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Miércoles, 17.05 - Los Santos hablan a los Sacerdotes

CONFERENCIA DE P. ANTONIO MARIA SICARI, OCD

SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS Y LOS SACERDOTES

 

Era un domingo de julio de 1887.

La adolescente Teresa Martin, al final de la Misa, cierra su libro de oraciones y he aquí que una imagen de Jesús Crucificado asoma por el margen: se ve sólo la mano clavada de Jesús y las gotas de sangre que parecen caer al vacío...

A continuación contará haber sentido una gran pena «al pensar que esa Sangre caía a tierra sin que nadie se precipitara a recogerla...» y que se había prometido a sí misma pasar la vida a los pies de la Cruz, para recoger la valiosa sangre de Cristo y donarla a las almas.

Iniciaba de este modo la misión eclesial de Teresa de Lisieux.

Es sorprendente la anotación que ella añadió inmediatamente después de este episodio: «También el grito de Jesús en la Cruz me retumbaba continuamente en el corazón: «¡Tengo sed!». Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo... Quería dar de beber a mi Amado y yo misma me sentía devorada por la sed de las almas. No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía del deseo de arrancarlos de las llamas eternas...» (cf. Ms A, 45v).

Así, hacia los catorce años, Teresa pensaba en los grandes pecadores e imploraba por la salvación de un conocido criminal que debía ser ajusticiado en la guillotina.

No pensaba para nada en los sacerdotes, pues estaba absolutamente convencida de la santidad de los mismos.

Sabemos que ya desde niña los identificaba con Jesús.

Contando su primera confesión, escribe:

«Madre dilecta, con cuánto cuidado ella me había preparado diciéndome que no era a un hombre, sino al Buen Dios a quien decía mis pecados. Estaba realmente convencida de ello, por lo cual me confesé con gran espíritu de fe preguntándole, incluso, si podía decir a Don Ducellier que le amaba con todo mi corazón, pues era a Dios a quien hablaba en su persona...» (cf. Ms A 16vº).

Pero cuando participó en la peregrinación a Roma, organizada por la Diócesis de Coutances y Bayeux (ciento noventa y cinco peregrinos, de los cuales setenta y tres eclesiásticos), sus ansías apostólicas empezaron a dirigirse sobre todo a los sacerdotes.

Explicó este cambio de forma sencilla, así:

«Rezar por los pecadores me atraía con fuerza, pero rezar por las almas de los sacerdotes, que creía más puras que el cristal, ¡me parecía extraño!... ¡Ah! En Italia he entendido mi vocación: no era ir demasiado lejos para un conocimiento tan útil... Durante un mes he vivido con muchos sacerdotes santos y he entendido que, si bien su sublime dignidad los alza por encima de los ángeles, ello no quita que sean hombres débiles y frágiles... Si sacerdotes santos, a los que Jesús llama en su Evangelio: «La sal de la tierra», muestran con su comportamiento una necesidad extrema de oraciones, ¿qué debemos decir de los que son templados? No ha dicho también Jesús: «¿Si la sal pierde su sabor, con qué podremos salarla?». ¡Oh Madre! ¡Qué hermosa es la vocación que tiene como objetivo conservar la sal destinada a las almas! Esta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstol de los apóstoles, rezar por ellos mientras evangelizan las almas con palabras y, sobre todo, con ejemplos...» (cf. Ms A 56rº).

 

Evidentemente, algo la impresionó de forma dolorosa durante esa peregrinación: incluso los sacerdotes más «santos» no escondían su propia debilidad y fragilidad, mostrando «con su comportamiento tener una extrema necesidad de oraciones»... ¿Qué pasaba entonces con los «templados», que gastaban «la sal destinada a las almas?».

La pregunta no escandalizaba a esta muchacha que iba a Roma para pedir al Papa León XIII la gracia para poder entrar en el Carmelo a los quince años. Más bien arrojaba una luz cegadora sobre su vocación, juzgada por muchos demasiado infantil todavía.

«No habiendo vivido jamás en intimidad [con sacerdotes] –explicaba Teresa- no podía entender el objetivo principal de la reforma del Carmelo».

Pero durante ese viaje al centro de la cristiandad esos eclesiásticos, tan evidentemente necesitados de oraciones y de contemplación, hicieron que Teresa se sintiera llamada a convertirse en «apóstol de los apóstoles».

No tenía aún quince años.

Y no tenía todavía diecisiete cuando, desde el Carmelo, felicita a su hermana por el nuevo año 1889 con estas palabras: «Celina, es necesario que en este nuevo año hagamos muchos sacerdotes («que nous fassions beaucoup de prêtres...») que sepan amar a Jesús» (cf. LT 101).

Por tanto, en el momento justo no tendría ninguna duda: «Lo que venía a hacer en el Carmelo lo he declarado a los pies de Jesús Hostia, en el examen que precedió mi profesión: «He venido para salvar a las almas y, sobre todo, para rezar por los sacerdotes»...» (cf. Ms A 69).

No vale la pena indagar con curiosidad sobre qué entendía Teresa por «necesidades espirituales» de los sacerdotes. Sabemos que durante el viaje hubo algún sacerdote joven que se mostró un poco demasiado atento hacia las dos hermanas Martin – las más jóvenes del grupo -, pero también en esto valió esa íntima protección que la misma Teresa resume en el conocido aforismo: «todo es puro para los puros» (cf. Ms A 57rº).

Tenemos, de todas formas, algunas indicaciones en las cartas de esos años.

En julio de 1989 escribe a su hermana: «¡Oh, mi Celina, vivamos para las almas, seamos apóstoles, salvemos sobre todo las almas de los Sacerdotes, que deberían ser más transparentes que el cristal! ¡Ay de mí, cuantos sacerdotes indignos, cuantos sacerdotes que no son suficientemente santos! Recemos, suframos por ellos y, en el último día, Jesús estará agradecido...» (cf. LT 94).

En octubre del mismo año añade:

«No existe más que Jesús que es; todo el resto no es. Amémoslo, entonces, hasta la locura y salvemos almas para Él. ¡Ay Celina, siento que Jesús exige de nosotras dos que apaguemos su sed dándole almas y, sobre todo, almas de sacerdotes!...» (cf. LT 96).

Es este un periodo durante el cual Teresa, en el claustro, sufre por la enfermedad de su padre, encerrado en una casa de cura, perdido en sus frecuentes alucinaciones y cuyo rostro oscurecido se asemeja siempre más al Santo Rostro de Cristo, velado por las humillaciones y las lágrimas.

Teresa quiere secar ambos rostros como Verónica, con la misma ternura.

Con su sufrimiento y su oración quiere ganar «almas» para Cristo, para que apaguen su sed dándole amor y sufriendo con Él y para Él.

Está convencida que Jesús espera amor, sobre todo por parte de sus sacerdotes.

Cuando Teresa habla de sacerdotes «indignos», de sacerdotes «no suficientemente santos», no tiene en mente una casuística moral o unos comportamientos reprobables de los cuales tenga conocimiento, sino una sola cosa: el hecho que ellos se olviden del amor exclusivo que les ha sido prometido con su misma consagración, y que su pureza no sea la debida a la Eucaristía que tienen entre las manos.

En una carta escrita al mes siguiente de su profesión religiosa, ella habla con entusiasmo de su propia consagración virginal: «Pienso que el corazón de mi Esposo me pertenece sólo a mí, como el mío le pertenece sólo a Él». Pero, precisamente por esto, no se da paz ante el pensamiento que ciertas almas sacerdotales se aparten de esta unión exclusiva, y por ello insiste:

«Celina querida, te tengo que decir siempre la misma cosa. ¡Recemos por los sacerdotes! Cada día demuestra cuán escasos son los amigos de Jesús... Me parece que a Él lo que debe costarle más es la ingratitud, sobre todo viendo las almas a Él consagradas dar a otros ese corazón que le pertenece de forma tan absoluta...» (cf. LT 122).

Y no sólo le causa dolor la eventual traición, sino también esa poca delicadeza en tratar con Cristo que, en los sacerdotes, es signo de frialdad de corazón.

Una fórmula que se repite en los escritos de Teresa es la siguiente: hacen falta sacerdotes «¡qué sepan amar a Jesús, qué lo toquen con la misma delicadeza con la cual María lo tocaba en la cuna!...» (cf. LT 101).

Posteriormente, su pena y su oración se hacen más profundas cuando le dicen que a veces el amor del sacerdote por Jesús Eucaristía parece «envejecer», junto al de un pueblo cristiano extenuado, en una iglesia olvidada.

Es lo que sucede cuando, el 17 de julio de 1890, recibe esta triste carta de su hermana Celina:

«El otro día hemos entrado, por casualidad, en una iglesia pequeña y pobre (...). Pensaba que mis lágrimas traicionarían mi corazón, pues casi no podía contenerlas. Piensa: un Tabernáculo sin cortinas, verdadero agujero negro, quizá guarida de arañas, y un sagrario tan pobre que parecía de cobre, cubierto por un pedazo de tela sucia que ya ni siquiera tenía forma de velo para la Eucaristía. Y en el sagrario, sólo una hostia. ¡Ay, no hacen falta más en esa parroquia! Ni siquiera una comunión al año, salvo el tiempo de Pascua. En estas zonas rurales hay sacerdotes toscos que tienen la iglesia cerrada todo el día. Por otra parte, son ancianos y sin ningún recurso...».

El día siguiente – mientras la hermana se preocupaba de comprar un nuevo cáliz y en el Carmelo preparaban un velo bordado –, Teresa responde, citando largos fragmentos de los Carmenes del Siervo doliente de Yahveh sobre la belleza escondida del Rostro humillado de Jesús, el cual espera ser reconocido y amado, y exhorta a su hermana:

«Hagamos un pequeño tabernáculo en nuestro corazón, en el cual pueda refugiarse Jesús. Entonces será consolado y olvidará lo que nosotros no podemos olvidar: ¡la ingratitud de las almas que lo abandonan en un tabernáculo desierto! (...) Celina, ¡recemos por los sacerdotes, ah, recemos por ellos! ¡Qué nuestra vida se consagre a ellos: Jesús me hace sentir cada día que esto es lo que quiere de nosotras dos!» (cf. LT 108).

Pero Teresa no se limitó a orar por los sacerdotes. Deseaba por lo menos alguno como «hermano», y pidió a Dios esta gracia en el día de su profesión. Ese día se quedó con la convicción de haberla obtenido, aunque pensaba que lo habría conocido solamente en el cielo.

Tener un «hermano sacerdote» había sido siempre el sueño de Teresa que, en esto, había heredado el sueño no realizado de toda la familia Martin. Y he aquí que un día la Madre Priora le pidió que se ocupase espiritualmente de dos misioneros que se habían dirigido al Carmelo para pedir ayuda y apoyo.

Inicia de este modo, para Teresa, un nuevo capítulo de su experiencia espiritual (lo llamará: «la historia de mis hermanos que ocupan ahora un lugar tan grande en mi vida» - cf. Ms C 33rº), documentado en unas 17 cartas llenas de ternura y de fuerza, enviadas por ella a estos «hermanos espirituales», con los que compartía todos los secretos de su alma y de su doctrina.

Para una carmelita era una experiencia insólita, pero ella la vivió en total obediencia y consciente de llevar a cabo una misión que había sido decidida en el cielo. A uno de ellos no tuvo temor en escribir: «Él me ha creado para ser su hermana» (cf. LT 193).

Si hasta ese momento ella había rezado siempre por los sacerdotes, ahora puede unir estrecha y visiblemente su oración al apostolado de aquellos y empieza pidiendo «a los dos hermanos» que lo ejerciten, antes que nada, sobre ella:

«¿Me promete Usted, hermano mío, -escribe al P. Roulland- seguir diciendo cada mañana en el S. Altar: «¡Dios mío, inflama a mi hermana carmelita con tu amor!»? Por mi parte, todo lo que pido a Jesús para mí lo pido también para Usted: cuando ofrezco mi débil amor al Amado, me permito ofrecer también el suyo... Después de esta vida, en la cual habremos sembrado juntos con las lágrimas, nos encontraremos, alegres, llevando gavillas en nuestras manos» (cf. Lt 201).

Pide la misma cosa al clérigo Bellière:

«Si halla Usted consuelo pensando que en el Carmelo una hermana reza incesantemente por Usted, mi agradecimiento no es menor del suyo hacía Nuestro Señor, que me ha dado un pequeño hermano al cual Él ha destinado a convertir en su Sacerdote y su Apóstol... Verdaderamente, sólo en el cielo Usted sabrá cuanto le estimo (...) Sería muy feliz si Usted, cada día, dijera esta oración: «Padre misericordioso, en el nombre de nuestro Dulce Jesús, de la Virgen María y de los Santos, te pido que inflames a esta hermana mía con tu Espíritu de Amor, dándole la gracia de amarte mucho...» (cf. LT 220).

Por su parte, desde hacia tiempo ella había compuesto y recitaba esta oración para sostenerlo en sus dificultades vocacionales:

«¡Oh, Jesús mío, te doy las gracias por haber colmado uno de mis deseos más grandes: tener un hermano sacerdote y apóstol! Me siento muy indigna de este favor, pero puesto que te dignas conceder a tu pobre y pequeña esposa la gracia de trabajar especialmente para la santificación de un alma destinada al sacerdocio, con alegría te ofrezco para ella todas las oraciones y sacrificios de que puedo disponer. Te pido, Dios mío, que no mires lo que soy, sino lo que debería y desearía ser: una religiosa inflamada por tu amor. Tú sabes, Señor, que mi única ambición es hacer que te conozcan y te amen. Y ahora mi deseo se cumplirá. No puedo hacer nada más que rezar y sufrir; pero el alma a la cual te dignas unirme con los dulces vínculos de la caridad irá a combatir en la llanura para conquistar para ti nuevos corazones. Y yo, en la montaña del Carmelo, te suplicaré que le des la victoria. Divino Jesús, escucha la oración que te dirijo para aquél que quiere ser tu misionero: protégelo en medio de los peligros del mundo; hazle sentir siempre más la nada y la vanidad de las cosas pasajeras y la felicidad de saberlas despreciar por tu amor. ¡Qué su sublime apostolado se ejercite, desde ahora, sobre las personas que lo rodean y que él sea un apóstol digno de tu Sagrado Corazón! ¡Oh María, dulce Reina del Carmelo, a ti te confío el alma del futuro sacerdote, del cual yo soy la hermana pequeña e indigna! Dígnate enseñarle, desde este momento, el amor con el que tú tocabas y cubrías al Divino Niño Jesús, para que así él pueda un día subir al Santo Altar, llevando en sus manos al Rey de los Cielos. ¡Te pido, también, que le des amparo bajo tu manto virginal, hasta el momento feliz en que, abandonado este valle de lágrimas, pueda contemplar tu esplendor y gozar, para toda la eternidad, de los frutos de su glorioso apostolado!» (cf. Pr n. 8).

Lo que pide en el secreto de la oración lo disemina, después, en las cartas que envía a sus «dos hermanos».

Se preocupa, sobre todo, de transmitirles el sentido profundo de esa experiencia de comunión que les ha sido entregada.

Al P. Roulland, a punto de partir como misionero, le escribe: «Mientras yo atraviese el mar en su compañía, Usted permanecerá junto a mí, escondido en nuestra pobre celda» (cf. LT 193).

Y es un estribillo afligido:

«¡Trabajemos juntos para la salvación de las almas! Tenemos sólo el único día de esta vida para salvarlas y ofrecer así al Señor la prueba de nuestro amor» (cf. LT 213).

«Lo que le pedimos es trabajar para su gloria, amarlo y hacer que lo amen» (cf. LT 220).

Ella sabe que esta comunión no se romperá nunca, insistiendo sobre este tema con una seguridad sorprendente.

Al P. Bellière le anuncia que la unión entre ambos es tal que superará también la muerte, que siente ya próxima: «Si Jesús realizara mis presentimientos, le prometo que también allí arriba seguiré siendo su pequeña hermana. Nuestra unión, en lugar de romperse, será aún más íntima: no existirá la clausura, no habrán celosías y mi alma podrá volar con Usted a las misiones lejanas. Nuestras funciones seguirán siendo las mismas: a Usted las armas apostólicas, a mí la oración y el amor...» (cf. LT 220).

«Desearía decirle, querido pequeño hermano, mil cosas que sólo ahora, que estoy a las puertas de la Eternidad, entiendo. Pero yo no muero, entro en la vida, y todo lo que no puedo decirle aquí abajo, se lo haré entender desde lo alto del Cielo» (cf. LT 244).

«[Desde el cielo] le estaré muy cercana, veré todo lo que Usted necesita y no dejaré jamás en paz al Buen Dios hasta que no me haya dado todo lo que quiero» (cf. LT 253).

«Cuento con no estar inactiva en el Cielo (...). Lo que me atrae hacia la patria de los cielos es la llamada del Señor, la esperanza de hacerlo amar finalmente tanto como he deseado y el pensamiento que podré hacer que una multitud de almas lo amen» (cf. LT 254).

Sabiendo que al cabo de poco tiempo los tiene que abandonar en la tierra, intenta transmitirles su doctrina esencial, con juicios breves y llamamientos impetuosos:

«Sin la amable voluntad de Dios no haríamos nada, ni para Jesús ni para las almas» (cf. LT 201) escribe al P. Roulland, que empieza a tener las primeras dificultades con sus superiores.

«Él quiere afirmar su reino sobre las almas, más con las persecuciones y el sufrimiento, que con predicaciones inteligentes» (cf. LT 226).

«Querido pequeño hermano, en el momento de comparecer ante el Buen Dios entiendo, más que nunca, que una sola cosa es necesaria: trabajar únicamente para Él y no hacer nada ni para uno mismo, ni para las criaturas» (cf. LT 244), explica al P. Bellière.

«Usted no podrá ser un santo a mitad: es necesario que lo sea o del todo o para nada» (cf. LT 252).

Le interesa, sobre todo, transmitirles su doctrina sobre la confianza total:

«Le enseñaré, querido pequeño hermano de mi alma, cómo debe navegar en el mar tempestuoso del mundo con el abandono y el amor de un niño que sabe que su Padre le ama con ternura» (cf. LT 258).

«¿Su único tesoro no es Jesús? Puesto que Él está en el cielo, allí es donde debe habitar su corazón. Y le digo con sencillez, querido pequeño hermano, que me parece que le será más fácil vivir con Jesús cuando yo esté cerca de Él para siempre... Su lugar son los brazos de Jesús... Le prohibo ir al Cielo por un camino distinto del de su pobre pequeña hermana» (cf. LT 261).

Mientas tanto, Teresa tiende rápidamente a la reunificación interior de todas sus experiencias: la oración (y la preocupación) por los sacerdotes prácticamente ha estructurado de forma sacerdotal su alma, invadida por «deseos» siempre más arrolladores e «infinitos».

Escribe: «Siento en mí la vocación del Sacerdote. ¡Con cuánto amor, oh Jesús, te llevaría entre mis manos cuando, al oír mi voz, bajarías del Cielo!... ¡Con cuánto amor te entregaría a las almas!...» (cf. Ms B 2v), mientras sueña que es un Apóstol que recorre toda la tierra y planta por doquier la gloriosa Cruz.

En resumen: está por alcanzar este «corazón de la Iglesia», donde poder llevar a cabo la vocación omnicomprensiva de «ser el Amor», de «ser todo» (cf. Ms B 2vº).

Es justamente al final de su vida cuando Teresa alcanza la más alta compenetración posible en esta tierra entre vocación contemplativa y vocación apostólica.

Mira a sus «hermanos misioneros» con los mismos ojos de Jesús, poniéndose casi en su lugar. Escribe de nuevo al femenino la oración sacerdotal del Divino Maestro, dirigiéndose también ella al Padre celestial para decirle que ha cuidado, en esta tierra, de sus «hermanos misioneros» («aquellos que tu me has dado») y que quiere que estén con ella en la patria celestial «para que el mundo sepa que Te he amado, como Tú me has amado» (cf. Ms C 34vº).

La persuasión es arrolladora:

«Me he unido espiritualmente a los apóstoles que Jesús me ha dado como hermanos: todo lo que me pertenece, pertenece a cada uno de ellos» (cf. Ms C 31v).

Por consiguiente, su existencia contemplativa, ofrecida a los sacerdotes, ni siquiera tiene necesidad de ofrecerse intencionadamente.

Teresa no tiene ya necesidad de manifestar de forma explícita o detallada intenciones de oración a favor de ellos.

Las últimas palabras que ella, moribunda, escribe con lápiz sobre su pobre cuaderno son las siguientes:

«Jesús me ha dado un instrumento sencillo para cumplir mi misión... Me ha hecho entender esta palabra de los Cánticos: «Atráeme, nosotros corremos al efluvio de tus perfumes». Oh Jesús, por lo tanto tampoco hay que decir: «Atrayéndome, atrae las almas que amo». Esta simple palabra: «Atráeme» es suficiente. Señor, lo entiendo: cuando un alma se ha dejado atraer por el olor embriagador de tus perfumes, no puede correr sola, todas las almas que ama son arrastradas detrás de ella. Esto sucede libremente, sin esfuerzo, es una consecuencia natural de su atracción hacia ti. Como un torrente que al lanzarse impetuoso en el océano arrastra tras él todo lo que ha encontrado en su camino, así, oh Jesús mío, el alma que se sumerge en el océano sin límites de tu amor atrae consigo todos los tesoros que posee... Señor, tu sabes que no poseo más tesoros que las almas que has querido unir a la mía; estos tesoros, tú me los has confiado, por lo que me atrevo a hacer mías las palabras que has dirigido al Padre Celestial la ultima noche que te vio aún sobre nuestra tierra...» (cf. Ms C 34rº).

De este modo, la pequeña Teresa de Lisieux – como verdadera Doctora de la Iglesia - pronuncia palabras conclusivas sobre al arduo problema de las relaciones entre contemplación y acción en la experiencia cristiana.

En el mes de agosto, el último de su vida, en medio de grandes sufrimientos del cuerpo y del espíritu, ella intenta «atraer» hacía sí al célebre predicador secularizado P. Giacinto Loyson, ex Provincial de los Carmelitas, que recorre Francia anunciando su rebelión contra la Iglesia.

Teresa anota con dolor: «¡Qué poco es amado el Buen Dios en la tierra!... También por sacerdotes y religiosos... No, el Buen Dios no es muy amado...» (cf. UC 7.8.1).

Para ese «monje renegado» – así lo denominan los periódicos, pero para Teresa es «nuestro hermano, un hijo de la Santísima Virgen» - ella ofrece la última Comunión el 19 de agosto de 1897, desmayándose durante la celebración.

Después envía a Don Bellière la última imagen pintada por ella, en la que incluye las palabras: «¡No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño!... Yo lo amo... Él es amor y misericordia» y en el reverso escribe, como testamento, esta dedicatoria: «Último recuerdo de un alma, hermana de la suya».

Son las últimas palabras escritas por Teresa para consolar a un joven sacerdote apasionado, pero aún incierto sobre el amor de su Dios, y que anticipan las que ella pronunciará al final de su agonía.

Ella las ofrece a todos los sacerdotes para que aprendan a confiar únicamente en ese Dios «que es todo amor y misericordia» y para que se comprometan a anunciarlo, con alegría, al mundo.

 

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1 Para ésta y todas las citas siguientes, cf. S. Teresa del Niño Jesús, Obras completas, Libreria Editrice Vaticana-Edizioni OCD, Roma 1997 (traducción de las Oeuvres Complètes, Editions du Cerf-Desclée de Brouwer, 1992). Las siglas son las indicadas en la pág. 1.589.
2
Cf. Ms A 46rº.
3
Más tarde, Teresa se definirá de este modo: «Aquella que Dios destinaba a ser apóstol de los apóstoles» (cf. Ms A 50rº).
4
El examen tuvo lugar el 2 de septiembre de 1890.
5
En una oración que Teresa compuso para sus novicias se lee: «Tus hijas [que] quieren reparar todas las faltas de delicadeza que te hacen soportar las almas sacerdotales y religiosas» (cf. Pr 4). En otra compuesta «para obtener la humildad», ella medita: «Ahora es en la Hostia donde te veo llevar a lo sumo tu aniquilamiento. ¡Cuánta es tu humildad, oh Divino Rey de Gloria, en someterte a todos tus sacerdotes sin hacer ninguna distinción entre los que te aman y los que, ay de mí, son templados o fríos en tu servicio! A su llamada Tú bajas del cielo. Ellos pueden anticipar o retardar la hora del Santo Sacrificio; ¡tu estás siempre preparado!» (cf. Pr 20).
6
La volvemos a encontrar en la «pía recreación» Los Ángeles en la gruta de Jesús, compuesta por Teresa para la fiesta de Navidad de 1895. «Es necesario que un día los ministros de tus altares te toquen con la misma delicadeza con que María te envolvía en pañales. Pero, ¡ay de mí!, a menudo tu amor es desconocido y tus sacerdotes no son dignos de su sublime carácter», dice el Ángel de la Eucaristía adorando el Niño de Belén, y Éste responde: «¡Yo desearía que el alma del Sacerdote / se asemejara a un serafín del Cielo! / ¡Desearía que renacer pudiera / antes de subir al Altar!... / Para hacer un milagro semejante / es necesario que cerca del Tabernáculo / haya almas en oración permanente / que por mí se inmolen cada día.» Cf. también la oración n. 8, escrita para el clérigo Maurice Bellière, que citaremos en breve.
7
Dado que no es fácil encontrarlo, incluimos también el texto en el idioma original: «L’autre jour nous sommes allées par hasard dans une pauvre petite église. J’ai cru que mes larmes allaient trahir mon coeur, j’avais toutes les peines du monde á les retenir. Pense: un Tabernacle sans tentures, vrai trou noir, peut-être la retraite d’araignées, un ciboire si pauvre que ja l’ai cru en cuivre, et quoi pour le couvrir? Un chiffon sale, ne conservant plus la forme d’un voile de ciboire... Dans ce ciboire, une seule Hostie. Élas! Il n’en est pas besoin d’autres dans cette paroisse: pas une seule communion par an, en dehors de Pâques. Puis, dans ces campagnes, des prêtres a gros grain qui ferment leur église toute la journée. Du reste, ils sont vieux et sans ressources...» (S. Thérèse de l’E.-J. et de la Sainte Face, Correspondance Générale, t. I, Editions du Cerf-Desclée de Brouwer, 1992, LC 129).
8
Una estrofa de la famosa poesía Vivir de amor está dedicada a este tema: «Vivir de amor, ¡oh mi Divino Maestro! / es suplicarte que tu fuego encienda / el alma santa y sagrada del tu sacerdote. / ¡Qué sea más puro de un Serafín del cielo!» (P. 17).
9
En la LT 201, Teresa cuenta al «hermano misionero» P. Adolphe Roulland como esta gracia le fue prodigiosamente concedida.
10
Para entender el significado de esta «fraternidad espiritual» y la profundidad teológica con que Teresa vivió esta experiencia, vale la pena leer todo lo que de ella narra en la Historia de un Alma:
«Desde hacia mucho tiempo tenía un deseo que me parecía irrealizable: tener un hermano sacerdote. Pensaba, a menudo, que si mis hermanos no hubieran volado al Cielo, habría tenido la felicidad de verlos subir al altar, pero como el Buen Dios los había elegido para convertirlos en angelitos, no esperaba ver realizado mi sueño. Y he aquí que Jesús, no sólo me ha concedido la gracia que esperaba, sino que me ha unido con los vínculos del alma a dos de sus sacerdotes, que se han convertido en mis hermanos... Deseo, Madre amada, contarle con detalle como Jesús me ha concedido este deseo, incluso lo ha superado, pues yo deseaba sólo un hermano sacerdote que pensase cada día en mí en su santo altar. Fue nuestra Santa Madre Teresa la que me mandó como ramo festivo, en 1896, mi primer hermano. Estaba en la lavandería, muy ocupada con mi trabajo, cuando madre Inés de Jesús me cogió aparte y me leyó una carta que acababa de recibir. Era un joven seminarista inspirado, según decía, por Santa Teresa y que pedía una hermana que se dedicase de forma especial a la salvación de su alma, ayudándole con oraciones y sacrificios cuando hubiese sido misionero, con el fin de poder salvar muchas almas. Prometía recordar siempre a la que sería su hermana, cuando fuese apto para ofrecer el Santo Sacrificio. Madre Inés de Jesús me dijo que quería que fuera yo quien me convirtiera en hermana de este futuro misionero. Madre, sería difícil explicarle mi felicidad. Mi deseo, concedido de este modo inesperado, hizo nacer en mi corazón una alegría que llamaré infantil, pues debo ir con la memoria hasta los días de mi infancia para encontrar el recuerdo de alegrías tan vivas y que el alma, demasiado pequeña, no puede contener. Desde hacia años no había saboreado una tal felicidad. Sentía que, bajo este aspecto, mi alma era nueva: era como si hubiesen sido tocadas por primera vez cuerdas musicales desconocidas hasta entonces. Entendía las obligaciones que me imponía, por lo que me puse manos a la obra intentando duplicar mi fervor (...). Era a Usted, Madre amada, a quien Dios había reservado el cumplimiento de la obra iniciada (...).
«El año pasado, a finales del mes de mayo, recuerdo que un día Usted me mandó llamar antes del refectorio. Mi corazón latía muy fuerte mientras me dirigía hacia Usted, Madre dilecta; me preguntaba que debía decirme, pues era la primera vez que me hacia llamar de este modo. Tras haberme dicho que me sentara, esta ha sido la propuesta que Usted me ha hecho: «¿Quieres ocuparte de los intereses espirituales de un misionero que debe ser ordenado sacerdote y que debe partir próximamente?». A continuación, Madre, me ha leído la carta de ese joven Padre para que pudiera saber exactamente lo que pedía. Mi primer sentimiento ha sido de alegría que, inmediatamente, ha dejado paso al temor. Le expliqué, Madre amada, que habiendo ya ofrecido mis pobres méritos para un futuro apóstol, pensaba no poder hacerlo para las intenciones de otros y que, por otro lado, había tantas hermanas mejores que yo que habrían podido responder a su deseo. Todas mis objeciones fueron inútiles: su respuesta fue que se podían tener varios hermanos. Entonces le he preguntado si la obediencia podía duplicar mis méritos. Usted me ha respondido que sí, añadiendo varias cosas que me hicieron entender que debía aceptar, sin dudarlo, un nuevo hermano. En el fondo, Madre, yo pensaba lo mismo que Usted y, puesto que «el celo de una carmelita debe incendiar el mundo», espero con la gracia del Buen Dios ser útil a más de dos misioneros. No podría olvidarme de rezar por todos, sin dejar de lado los sacerdotes simples, cuya misión es a menudo tan difícil cuanto la de los apóstoles que predican a los infieles. En conclusión: quiero ser hija de la Iglesia, como lo era nuestra Madre Santa Teresa y orar según las intenciones de nuestro Santo Padre el Papa, sabiendo que sus intenciones abrazan el universo. Este es el objetivo general de mi vida, el cual no me impide rezar y unirme de manera especial a las obras de mis queridos angelitos, si éstos hubiesen sido sacerdotes. Es así como me he unido espiritualmente a los apóstoles que Jesús me ha dado como hermanos...» (cf. Ms C 31vº - 33vº).
11
Teresa, efectivamente, conocía los riesgos y añadió este prudente comentario: «Ciertamente, es con la oración y el sacrificio como [nosotras monjas] podemos ayudar a los misioneros; pero a veces, cuando a Jesús le gusta unir dos almas para su gloria, permite que éstas, de vez en cuando, se comuniquen sus pensamientos, animándose mutuamente a amar más a Dios. Pero para ello hace falta la voluntad explícita de la autoridad, pues pienso que de otro modo esta correspondencia haría más mal que bien, si no al misionero, sí a la carmelita llevada, por su estilo de vida, a replegarse sobre sí misma. Entonces, en lugar de unirla al buen Dios, esta correspondencia (por lejos que esté), solicitada con insistencia, le ocuparía el espíritu; imaginando hacer maravillas, no haría absolutamente nada sino tener, con el pretexto del celo, una distracción inútil. Para mí, esto vale tanto en el caso de la correspondencia como en otras situaciones. Siento que para que mis cartas hagan el bien es necesario que sean escritas por obediencia y que sienta repugnancia, más que placer, al escribirlas» (cf. Ms C 32rº-vº).
12
«Nuestra vocación específica no es ir a cosechar los campos de grano maduro. Jesús no nos dice: «Bajad los ojos, mirad los campos e id a cosechar». Nuestra misión es aún más sublime. He aquí las palabras de nuestro Jesús: «Alzad los ojos y mirad». Veis como en mi Cielo hay sitios vacíos, os toca a vosotros llenarlos, vosotras sois mis Moisés en oración, pedidme trabajadores y yo os los enviaré. ¡Espero sólo una oración, un suspiro de vuestro corazón!... El apostolado de la oración, ¿no es, por así decirlo, más sublime que el de la palabra? ¡Nuestra misión como Carmelitas es formar a los trabajadores evangélicos que salvarán millones de almas, de los cuales seremos madres! Celina, si estas no fuesen las palabras mismas de Jesús, ¿quién osaría creer en ellas? ¡Pienso que nuestra parte es muy hermosa! ¿Qué debemos envidiar a los sacerdotes?... ¡Cómo desearía decirte todo lo que pienso, pero me falta el tiempo, intenta entender todo lo que no puedo escribirte!» (cf. LT 135).
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«Pida por mí a Jesús (...) que me inflame con el fuego de su Amor, para que así pueda, a continuación, ayudarla a Usted a encenderlo en los corazones» (cf. LT 189). Esta unión, por ella tan buscada y apreciada, evidencia aún más la tristeza con la cual Teresa se daba cuenta de que, para muchos sacerdotes, la vocación de las monjas de clausura seguía resultando extraña e incomprensible. En una carta de agosto de 1894 escribe: «No somos unas holgazanas o pródigas. Jesús nos ha defendido en la persona de María Magdalena. Estaba sentado a la mesa, Marta servía, Lázaro comía con Él y los discípulos. En cuanto a María, no pensaba en comer, sino en agradar a Aquel que amaba. Así, cogió un jarrón lleno de un perfume de gran valor y, rompiéndolo, lo derramó sobre la cabeza de Jesús... Toda la casa fue invadida por ese perfume, ¡pero los apóstoles murmuraron contra Magdalena!... Es lo mismo para nosotras: los cristianos más fervorosos, los sacerdotes, piensan que somos exageradas, que deberíamos servir con Marta en vez de consagrar a Jesús los jarrones de nuestras vidas, con los perfumes que ellos contienen... Y, sin embargo, ¿qué importa que nuestros jarrones se rompan si Jesús es consolado y, a pesar suyo, el mundo está obligado a sentir el perfume que exhalan y que sirve para purificar el aire envenenado que no deja respirar?» (cf. LT 169).
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En una poesía dedicada a la Virgen del Perpetuo Socorro escribe: «Cuando combato, oh mi amada Madre, / en la lucha mi corazón tu refuerzas, / pues sabes que, en la tarde de la vida, / quiero ofrecer Sacerdotes al Señor» (cf. P 49).
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Recordamos algunas confidencias de Teresa a este respecto: «¡Qué orgullosa me sentía cuando era hebdomadaria en el Oficio, con qué voz alta recitaba las oraciones en medio del Coro! Pensaba que el sacerdote en la Misa decía las mismas oraciones y que por lo tanto tenía, como él, derecho a rezar en voz alta delante del Santo Sacramento, a dar las bendiciones, las absoluciones y a leer el Evangelio cuando era la primera cantora. Puedo decir que el Oficio ha sido, al mismo tiempo, mi felicidad y mi martirio, pues mi deseo de recitarlo bien y sin errores era muy grande. A veces me he visto a mí misma, tras haber pensado un minuto antes lo que tenía que decir, dejarlo pasar sin abrir la boca por una distracción involuntaria. Y, sin embargo, no creo que nadie pueda desear más que yo recitar perfectamente el Oficio y asistir en el Coro» (cf. UC 6.8.1). Y de nuevo: «¡Cuánto habría deseado ser sacerdote para predicar sobre la Santísima Virgen! Me habría bastado una sola vez para decir todo lo que pienso a este respecto...» (cf. UC 21.8.3).
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Hace el mismo razonamiento y la misma oración para sus novicias y para todas las almas que, en el diseño de Dios, le han sido confiadas, en tierra y para la eternidad: un alma contemplativa es apostólica porque arrastra con ella todos lo que Dios le confía, prescindiendo del hecho que sea consciente de ello.
Edith Stein explicará así dicha doctrina: «Para la carmelita, en sus condiciones normales de vida, no hay otro modo de corresponder al amor de Dios más que el siguiente: cumplir en los mínimos detalles sus deberes diarios; ofrecer con alegría, día tras día y año tras año, todos los pequeños sacrificios que, de un espíritu lleno de vida, exige una organización de la jornada y de toda la existencia que prevé también las minucias; estar dispuesta, con una sonrisa llena de amor, a todas las renuncias que le sean impuestas como continuación de una vida en muy estrecho contacto con personas de sensibilidades diversas; no dejarse escapar ninguna posibilidad de hacerse, por amor, sierva de los otros. A todo esto se añaden esos sacrificios personales que el Señor puede enviar a cada alma. Es esta la «pequeña vía»: un ramo de florecillas, para nada llamativas, que viene ofrecido cada día al Santísimo. Quizás un martirio silencioso, que dura toda la vida y del cual nadie sospecha nada; pero, al mismo tiempo, un manantial de profunda paz y de íntima leticia, y una fuente que mana la gracia que se derrama por toda la tierra – nosotros no sabemos donde va y los hombres a los cuales llega no saben de donde procede» (cf. Edith Steins Werke, XI, p. 8).
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Es útil leer todo el comentario de Teresa:
«¿Qué significa, por lo tanto, ser Atraída, sino unirse en modo íntimo al objeto que ciñe nuestro corazón? Si el fuego y el hierro tuviesen inteligencia y el último dijese al otro: «Atráeme», demostraría que desea identificarse con el fuego para que este lo penetre y lo impregne con su sustancia ardiente, formando una sola cosa con él. Madre amada, he aquí mi oración: pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su corazón, que me una tan estrechamente a Él de modo que Él viva y actúe en mí. Siento que cuanto más inflame mi corazón el fuego del amor, cuanto más diga «Atráeme», tanto más las almas se acercarán a mí (pobre pequeño escombro de hierro inútil si me alejara del brasero divino) y correrán rápidamente al efluvio de los perfumes de su Amado, pues un alma inflamada de amor no puede permanecer inactiva (...). Un Científico ha dicho: «Dadme una palanca, un punto de apoyo y levantaré el mundo». Lo que Arquímedes no ha podido obtener, pues su petición no estaba dirigida a Dios y estaba expresada sólo desde el punto de vista material, los Santos lo han obtenido plenamente. El Omnipotente les ha dado como punto de apoyo Él mismo y Sólo Él. Como palanca, la oración, que inflama con un fuego de amor. Es así como ellos han levantado el mundo, es así como los Santos todavía militantes lo levantan y los Santos futuros lo levantarán hasta el final del mundo» (cf. Ms C 35 vº-36rº).
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Nos permitimos citar un extracto de un estudio realizado por nosotros: «De su «biografía existencial teológica» [Teresa] saca la certeza conclusiva que la misma contemplación – cuando eclesializa de forma total la persona y la coloca en el corazón mismo de la Iglesia – pasa a ser, en sí misma, sumamente apostólica, cuando la más pequeña acción de una claustral contemplativa (incluida la acción sin importancia, pero dictada por puro amor) fluye en el mar sin confines de la acción de Dios y participa en el poderoso movimiento de la caridad eclesial que abraza fructuosamente el mundo. Es necesario observar que aquí no se está hablando, únicamente, de la «eficacia apostólica de la oración», sino de una infinidad y universalidad concedidas a las acciones más simples (las «pequeñas cosas») de las contemplativas, recogidas en su claustro. Se trata, en este caso, de entender (o mejor, experimentar) que es lo que da a las más simples acciones de una monja de clausura toda la eficacia, la extensión y la multiplicidad que hacen posibles los canales abiertos en la Comunión de los Santos. Teresa da, convencida, esta explicación: cada acción de una claustral (el actuar pobre, anónimo y fiel de cada día) – justamente en aquella clausura que permite un continuo abrazo esponsalicio- se convierte en acción de la Esposa que se deja atraer por el Esposo sumamente amado; ella responde a dicha atracción estrechándose a Él «siempre más» («de plus en plus»), en modo tal de arrastrar consigo todas las almas que el Esposo le confía y atrayendo en el mismo vórtice un número incalculable de almas, todas las que Dios le hace alcanzar eficazmente, más allá de cualquier límite de espacio y tiempo. Es esta una riqueza apostólica que permanece invisible a la claustral, pero no desconocida: y su renuncia a ver los frutos de su propia existencia, como también la renuncia a las obras que cuentan y a la preocupación de acumular méritos – para que todo sea distribuido en el mundo de un modo eucarístico- es parte esencial de su contemplación activa» (cf. Sicari Antonio Maria, Comprendere per amare, Riflessioni in margine alla «Verbi Sponsa», in «Rivista di Vita Spirituale», 6/1999, pp. 592-619, cf. p. 606).
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Teresa habla largamente de ello en una carta que concluye así: «No dejemos de rezar, pues la confianza cumple milagros y como Jesús dijo a la Beata Margarita María: «Un alma justa tiene tanto poder en su corazón que puede obtener el perdón para mil criminales». Nadie sabe si es justo o pecador pero, Celina, Jesús nos ha dado la gracia de sentir en nuestro corazón que preferimos morir antes que ofenderlo; por otro lado, no son nuestros méritos, sino los de nuestro Esposo, que son los nuestros, los que ofrecemos al Padre nuestro que está en los Cielos para que nuestro hermano, un hijo de la Santísima Virgen, vuelva, vencido, a arrojarse bajo el manto de la más misericordiosa de las Madres...» (cf. Lt 129).

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