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HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
EN LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE LA SIERVA DE DIOS
MARÍA ROSA PELLESI


Catedral de Rímini (Italia)
Domingo 29 de abril de 2007

 

1. Este IV domingo de Pascua se suele llamar domingo del "Buen Pastor" por el pasaje evangélico que nos propone, en el que se encuentra la alegoría o imagen del pastor. En este contexto litúrgico se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones.

El breve pasaje del evangelio que se acaba de proclamar se encuadra en el contexto del capítulo 10 de san Juan, donde Jesús, dirigiéndose explícitamente a los que no creen, da una definición de sí mismo que manifiesta su ser divino:  "Yo soy el buen Pastor".

"Yo soy" es una forma de revelación que  remite  al Nombre de Dios Salvador que él mismo dio a Moisés. Jesús se lo  aplica a sí. En el evangelio de san Juan, Jesús dice con frecuencia:  "Yo soy". Yo soy la vid. Yo soy la luz del mundo. Yo soy el pan de vida, etc. (cf. Jn 8, 28. 58; 13, 19; 6, 20; 18, 5-8).

"Yo soy el buen pastor", el gran pastor, el verdadero pastor, a diferencia de los demás, que no lo son porque no cuidan del rebaño; son mercenarios que huyen ante el peligro y abandonan el rebaño, y el rebaño se dispersa y se pierde. Jesús dice a sus oyentes:  "Vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas, seguís a otro pastor, la muerte".

Desde luego, en Oriente el pastor no tenía nada de poético; era un nómada rudo, capaz de defender el rebaño contra los animales salvajes y rapaces (cf. 1 S 17, 34-35). Jesús pronuncia estas palabras pensando en el trágico combate de su pasión, cuando dará su vida y la perderá para que el rebaño viva (cf. Jn 10, 12. 15). Así quiere fortalecer la fe de sus discípulos atemorizados:  el poder del buen Pastor es superior al de cualquier ladrón y bandido. La Iglesia tiene como centro de su fe a un Dios poderoso, pero sobre todo a un Dios que ama tanto al hombre que da su vida para que viva. Por consiguiente, no debemos olvidar que el amor hace vulnerable incluso al Señor.

Y, con este acto supremo, el pastor se une indisolublemente a su rebaño. En el pasaje evangélico de hoy Jesús afirma:  "Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen".

La referencia a la oveja no tiene el significado peyorativo de pasividad, de espíritu gregario, que podríamos atribuir a la mentalidad de hoy; más aún, la imagen bíblica indica exactamente lo contrario.

2. Los tres verbos pronunciados por Jesús son verbos de acción muy personalizada:  escuchar, conocer y seguir. Con ellos indica el movimiento de la fe, que puede colmar nuestro deseo de vida plena y feliz, a la que aspiramos. A través de estas palabras, unidas entre sí con un hilo luminoso y espiritual, se puede construir toda la historia de la vocación cristiana. En particular, como veremos dentro de poco, podemos ver trazado en ellas el camino que llevó a la santidad a la nueva beata María Rosa Pellesi.

"Escuchar" es la actitud esencial en la relación entre dos personas. Los profetas no cesaban de invitar a Israel a escuchar:  "Escucha, Israel" (Dt 6, 4; Am 3, 1; Jr 7, 2; Si 29, 3. 9). Escuchar es el inicio de la fe. San Juan presenta a Jesús como el Verbo, la Palabra que el Padre dice al mundo:  "Este es mi hijo predilecto, escuchadlo" (Mt 17, 5). Escuchar, en sentido bíblico, está impregnado de resonancias que implican la adhesión gozosa, la obediencia, la elección de vida.

Así se establece una comunión íntima y profunda entre Cristo y quien lo sigue:  la define una gran palabra bíblica, "conocer", que implica la mente, el corazón, la actividad de toda la persona humana, hasta el punto de que, en labios de Jesús, en el evangelio de san Juan, se transforma en la definición misma de la vida eterna:  "Esta es la vida eterna:  que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). Por consiguiente, escuchar a Cristo lleva a dejarse conocer y a conocer a Dios, en el sentido que acabamos de recordar, para seguir a Cristo, el único Pastor, con un seguimiento diario y continuo, del que los santos son ejemplos admirables y concretos.

Y, luego, "seguir" es otro verbo que no tiene nada de pasivo. Nada supone tanta libertad como el seguir, porque implica unirse con todo su ser al Otro. Es unirse de manera tan íntima que se puede reconocer su voz, su paso, sus deseos, hasta entrar en una comunión sin marcha atrás, hasta abrazar el destino del otro, porque quien ama no puede menos de ser fiel, más aún, feliz de que el otro determine su vida, hasta las últimas consecuencias del amor.

3. Asimismo, es realmente tranquilizadora la afirmación de Jesús:  "Mis ovejas nunca se perderán y nadie las arrebatará de mi mano". Ni de su mano ni de la del Padre. Estamos en las mejores manos posibles:  las manos del Señor, las mismas manos que extendía sobre los enfermos, con las que acariciaba a los niños, la que tendía a Pedro para que no se ahogara en el mar, la mano que elevó el pan de vida en la última Cena, la mano extendida en la cruz, la mano herida por los clavos que mostró a Tomás.

Todos nosotros, queridos fieles, hemos sido puestos por la mano del Padre bueno en la mano del buen Pastor, y estamos llamados a unirnos a los que nos han precedido en la vitalidad de la fe, a los que "llevaban palmas en sus manos" (Ap 7, 9). Es la palma que Jesús entrega, a través de la Iglesia, a su esposa Rosa Pellesi, beatificando a esta religiosa, tal vez poco conocida, pero que ahora podrá difundir la fascinación que emana de su camino de virgen franciscana.

En esa mano del Señor crucificado y resucitado se mantuvo siempre Rosa Pellesi; esa mano del Hijo de Dios vivo la sostuvo siempre; nunca se salió de ella; nunca dejó de ser aferrada por la mano de Cristo, llegando a ser un modelo de humanidad y de amor, de abandono y obediencia, de mansedumbre y fortaleza.

4. La palabra de Dios de la liturgia de hoy es el marco ideal —como si lo hubiéramos escogido a propósito— en el que se puede situar a la beata María Rosa Pellesi, que ilumina la santidad de su vida, llenándola de luz evangélica.

A lo largo de los veintisiete años que tuvo que pasar en el sanatorio, en una reclusión forzada, pero aceptada heroicamente, se sumergió en el abismo del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que la penetró y la llamó a pasar por la gran tribulación, dejando que sus vestidos fueran lavados y blanqueados con la sangre del Cordero, al que María Rosa unió sin reservas su holocausto, tal como nos ha presentado la espléndida página del Apocalipsis en la segunda lectura.

Baste pensar que el costado de la encantadora muchacha de Pigneto no fue traspasado por centenares, sino por millares de toracentesis para la extracción del derrame pleurítico, sin que, como atestiguan los médicos que aún viven, jamás saliera una sola queja de sus labios.

Se identificaba con el silencio de Jesús, el Cordero mudo llevado al degüello, como narra Isaías:  "Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca" (Is 53, 7).

Como símbolo de su crucifixión en la carne, se le quedó incrustado en el tórax, durante diecisiete años, un fragmento de aguja que se rompió, por error médico, durante la extracción diaria. Ella, como humilde cordera —es lo que deseaba ser—, la llamaba "mi lanza". En la imagen de sor María Rosa expuesta aquí, su crucifixión está simbolizada por la corona de espinas que, con feliz intuición, le ha sido puesta en el pecho y que ella aprieta contra su corazón.

San Pablo nos ha recordado en la primera lectura:  "Yo te he puesto como luz de las naciones, para que tú lleves la salvación a todos los hombres". La beata María Rosa, a pesar de vivir encerrada en un estrecho hospital, ensanchaba su horizonte, con el anhelo misionero de Cristo, a toda la humanidad. Decía:  "Quisiera abrazar el mundo entero". Al morir, exclamó:  "Mando un beso a toda la humanidad".

Es su grito de misionera de amor; así quiso completar en sí misma lo que falta a la pasión de Cristo y al sueño de Cristo de que todos sean uno en él.

Un signo inmediato de reconocimiento de sor María Rosa es seguramente su sonrisa, que se convertía en la primera caridad hacia quienes vivían con ella, pero que se traducía también en gestos humanos humildísimos y fuertes de escucha, de paciencia y de servicio, que le exigían un precio altísimo de abnegación y de entrega de sí:  "Mi corazón sufre, pero soy feliz, muy feliz. Comencé mi vida en el sanatorio llorando, pero he pedido a Dios terminarla cantando sus misericordias".

Al cortejo de las santas vírgenes que siguen al Cordero a dondequiera que vaya se ha añadido una nueva:  la beata María Rosa, signo seguro de que el camino que siguió lleva realmente a la auténtica santidad.

La beata María Rosa, puesta por la Iglesia en el candelero, nos invita a la esperanza y a no abatirnos a causa de nuestros límites y culpas, porque Dios no deja nada sin concluir. Oremos también nosotros, como ella oraba por sí misma:  "Que Jesucristo, nuestro Señor, actúe en mí para construir sobre los escombros de mi miseria la obra maestra que él se ha propuesto realizar desde la eternidad". La obra maestra de la perfección evangélica, la obra maestra de la propia santificación.

 

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