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AD HORAM TERTIAM

 

 

Pio Card. Laghi

19 de febrero de 2000

 

 

Dentro de poco daremos acogida en esta Aula a Juan Pablo II, sucesor de San Pedro y Obispo de Roma, quien dedicará su exhortación a Ustedes, Diáconos, y les impartirá su bendición. Por esto, es muy significativo y oportuno que antes de escuchar al Santo Padre, nos pongamos a escuchar lo que dice San Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, en un pasaje de su Primera Carta, ahora proclamado. "El Dios, de quien procede toda gracia, los ha llamado en Cristo para que compartan su gloria eterna y ahora deja que sufran por un tiempo con el fin de afirmarlos, hacerlos fuertes y ponerlos en su lugar definitivo. Gloria a él por los siglos de los siglos. Amén".

Estas palabras, con las cuales San Pedro saluda desde Roma a los fieles de algunas Comunidades cristianas de Asia Menor, han sido dedicadas a aquellos que fueron llamados por Dios, en Jesucristo, para hacerse partícipes con Él de la gloria eterna: son palabras dedicadas a todos los cristianos. Es Dios que llama, es siempre Él quien toma la iniciativa. También nosotros, cada uno de nosotros, ha sido llamado por Dios: llamado a la vida en esta tierra y después a la vida eterna; llamado a la fe, en el día del Bautismo; llamado para ser testimonio de la fe, enriquecido con los dones del Espíritu Santo, el día en el que nos fue conferido el Sacramento de la Confirmación. Sin embargo, Dios ha tenido frente a nosotros una predilección particular, llamándonos a su servicio de manera estable, mediante el Sacramento de la Orden Sagrada, aquel del Diaconado, confiriéndonos poderes especiales y especiales responsabilidades.

El Catequismo de la Iglesia Católica describe en los términos siguientes cuál es la naturaleza de la Orden y en qué cosa consiste el servicio diaconal. "Los Diáconos participan de una manera particular a la misión y a la gracia de Cristo. El Sacramento del orden imprime a los diáconos un "signo" – un carácter – que nada puede cancelar, y que les configura a Cristo, el que se ha hecho "diácono", es decir, siervo de todos. Los Diáconos son "ordenados" para asistir al Obispo y los presbíteros en la celebración de los divinos ministerios, sobre todo de la Eucaristía, para distribuirla; asistir y bendecir el matrimonio, proclamar el Evangelio y predicar, además de dedicarse a los varios servicios de la caridad".

Quisiera detenerme para poner en evidencia, en particular, los "servicios de la caridad", que los Diáconos están llamados a desarrollar. El Gran Jubileo del Año 2000 que estamos celebrando, debe tener –entre los signos que lo distinguen – el del ejercicio de la caridad. El Santo Padre, en la Carta de proclamación del Jubileo, "Incarnationis Mysterium", dice expresamente que este "signo" debe "hacer abrir nuestros ojos a las necesidades de cuantos viven en la pobreza y en la marginación"; y agrega "no debe ser ulteriormente retardado el tiempo en que el pobre Lázaro podrá sentarse junto al rico para compartir el mismo banquete y no estar más obligado a nutrirse con cuanto cae de la mesa". (n° 12).

Es justamente ministerio de los Diáconos el de dedicarse a las obras de caridad y al servicio de los necesitados de conforto y de asistencia. Estos están obligados, por la "ordenación", a cumplir las "Obras de Misericordia espiritual y temporal"; no sólo, sino también a hacerse voz - con el ministerio de la predicación – de aquellos que no tienen voz en la sociedad, asumiendo la defensa de los débiles y de los oprimidos y promover la causa de la justicia social. "El Jubileo - dice todavía el Papa – recuerda a todos que no se deben pensar como absolutos, ni los bienes de la tierra, porque esos no son Dios, ni el dominio o la pretensión de dominio del hombre, porque la tierra pertenece a Dios y sólo a Él".

Para desarrollar el servicio de la caridad, desde todo lo punto de vista, se necesita firmeza, espíritu de sacrificio, amor hasta el grado heroico: para obtener estas virtudes de Dios, debemos recurrir con frecuencia a la oración. Los Santos, en particular San Lorenzo, nos ofrecen el ejemplo y la intercesión. En la oración con la que debemos concluir esta "Hora Litúrgica Tertia", dirigiéndonos a Dios, reconocemos, antes que nada, que fue Él quien dio al Diácono San Lorenzo, el ardor de caridad que lo hizo fiel en el servicio y glorioso en el martirio. San Agustín, en el Sermón del oficio de Lectura de la Fiesta del santo Mártir comenta: "Lorenzo, en la actividad de diácono de la Iglesia romana suministró la sangre de Cristo y aquí, por el nombre de Cristo, versó su propia sangre". El ardor de caridad empujó el Santo Mártir a ser fiel hasta mezclar su propia sangre con la Sangre misma de Cristo. Es justamente el ardor de la caridad, inspirado por el Cuerpo y Sangre de Cristo, que produce el cambio total del instrumento del martirio, por lo que el fuego que consumió Lorenzo, se convirtió en fuego de amor heroico que lo empujó al supremo sacrificio de la vida. Así el Mártir pudo cantar, entre los tormentos de los carbones ardientes, "mi alma está de acuerdo contigo, oh Dios, porque mi carne es cremada por ti, Dios mío". Siendo Ustedes Diáconos, en fuerza a vuestro servicio, bastante cercanos al Altar, donde se consuma el sacrificio de Cristo y donde el pan se transforma en cuerpo del Señor, mientras que el vino en su sangre; siendo llamados a tocar con vuestras manos el Cuerpo y la Sangre de Cristo y distribuirlo entre los fieles; tienen Ustedes la oportunidad única de asimilarles a Cristo "diácono", que se ha hecho "todo para todos" y recibir de Él apoyo, firmeza y perfección.

Durante vuestro peregrinaje por Roma, muchos de ustedes, quizás todos, irán de visita a la Basílica de San Lorenzo en Verano. Arrodillándose delante de la tumba del Diácono y Mártir de Roma, leerán la frase que el Papa Dámaso hizo imprimir :"Los flagelos del verdugo, la llamas, los tormentos, las cadena han podido ser vencidas solamente con la fe de Lorenzo".

¡Sólo la fe! Allí Ustedes pueden pedir a Dios que, por intercesión del Santo Mártir, les haga amar lo que él amó y poner en práctica lo que él enseño.

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