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Homilía del Card. Müller
en la Catedral de Ávila en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción
de la Bienaventurada Virgen María

8 de diciembre de 2014

     

Querido Señor Obispo de Ávila, Mons. Jesús García Burillo,
Ilustrísimo Señor Vicario General,
Capítulo Catedral y sacerdotes concelebrantes,
Dignísimas autoridades civiles y militares,
hermanos y hermanas todos en el Señor.

España, la que San Juan Pablo II recordaba tiernamente en sus visitas como la “tierra de María Santísima”, se ha distinguido siempre por su popular, apasionado y sincero amor a la Virgen, bajo múltiples advocaciones. Pero de una manera particular, esta tierra destaca por su amor a la Inmaculada Concepción de María. Cualquier visitante se sorprende al comprobar que la geografía española está jalonada de parroquias, ermitas, santuarios, monasterios y monumentos dedicados a la Purísima. Los doctores de las universidades españolas de Valencia (1530), Granada y Alcalá (1617) o Salamanca (1618), al recibir el grado, se preciaban de realizar el “Voto de la Inmaculada”. La gente sencilla le ha dedicado bellísimas canciones o se han saludado siempre con un “Ave María purísima”. ¡Es como si todo un pueblo hubiera entendido la necesidad de resaltar el elemento clave de todo el misterio de la salvación: el amor gratuito y misericordioso de Dios por el hombre pecador!

Cualquiera de nosotros experimentamos, ni que sea alguna vez en la vida, la alegría de recibir algo más de lo que nos era debido. Más allá del interés, siempre razonable, cuando alguien se nos da de modo gratuito y sin esperar nada a cambio, sabemos que el amor es lo que hace que la vida sea digna de ser vivida. En este amor recibido, podemos intuir un amor más potente, más grande. En cada regalo ofrecido de corazón, vislumbramos el misterio de ser amados con un amor infinito.

El pueblo nacido de la fe de Abraham fue objeto de todas las predilecciones y mimos del Señor. Fue escogido como una “esposa predilecta” (Is 62, 4-5). Pero, en cambio, también fue infiel ya desde el inicio, tal como hemos visto en la primera lectura (Gen 3, 9-15.20).

Una y otra vez, pensó que Dios le tenía “envidia” y que hacía falta “liberarse” de él. Una y otra vez, el hombre “se hizo Dios”. Se corrompió hasta lo más íntimo y se prostituyó a los dioses falsos. A veces, eran burdas imágenes hechas de madera o barro. Otras, eran ídolos que provocaban contradicciones y pecados más sutiles: el placer por el placer, el poder y el abuso del más débil, el dinero que todo lo corrompe, el orgullo de creerse los mejores y no necesitar nada de nadie.

Sin embargo, aquel pueblo también constató sorprendido que el amor de Dios nunca se desesperaba, que siempre era más fuerte que sus traiciones y que su obstinada voluntad de pecar (Os 2; Jer 31, 17-22; Is 51, 52, 54, 61, 62). De un modo extremadamente poético y paradójico a la vez, Yahvé había dicho de su novia Israel: “toda hermosa eres, amiga mía y en ti no hay ninguna mancha” (Ct 4,7).

La historia posterior corroboró que no estábamos ante una exageración propia de enamorados, sino ante una realidad: lo que era imposible para los hombres, era posible para Dios. Este, por su misericordia, no podía dispensar al hombre pecador de los mandamientos, pues hubiera banalizado la realidad del pecado y, con ella, la propia existencia humana.

Mas bien, el Señor regaló a su criatura predilecta, todo hombre y mujer, su propia gracia para poder levantarse después de cada caída.  Este era el “proyecto secreto” o mysterion que el Señor tenía para la humanidad desde la eternidad (Ef 1,9). De nuevo, a través del apóstol Pablo, Dios nos decía que nos ha escogido, para que caminemos santos e inmaculados en el amor (Ef 1, 4). El “nuevo Israel”, la Iglesia, era su re-recreación definitiva en Cristo.

El relato de la Anunciación que acabamos de proclamar enfatiza de nuevo, de un modo muy bello y poético, la acción del actor principal de toda la Historia de Salvación: Dios, el Señor, el que se enamoró perdidamente de su pueblo.

Para abundar más en el don, Dios quiso situar en el punto de partida de la Iglesia un germen puro, alguien que fuera objeto de todo el favor de la gracia (Lc 1, 28). Como una gran provocación, Dios quiso que hubiera una mujer, María, con la que iniciar por pura gracia una nueva y definitiva oportunidad de salvación. Esta joven sencilla de un pueblo de la periferia del Imperio Romano (Papa Francisco, Angelus del 8 de diciembre de 2013), irrelevante a los ojos del mundo, tenía que proclamar, con su propia existencia, que la Creación, toda ella, es un gran regalo y un derroche de los dones divinos.

El amor gratuito de Dios tomó una vez más la iniciativa e hizo posible que María fuese receptora de una libertad, belleza, justicia y alegría que nunca jamás antes habría podido soñar. De esta manera, también nos estaba diciendo a nosotros que estos conceptos nunca serían meros ideales de aquellos que se autoproclaman “optimistas”. Más bien, estas son las características de un pueblo “de hijos redimidos”, el nuevo “pueblo de Dios”.

María, por su parte, acogió este don increíble de Dios. En aquel Amor ofrecido, encontró la respuesta a todos aquellos deseos que había ido gestando a lo largo de su vida y que reconocía en su intimidad. Había entendido perfectamente que Dios interpelaba su libertad y que, de modo misterioso pero real, le reconocía en toda su dignidad de mujer: lo que los hombres podían quizás negar o poner en cuestión, Dios lo subrayaba como nadie hubiera podido jamás imaginar nunca. ¡Diciendo “sí” a Dios, a una maternidad inaudita, era ella, una muchacha sencilla, la que rompía de este modo una dinámica multisecular de infidelidades!

Sorprendida, observa como es llamada “llena de gracia” en el saludo del Ángel (Lc 1, 28). “Preservada” del pecado original desde el origen, en “previsión” de los méritos de Cristo, primera “rescatada” como ninguna otra persona del modo más sublime (proclamación del dogma de la Inmaculada en 1854: cf. Pío IX, Bula Ineffabilis, 8.12.1854), María, receptora de la misericordia de Dios, se hacía toda ella “misericordia” y “acogida” sin reservas, “disponibilidad” y “agradecimiento”.

Por su parte, Dios nos decía en ella que al menos él cree y tiene confianza en la humanidad cumplida. ¡En María nos decía que nos toma en serio! En ella nos mostraba su voluntad de regalarnos gratuitamente todo aquello que nosotros nunca podríamos darnos a nosotros mismos. En ella, nuestra “salvación” se llamaba “gracia” y “don gratuito”.

El “sí” que pronunció María “ha estremecido las entrañas” y aún sobrecoge a la Iglesia. Al igual que su prima Santa Isabel, quien proclama la primera bienaventuranza de la Nueva Alianza (Lc 1, 42), también los Padres de la Iglesia insistieron con gozo en la respuesta dada por María al Ángel: el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, laVirgen María lo desató por la fe (S. Ireneo de Lyon, Adv. Haer. III, 22,4). Si Eva, la primera mujer, había anunciado la muerte al primer hombre, Adán, María es llamada a anunciar la vida y ella, obediente, lo acepta: la muerte vino por Eva, por María, en cambio, la vida (S. Jerónimo, Epist. 22,21).

Desde esta “obediencia” entendemos por qué María se define a sí mismo como “sierva” (Lc 1, 38). En el lenguaje bíblico, este epíteto no expresa tanto la virtud de la “humildad” como la decisión firme y gozosa de adherirse radicalmente, sin reservas, al Señor. En este sentido, quizás María no entendía plenamente el proyecto que Dios tenía para ella. ¡Me atrevo a decir que hasta debía sentir que ser madre del Mesías esperado le superaba! (cf. Lc 1, 34). Pero del relato evangélico emerge una certeza: María se sentía radicalmente amada y por ello, aún sin entender plenamente la obra de arte que se estaba trazando en ella, se adhirió completamente al Artista. Haciendo así, pasó a ser la primera de los “anawim” o “pobres del Señor”: sabedores de su pequeñez pero confiados en la misericordia de Dios, en cada momento de la historia son ellos los que se han opuesto al mal y, muchas veces sin saberlo, han transformado la humanidad.

María, primer fruto de la redención, nos dice a cada uno de nosotros que pertenecemos a esta nueva humanidad rescatada por Cristo, llamada a transformar el mundo por el amor. En la belleza de su vida descubrimos que también todos nosotros hemos sido amados con un amor excepcional. Su vida, marcada por la gratuidad y la misericordia divina, “inmaculada desde su concepción”, nos indica el camino de la auténtica felicidad. Su vida es un estímulo a cultivar siempre el agradecimiento por los dones recibidos de Dios.

El amor de Dios siempre es inmerecido. Una y otra vez va más allá de cualquier expectativa que pudiéramos habernos hecho previamente. Pero si sabemos abrir los ojos a la realidad y observamos con una cierta perspectiva nuestra vida, con sus luces y sus sombras, con sus momentos de paz y también de desasosiego, observaremos que solo el amor de Dios, recibido y ofrecido a los demás a imitación de María, puede convertir nuestra existencia en aquello que es sólido y merece ser vivido. Nuestra querida Santa de Ávila, Sta. Teresa de Jesús, lo quiso plan de vida para su familia: "Así que, mis hijas, todas loson de la Virgen y hermanas, procuren amarse muchounas a otras" (Carta a las monjas de Sevilla, 13 de enero de 1580, 6).

El fiat de María nos ha mostrado que es posible que dos esposos vivan el amor, aún lleno de defectos, porque en sí es reflejo de un amor más grande y este lo sostiene. Un padre y una madre pueden perdonar una y otra vez a su hijo, sin cansarse ni desfallecer nunca, puesto que ellos se saben a su vez perdonados incondicionalmente. Un trabajador es capaz de regalar una sonrisa a sus colegas, a pesar del cansancio después de una larga jornada, si se sabe bendecido por Dios en los pequeños o grandes “regalos” que de él ha recibido a lo largo de su vida.

Cuando un enfermo ofrece su sufrimiento por aquellos que más necesitan del amor redentor de Dios, allí hay una irrupción de luz y de gracia en la gris cotidianeidad. Cuando un joven o una muchacha descubren con gozo que han sido llamados a la vida religiosa o sacerdotal, a pesar de sus propias fragilidades y carencias, se saben acompañados por el amor de Dios en el seno de la Iglesia, tanto si este camino será la soledad del claustro o el servicio apasionado y valeroso a los hermanos, especialmente con los más pobres y necesitados.

Cuando un divorciado ha vivido la tragedia de un fracaso conyugal y luego, recalando en una “situación irregular”, acepta con obediencia de corazón que no es posible acceder a la plena comunión sacramental, pero acompañado de la oración de la Iglesia en su camino penitencial, busca igualmente a Dios con fe, esperanza y caridad, de hecho se convierte en un testigo del Dios siempre fiel con su pueblo.

Cuando somos capaces de vivir de esta manera, cualquiera de nosotros es, como María Inmaculada, misionero y misionera del Amor, pues decimos a todos que lo más importante de la vida y lo que de verdad hace feliz, es siempre pura gratuidad, puro don. María Inmaculada nos recuerda a ti y a mi que todos hemos sido llamados a seguir un camino de santidad, sean cuales sean las circunstancias concretas de nuestra vida.

Señor, tú que has colmado a María de tu gracia para mostrarnos tu predilección, llénanos a nosotros de esta misma gracia para que podamos vivir siempre en comunión con Cristo crucificado y resucitado. Ayúdanos, en cada momento de nuestra vida, a decirte “sí”. Amén.

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