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PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

LA VERDAD HISTÓRICA DE LOS EVANGELIOS

 

La Santa Madre Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3, 15), en su misión de proporcionar la salvación a las almas, se ha servido siempre de la Sagrada Escritura y siempre la ha defendido de toda falsa interpretación. Y puesto que no faltan nunca cuestiones complejas, el exégeta católico, en la exposición de la palabra divina y en la resolución de las dificultades que se le ofrecen, no debe nunca desfallecer; antes bien, trate con todo empeño de hacer cada vez más claro el sentido genuino de las Escrituras, confiando no tanto en sus fuerzas, sino más bien en la ayuda de Dios y en la luz de la Iglesia.

Es una gran satisfacción que hoy se encuentren no pocos hijos de la Iglesia que, expertos en las ciencias bíblicas, de acuerdo con las exigencias de nuestro tiempo, siguiendo las exhortaciones de los Sumos Pontífices, se dedican con incansable esfuerzo a esta ardua y grave tarea. “Recuerden todos los hijos de la Iglesia que están obligados a juzgar no sólo con justicia, sino también con suma caridad los esfuerzos y las fatigas de estos valerosos obreros de la viña del Señor”[1], pues incluso intérpretes de fama notoria, como el mismo San Jerónimo, solamente consiguieron un éxito relativo en sus tentativas de resolver las cuestiones de mayor dificultad[2]. Procúrese que “en el ardor de las disputas, no se sobrepasen los límites de la mutua caridad, ni se dé la impresión en la polémica de poner en duda las mismas verdades reveladas y las divinas tradiciones. Pues sin la concordia de los ánimos y sin el respeto indiscutible de los principios no hay que esperar grandes progresos en esta disciplina, en los diversos estudios de muchos”[3].

El esfuerzo de los exégetas es hoy mucho más necesario, por cuanto que se van difundiendo muchos escritos en los que se pone en duda la verdad de los dichos y de los hechos contenidos en los Evangelios. Movida por estos motivos, la Pontificia Comisión para Estudios Bíblicos, para cumplir la tarea que los Sumos Pontífices le han encomendado, ha creído oportuno exponer e inculcar cuanto sigue.

1. Que el exégeta católico, bajo la guía del magisterio eclesiástico, aproveche todos los resultados conseguidos por los exégetas que le han precedido, especialmente por los santos padres y los doctores de la Iglesia, sobre la inteligencia del texto sagrado, y se dedique a proseguir su obra. Con el fin de poner a plena luz la verdad y la autoridad de los Evangelios, siguiendo fielmente las normas de la hermenéutica racional y católica, será diligente en servirse de los nuevos medios de exégesis, especialmente de los ofrecidos por el método histórico universalmente considerado. Este método estudia con atención las fuentes, define su naturaleza y valor sirviéndose de la crítica del texto, de la crítica literaria y del conocimiento de las lenguas. El exégeta pondrá en práctica la recomendación de Pío XII, de v. m., que le obliga a “prudentemente... buscar cuanto la forma de la expresión o el género literario adoptado por el hagiógrafo pueda llevar a su recta y genuina interpretación; y debe estar persuadido de que esta parte de su oficio no puede ser descuidada sin causar grave perjuicio a la exégesis católica”[4]. Con esta advertencia, Pío XII, de v. m., enuncia una regla general de hermenéutica, válida para la interpretación de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, pues para componerlos los hagiógrafos siguieron el modo de pensar y de escribir de sus contemporáneos. En suma, el exégeta utilizará todos los medios con que pueda penetrar más a fondo en la índole del testimonio de los Evangelios, en la vida religiosa de las primitivas comunidades cristianas, en el sentido y en el valor de la tradición apostólica.

Donde convenga le será lícito al exégeta examinar los eventuales elementos positivos ofrecidos por el “método de la historia de las formas”, empleándolo debidamente para un más amplio entendimiento de los Evangelios. Lo hará, sin embargo, con cautela, pues con frecuencia el mencionado método está implicado con principios filosóficos y teológicos no admisibles, que vician muchas veces tanto el método mismo como sus conclusiones en materia literaria. De hecho algunos fautores de este método, movidos por prejuicios racionalistas, rehúsan reconocer la existencia del orden sobrenatural y la intervención de un Dios personal en el mundo, realizada mediante la revelación propiamente dicha, y asimismo la posibilidad de los milagros y profecías. Otros parten de una falsa noción de la fe, como si ésta no cuidase de las verdades históricas o fuera con ella incompatible. Otros niegan a priori el valor e índole histórica de los documentos de la Revelación. Otros, finalmente, no apreciando la autoridad de los Apóstoles, en cuanto testigos de Cristo, ni su influjo y oficio en la comunidad primitiva, exageran el poder creador de dicha comunidad. Todas estas cosas no sólo son contrarias a la doctrina católica, sino que también carecen de fundamento científico y se apartan de los rectos principios del método histórico.

2. El exégeta, para afirmar el fundamento de cuanto los Evangelios nos refieren, atienda con diligencia a los tres momentos que atravesaron la vida y las doctrinas de Cristo antes de llegar hasta nosotros.

Cristo escogió a los discípulos (cfr. Mc 3, 14; Lc 6, 13), que Lo siguieron desde el comienzo (cfr. Lc 1, 2; Hch 1, 21-22)), vieron sus obras, oyeron sus palabras y pudieron así ser testigos de su vida y de su enseñanza (cfr. Lc 24, 48; Hch 1, 8; 10, 39; 13, 31; Jn 15, 27). El Señor, al exponer de viva voz su doctrina, siguió las formas de pensamiento y expresión entonces en uso, adaptándose a la mentalidad de sus oyentes, haciendo que cuanto les enseñaba se grabara firmemente en su mente, pudiera ser retenido con facilidad por los discípulos. Los cuales comprendieron bien los milagros y los demás acontecimientos de la vida de Cristo como hechos realizados y dispuestos con el fin de mover a la fe en Cristo y hacer abrazar con la fe el mensaje de salvación.

Los Apóstoles anunciaron ante todo la muerte y la resurrección del Señor, dando testimonio de Cristo (cfr. Lc 24, 44-48; Hch 2, 32; 3, 15; 5, 30-32), exponían fielmente su vida, repetían sus palabras (Cfr. Hch 10, 36-41), teniendo presente en su predicación las exigencias de los diversos oyentes (cfr. Hch 13,16-41 con Hch 17, 22-31). Después que Cristo resucitó de entre los muertos y su divinidad se manifestó de forma clara (Hch 2, 36; Jn 20, 28), la fe no sólo no les hizo olvidar el recuerdo de los acontecimientos, antes lo consolidó, pues esa fe se fundaba en lo que Cristo les había realizado y enseñado (Hch, 2, 22; 10, 37-39). Por el culto con que luego los discípulos honraron a Cristo, como Señor e Hijo de Dios, no se verificó una transformación Suya en persona “mítica”, ni una deformación de su enseñanza. No se puede negar, sin embargo, que los Apóstoles presentaron a sus oyentes los auténticos dichos de Cristo y los acontecimientos de su vida con aquella más plena inteligencia que gozaron (cfr. Jn  2, 22; 12, 16; 11, 51-52; 14, 26; 16, 12-13; 7, 39) a continuación de los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la iluminación del Espíritu de Verdad (cfr. Jn 14, 26; 16, 13). De aquí se deduce que, como el mismo Cristo después de su resurrección les interpretaba (Lc 24, 27) tanto las palabras del Antiguo Testamento como las Suyas propias (cfr.. Lc 24, 44-45; Hch 1, 3), de esta forma ellos explicaron sus hechos y palabras de acuerdo con las exigencias de sus oyentes. “Asiduos en el ministerio de la palabra” (Hch 6, 4)), predicaron con formas de expresión adaptadas a su fin específico y a la mentalidad de sus oyentes (1 Cor 9, 19.23), pues eran “deudores de griegos y bárbaros, sabios e ignorantes” (Rm 1, 14). Se pueden, pues, distinguir en la predicación que tenía por tema a Cristo: catequesis, narraciones, testimonios, himnos, doxologías, oraciones y otras formas literarias semejantes, que aparecen en la Sagrada Escritura y que estaban en uso entre los hombres de aquel tiempo.

Esta instrucción primitiva hecha primero oralmente y luego puesta por escrito —de hecho muchos se dedicaron a “ordenar la narración de los hechos” (cfr. Lc 1, 1) que se referían a Jesús— los autores sagrados la consignaron en los cuatro Evangelios para bien de la Iglesia, con un método correspondiente al fin que cada uno se proponía. Escogieron algunas cosas; otras las sintetizaron; desarrollaron algunos elementos mirando la situación de cada una de las iglesias, buscando por todos los medios que los lectores conocieran el fundamento de cuanto se les enseñaba (cfr. Lc 1, 4). Verdaderamente de todo el material que disponían los hagiógrafos escogieron particularmente lo que era adaptado a las diversas condiciones de los fieles y al fin que se proponían, narrándolo para salir al paso de aquellas condiciones y de aquel fin. Pero, dependiendo el sentido de un enunciado del contexto, cuando los evangelistas al referir los dichos y hechos del Salvador presentan contextos diversos, hay que pensar que lo hicieron por utilidad de sus lectores. Por ello el exégeta debe investigar cuál fue la intención del evangelista al exponer un dicho o un hecho en uno forma determinada y en un determinado contexto. Verdaderamente no va contra la verdad de la narración el hecho de que los evangelistas refieran los dichos y hechos del Señor en orden diverso[5] y expresen sus dichos no a la letra, sino con una cierta diversidad, conservando su sentido[6]. Pues dice San Agustín: “Es bastante probable que los evangelistas se creyeran en el deber de contar, con el orden que Dios sugería a su memoria, las cosas que narraban, por lo menos en aquellas cosas en las que el orden, cualquiera que sea, no quita en nada a la verdad y autoridad evangélica. Pues el Espíritu Santo, al distribuir sus dones a cada uno como le parece (1 Cor 12, 11), y por ello también, dirigiendo y gobernando la mente de los santos con el fin de situar los libros en tan alta cumbre de autoridad, al recordar las cosas que habían de escribir, permitiría que cada uno dispusiera la narración a su modo, y que cualquiera que con piadosa diligencia lo investigara lo pudiera descubrir con la ayuda divina”[7].

Si el exégeta no pone atención en todas estas cosas que se refieren al origen y composición de los Evangelios y no aprovecha todo lo bueno que han aportado los recientes estudios, no cumplirá realmente su oficio de investigador, cuál fue la intención de los autores sagrados y lo que realmente dijeron. De los nuevos estudios se deduce que la vida y la doctrina de Cristo no fueron simplemente referidas con el único fin de conservar su recuerdo, sino “predicados” para ofrecer a la Iglesia la base de la fe y las costumbres; por ello el exégeta, escrutando diligentemente los testimonios de los evangelistas, podrá ilustrar con mayor penetración el perenne valor teológico de los Evangelios y poner de manifiesto la necesidad y la importancia de la interpretación de la Iglesia.

Quedan muchas cosas de gran importancia, en cuya discusión se puede y se debe ejercer libremente el ingenio y la agudeza del intérprete católico, para que cada uno, por su parte, aporte su contribución en beneficio de todos, para un creciente progreso de la doctrina sagrada, para preparar el juicio de la Iglesia y documentarlo, en defensa y honor de la Iglesia[8]. Sin embargo, esté dispuesto a obedecer al magisterio de la Iglesia y no olvide que los Apóstoles predicaron la buena nueva llenos del Espíritu Santo y que los Evangelios fueron escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, que preservaba a sus autores de todo error. “Verdaderamente, nosotros, no por medio de los demás hemos conocido la economía de la salvación, sino por medio de aquellos por los que nos viene el Evangelio, que primero predicaron y luego, por voluntad de Dios, lo transmitieron en las Escrituras, destinado a ser columna y fundamento de nuestra fe. No se puede, pues, decir que hemos predicado antes de tener un conocimiento perfecto, como algunos osan decir, gloriándose de ser los que corrigen a los Apóstoles. Pero luego que el Señor resucitó de entre los muertos y ellos fueron investidos de lo alto por la virtud del Espíritu Santo descendido sobre ellos, fueron adoctrinados sobre todas las cosas y tuvieron un conocimiento perfecto, y partieron luego para los confines de la tierra evangelizando los bienes que nos vienen de Dios y anunciando la paz celestial a los hombres, para que todos y cada uno poseyeran el Evangelio de Dios”[9].

3. Aquellos, pues, que tienen encomendada la tarea de enseñar en los seminarios y en análogos institutos “procuren ante todo que... las divinas letras sean enseñadas en la forma que sugiere la gravedad misma de la disciplina y las necesidades de los tiempos”[10]. Los maestros expongan en primer término la doctrina teológica, para que las “Sagradas Escrituras sean para los futuros sacerdotes de la Iglesia fuente pura y perenne de vida espiritual, para cada uno personalmente, y sustancia para el oficio de la predicación que les espera”[11]. Además, cuando recurran a la crítica, y ante todo, a la crítica literaria, no lo hagan como si estuvieran interesados solamente en ésta, sino con el fin de mejor penetrar, con su auxilio, en el sentido pretendido por Dios por medio del hagiógrafo. No se detengan, por tanto, a medio camino, contentos de sus hallazgos literarios, sino traten de demostrar cómo estos hallazgos contribuyen en realidad a comprender cada vez más claramente la doctrina revelada, o cuando sea posible, a rechazar los errores. Los profesores que actúen de esta forma harán que los alumnos encuentren en la Sagrada Escritura lo “que eleva la mente a Dios, alimenta el alma y fomenta la vida interior”[12].

4. Finalmente, los que instruyen al pueblo cristiano con la predicación sagrada tienen necesidad de suma prudencia. Ante todo, enseñen la doctrina, recordando la recomendación de San Pablo: “Atiende a tu tarea de enseñar, y en esto persevera; haciendo esto, te salvarás tú y tus oyentes”" (1 Tm 4, 16). Absténgase de proponer novedades vanas o no suficientemente probadas. Nuevas opiniones ya sólidamente demostradas expónganlas, si es preciso, con cautela y teniendo presentes las condiciones de los oyentes. Al narrar los hechos bíblicos, no mezclen circunstancias ficticias poco consonantes con la verdad.

Esta virtud de la prudencia debe ser ante todo característica de quienes difunden escritos de divulgación para los fieles. Sea su preocupación poner con claridad las riquezas de la palabra divina “para que los fieles se sientan movidos y enfervorizados para mejorar su propia vida”[13]. Sean escrupulosos en no apartarse jamás de la doctrina común o de la tradición de la Iglesia ni siquiera en cosas mínimas, aprovechando los progresos de la ciencia bíblica y los resultados de los estudiosos modernos, pero del todo evitando las temerarias opiniones de los innovadores[14]. Les está severamente prohibido difundir, para secundar un pernicioso afán de novedades, algunas tentativas para la resolución de las dificultades, sin una selección prudente y un serio examen, turbando así la fe de muchos.

Ya antes esta Comisión Pontificia de Estudios Bíblicos estimó oportuno recordar que también los libros y los artículos de revistas y periódicos que se refieren a la Biblia, en cuanto se refieren a temas de religión y a la instrucción cristiana de los fieles, están sometidos a la autoridad y jurisdicción de los ordinarios[15]. Los ordinarios están, por tanto, obligados a vigilar con máxima diligencia sobre estos escritos.

5. Los que están al frente de las asociaciones bíblicas observen fielmente las normas fijadas por la Comisión Pontificia para los Estudios Bíblicos[16].

Si se observan las normas expuestas, el estudio de las Sagradas Escrituras resultará ciertamente de utilidad para los fieles. Aun en nuestros días cualquiera podrá experimentar el dicho de San Pablo: las Sagradas Letras “pueden instruir para la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura divinamente inspirada es útil para enseñar, argüir, corregir, educar en la justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto y capaz de toda obra buena”(2 Tm 3, 15-17).

El 21 de abril de 1964, en la audiencia benignamente concedida al secretario abajo firmante, el Padre Santo Pablo VI ratificó y ordenó publicar esta instrucción.

Roma 21 de abril de 1964.

 

BENJAMIN N. WAMBACQ O. Praem.
Secretario de la Comisión Pontificia para Estudios Bíblicos

 
 

[1] Pío XII, Carta enc. Divino afflante Spiritu; Enchiridion Biblicum (EB), 564; AAS. 35 (1943), Pág. 346.

[2] Cf. Benedicto XV, Carta. enc. Spiritus Paraclitus (EB), 451.

[3] León XIII, Cart. Apost. Vigilantiae (EB), 143.

[4] Divino afflante Spiritu (EB), 560; AAS, 35 (3943), P. 340..

[5] Cfr. S. J. Crisóstomo In Mat., Hom. 1, 3, PG 57, 16-17.

[6 ]Cfr. S. Agustín, De consensu Evang., 2, 21, 51 s.; PL. 34, 1102.

[7] De consensu Evang., 2, 21. 51 s.; PL 34, 1102.

[8] Divino afflante Spiritu (EB), 565; AAS, 35 (1943), pág. 346.

[9] S. Ireneo, Adv. Haeres, III, 1, 1; PG 7, 814; “Harvey”, II, 2.

[10] Cart, Apostol. Quoniam in re biblica (EB), 162.

[11] Divino afflante Spiritu (EB), 567; AAS, 35 (1943), pág. 348.

[12] Divino afflante Spiritu (EB), 552; AAS, 35 (1943), pág. 339.

[13] Divino afflante Spiritu (EB), 566; AAS, 35 (1943), pág. 347.

[14] Cfr. Cart. Apost. Quoniam in re biblica (EB), 175.

[15] Instruc. Ad Excmos. Locorum Ordinarios, 15 dic. 1955 (EB), 62

[16] Ibid. (EB), 622-633.

 

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