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HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
 EN LA MISA DE BEATIFICACIÓN
DEL P. MARIANO DE LA MATA APARICIO


Catedral de São Paulo, Brasil
Domingo 5 de noviembre de 2006

 

1. En este domingo celebramos la solemnidad de Todos los Santos. Precisamente en esta solemnidad, hoy, aquí en São Paulo, damos gracias a Dios también por el padre agustino Mariano de la Mata Aparicio, que ha sido inscrito en el catálogo de los beatos.

Antes de concluir el Año litúrgico, la Iglesia universal conmemora a todos los santos en un único día, dando gloria y alabanza a Dios "único Santo entre los santos". Su gracia puede transformar la vida frágil y débil de los que se han propuesto seguir más de cerca a Jesucristo, en el reflejo y a la luz de su santidad.

"Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les  añade  nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo" (Discurso 2:  Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss), dice  san Bernardo en la Liturgia de las Horas de esta solemnidad.

Por consiguiente, en esta fiesta, en la que conmemoramos a todos los santos, muchos conocidos e inscritos en el catálogo de los santos y beatos, y otros más numerosos aún desconocidos por nosotros pero conocidos por Dios, celebramos también el misterio de nuestra comunión con ellos. Creemos "en la comunión de los santos", como profesamos en el Credo apostólico, o sea, en la comunión de los que ya han sido santificados por la gracia de Dios y de todos nosotros, llamados a ser como ellos. El concilio Vaticano II proclamó la vocación universal a la santidad:  "Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados, cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre" (Lumen gentium, 11).

En la comunión de los santos nos beneficiamos ya desde ahora de los que siguen fielmente a Jesucristo y nos proponemos la grandeza de una vocación común a la santidad, que en ellos ya ha dado fruto, pero que puede darlo también en nosotros si permanecemos fieles al Señor, perseverando hasta el último día.

2. El libro del Apocalipsis contempla la muchedumbre inmensa que ha pasado por la gran tribulación y ya se encuentra "de pie delante del trono y del Cordero" (Ap 7, 9), alegrándose porque "la salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero" (Ap 7, 10), por mérito de Cristo que se entregó hasta la muerte por todos nosotros.

El número de los marcados, 144.000, indica la universalidad de la salvación a la que estamos llamados todos, la totalidad del nuevo pueblo de Israel abierto a todas las naciones. Una comunidad de santos sin fronteras, a pesar de las dificultades externas e internas que han existido en todas las épocas, pues es en la tribulación donde se teje el vestido de la "esposa", la Iglesia.

Los que habitan en la Jerusalén celestial "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14) y "traen palmas en sus manos" (Ap 7, 9), las palmas de su alabanza, de su testimonio y de su gloria. Han participado en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, en el culto eterno que se realiza en presencia de Dios, que ha querido poner su tienda en medio de los suyos.

Nosotros, que aún somos peregrinos en esta tierra, nos asociamos a su triunfo, a la espera de seguir sus pasos por la senda de la santidad, sabiendo que el Señor nos precede, va delante de su Iglesia y nos acompaña por el camino como "peregrinos en tierra extranjera" (Hch 7, 6), guiándonos hasta él, fuente de vida y nuestro último destino, un destino feliz.

3. Por esto, también hoy, por medio de esta "muchedumbre de intercesores" que ahora ya son "semejantes a Dios" y lo ven "tal cual es" (cf. 1 Jn 3, 2), pedimos la abundancia de su misericordia y su perdón, e incluso nos atrevemos a suplicar:  "Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte" (Ct 8, 6), porque el amor es más fuerte que la muerte.

Hemos nacido de Dios y de su amor. Él nos ha llamado y somos sus hijos. En Cristo, por medio del Espíritu, se realiza en nosotros la santidad; al llamarnos a ser sus hijos, nos ha convocado a "ser perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Ya somos hijos de Dios, pero no se ha manifestado aún lo que seremos. Esta es nuestra esperanza y en esta esperanza podremos purificarnos en él. Vemos que los santos de todas las épocas y también de nuestro tiempo tuvieron defectos y fueron frágiles y pecadores, aunque se purificaron siguiendo al Señor y con su sangre redentora; fueron fuertes y santos en él. La fragilidad de los santos viene en nuestra ayuda también porque nos muestra el camino por el que podemos salir del pecado y comenzar a vivir desde ahora, y después sin fin, una vida de intimidad con el Padre como única y auténtica alternativa a una vida injusta y mala. Los santos experimentaron nuestras mismas dificultades, e incluso más, pero supieron vencer las tentaciones del maligno y, con la gracia de Dios, vivieron las bienaventuranzas.

4. En el "sermón de la montaña" el Señor proclama las bienaventuranzas, anunciando la vida en el Espíritu como una alegría escatológica que, al mismo tiempo, es exigencia para los que se sientan a la mesa de su palabra. Benditos y bienaventurados los que se esfuerzan por vivirlas hasta llegar a la bienaventuranza eterna. Las bienaventuranzas, vividas ante todo por Jesucristo, son el cumplimiento de la promesa mesiánica y cuando nos esforzamos por vivirlas, con la gracia de Dios, se transforman en expresión de nuestra respuesta de amor a la alianza sellada por Dios.

Somos bienaventurados cuando somos pobres de espíritu (cf. Mt 5, 3) y, ante los sufrimientos de tanta pobreza, conservamos un corazón pobre, necesitado de Dios.

Podemos ser bienaventurados a pesar del sufrimiento si lo ofrecemos con mansedumbre (cf. Mt 5, 4), como sacrificio de alabanza mientras nos encaminamos en esta tierra hacia la tierra prometida.

Cuando lloramos por lo que vale la pena llorar, Dios  nos ofrece su consuelo hasta que heredemos su reino (cf. Mt 5, 5).

Tener siempre hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6), una gracia siempre abierta al perdón por parte de Dios, nos acerca a la mesa para la fiesta de su Cuerpo y de su Sangre, en la cual el Señor sacia el hambre de felicidad y de vida que nuestro ser anhela y ansía.

Estas primeras cuatro bienaventuranzas expresan nuestra dependencia de la gracia de Dios, pues Dios es quien reina. Las últimas cuatro bienaventuranzas manifiestan nuestra dependencia de nuestros hermanos, como una respuesta de amor dada a Dios mismo por medio de ellos.

Acoger en el corazón la misma misericordia de Dios (cf. Mt 5, 7) nos hace salir de nosotros mismos, a pesar de nuestras miserias, hacia nuestros hermanos, a pesar de sus miserias, pues en ambas Dios ha puesto su corazón. Alcanzamos la misericordia de Dios cuando somos misericordiosos con los demás.

Permanecer con los brazos abiertos ante quienes tienen necesidad de nuestra ayuda y con el corazón siempre transparente y sin ambigüedades, puro con la claridad de Dios (cf. Mt 5, 8), hace posible verlo en todos los acontecimientos y en todas las personas, con los ojos del corazón iluminados por la luz de Cristo, que es la luz de la Iglesia y de todas las gentes.

Somos hijos de Dios, bienaventurados, cuando vivimos con su gracia en paz, sin opresiones ni injusticias, en un mundo con tantas violencias y sufrimientos (cf. Mt 5, 9).

Y cuando somos perseguidos porque deseamos vivir siempre la justicia de Dios, nos hacemos dignos del reino de los cielos (cf. Mt 5, 10). La perfecta alegría, como la vivieron los santos, consiste en imitar e identificarse con Jesucristo, también en el amor a los que se declaran enemigos nuestros.

En la celebración de hoy, nosotros, la Iglesia en la tierra, nos alegramos por todos los santos, la Iglesia del cielo. Y en esta misma alegría, como bienaventuranza, recibimos la fuerza para continuar nuestra peregrinación por la ciudad terrena, en  este  siglo  XXI, hacia la ciudad celestial, por todos los siglos sin fin.

5. El padre Mariano de la Mata Aparicio, de la Orden de San Agustín, nació hace cien años y respondió con prontitud y fidelidad a su vocación a la vida consagrada y al sacerdocio ministerial.
Dejó su familia y su aldea ―Puebla de Valdavia (Palencia)― y luego, en 1931, obedeciendo a sus superiores, dejó su país, España, para ir a Brasil, donde encontró una nueva patria, en la que vivió durante cincuenta y dos años una vida de santidad en la cotidianidad y normalidad de todos los días.

Los encargos ministeriales que recibió de su Orden y los ministerios pastorales que le encomendaron sus respectivos obispos diocesanos, cumplidos con fidelidad diligente y con gran generosidad, lo llevaron a ser puesto como ejemplo y camino de santidad tanto para los agustinos y la familia agustiniana, como para las diócesis en donde nació, vivió, trabajó y murió para el reino de los cielos.

Los fieles cristianos y los ciudadanos de Taquaritinga, Engenheiro Schmitt, Rio Preto y São Paulo, recordarán a este nuevo beato, elevado hoy al honor de los altares por decisión del Santo Padre Benedicto XVI, como modelo digno de imitar para seguir a Jesucristo. Muchos de los que participan en esta celebración lo conocieron y trataron personalmente, y pudieron constatar las virtudes cristianas, sacerdotales y religiosas de este agustino que tanto glorificó a Dios en el amor y el servicio a la Iglesia y a todas las gentes.

El padre Mariano fue pobre con los pobres, humilde con los niños y sensible con los enfermos y los ancianos, trabajador con los alumnos, los fieles y la asociación de las Oficinas de Santa Rita, misericordioso con los penitentes, puro de corazón, pacífico en la comunidad de los religiosos agustinos y en su familia, superando las dificultades con la oración y el sacrificio, dirigiéndose constantemente a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Consolación, hasta el momento en que dejó esta vida.

Tanto en Brasil como en España, su recuerdo nos ayudará a dar gloria y alabanza a Dios y a seguir su ejemplo. Como recomienda la carta a los Hebreos:  "Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la palabra de Dios y, considerando el final de su vida, imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 7-8).

6. Tengamos ante nuestros ojos al beato Mariano de la Mata y a los que nos han precedido en la fe, a los santos conocidos y a los desconocidos, pero escritos todos por la mano del Señor en el "libro de la vida", para que nos entreguen el regalo que ellos mismos recibieron y nos conserven un puesto junto a Dios. Así nuestro testimonio se unirá al suyo en nuestro tiempo, juntamente con el testimonio de Cristo, "el testigo fiel" (Ap 1, 5), para alabanza de su gloria.

En la Eucaristía reside la fuente de nuestra santificación y la cumbre de una existencia auténticamente cristiana. Acudamos al Señor en esta celebración con "las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de hoy" (Gaudium et spes, 1) para recibir el alimento ―el Señor mismo― que es nuestra fuerza y nuestra esperanza. En la muerte y resurrección de Cristo vivimos ya para él y esperamos vivir siempre con él.

San Agustín, en su obra "La ciudad de Dios", nos alienta a esperar en la ciudad eterna:  "¡Cuán grande será la serenidad donde ya no habrá ningún mal, no faltará ningún bien, se dedicará a las alabanzas de Dios, que será todo en todos!" (De civ. Dei XXII, 30, 1).

Que María santísima, todos los santos y el beato Mariano de la Mata, por el sacrificio de Jesucristo, que presentamos ahora a Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo, intercedan por nosotros, a fin de que nuestros pasos sigan sus huellas en el camino hacia la santidad "hasta que él vuelva". Amén.

 

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