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AÑO SANTO 2000

JUBILEO DE LOS CATEQUISTAS Y DE LOS DOCENTES DE RELIGIÓN

 

HOMILÍA

DE SU EMINENCIA REVERENDÍSIMA

CARDENAL JAMES FRANCIS STAFFORD

Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos

 

SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA PATRIARCAL BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS

"Salve, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,28)

 

 

Santa Misa de la Beata siempre Virgen María

In Annuntiatione Domini

 

 

Sábado de la I Semana de Adviento

9 de diciembre de 2000

(9:30 horas)

 

¡Sea alabado Jesucristo!

 

¡Queridísimos Concelebrantes, Señor Cardenal, Venerados hermanos en el Episcopado y en el Presbiterado, queridísmos Catequistas y Docentes de religión, queridos hermanos y hermanas en el Señor!

 

1. Me dirijo sobre todo a vosotros, estimados Catequistas y Docentes de religión, amados servidores de la Verdad, que con vuestra peregrinación jubilar a Roma estáis ofreciendo una luminosa catequesis de ese especial vínculo de fe y de comunión en la caridad que os une al Sucesor del Apóstol Pedro y a la Iglesia universal.

Este Jubileo vuestro es, en efecto, una elocuente manifestación de continuidad y fidelidad al mandato apostólico y misionero que habéis recibido de Cristo.

En vuestros rostros, jóvenes algunos, otros surcados por las huellas de la edad, quizás un poco fatigados por la peregrinación, pero todos llenos de alegría y laboriosa esperanza, se reflejan las palabras del Resucitado: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18-20).

En la persona de cada uno de vostros me dirijo también a los catequistas y a los profesores de los cinco continentes que no han podido venir a Roma y a los cuales querría hacer llegar el saludo, lleno de paternal afecto, del Santo Padre.

Transmitidles ese nuevo vigor, la parresia, la confiada valentía de la que nos habla san Pablo (cfr. 1 Ts 2,2), que vosotros habéis alcanzado en esta ocasión junto a la tumba del Apóstol de las Gentes, no lejos del lugar de su martirio.

Que os acompañen aquellas famosas palabras suyas pronunciadas en el Areópago de Atenas: "He encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: 'Al Dios desconocido'. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar" (Hch 17,23).

En beneficio de todos, cuando volváis entre vuestras gentes, en la familia y en las escuelas, en los distintos areópagos del mundo, anunciad y difundid con vibrante fe, la riqueza evangélica de la verdad eterna e inmutable y del bien que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, introdujo en la historia de la humanidad.

Que la Madre de Dios, que os acoge en este primer sábado del tiempo de Adviento, día que, como bien sabéis, la tradición cristiana dedica a la Virgen María, Templo del Espíritu Santo, imagen sublime del Misterio de la Encarnación, os preceda y acompañe en este vuestro anuncio: "Pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al padre y que se nos manifestó" (1 Jn 1,2) en Jesús de Nazaret. En Él, efectivamente, -como recuerda la Carta a los Colosenses- "(...) reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (2,9).

 

2. "Destilad, cielos, como rocío de lo alto, derramad, nubes, la victoria. Ábrase la tierra y produzca salvación y germine juntamente la justicia" (Is 45,8)

La espléndida invocación profética del Canto de ingreso nos introduce en la Celebración eucarística de esta primera jornada jubilar y arroja una nueva luz sobre nuestro compromiso misionero en la Iglesia ante las actuales exigencias de la evangelización.

"¡Rorate, caeli, desuper, et nubes pluant iustum!" Con palabras del santo Padre recordemos que "nosotros no podemos permitirnos dar al mundo la imagen de una tierra árida, después de haber recibido la Palabra de Dios como lluvia caída del cielo; ni podremos jamás pretender ser un único pan, si impedimos a la harina que sea amasada con el agua que ha sido vertida sobre nosotros" (cfr. Bula Incarnationis mysterium, nº 4; cfr. San Ireneo, Contra las herejías, II, 17: PG 7,930).

Hace poco, al atravesar con espíritu de penitencia y gozosa esperanza la Puerta Santa, habéis confirmado vuestra fe en Jesucristo, el Hijo de Dios que os ha conferido el mismo encargo que Él había recibido del Padre: "A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad ...para consolar a todos los que lloran" (Is 61,1-3).

El luminoso mosaico del siglo XIX de los artistas Agricola y Consoni que decora la fachada basilical y que representa los cuatro grandes Profetas -Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel-, coronado por la majestuosa figura del Salvador que imparte su bendición entre los apóstoles Pedro y Pablo, es una manifestación elocuente de la unidad y unicidad del proyecto salvífico que también vosotros habéis recibido y heredado: la Antigua Alianza se une a la Nueva, el primitivo pacto se completa y se perfecciona en la buena nueva de la llegada del Salvador.

En este contexto, las palabras proféticas de Isaías que acabamos de escuchar en la primera Lectura, anuncian el consenso de una criatura a este proyecto salvífico de Dios: "Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Is 7,14).

La profecía del evento más admirable de la economía de la salvación es manifestación del amor misericordioso de Dios, epifanía de luz y de belleza divinas.

"¡Veritas de terra orta est!" (Sal 84,12), cantamos con las palabras del salmista: "Verdad brota de la tierra, Justicia se asoma desde el cielo. Yahvé mismo dará prosperidad, nuestra tierra dará su cosecha" (Sal 84,12-13).

María, cual tierra virgen, bien preparada por la justicia celestial desde la eternidad, recibió la semilla divina dispuesta por la misericordia del Padre. Ella es el sublime gozo pascual que nos ofrece el fruto de su vientre, Jesús, el semen mulieris, quien, al redimirnos del pecado, nos acogerá en la estirpe de la mujer anunciada en el Génesis (cfr. Gn 3,15).

Queridísimos hermanos, también vosotros sois tierra bien preparada y regada con el agua del espíritu de Cristo, apta para acoger la palabra divina y transmitirla mediante vuestro testimonio de vida.

Deseo que vuestras catequesis, vuestras clases, presenten ese encanto y ese luminoso misterio del Adviento del Verbo divino que María nos ofreció en Nazaret y en la Gruta de Belén, pues "desde hace dos mil años la Iglesia es la cuna en la que María deposita a Jesús y lo confía a la adoración y a la contemplación de todos los pueblos" (cfr. Bula Incarnationis Mysterium, nº 11).

Haced vuestro el itinerario recorrido por la Virgen María; acoged y depositad en la cuna de vuestra catequesis la figura amable de Cristo, la mirada misericordiosa de Aquel que la espiritualidad oriental ha calificado como "el Bellísimo de belleza más que todos los mortales" (Enkomia del Orthó del Santo y Gran Sábado: cfr. Carta de Juan Pablo II a los Artistas, nº 6).

Que vuestras catequesis y vuestras clases ofrezcan a la humanidad, en el alba de este tercer milenio, la ocasión de un encuentro y de un coloquio personal con el divino Emmanuel, el Dios con nosotros (cfr. Mt 1,23) y que abran "a cada ser humano la perspectiva de ser divinizado y así ser más hombre" (cfr. Bula Incarnationis mysterium, nº 2).

"Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y por los siglos" (Hb 13,8). La tarea primordial y esencial de la Iglesia, que es prolongación de Cristo en los siglos, es la de conservar y transmitir en el anuncio y en la catequesis esta inmutabilidad. La propia Iglesia, evidentemente, tiene que ser aceptada en su continuidad. Pasan los milenios, cambian los sistemas políticos, se suceden las culturas y las modas, pero la Iglesia permanece siempre la misma, ayer, hoy y siempre y en el permanecer la misma se halla también toda la perenne creatividad y novedad del Espíritu. No es el Espíritu del mundo, sino el Espíritu Santo el que hace avanzar la barca de san Pedro, siempre in eodem sensu, a pesar de las inevitables borrascas y marejadas.

 

3. Estimados hermanos y hermanas, es voluntad de Dios que el anuncio de esta vida eterna "que estaba junto al Padre y que se nos manifestó" (1 Jn 1,2) se difunda -según la adhesión y la respuesta de cada uno a la acción del Espíritu Santo- a todos los fieles católicos, a todos los cristianos que, "al haber recibido el mismo Bautismo, comparten la misma fe en el Señor" (cfr. Bula Incarnationis mysterium, nº 4); y también a todos los "hermanos de la única familia humana" que han atravesado juntos el umbral del nuevo milenio (cfr. Ibid. nº 6), cuyas aspectativas, cuyos problemas y soluciones, por su creciente globalización, exigen la colaboración armoniosa de todos.

¡Ésta es la misión ad gentes confiada por Cristo, también y sobre todo, a vosotros, con objeto de que la plantatio Ecclesiae pueda ser difundida por todos los ambientes y culturas! (Conc. Ecum. Vat. II, Decreto ad gentes, 2; cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 9). La Iglesia en vosotros, queridos catequistas y profesores, siempre redescubre y da nuevo vigor a su función misionera, e inspira y refuerza ese eficaz ecumenismo que nace de la oración sacerdotal del Salvador "Que todos sean uno (...), para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

La lectura de los tiempos, en efecto, pone en evidencia la "mundalización", pero la diagnosis del corazón humano revela una gran sensación de vacío y de repugnancia por esta oscuridad llena de efímeros nada que aumentan la desorientación. Al no saber como reencontrarse a sí mismo -el sentido de la vida y de la muerte, el significado del mal y del sufrimiento-, el hombre tampoco consigue encontrarse entre los demás.

Pues bien, a este corazón humano desorientado por los nuevos ídolos del relativismo moral y del pragmatismo hedonista, engañado por las más variadas formas de secularismo, vosotros le proponéis con la catequesis el momento propicio y la manera eficaz para que entre en sí mismo y sienta plenamente esa Vida que anhela.

Hacedlo, ante todo, con el testimonio de vuestra vida santa, con alegría interior y creatividad en el servicio a todos los hombres, que es signo elocuente de la presencia en vosotros del Dios encarnado.

Recordemos que "el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros, más a la experiencia que a la doctrina, más a la vida y a los hechos que a las teorías" (cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio nº 42).

El verdadero catequista, el verdadero docente de religión, así como el verdadero misionero, es el santo. Y estamos aquí para convertirnos a la verdadera santidad en nuestros respectivos estados de vida.

Me dirijo a todos vosotros para que, en vuestra diaconía a la verdad que no cambia, seáis la sal que da a la vida el sabor cristiano y la luz que brilla en las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo.

 

4. "Salve, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,28)

Queridísmos hermanos, María es la obra maestra divina en la que el Padre confía el Hijo a la humanidad.

Ella es la imagen de lo que Dios cumple en quien a Él se confía: en María la libertad del Creador exalta la libertad de la criatura. Toda la creación, y en ella la humanidad entera, está como a la espera del consenso de una humilde doncella para que se realice la voluntad salvífica de Dios.

Posemos nuestra mirada en Ella, purísima y resplandeciente como Estrella que nos guía en el cielo oscuro de las expectativas e incertidumbres humanas. Y en especial esta mañana del mes de diciembre, en el que brilla la gozosa Solemnidad del Nacimiento del Redentor, La vemos en la eterna Divina Economía como Puerta abierta por la cual debe entrar el Salvador del mundo (cfr. Juan Pablo II, Alocución del 8-12-1982).

"Salve, Estrella de los Mares, Puerta feliz del Cielo" (del himno Ave Maris Stella): Ella es el ingreso y el acceso al Verbo encarnado, es "el pórtico exterior del Santuario, que miraba a oriente" (Ez 44,1), porque a través de Ella ha llegado hasta nosotros Jesús, el Sol de Justicia.

"He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

No hay duda de que la eficacia de la catequesis y de la evangelización depende, también y en gran parte, de vosotros, catequistas y profesores, que recibís con fe vibrante la llamada universal para ser testigos de Cristo, recordada con gran claridad en el Decreto sobre el apostolado de los laicos: "Es el mismo Señor... quien de nuevo... invita a todos los laicos a que se unan cada vez más íntimamente a Él y así, al sentir como suyo todo lo que es de Él, se asocian a su misión salvífica" (cfr. nº 33).

Este testimonio puede y debe ser transmitido en los nuevos areópagos de los tiempos modernos: el mundo de la realidad social, de la política y de la economía; el mundo del arte en todas sus plurales y nobles expresiones; el mundo de la comunicación y de la investigación científica así como de la informática, con todos los medios oportunos y honestos disponibles para volver a unir esa fractura entre Evangelio y cultura (cfr. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi nº 20), que además de ser falsa obstaculiza en gran medida la comunión de los hombres con Dios.

A vosotros, fieles laicos, os corresponde corredimir, mediante la catequesis y la enseñanza, los nuevos lenguajes y las nuevas técnicas de comunicación, y no sólo debéis utilizarlos: con palabras del Santo Padre recordemos que "no es suficiente, por tanto, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que es necesario integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna" (cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, nº 37).

¿Y cómo no hacer referencia a los demás areópagos, perennes y fundamentales, de la sociedad, ámbitos siempre nuevos pues son esenciales para el hombre: la familia, la escuela, los lugares de curación y de investigación científica, de diversión honesta, de deporte y de espectáculo y del arte en todas sus nobles expresiones?

Queridos padres, vosotros sois los primeros catequistas de vuestros hijos: sed para ellos la imagen del amor y del perdón divino, procurando con todas las fuerzas construir una familia unida y solidaria.

Me dirijo a vosotros, queridos docentes, que en la enseñanza escolar de la religión, en el marco de los objetivos propios de la escuela, modeláis a los jóvenes con la pedagogía de la fe en Cristo, con total respeto por su auténtica libertad para conducirlos a la verdadera liberación. Y recordando siempre que el Verbo encarnado ha venido para proponer la verdad salvífica a todos, a todas las culturas y a todas las generaciones. A aquéllos que se oponen con los más variados pretextos a la actividad catequista de la Iglesia, repetidles: ¡abrid las puertas a Cristo! Él no coarta la libertad sino que la favorece (cfr. Ibid, nº 39). ¡La historia leída sin prejuicios lo demuestra ampliamente!

Entre los débiles, los marginados, los enfermos, los prófugos, los que están lejos, debemos difundir la doctrina de la sequela Crucis, mediante la catequesis, también con el dolor, camino de la unión privilegiada con Cristo Crucificado para la corredención de la humanidad (cfr. 1 P 4,13; cfr. Juan Pablo II, Carta ap. Salvifici doloris, nº 26).

Conclusión.

A María, Estrella de la nueva evangelización, confiamos nuestras oraciones. Que con la intercesión de la Virgen de la espera, se restablezca en nosotros y en nuestro tiempo la fecunda alianza entre la fe y el arte de la catequesis, para que el Evangelio, la buena nueva, sea ese inmenso diccionario (P. Claudel) de la Sabiduría divina, ese atlas iconográfico (M. Chagall) que debe brillar en nuestras palabras y en nuestras acciones.

Ella hará de nosotros una digna Casa de Dios, templo del Espíritu Santo, en donde puedan nacer espiritualmente muchas hijas y muchos hijos en la fe para que sean educados en la plenitud de la vida en Cristo.

¡Que así sea!

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