgen. Ella, plena de gracia, plena de Espíritu Santo, abre su casa, o mejor dicho, abre a sí misma, "Ianua coeli", abre su corazón inmaculado para acoger a sus hijos dilectos, en su Hijo, sumo y eterno Sacerdote. "!En su seno, el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo se acompaña armónicamente con el reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre. Su culto, aunque precioso, de ninguna forma debe disminuir la dignidad y la eficacia de Cristo, único Mediador " (ibid. n. 28). María, constantemente dedicada a su Hijo divino, se propone a todos los cristiano como modelo de fe. La Iglesia, meditando sobre Ella con amor, y contemplándola a la luz del Verbo, hecho hombre, penetra más íntimamente el misterio de la Encarnación, identificándose cada vez más con su propio Esposo (cf. T.M.A. n. 43).

 

  1. En la casa de la Madre están todos los valores, y en especial, la fraternidad, la unión de los corazones, de santos intereses e intenciones, y de misión. Buscamos todo eso para llegar a esa nueva evangelización que a todos nos mueve para la fructificación del Gran Jubileo, y que encuentra en nosotros su mano de obra fundamental. En efecto, como señaló el Santo Padre: «el misterio jerárquico, signo sacramental de Cristo pastor y jefe de la Iglesia, es el responsable principal de la edificación de la Iglesia en la comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora» (Puebla 659).

  2. En las últimas décadas del siglo, hablamos mucho del episcopado, muchísimo de los laicos y muy poco de los presbíteros. Sin embargo, no podemos olvidar que, a fin de tener buenos Obispos y buenos fieles laicos, lo fundamental es tener santos presbíteros. Alguien llegó a teorizar que la escasez numérica de los sacerdotes, en algunas áreas, era providencial para la formación de los laicos, o que a tal penuria se debía responder enfatizando aun más los laicos. No se había entendido que esos análisis, acompañados por prácticas consiguientes, sólo servían para agravar la sintomatología del fenómeno.

    Hoy, domingo del Buen Pastor, en la casa de la Madre, entre hermanos, hace falta reconocer que la nueva evangelización, a la que no podemos renunciar, ni siquiera podría encaminarse y que sólo quedaría en su forma de «slogan» estéril " si no se privilegiara la pastoral vocacional de manera motivada, fuerte y universal. Los primeros responsables somos nosotros, conforme con nuestra convencida adhesión, interior y exterior, a nuestra identidad y a la consiguiente especificidad espiritual y apostólica que nos caracteriza. Los sacerdotes son los propulsores de todas las vocaciones: al ministerio ordenado, a la vida consagrada en sus distintas formas, al matrimonio etc. Es suficiente ser realista para que resulte evidente. Además, el Sacerdote es absolutamente insustituible. En algún caso, pueden darse formas de "suplencia " respetuosa, así como se perfilan en la reciente Instrucción interdicasterial "de Ecclesia Mysterio" y que, por cierto, bien conocéis, pero la suplencia no es un ideal y en el tiempo debemos tender a crear una situación que ya no requiera más la «suplencia». El laico debe poder ser plenamente laico según la perspectiva doctrinal y disciplinaria de la Exhortación apostólica post-sinodal "Christifideles laici", y el clérigo debe poder ser plenamente clérigo, desde el punto de vista del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, y del Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, y también de la mencionada Instrucción.

    Aquí estamos para que la Santa Virgen nos ayude en esta empresa, que parte de la santificación personal para luego irradiarse en todo lo demás.

     

  3. Encaminémonos, entonces, hermano queridos, por los senderos de María Santísima, por el justo camino de la conversión y estar así a la altura de lo que tiene que proponerse un jubileo sacerdotal.

  4. Nosotros sacerdotes apostamos todo en el amor más grande, y por lo tanto renunciamos al amor terreno de una mujer, así como la siempre Virgen, hizo con el amor terreno por un hombre. Nuestro "no tener relaciones con ninguna mujer " equivale al "no tener relaciones con ningún hombre " de María (cf. Lc 1,34).

     

  5. El Sacerdote no puede vivir sin amor: si tiene que ser un "padre" que engendra a otros en Cristo, debe haber amor... el mismo amor de la Santa Virgen. Como en María, que reunía armónicamente en sí virginidad y maternidad, así en el Sacerdote tiene que encontrarse la unión de la virginidad y la paternidad. La maternidad espiritual de María no fue un privilegio ajeno a lo humano, como no lo es la paternidad espiritual del Sacerdote. Cuando uno es visitado por la Gracia divina, nada impulsa al servicio de los demás cuanto el sentido de su propia escasez. El apurarse de María para la visitación, nos revela como Ella, la Sierva del Señor, se volvió la Sierva de Isabel. Para el Sacerdote María representa el ejemplo más espléndido: el de escuchar la voz del Cristo que está en él, sugiriéndole entregarse a todos los que «nos quieren en la fe» (Tit 3,15) y a toda la humanidad.

 

  1. En las bodas de Caná, María nos enseña en qué medida, como Sacerdotes, pertenecemos a la Iglesia y cuanto poco a nosotros mismos. Hasta ese momento, incluso durante el banquete, había sido llamada «la madre de Jesús» (Jn 2,1-3). Sin embargo, desde aquel entonces, se vuelve la «mujer» (Jn 2,5).

En Caná, la «madre de Jesús» le pide una manifestación de su papel mesiánico y de su divinidad. Nuestro Señor Le contesta que cuando haga un milagro y empezará su vida pública, entonces habrá llegado su «Hora», la Cruz. En el momento en que el agua, delante de sus mirada, «se convierte en vino», la Beata Virgen desaparece como madre de Jesús para convertirse en la Madre de todos los que en Él serán redimidos. En la Sagrada Escritura ya no se menciona ninguna palabra suya. Había pronunciado sus últimas palabras en un espléndido saludo de despedida que va a dejar sus ecos en nuestros corazones hasta el fin de los siglos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

 

  1. Ahora es la «Madre universal», una mujer cuyos hijos son más numerosos que los granos de arena del mar.

Con el ejemplo y el benéfico influjo de María, nos damos cuenta cada vez más – en cuanto a la apertura interior y el estilo de vida – de que actuamos en una comunidad particular, que estamos engoznados en una Diócesis o en un Instituto de vida consagrada o en una Prelacía, que aunque estamos en un pueblo o en una ciudad, pero pertenecemos al mundo, a la misión, y nuestro horizonte se pierde en más allá de cualquier campanario. Y sin embargo, sabemos que en el perímetro de aquel campanario, de ese sector particular, actuamos católica y universalmente. Más vivimos la misión del Cristo, más amamos todos y a cada uno. Como la Virgen, que a los pies de la Cruz se convirtió en la «madre» de todos los hombres, el Sacerdote se convierte en el «padre».

 

  1. El amor a María, la unión con Ella nos preserva de los grandes males del funcionalismo (cf. Directorio para el ministerios y la vida de los Presbíteros, n. 44) y del democraticismo (cf. Ibid, n. 17). Para nosotros no puede existir un «horario fuera de servicio». Estamos en servicio de caridad pastoral, siempre, en cualquier lugar y para cualquier hermano: en el altar, en el confesionario, en el púlpito, pero también en los hospitales, en las cárceles, en los aviones, en las estaciones, en un restaurante, en un campo deportivo, en la calle. Nada de lo que es humano nos es ajeno. Cada alma es, potencialmente, o un convertido o un santo.

María, en la Pasión, nos enseña la compasión. Los santos menos indulgentes con sí mismos son los más indulgentes con los demás. Si tuviéramos que vivir una vida secularizada o tan sólo aguada, no podríamos ser Pastores verdaderos, seríamos incapaces de alumbrar y de aliviar. El Sacerdote que mira hacia el ejemplo del corazón del Buen Pastor, ve a María en las cenizas de la vida humana: La ve vivir en el medio del terror, entre los pobres, los marginados y los pecadores de cada tipo. La Inmaculada está con los manchados, la Inocente está con los pecadores. No lleva rencor ni amargura, sólo piedad, piedad y piedad porque ellos no entienden o no saben que amar es advertir ese Amor que están condenando a muerte.

En la pureza, María está en la cumbre de la montaña; en la compasión está en el medio de las maldiciones, las celdas de los condenados a muerte, las camas de los enfermos, y las miserias de todo tipo. Un ser humano puede llegar a obsesionarse hasta el punto de rechazar pedir perdón a Dios, pero ¡no puede exentarse de invocar la intercesión de la Madre di Dios!

Como Sacerdotes, cada pena, cada llaga del mundo es nuestra pena, nuestra llaga. Mientras esté un Sacerdote inocente encerrado en una prisión, en los lugares donde ser ministro de Dios, fiel al Vicario de Cristo es delito, también yo estaré en la cárcel. Mientras haya un misionero sin techo, yo tampoco tendré una casa. ¡Si no hay coparticipación, tampoco puede haber compasión!

El Sacerdote nunca se quedará mirando, sin intervenir, la hostilidad del mundo hacia Dios, a sabiendas que la colaboración de María fue real y activa hasta los pies de la cruz. En todas las representaciones de la Crucificción, la Magdalena está postrada; al contrario, María, está parada, de pie. Y para nosotros esto es una enseñanza.

 

  1. Finalmente, estamos en el tiempo de nuestra muerte. Miles de veces le habremos pedido a María que rezara para nosotros "en la hora de nuestra muerte". Cotidianamente habremos anunciado la muerte del Señor en la Eucaristía, proclamando su Resurrección, en la espera de su llegada (cf. 1 Cor 11,26). Llegaremos al final, per no al final de nuestro sacerdocio, porque éste no va acabar nunca: «Tú eres para siempre sacerdote a la manera de Melquisedec» (Sal 110,4; Heb 5,6). Será el finalde la prueba. Será el momento cuando miraremos más intensamente hacia nuestra Reina para conseguir su intercesión. Veremos con los ojos de la fe, el Crucificado delante de nosotros y una vez más podremos escuchar esas palabras maravillosas: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27).

Dos son las palabras que salen repetidas veces de los labios del sacerdote: «Jesús» y «María». Él siempre ha sido Sacerdote. Ahora, en el tiempo de la muerte, es también víctima. El Sumo Sacerdote ha sido víctima dos veces: al venir en el mundo y al dejarlo. María estaba presente en ambos altares: en Belén y en el Calvario.. Estaba presente también en el Altar de nosotros Sacerdotes en el día de nuestra ordenación y volverá a estar a nuestro lado también en la hora de nuestra muerte.

 

  1. María, ¡Madre de los Sacerdotes! En Su vida siempre hubo dos amores: el amor por la vida del Hijo, el amor por la muerte del Hijo. Los mismos dos amores que prueba por cada Sacerdote, por cada uno de nosotros. En la Encarnación fue el eslabón de unión entre Israel y Cristo. En la Cruz y en la Pentecostés, fue el eslabón de unión entre Cristo y Su Iglesia. Ahora es el eslabón de unión entre Sacerdote-víctima y Aquel que «siempre intercede para nosotros en el Cielo».

En punto de muerte, seguramente cada uno de nosotros querrá ser puesto en los brazos de la Santa Madre, como lo fue Cristo, al que somos configurados y del que extendemos la acción redentora en el tiempo.

Sabemos bien, hermanos, que las palabras constitutivas del sacerdocio, «haced esto en memoria mía» – están vinculadas de forma indisoluble a la tarea de la Cruz, - «ahí tienes a tu madre» – y en especial se dirigen al amado discípulo, sobre todo como representante de los Apóstoles.

 

Para volver a nuestras raíces, para volver a descubrir nuestra identidad, para convertirnos y realizar nuestro Jubileo, para movernos con entusiasmo, de forma misionera, en la obra de nueva evangelización, tenemos que acoger a María en nuestra casa. De ahí tenemos partir nuevamente para ser fieles a Cristo.

De este Altar, bajo la mirada de nuestra Madre, en el seguimiento de los miles de santos Hermanos que nos precedieron y en las huellas del ejemplo luminoso del Santo Padre, deseo recoger la buena voluntad de todo hermano ordenado y gritar, con toda mi alma, y en nombre de todos, la riquísima expresión de Montfort:

«totus tutus ego sum et omnia mea sunt. prahebe mihi cor tuum, maria».

Me parece, queridos hermanos, que es en esta total entrega a la Virgen que podemos volver a encontrar la actitud más fiel a la consigna del divino Crucificado en el momento supremo del Santo Sacrificio. Y aquí nos encontramos en las fuentes de nuestra identidad de «Sacerdos et Hostia". ¡Sí, acojamos a María en nuestra casa para ser fieles a nuestra ontología!

 

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