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Presentación del documento
«Memoria y reconciliación:
la Iglesia y las culpas del pasado»

Sala de prensa de la Santa Sede
Martes, 7 de marzo de 2000

 

por el Cardenal Joseph Ratzinger

Señora y señores, les pido disculpas por no haber podido preparar un texto escrito, pero las obligaciones de estas últimas semanas me lo han impedido. Al menos, intentaré ser breve, y también porque todo aquello que me preocupaba enormemente ya ha sido dicho de modo admirable por el cardenal Etchegaray.

Para presentar este documento de la Comisión Teológica internacional, resulta sin duda útil presentar antes de todo a su autor. El autor es la Comisión teológica internacional, fundada en 1969 por el Papa Pablo VI tras una propuesta del Sínodo de Obispos, quienes habían expresado el deseo de que la colaboración entre el Magisterio y los teólogos del mundo, tan fecunda a partir del Concilio, fuera de algún modo institucionalizada y tuviera una continuidad. Es así que, como instrumento de esta colaboración permanente y de la atención recíproca entre Magisterio y teólogos del mundo, se creó esta Comisión, compuesta por treinta miembros, propuestos por las distintas Conferencias episcopales,  y posteriormente nombrados por el Santo Padre para un quinquenio, con posibilidad de ser renovados una vez. Actualmente nos encontramos en el sexto quinquenio de esta Comisión, que reúne teólogos de todas las partes del mundo; teólogos que cuentan con la confianza de sus obispos y que reflejan así un poco la comunidad teológica internacional y su pensamiento en un momento determinado. Esta Comisión tiene libertad de investigación. Está presidida por el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que tiene un rol de moderador y que debe, ante todo, hacer respetar las reglas y la libertad de investigación de esta Comisión, la cual escoge con toda libertad los temas a estudiar. Pero también es posible que los órganos de la Santa Sede u otros episcopados la inviten a estudiar un determinado tema que les parezca importante para el Magisterio. En este caso, los teólogos, conociendo la intención del Santo Padre de proceder a un acto público de arrepentimiento de la Iglesia por los pecados del pasado y del presente, han sentido la necesidad de reflexionar sobre el significado teológico de este gesto. En realidad, es la «novedad» de este gesto lo que ha sido subrayado. Los teólogos sienten tanto más la necesidad de conocer las raíces en la historia, de conocer los precedentes, como podía nacer la idea de un gesto así, cuál era su lugar en la historia y en la realidad de la Iglesia. Yo no quiero hoy entrar en los detalles de este documento, del cual nos hablará el Padre Cottier, sino exponer algunas reflexiones con motivo de mi participación en los trabajos y en las discusiones de los teólogos. Me ha parecido, y los trabajos de los teólogos parecen confirmarlo, que el gesto del Papa, bajo la forma que será presentada hoy, es nuevo, pero, sin embargo, se sitúa en una profunda continuidad con la historia de la Iglesia, su autoconciencia, su respuesta a la iniciativa de Dios. Por mi parte, he encontrado –y otros encontrarán otros modelos– tres figuras, por así decirlo, de un gesto parecido que pertenece esencialmente y desde siempre a la vida de la Iglesia. En los diarios se habla justamente del «mea culpa» del Papa en nombre de la Iglesia, y se cita así una oración litúrgica, el «confiteor», que introduce cada día la Celebración de la Liturgia. El sacerdote, el Papa, los laicos, todos en su «yo», cada uno, y todos juntos, nos confesamos ante Dios, y en presencia de nuestros hermanos y hermanas, haber pecado, tener una culpa, una gran culpa. Dos aspectos de este inicio de la Santa Liturgia me parecen importantes. De una parte, se habla del «yo». «Yo» he pecado, y no confieso los pecados de los otros, no confieso los pecados anónimos de un conjunto de personas, confieso con mi «yo»; pero, al mismo tiempo, son todos los miembros que a través de su «yo» dicen «yo he pecado», es decir toda la Iglesia viva, en sus miembros vivos, dice esto: «yo he pecado». Y así, en esta comunión de «confesión» se expresa una imagen de la Iglesia: la indicada por el Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium, I, 8: «Ecclesia… Sancta simul et semper purificanda, poenitentiam et renovationem continuo prosequitur», que al mismo tiempo es santa, y  necesita, para ser santa, purificación, y que camina en el camino continuo de la penitencia, que es siempre su camino, y encuentra así la renovación, siempre necesaria. Y esta imagen de la Iglesia, formulada por Vaticano II, pero realizada cada día en la liturgia de la Iglesia, refleja por su parte una de las parábolas del Evangelio, la parábola de la cizaña y del grano en el campo, la parábola de la red que recoge todos los tipos de peces, buenos y malos. Y en el curso de su historia, la Iglesia siempre ha encontrado su realidad en estas parábolas, defendiéndose así de la pretensión de una Iglesia únicamente santa. La Iglesia del Señor, que ha venido a buscar a los pecadores y que ha comido voluntariamente en la mesa de los pecadores, no puede ser una Iglesia fuera de la realidad del pecado, sino que es la Iglesia en la que existe la cizaña, el grano y los peces de todo tipo. Para resumir esta primera figura, yo diría que son importante tres cosas: el yo confieso, pero en comunión con los otros, y conociendo esta comunión, se confiesa ante Dios, pero se ruega a los hermanos y hermanas que recen por mí, es decir, se busca, en esta confesión común ante Dios, la reconciliación común.

El segundo modelo está representado por los salmos penitenciales, sobre todo aquellos en los que Israel, en la profundidad de su sufrimiento, en su miseria, confiesa los pecados de su historia, los pecados de los padres, de la rebelión permanente, desde los inicios de la historia hasta el momento actual. En este sentido, estos salmos se parecen un poco a este «mea culpa», previsto para el próximo domingo, es decir, que se habla de los pecados propios igualmente en el pasado, de una historia del pecado. Pero Israel, rogando de este modo, no lo hace para condenar a los demás, los padres, sino para reconocer, en la historia de los pecados, su propia situación y prepararse para la conversión y el perdón. Los cristianos han rezado siempre estos salmos con Israel y han renovado así la misma conciencia, es decir la conciencia de que nuestra historia es una historia como la escrita en los salmos, una historia de rebeliones, de pecados, de desconfianzas, y también nosotros confesamos esto, no para condenar a los demás, no para juzgar a los demás, sino para conocernos nosotros mismos y para abrirnos a la purificación de la memoria y a la verdadera renovación. Podríamos citar tantos ejemplos de esta realidad en la historia de la Iglesia. Yo citaré uno sólo aquí: Máximo el Confesor, en el siglo VII, el cual aplica todas estas autoacusaciones del Antiguo Testamento a los cristianos; Jeremías habla de nosotros, y lo cita; Moisés habla de nosotros, Miqueas habla de nosotros. Después, él pasa al Evangelio, y a las animadas discusiones del Señor con los judíos: «Nosotros somos peores que los judíos reprendidos por Cristo» y él continúa «¿podemos nosotros llamarnos cristianos, nosotros que no tenemos nada de Cristo en nosotros? En lugar de ser un Templo de Cristo, somos un mercado, un refugio de bandidos» Y concluye esta parte de este libro ascético con las siguientes palabras: «Un ejercicio pío, al que le falta amor, no tiene nada que ver con Dios».

La tercera figura está para mí representada por las advertencias proféticas del Apocalipsis acerca de las siete Iglesias, que quieren desde el inicio ser modelos de la advertencia profética necesaria en todos los tiempos para las Iglesias locales, así como para la Iglesia universal. Y este tipo de reprimenda profética, que es una conciencia de nuestra naturaleza de pecadores, también pertenece a la historia de la Iglesia; podríamos pensar en estas palabras del Papa Adrián citadas en el documento (1, 1); podemos pensar, para estar más cerca del presente, en el libro «Las cinco plagas de la Iglesia» de Rosmini. O podríamos citar, aquí, en Italia, un autor clásico: tomemos el «Purgatorio, canto 22», me parece, de Dante, donde él muestra el modo en que, en el carro de la Iglesia, está casi presente el Anticristo; el modo en que, a través de la alianza con el imperio, con el poder político, empezando por la donación constantiniana, la Iglesia lleva en ella también su contrario y se enfrenta así siempre a sus obstáculos, trabada en su camino.

Ahora, si se ve que existe esta historia permanente de «mea culpa» en la Iglesia, nos podemos preguntar, y yo me he preguntado, porqué tanta sorpresa, qué hay de nuevo. Yo no sé si tengo razón al proponer estas reflexiones; mi impresión, que seguramente debe ser corregida, es la siguiente: alguna cosa ha cambiado en el inicio de la época moderna, cuando el protestantismo ha creado una nueva historiografía de la Iglesia con el objeto de mostrar que la Iglesia católica no sólo está manchada por el pecado, como ella siempre ha sabido decir, sino que está totalmente corrompida y destruida, que no es más la Iglesia de Cristo, sino la Iglesia del Anticristo. Por consiguiente, corrompida hasta el fondo, ya no es más la Iglesia, sino la anti-Iglesia. En este momento, alguna cosa ha cambiado, como se ve, y necesariamente ha nacido una historiografía católica, opuesta a la que había aparecido, para demostrar que a pesar de los pecados innegables, que eran demasiado evidentes, la Iglesia católica sigue siendo la Iglesia de Cristo, y siempre la Iglesia de los santos y la Iglesia santa. En este momento de oposición de ambas historiografías, en la cual la católica se veía restringida a la apologética, para demostrar que la santidad de la Iglesia ha permanecido, naturalmente se atenúa la voz de la confesión de los pecados de la Iglesia. La situación se agrava con las acusaciones del siglo de las luces, pensemos en Voltaire («Écrasez l’infâme»), y estas acusaciones crecen  hasta Nietzsche, para el cual la Iglesia, no sólo aparece como anti-Iglesia, sino como el gran mal de la humanidad, la que lleva en ella toda la culpabilidad, la que destruye e impide el progreso. Los verdaderos pecados de la Iglesia son amplificados y se convierten en verdaderas mitologías, de modo que toda la historia de las cruzadas, de la inquisición, de la brujería, se somete a una única visión de la negatividad absoluta de la Iglesia, y la Iglesia se siente obligada a demostrar que, a pesar de elementos negativos como los mencionados, sigue siendo el instrumento de la salvación y del bien, y no el de la destrucción de la humanidad. Hoy nos encontramos ante una nueva situación, en la que la Iglesia puede volver con la más absoluta libertad a la confesión de los pecados e invitar así a los demás a confesarse, y, por consiguiente, a una profunda reconciliación. Hemos visto las grandes destrucciones provocadas por los ateísmos, que han creado una nueva situación de anti-humanismo y destrucción de la humanidad. En esta situación que suscita una nueva cuestión: «¿Dónde estamos? ¿Qué nos salva?», me parece que podemos, con una renovada humildad, una nueva franqueza y una nueva confianza, confesar los pecados y reconocer también la grandeza de la donación del Señor.

Para terminar, quisiera recapitular los criterios que me parecen que coinciden, como ya lo he dicho, con los indicados por el Cardenal Etchegaray. Yo veo tres.

El primero es que aunque en el «mea culpa» estén implicados necesariamente los pecados del pasado, ya que sin los pecados del pasado, no podemos comprender la situación de hoy, la Iglesia del presente no puede constituirse en tribunal que sentencia las generaciones pasadas. La Iglesia no puede ni debe vivir con arrogancia en el presente, sentirse exenta de pecado e identificar como fuente del mal los pecados de los otros, del pasado. La confesión del pecado de los otros no exime de reconocer los pecados del presente, sirve para despertar su propia conciencia y para abrir la vía de nuestra conversión a todos.

Segundo criterio: confesar significa, según San Agustín, «hacer la verdad», es decir, esto implica ante todo disciplina y humildad de la verdad, no negar de ningún modo el mal cometido por la Iglesia, pero también no atribuirse, por falsa modestia, pecados no cometidos, o acerca de los cuales aún no existe una certeza histórica.

Tercer criterio: una vez más, según San Agustín, debemos decir que una «confessio peccati» cristiana siempre vendrá acompañada por una «confessio lauris». En un examen de conciencia sincero vemos que por nuestra parte hemos causado mucho mal en todas las épocas, pero también vemos que Dios siempre purifica y renueva la Iglesia, a pesar de nuestros pecados, y lleva a cabo grandes cosas a través de vasos de arcilla. Y quién no podría ver, por ejemplo, el bien realizado, en el transcurso de los dos últimos siglos devastados por la crueldad de los ateísmos, por parte de las nuevas Congregaciones religiosas, los movimientos de laicos, en el sector de la educación, en el campo social, en el campo del compromiso por los desamparados, los enfermos, las personas que sufren, los pobres. Sería una falta de sinceridad ver sólo nuestro mal y no ver el bien realizado por Dios a través de los creyentes, a pesar de sus pecados. Los Padres de la Iglesia encontraron la síntesis de la paradoja entre culpa y gracia en la palabra de la Esposa del cántico de los cánticos: «Nigra sum sed Formosa» - «Soy negra y sin embargo bella», bella a pesar de todo, en virtud de tu gracia y de lo que has hecho. La Iglesia puede confesar con franqueza y confianza los pecados del pasado y del presente, sabiendo que el mal no la destruirá nunca hasta el fondo, sabiendo que el Señor es más fuerte y la renueva para que sea un instrumento del bien en nuestro mundo.

Gracias

(L’Osservatore Romano)

 

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