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La Curia Romana  
 

 

 
 
 
 
 

ASAMBLEA PLENARIA. 2008  
 

HOMILÍA del Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Antonio María Rouco Varela

Arzobispo de Madrid

En la Misa Votiva “Ad Postulandam Caritatem”

Roma, 1.III.2008; 8’00 h.

(1 Cor 12,31-13,13; Sal 99; Jn 15, 12-17)

 

      Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

       1. Concluimos nuestra “Plenaria” del Pontificio Consejo Cor Unum en el 2008 celebrando la Santa Misa ad postulandam Caritatem. La perspectiva doctrinal que ha inspirado e iluminado nuestras deliberaciones han sido las enseñanzas de nuestro Santo Padre Benedicto XVI en su primera Encíclica Deus caritas est. Un objetivo pastoral nos ha guiado: la formación integral de “los actores” de la actividad caritativa de la Iglesia. ¡Extraño! Podría pensar cualquier observador de la realidad eclesial que la mirase desde fuera de si misma. ¿Pues no dicen los cristianos que la razón de ser de sus vidas es la de haber encontrado el lugar existencial donde se conoce y practica el amor, es decir la Iglesia? ¿Cómo es posible hablar no ya sólo con un minimum de coherencia de vida, sino incluso con una elemental lógica intelectual, de obras de caridad realizadas por actores que no la viven? O una de dos: o las obras realizadas por esos cristianos “sin amor” o no lo son de verdad, sólo guardan la apariencia de la caridad sin trasmitir ni comunicar amor; o admitimos la hipótesis de que puede existir el amor como una realidad objetiva, existencialmente fuera del ámbito de la persona que ama y es amada, lo que contradeciría no sólo la verdad evangélica del amor, sino también su inicial verdad antropológica. Admitida esta hipótesis nos encontraríamos con una contradictio in terminis insalvable. ¿Qué ha ocurrido en la Iglesia, en su historia contemporánea más inmediata, en el ejercicio de la caridad, qué está ocurriendo todavía ahora en su actividad caritativa para que hayamos tenido que plantearnos como un reto pastoral, y no sólo doctrinal sino también práctico, la formación cristiana en la caridad de nuestros profesionales y voluntarios de sus obras socio-caritativas? Al parecer, “nuestras obras”, que se presentan técnica y económicamente tan poderosas en tantos países del llamado “primer mundo”, no han sido siempre capaces – o al menos, no suficientemente – de ser cauces operativos de la verdadera caridad de Cristo, por los que hayan fluido su amor limpia y generosamente. Sus destinatarios, a lo mejor, no se han sentido suficientemente amados, no han notado que eran amados porque Cristo los amó y los quiso a ellos también – a los pobres – como participantes activos y testigos difusores de su amor. Y, consiguientemente, el efecto social, a más largo plazo, de sanar comunidades humanas y las estructuras de todo tipo, que las configuran y condicionan socio-económica, político-jurídica y culturalmente, heridas por la injusticia y el subdesarrollo, no acabe de alcanzar el grado de progreso humano y cristiano que las dignifique y les abra el espacio debido para que puedan ser ellas también ámbito personal y sujetos activos de la gran y gozosa experiencia del Amor.

       2. Quizá hemos olvidado un tanto lo evidente en la concepción y en la realización de la vida cristiana, a saber; que se rige por el gran mandamiento de Jesús, el que manifestó a sus discípulos: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Jesús no había venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles cumplimiento ¡en plenitud! La medida del amor, en la forma en la que se percibía en la Antigua Alianza, en la relación con Dios, consistía en amarlo con todo el corazón, con todas las fuerzas y con todo el ser del hombre, por una parte; y en la relación con el otro hombre, el prójimo, por otra, consistía en amarle como a uno mismo. A primera vista, se trataba de una medida accesible al hombre: ¡él mismo y sus capacidades naturales de amar constituían lo interpelado y urgido por la voluntad del Señor! Pero ni aún así supo corresponder el Pueblo del Antiguo Testamento con fidelidad a la Ley de Dios, incapaz de vencer definitivamente al pecado por sí sólo y yendo de fracaso en fracaso incluso en su historia más íntima, la de su vida religiosa. Les quedaba únicamente la esperanza del Mesías, es decir, la espera de la venida prometida del Ungido del Señor y del tiempo de la misericordia que le anunciaron sus grandes Profetas. Jesús, el autor divino-humano de la salvación definitiva, propondría otra medida del amor y para el amor cualitativamente superior a la antigua – con el fin, paradójicamente, de poder darle cumplimiento -, a saber: su propio amor, mostrado y demostrado en la Cruz, porque, como Él mismo explicaba a sus discípulos, “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Desde el día de su oblación sacerdotal en el Calvario, aceptada por el Padre en y con la Gloria de la Resurrección, no sólo se revelaba la forma plena del Ministerio del Amor y de su realización por el hombre, sino que el mandato mismo se convertía simultáneamente en Gracia, en don del Espíritu Santo. De nuevo, se pone de manifiesto la inefable paradoja de la misericordia divina: desde la nueva Pascua del Señor, el hombre puede ya amar y amar con una plenitud desconocida e inaccesible al hombre; imitando a Cristo, siguiendo a Cristo, amando con Él. Dejando que Él sea nuestro amigo, como hicieron “los Doce”, presididos por “Pedro”, y uniéndonos a Ellos en la comunión eucarística y en la íntima amistad con Él. Ya no nos llama “siervos”, “porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”.

      3. No puede pues sorprendernos lo que San Pablo enseñaba a los fieles de su comunidad de Corintio sobre el amor. Es bien conocido el hecho de su división interna y también su condición sociológica de gente humilde y de muy variada textura moral. Los especiales y espectaculares “dones” que adornaban a algunos de sus miembros – el don de lenguas, de profecía, del saber… - podrían deslumbrarles a la hora de fijar y seguir los modelos de buenos cristianos. San Pablo, que reconoce sus dones como “carismas” – gracias singulares del Espíritu –, les quiere mostrar “el don” más importante para la vida y el ser del cristiano: el mejor de los crismas, un camino excepcional”: ¡el amor! Un amor que, a tenor de sus palabras no se agota ni en dar limosnas, ni en dar el propio cuerpo: “Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo el amor, de nada me sirve”. Un amor que Pablo describe con matices de extraordinaria riqueza humana y espiritual y que no conoce otra expresión, forma y fundamento para su realización que “el amor de Cristo”: que “disculpa sin límites, ama sin límites, aguanta sin límites”, ¡el amor que nunca pasa! Santa Teresa del Niño Jesús, la joven Carmelita de Lisieux, una de las hijas de Santa Teresa de Jesús que mejor y más hondamente comprendieron y encarnaron en la Iglesia contemporánea el carisma contemplativo de la Santa de Ávila, representa la historia de un alma que supo adentrarse como pocas en esa experiencia del amor pascual que se hace fecundo para la Iglesia y para el mundo como “una lluvia de rosas”. Quería serlo todo en la Iglesia – apóstol, mártir… - hasta que descubrió el carisma mejor, el amor, “que encierra en si todas las vocaciones” y se propuso ser el amor en el corazón de su madre la Iglesia. “Entonces, llena de alegría desbordante exclamé: “Oh, Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor… En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, “y mi deseo se verá colmado”.

       4. Formar a “los actores” de la actividad socio-caritativa de la Iglesia – los profesionales y los voluntarios – con autenticidad cristiana y con la perspectiva de que produzca efectos verdaderamente humanizadores y evangelizadores, pasa indispensablemente por introducirlos en la inteligencia y en la vivencia integral del Misterio del Amor: el Amor de Cristo, del que la Iglesia es como el sacramento, instrumento y signo para la vida del mundo. La Iglesia, que es, a su vez, Misterio de comunión y misión. Tarea hoy de una urgencia y gravedad histórica mucho mayor que en épocas pasadas de su historia en la relación con el mundo. La orgullosa autoconciencia del hombre actual y de su poder sobre la naturaleza y el mismo ser humano y su rendirse constante ante los ídolos del placer y del dinero, le han hecho más vulnerable que nunca a la tentación de hacer “obras buenas”, de hacer un tipo de bien, acomodado a su imagen y semejanza y “para su gloria”, la gloria propia del hombre: no para la Gloria de Dios. Entonces sucede lo que el Santo Padre nos advertía en su Mensaje para la Cuaresma del presente año 2008, lo que nos importa es, antes que el verdadero bien de nuestros semejantes, la satisfacción de un interés personal o simplemente llamar la atención para obtener el aplauso de los demás: para lucirnos (cfr. N. 3). En esta situación, el efecto en profundidad de la acción socio-caritativa de la Iglesia se diluye y el medio-ambiente ético y cultural de la sociedad prosigue contaminando de un creciente, frío y cruel egoísmo.

       5. El “camino real”, el más sencillo humana y espiritualmente para que los agentes de la acción socio-caritativa de la Iglesia vivan crecientemente en y del Amor de Cristo, es el de la inserción en la comunidad cristiana de su Diócesis, de su Parroquia y de la que se pueda hacer presente en otras realidades eclesiales, reconocidas por la Iglesia. La caridad, ¡el Amor! es la forma interior de la experiencia cristiana en todos sus aspectos. En la perfección del amor consiste, por lo demás, la santidad del fiel en la Iglesia, la Esposa Santa del Salvador. No hay pues mejor itinerario para el conocimiento y la práctica de la caridad nacida del amor de Cristo, y que nos comprometa a amar incondicionalmente a nuestros hermanos, que vivir cotidianamente en y de la comunión eclesial de la palabra, de los sacramentos, de la oración y de la diaconía al servicio fraternal de los hermanos, que vive su momento más expresivo en la celebración semanal del Domingo y se hace accesible a través de la Iglesia concreta en cada lugar, “entre las familias de sus hijos y de sus hijas”. Vida eclesial que ha de verificarse en el amor practicado en el matrimonio y en la familia, en el trabajo y en la vecindad, en la vida pública, en el contexto general de la sociedad y en la comunidad política. No es posible, sin contradicciones insoportables, ser actor de la actividad socio-caritativa de la Iglesia y comportarse como un tirano en la propia casa y en la vida profesional. De este modo, profundamente enraizado en la experiencia personal y comunitaria de la Iglesia, visibilizada y realizada en la vida ordinaria, crecerá la personalidad verdaderamente cristiana y apostólicamente comprometida de los actores de la actividad socio-caritativa de la Iglesia: así difundirán el buen olor de Cristo, se acrecentará la voluntariedad evangélica y aumentará el número de los voluntarios de la caridad! En una palabra, se implantará más y más “la civilización del amor”, y los pobres serán evangelizados: la cultura del amor gratuito irá penetrando y renovando a los pueblos del “Viejo Mundo” y transformando en la justicia solidaria y en la paz a los del “Nuevo Mundo”.

       A María, Virgen Clementísima, Madre del Amor Hermoso, que nos amó junto a su Hijo al pie de la Cruz, queremos confiarle los frutos espirituales y pastorales de esta Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo Cor Unum del 2008.

Amén.


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